Pam se sentó en la cama y quedó escuchando. Otra vez sonó el golpeteo en la puerta. ¿Quién podría ser?
Pam se puso las zapatillas y corrió a mirar por la ventana. No había luna y la noche era tan negra como la tinta. Pam no pudo ver nada.
Holly, que también se había despertado, cuchicheó:
—¿Vas a abrir la puerta?
Llamaron de nuevo.
—Llama a los chicos y diles que no hagan ruido; no vayan a despertar a Sue.
Cuando volvió Holly con sus hermanos, los golpes en la puerta eran más fuertes.
—¿Quién es? —preguntó Pete, mientras se ajustaba la bata.
—Soy Zuzu —contestó una vocecilla.
Pete abrió inmediatamente y la pequeña entró. Iba vestida con un albornoz rojo y un camisón larguísimo que le tapaba hasta las zapatillas blancas.
—¡Zuzu! Pero ¿qué haces levantada, a estas horas? —preguntó Pam.
—Has hecho muy mal viniendo —reprendió Holly—. ¿Y si se despierta tu mamá y se encuentra con que no estás? Además, ¿no estás asustada?
—Un poquito —confesó Zuzu—, pero tengo algo importante que deciros.
—¿Qué es? —preguntó Pete.
—Me desperté hace un rato, porque el perro de al lado ladraba. Fui a la ventana, miré y… ¿Sabéis lo que vi?
—¿Qué? —preguntaron los Hollister, todos a un tiempo.
Los ojos de Zuzu chispearon, mientras la niña tomaba aliento para proseguir:
—Vi a dos hombres pasando por la calle.
—¿Sólo eso? —rezongó Holly.
—No. Es que llevaban a otro hombre. Uno lo sujetaba por la cabeza y el otro por los pies. Y se metieron en las tierras del museo.
—¡Demonios guisados! —exclamó Ricky—. ¡Otra mentirota gorda!
Pam ladeó la cabeza y miró fijamente a la pequeña.
—Zuzu, ¿estás segura de que eso que dices es verdad?
—Claro que sí. ¿No os lo creéis?
Los Hollister miraron a Zuzu muy poco convencidos.
—A lo mejor todo son imaginaciones tuyas —declaró Holly.
—No, no —aseguró la otra niña—. He visto a esos hombres. Y he venido en seguida a decíroslo para poder ser detective, como sois vosotros. Tenéis que creerme.
Pete sacudió la cabeza y dijo:
—Vamos, Zuzu. Pam y yo té acompañaremos a casa.
A Zuzu le tembló la barbilla y empezaron a resbalarle lágrimas por las mejillas.
—Yo quiero ser detective —dijo, sollozando, mientras Pam la acompañaba a la puerta.
Cuando Pete y las dos niñas llegaron al pie de la colina, Zuzu había dejado de llorar. Pam encontró un pañuelo de celulosa en su bolsillo y enjugó los ojos de la pequeña.
—Nos gustaría creerte, hijita —dijo Pam—, pero te inventas tantas historias…
Sin contestar, la niña se metió en su casa.
A la mañana siguiente, los forasteros durmieron hasta muy tarde. Mientras desayunaban buñuelos en la cafetería, hablaron a Emmy, Indy y Sue de la visita nocturna.
—Esa historia de Zuzu es difícil de creer —admitió Indy.
Acababan de pedir todos una segunda ración de buñuelos cuando la puerta de la cafetería se abrió y entró el señor Marshall.
—Supuse que os encontraría aquí —dijo—. Estoy deseando daros la noticia. ¡El Amigo de los Colonos ha vuelto! —El director del museo miró las caras de sorpresa de todos y se echó a reír—. Estaba allí, en el porche de la Posada. No me preguntéis cómo ha llegado. ¡Todo lo que sé es que ese indio no anda!
Inmediatamente Pam dejó su tenedor y se puso en pie.
—¡Zuzu decía la verdad! —exclamó—. Vio a los hombres que transportaban al indio.
En pocas palabras explicó Indy al señor Marshall a qué se refería Pam.
—Emmy, ¿puedo marcharme ahora? —pidió la niña—. Quiero pedir disculpas a Zuzu.
—Será mejor que vayamos todos —opinó Ricky, ceñudo.
Los Hollister encontraron a la niña en el patio posterior. Pam le contó lo que había ocurrido y todos le pidieron disculpas por no haberla creído.
—Ya sé que todo es culpa mía —dijo Zuzu—. Nunca más volveré a inventarme cosas.
—¿Viste anoche alguna otra cosa que no nos hayas dicho? —preguntó Pete.
Después de pensar unos momentos, Zuzu dijo:
—Los hombres llevaban un farol.
—¿Recuerdas algo más sobre ellos? —insistió Pam.
—No —contestó la pequeña, que salió dando saltitos, junto a Pam, cuando los Hollister se marchaban, para decirles adiós desde la puerta.
En la tienda, los jóvenes detectives encontraron a Wally sacudiendo las estanterías con un largo plumero. Su padre estaba despachando, detrás del mostrador.
Cuando Pete dio a Wally la noticia sobre el Amigo de los Colonos, el cliente que estaba comprando se volvió a mirar a los niños. Era el capataz de pelo color zanahoria.
—¿Qué? ¿Cómo está mi princesita hoy? —preguntó a Pam. Y sin esperar contestación, añadió—: Hoy tenemos que ocuparnos de reforzar el puente. Pero ahora he venido a comprar un farol. Alguien robó el que colocamos sobre el letrero de aviso.
—¿Cuándo? —preguntó Pete.
—Anoche.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Los dos hombres que devolvieron el indio al museo llevaban un farol. ¡Apuesto algo a que lo robaron en el puente!
—Y el puente está cerca del molino —añadió Pam, pensativa—. Todavía tengo sospechas sobre esas ruinas. Zuzu dijo que los ladrones estaban allí. Puede que dijera la verdad.
—¿Crees que los ladrones se esconden en el molino? —preguntó Ricky.
Fue Pete quien contestó:
—No sé, pero hay algo raro allí. Voy a registrar aquella zona.
Wally pidió permiso a su padre para ir con los Hollister. A los pocos minutos, los cinco niños corrían por la colina, hacia el motel.
Aunque no compartía sus esperanzas de encontrar nada en el molino, Indy se avino a llevarles en la furgoneta. Pete cogió la linterna y todos se instalaron en el vehículo. De camino, Indy dejó a Emmy, Sue y «Negrito» en el museo.
—Os recogeremos al volver —prometió.
Cuando estuvieron cerca del molino, Pete propuso que aparcaran y se acercasen, sigilosamente, a pie. Indy dejó el vehículo a un lado del camino y todos bajaron. Pete abría la marcha del grupo que se movía en silencio, entre los árboles, hacia una pared lateral del molino. Al llegar a un trecho pantanoso, lleno de hierba, Pete ordenó un alto.
Ante ellos se levantaba el ruinoso edificio, sombreado por los árboles. Sus muros de piedra recibían la fuerte luz del sol, en algunos trechos. Nadie se movía. Los niños escucharon atentamente. No se oía más que el murmullo del río y el canto de los pájaros.
A media voz, Pete dio instrucciones a Holly, Ricky y Wally para que hiciesen guardia en la entrada del molino.
—Silbad, si alguien llega. Pam y yo vamos a entrar.
—Yo me quedaré en la puerta —dijo Indy, sonriendo—. Buena suerte.
Pete y Pam encontraron entornada la puerta, que rechinó cuando la empujó Pete. Los dos hermanos penetraron en una fría habitación que no tenía más que una ventana. En una esquina había una escalera. Subiendo por ella se podía llegar al piso alto, o al sótano, bajando.
—Voy a bajar —decidió Pete.
Cuando iba a sacar la linterna, su hermana le agarró por un brazo.
—¡Mira! —dijo, señalando una pila de escombros.
¡Entre ellos asomaba el desaparecido rifle de «Parche»!
Rápidamente los niños buscaron entre el montón de desperdicios, donde había mucho serrín y taquitos de madera. Pete y Pam encontraron un bote vacío de goma laca, pinceles, un berbiquí, una sierra y un escoplo.
—¡Esto es lo que los ladrones del tren robaron en casa de la señora Álamo! —cuchicheó Pete con voz ronca.
—Entonces, deben de ser los mismos que robaron el indio —calculó Pam, que un momento después contenía una exclamación—. ¡Pete! ¡Creo que ya sé dónde está el resto del dinero!
Pam cogió de la mano a Pete, que sostenía el rifle, y los dos salieron del molino. En seguida contaron a los otros lo que habían visto.
—Bien. Y ¿dónde está el dinero? —preguntó Indy.
—Lo tiene el Amigo de los Colonos.
—¿Quieres decir, Pam, que los ladrones habrán vaciado el interior de madera del indio para meter dentro el dinero? —preguntó Indy.
—Espero que lo hayas adivinado —declaró Wally, sacudiendo las orejas más que nunca.
—Vayamos de prisa al museo, para comprobarlo —apremió Indy, tan animado como los niños—. Además, avisaré a la policía. Querrán registrar nuevamente el molino.
—Bien. Wally, Pam y yo nos quedaremos de vigilantes hasta que llegue la policía —decidió Pete—. Podría ser que los ladrones volvieran.
—Recordad que no podéis enfrentaros a ellos —les advirtió Indy—. Si ellos vinieran, vosotros huid.
Después que Ricky, Holly e Indy se marcharon con el rifle, Pete dijo:
—Me gustaría echar un vistazo al sótano. Podemos explorar, mientras esperamos.
Mientras entraban, silenciosamente, en el molino, los niños podían oír los gritos de los hombres que trabajaban en el puente viejo. Pete empujó la rechinante puerta y todos entraron.
—Dejad la puerta igual que la hemos encontrado —advirtió Pete a Pam y mientras ella la empujaba, hasta cerrarla casi por completo, los goznes volvieron a rechinar.
—¿Qué hay arriba? —preguntó Wally.
—Vayamos a mirar —propuso Pam.
Los tres amigos subieron las escaleras y entraron en un cuarto que estaba ocupado casi completamente por una gran piedra de moler. De repente, abajo sonaron ruidos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Pam.
—Puede que una rata —dijo Wally, y Pam se estremeció.
Pete avanzó el primero hacia la puerta y todos miraron hacia abajo. De pronto Pam dio un grito de alarma. ¡Trepando por la ventana había una mujer gordísima con un sombrero feo y viejo!
—¡Deténgase! —gritó Pete.
La mujer se estremeció, sobresaltada, se echó una mano al sombrero y desapareció.
—¡Hay que seguirla! —decidió Pete.
Los niños bajaron las escaleras a toda prisa y salieron del molino a tiempo de ver que la mujer fugitiva corría hacia el puente.
—¡Allí hay otra! —advirtió Wally.
Otra silueta de largas faldas estaba llegando al camión de los obreros. La mujer gorda de delante saltó por encima de unas piedras y se aferró furiosamente el vestido.
¡Estaba cayendo dinero de su ropa!
—¡Son los ladrones! —advirtió Pete.
Los niños estaban a punto de alcanzar al ladrón disfrazado, cuando éste saltó al camión.
El motor se puso en marcha.
—¡Deténganse! —ordenó Pete, parándose delante del vehículo.
Pero, en lugar de detenerse, el camión emprendió la marcha.