Iban nadando el uno junto al otro; él, más blanco de piel, con la cabeza oscura y redonda bajo el pelo mojado; ella, quemada como cualquier rubia y tocada por un pañuelo azul. El baño cotidiano, alegría silenciosa y completa, devolvía a su edad difícil la paz y la infancia, ambas cosas en peligro. Vinca se lanzó contra una ola y roció el aire de agua, como una pequeña foca. Su pañuelo, torcido, dejaba al desnudo las orejas rosas y delicadas, ocultas por el pelo durante el día, así como unos claros de piel blanca en las sienes, que sólo veían la luz a la hora del baño. Sonrió a Philippe y, bajo el sol limpio de las once de la mañana, el azul delicioso de sus pupilas verdeció un poco con el reflejo del mar. Su amigo se zambulló bruscamente, agarró un pie de Vinca y la arrastró bajo la ola. «Tragaron» juntos y reaparecieron escupiendo agua, y resollando y riendo como si olvidasen, ella sus quince años atormentados de amor por su compañero de infancia, y él sus dieciséis años dominadores, su desdén de muchacho guapo y sus exigencias de propietario precoz.
—¡Hasta la roca! —gritó él, haciendo un surco en el agua.
Pero Vinca no le siguió y se dirigió a la cala más próxima.
—¿Te vas ya?
Ella se arrancó el gorro como si se escalpase y sacudió su lacio pelo rubio.
—Es que viene un señor a comer. Papá ha dicho que nos arreglemos bien.
Echó a correr, totalmente mojada, grande y con aspecto de muchacho, pero fina, con largos y discretos muslos. Al oír de nuevo a Phil se detuvo.
—¿Te vas a arreglar? ¿Y yo? ¿No puedo almorzar sin corbata, entonces?
—Sí, Phil. Haz lo que quieras. Además, estás mucho mejor sin corbata.
La cara mojada y bronceada, los ojos de la Pervinca expresaron a la vez la angustia, la súplica y un ardiente deseo de aprobación. Él se calló, fanfarronamente, y Vinca subió el prado de mar florido de escabiosas.
Ya solo, Phil refunfuñó y golpeó el agua. Le importaban muy poco las preferencias de Vinca. «Siempre estoy muy guapo para ella… Además, este año no la veo nunca contenta».
La aparente contradicción de estos dos pensamientos le hizo sonreír. Se arrojó de nuevo contra una ola, dejando que el agua salada llenase sus oídos de un silencio atronador. Una pequeña nube cubría el sol en lo alto; Phil abrió los ojos y vio pasar por encima de él los vientres sombreados, los grandes picos afilados y las patas oscuras, replegadas en pleno vuelo, de una pareja de chorlitos.
«Qué idea tan ridícula —se dijo Philippe—. ¿Qué bicho le habrá picado?… Parece un mono vestido. Parece una mulata acercándose a comulgar…».
Al lado de Vinca, su hermana pequeña, muy parecida a ella, abría unos ojos azules en medio de una redonda cara tostada, bajo un pelo rubio como bálago, y tenía apoyados en el mantel, junto al plato, sus puños cerrados de niña educada. Tanto la mayor como la pequeña llevaban vestidos blancos iguales, planchados y almidonados, de organdí con volantes.
«Un domingo en Tahití —bromeó Philippe para sus adentros—. Nunca la he visto tan fea».
La madre de Vinca, el padre de Vinca, la tía de Vinca, Phil y sus padres, y el parisino de paso formaban en la mesa un cuadro variopinto de jerséis de cuello alto verdes, de blazers a rayas, de chaquetas de tusor. La villa, alquilada todos los años por las dos familias amigas, olía esa mañana a bollos calientes y a encausto. El hombre entrecano, venido de París, representaba, entre esos bañistas abigarrados y niños renegridos, al forastero delicado, pálido y bien vestido.
—¡Qué cambiada estás, Vinca! —dijo a la jovencita.
—Si lo sabré yo —masculló Phil con tono arisco.
El invitado se inclinó hacia la madre de Vinca para confesarle en voz baja:
—Cada vez está más encantadora. Encantadora. Dentro de dos años… ya verá usted.
Vinca lo oyó y lanzó una mirada femenina al forastero y sonrió. Su boca púrpura entreabierta reveló una lámina de dientes blancos; sus pupilas, azules como la flor de su nombre, se velaron de pestañas rubias, y el propio Philippe quedó encandilado. «¡Eh!… ¡Qué cambiada está!…».
En el vestíbulo tapizado de tela, Vinca, muy tiesa, sirvió el café de manera impecable, con una especie de gracia acrobática. Una bocanada de aire acudió la mesa, bastante frágil; Vinca recogió con el pie una silla volcada y con la barbilla un mantelillo de encaje que estaba a punto de salir volando, al mismo tiempo que llenaba una taza de café.
—¡Mírenla! —dijo extasiado el forastero.
Éste la trató de «tanagra», la obligó a tomar un sorbo de «chartreuse», le preguntó los nombres de los enamorados a los que daba calabazas en el casino de Cancale…
—¡En el casino de Cancale! Pero si no hay casino en Cancale.
Ella se reía, mostrando el semicírculo sólido de todos sus dientes, y giraba como una bailarina sobre la punta de sus zapatos blancos. Se puso pícara y coqueta; y no dirigió ni una sola mirada a Philippe, quien, oculto detrás del piano y el gran ramo de cardos plantado en un cubo de cobre, la contemplaba.
«Me había engañado a mí mismo —se confesó—. Está muy guapa. Siempre se aprende algo».
Como, al sonar el fonógrafo, el invitado propusiera a Vinca enseñarle el balancello, Philippe se escabulló, corrió hacia la playa y cayó hecho una pelota en un hoyo de duna, donde permaneció con la cabeza sobre los brazos y los brazos sobre las rodillas. La imagen de una Vinca nueva, llena de insolencia voluptuosa, siguió viva bajo sus párpados cerrados, una Vinca coqueta, segura de sí, dotada de pronto de una carne redonda, una Vinca Asombrosamente aviesa y rebelde.
—¡Phil, Phil! Estaba buscándote… ¿Qué te pasa?
La seductora llegó jadeante hasta él y empezó a tirarle ingenuamente del pelo para obligarle a levantar la frente.
—No me pasa nada —contestó él con voz ronca.
Abrió los ojos con temor. Arrodillada en la arena, Vinca estaba arrugando sus diez volantes de organdí y empezó a arrastrarse como una comanche.
—Phil, por favor, no te enfades… Tú tienes algo contra mí… Phil, sabes perfectamente que te quiero, más que a nadie. Háblame, Phil.
Él buscó en ella el esplendor efímero que lo había irritado. Pero no encontró más que una Vinca consternada, una adolescente afectada, demasiado pronto, por la humildad, las torpezas y la triste obstinación del verdadero amor… Apartó bruscamente la mano que ella le estaba besando:
—¡Déjame! ¡No comprendes, tú nunca comprendes nada!… ¡Levántate, venga!
Philippe alisó el arrugado vestido, le ató la cinta al talle y atusó sus lacios cabellos levantados por el viento, pretendiendo de este modo remodelar en ella la forma del pequeño ídolo vislumbrado…