—Así que nos queda un mes y medio de vacaciones solamente…
—Un mes —dijo Vinca—. Ya sabes que debo estar el veinte de septiembre en París.
—¿Por qué? Tu padre está libre todos los años hasta el primero de octubre.
—Sí, pero mamá y yo, y Lisette, estaremos ocupadísimas, del veinte de septiembre al cuatro de octubre, con todas las cosas que hay que preparar para el otoño: un vestido para ir al colegio, un abrigo, un sombrero para mí, y otro tanto para Lisette… ¿Qué quieres que te diga? Nosotras, las mujeres, en fin…
Phil, tumbado boca arriba, lanzó al aire dos puñados de arena.
—¡Qué barbaridad! «Vosotras, las mujeres…». ¡Mira que armáis jaleo con todo eso…!
—¡Claro! ¡Qué bien!… Como tú te lo encuentras todo preparado encima de la cama… Tú sólo te preocupas de tus zapatos y porque los compras en una tienda donde tu padre te prohíbe ir; pero lo demás, te lo dan todo hecho. Es muy cómodo para vosotros, los hombres…
Phil abandonó su postura y se sentó dispuesto a responder a la ironía. Pero Vinca no se burlaba. Estaba bordando un festón rosa en un vestido de crespón del mismo azul que sus ojos. Su pelo rubio, cortado a lo Juana de Arco, crecía lentamente. Se lo recogía a veces sobre la nuca y se hacía con cintas azules dos cortas escobillas de color trigo. Había perdido una de las cintas después del almuerzo, y la mitad de su cabellera iba rozando, a modo de cortina corrida, la mitad del rostro.
Philippe frunció las cejas:
—¡Vaya, Vinca, qué mal peinada estás!
Le subieron los colores a su bronceado rostro veraniego y dirigió a Phil una humilde mirada mientras se colocaba el pelo detrás de la oreja:
—Ya lo sé… Iré mal peinada hasta que no me crezca el pelo. Me hago este peinado mientras…
—Bueno, pero a ti te da igual esa fealdad temporal… —dijo él duramente.
—Te juro que no, Phil…
Desarmado ante tanta dulzura, Phil se calló, y Vinca levanto hacia él unos ojos extrañados, pues no esperaba tanta mansedumbre. Él mismo creyó que se trataba de una tregua pasajera de susceptibilidades y se preparó para los reproches y los sarcasmos infantiles, para lo que él llamaba «el humor lebrero» de su joven compañera. Pero ella sonrió melancólicamente, con una sonrisa que vagaba de la mar en calma al cielo, donde el viento alto dibujaba helechos de nubes.
—Al contrario, tengo muchas ganas de estar guapa, te lo aseguro. Mamá dice que será así, pero que es preciso tener paciencia. —Sus quince años fieros y torpes, acostumbrados a correr, salados, endurecidos, flacos y sólidos, a menudo la convertían en una varilla cimbreante y quebradiza; pero sus ojos, de un azul incomparable, su boca sencilla y sana eran obras acabadas de la gracia femenina.
—Paciencia, paciencia…
Phil se levantó; escarbó con la punta de la alpargata en la duna seca, perlada de caracolillos vacíos. Esta palabra aborrecida acababa de envenenar su siesta feliz de estudiante en vacaciones, cuyos dieciséis años gustaban de la ociosidad y la languidez inmóvil, pero al que exasperaba la idea de la espera, de la evolución pasiva. Extendió los puños, hinchó el pecho semidesnudo y desafió al horizonte:
—¡Paciencia! ¡Es lo único que sabéis decir todos: tú, mi padre, mis «profes»…! ¡Qué tostón!…
Vinca dejó de coser para admirar a su armonioso compañero, a quien la adolescencia no había deformado. Moreno, con la piel blanca y de estatura media, iba creciendo lentamente y, desde los catorce años, parecía un hombrecito bien hecho, un poco más alto cada año.
—¿Y qué hacer si no, Phil? No hay otro remedio. Tú crees que con extender los brazos y soltar un juramento algo va a cambiar. No vas a ser más listo que los demás. Empezarás el curso de bachillerato y, si tienes suerte aprobarás…
—¡Cállate! —gritó—. ¡Hablas como mi madre!
—Y tú como un niño. ¿Qué crees que vas a ganar siendo impaciente, jovencito?
Los ojos negros de Philippe la odiaron por haberlo llamado «jovencito».
—¡No creo nada! —contestó él trágicamente—. ¡Sobre todo, no creo que tú puedas comprenderme! Ahí estás, con tu festón rosa, tu nuevo año escolar, tu pequeña rutina… A mí, sólo me obsesiona la idea de que no tengo más que dieciséis años…
Los ojos de la Pervinca, centelleantes de lágrimas de humillación, consiguieron esbozar una sonrisa:
—¡Ah! ¿Sí? Te crees el rey del mundo porque tienes dieciséis años, ¿no? ¿Es el cine el que te ha metido todo eso en la cabeza?
Phil la cogió por el hombro y la sacudió con autoridad.
—¡Te digo que te calles! No abres la boca más que para decir tonterías… Me revienta, ¿te enteras?, me revienta la idea de que sólo tengo dieciséis años. Los años que me esperan, esos de bachillerato, de exámenes, de escuela técnica, esos años de tanteos, de balbuceos, en los que hay que volver a empezar lo que se ha hecho mal, en los que hay que masticar otra vez lo que no se ha digerido; si te suspenden… Esos años en los que hay que aparentar ante mamá y papá que nos gusta una carrera para tenerlos contentos y sentir cómo ellos mismos hacen lo imposible por parecer infalibles, cuando en realidad no saben más de ellos que yo de mí mismo… ¡Ay! ¡Vinca, no sabes cómo detestó este momento de mi vida! ¿Por qué no tendré ya veinticinco años?
Phil irradiaba intolerancia y una especie de desesperación tradicional. La prisa por hacerse mayor y el menosprecio por la época en que florece el cuerpo y el alma tornaban en héroe romántico al hijo de un pequeño industrial parisino. Cayó a los pies de Vinca y continuó lamentándose:
—¡Tantos años todavía, Vinca, durante los cuales no seré más que medio hombre, medio libre y medio enamorado!
Ella posó su mano en el pelo negro que revoloteaba al viento, al nivel de sus rodillas, y se calló todo lo que su sabiduría de mujer le dictaba en ese momento. «¿Medio enamorado? Entonces, ¿se puede estar sólo medio enamorado?…».
Phil se volvió violentamente hacia su amiga.
—Y tú, que aceptas todo eso, ¿qué piensas hacer?
Bajo la negra mirada de Phil, ella volvió a parecer pequeña e incierta:
—Pues, lo mismo, Phil… No tengo que preparar la reválida este año.
—Y ¿qué vas a ser? ¿Te has decido ya, por fin entre el diseño industrial y farmacia?
—Mamá dice…
Phil empezó a dar coces de cólera como un potro, sin levantarse:
—«¡Mamá dice…!». ¡Oh! ¡Qué alma de esclava! ¡A ver! ¿Qué es lo que dice «tu mamá»?
—Dice —repitió Vinca dócilmente— que como ella padece reumatismo y Lisette no tiene más que ocho años, no tengo necesidad de ir muy lejos a buscar una ocupación, pues ya hay bastante que hacer en casa; que pronto llevaré las cuentas y me encargaré de la educación de Lisette, del servicio doméstico, en fin, de todas esas cosas…
—¡Todas esas cosas no son absolutamente nada!
—… Que me casaré…
Vinca enrojeció, retiro su mano de los cabellos de Phil y pareció esperar una palabra, que él no pronunció.
—… En fin que, hasta que me case, tengo de qué ocuparme…
Philippe se volvió y la miró de arriba a abajo con desdén.
—¿Y eso te bastará? ¿Eso te basta para, qué sé yo, los próximos cinco, seis años, o tal vez más?
Los ojos azules vacilaron un momento, pero en seguida volvieron a mirar fijamente a Philippe.
—Sí, Phil, hasta que llegue el día… Como no tenemos más que quince y dieciséis años… Como estamos obligados a esperar…
Encajo la palabra aborrecida como una bofetada y se sintió débil. Una vez más la simplicidad de su joven compañera y la sumisión que ésta se atrevía a confesar, esa manera femenina de reverenciar los lares entrañables, le dejaron sin habla, decepcionado, pero vagamente sosegado. ¿Hubiese preferido una Vinca exuberante, dispuesta siempre a la aventura, piafando como una yegua joven ante el largo y duro paso de la adolescencia?…
Apoyó la cabeza contra el vestido de su amiga de infancia. Las rodillas finas se estremecieron y se juntaron, y Philippe, en un arrebato repentino, se ensimismó pensando la forma encantadora de estas rodillas. Cerró los ojos, abandonó confiado el peso de su cabeza y permaneció allí, esperando…