—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Eso quiere decir que los asaltantes del tren has estado en el granero.
—Nosotros les hemos visto subir por la montaña. Y llevaban una maleta grandísima —informó Ricky.
—Probablemente cargada con el dinero robado —dijo el policía.
La señora Álamo habló de los dos hombres que habían acudido a pedirle alojamiento. Inmediatamente, el policía que llevaba el «walkie-talkie» llamó al cuartelillo para informar de lo que había averiguado. Al concluir añadió:
—Registraremos toda esta área. Puede que los ladrones continúen por aquí.
—Quizá encuentren su coche abandonado —apuntó Wally.
—No lo creo —repuso el policía, volviendo con su compañero—. Probablemente, todo lo relativo al automóvil es mentira.
—Si hubieran tenido coche, ya lo habrían usado para escapar —razonó Pete.
Mientras la motora de la policía se alejaba, los chicos dijeron adiós a la señora Álamo y volvieron a la embarcación de Wally. Ahora la proa se encontraba en tierra, porque las aguas se habían retirado varios palmos. Cuando Wally y Ricky estuvieron dentro, Pete desató la cuerda y dio un empujón a la barca.
El viaje de regreso al museo resultó mucho más largo que el de ida, porque habían empezado a emerger montículos de tierra y Wally tenía que conducir por los trechos, cada vez más pequeños, en los que quedaba agua. Esta vez pasaron ante una especie de alta meseta en la que Pete y Ricky no se habían fijado antes. En ella había dos artefactos de madera: Uno era alto y tenía en la parte superior tres agujeros, en hilera. El otro era bajo y presentaba dos orificios.
—Ahí está el corbatín y los calcetines —dijo Wally.
—¿Para qué es eso? —quiso saber Ricky.
—Se usaba para castigar a la gente, en la época colonial —explicó Wally—. Lo que llaman el corbatín es la picota, eso tan alto. El prisionero sacaba por los agujeros las manos y la cabeza y quedaba allí, aprisionado, para que la gente pudiera mofarse de él.
—Es como un collar de madera —dijo Ricky.
—He leído eso en la escuela. A los camorristas y murmuradores se les castigaba así —añadió Pete.
—El aparato pequeño son los calcetines, o cepo —siguió diciendo Wally—. Uno tenía que sentarse en el suelo y meter los tobillos en esos agujeros.
Al estudiar atentamente los extraños artefactos, Ricky observó que parecían hechos cada uno de una sola pieza de madera.
—Pero ¿cómo se podía meter la cabeza por ese agujero? A mí me parece muy pequeñajo.
—Es que la mitad de arriba se levanta y se vuelve a bajar sobre el cuello y las muñecas del preso. Los calcetines funcionan del mismo modo —aclaró el muchachito de Foxboro.
—¡Canastos! No me gustaría que me metiesen en una cosa de ésas —declaró el pequeño, mientras la motora se alejaba de aquel lugar.
El agua se había retirado tanto de la iglesia que lo que antes parecía una isla era ahora un montículo. Pero aún quedaba una especie de riachuelo por el que bajaba el agua y por donde Wally pudo navegar.
—Lo mejor será que vaya a la caseta a dejar mi barca —decidió el chico, mientras Pete y Ricky saltaban a tierra.
—Muy bien, Wally. Gracias por habernos traído. Ya nos veremos más tarde.
Los dos hermanos contemplaron a su amigo, que se alejaba por el laberinto de arroyuelos que corrían hacia el río. Cuando llegaron a lo alto del montículo, encontraron a las niñas jugando con la familia de marmotas.
—Les hemos hecho una casa —explicó Holly, señalando la caja de cartón donde estuvieran los bocadillos.
La marmota madre y sus hijuelas parecían muy contentas en su extraña guarida, a pesar de que «Negrito» no cesaba de saltar y ladrar en torno a ella. Pam hizo preguntas a sus hermanos y Pete le habló de su aventura. Luego añadió:
—Creo, Pam, que lo mejor sería que tú y yo buscásemos al señor Marshall. Hay que darse mucha prisa, si queremos que intente salvar el puente.
Los dos hermanos encontraron a Emmy en la entrada de la iglesia, preparando una comida con el paquete que había llevado poco antes una lancha de la policía. Pete y Pam comieron bocadillos y bebieron leche, y marcharon en seguida a los terrenos altos del Pueblo Pionero, en busca del director.
Cuando los pequeños acabaron de comer, Emmy acunó a Sue en sus brazos. La chiquitina pronto quedó dormida. Ricky y Holly se alejaron, de puntillas, para ir a jugar. Corriendo por las zonas más secas, llegaron al lugar en que se encontraban los instrumentos de tortura. Holly se detuvo en seco y quedó tirándose de las trencitas.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando.
Ricky abombó el pecho y dándose mucha importancia, dijo:
—Corbatín y calcetines. Los usaban en los tiempos coloniales para la gente que hablaba mucho.
—¡Cucarachas! —exclamó Holly, subiendo a la húmeda plataforma.
—Yo te lo explicaré todo —se ofreció Ricky, y repitió lo que Wally le había dicho. Luego, con una mirada traviesa, añadió—: A lo mejor te gustaría meter la cabeza en ese agujero.
Holly contempló la picota.
—Es demasiado alta para mí, Ricky. A lo mejor para nosotros sirve eso otro.
Y señaló el cepo.
—¡Ah, los calcetines! —dijo Ricky, dándoselas de entendido—. Tú siéntate aquí y pon los pies ahí.
—Hazlo tú primero y me lo enseñas —dijo Holly, encogiéndose, como si estuviera asustada.
—Pero ¡si es muy fácil! —replicó Ricky—. ¡Mira!
Dando un fuerte tirón, levantó la parte superior del cepo. Luego se sentó en el suelo y colocó los pies dentro de los orificios. Antes de que tuviera tiempo de decir una sola palabra más, Holly se apresuró a bajar sobre los tobillos de su hermano el extremo levantado.
—¡Eh, no hagas eso! —protestó el chico.
—Es lo que ibas a hacerme tú, ¿verdad? —dijo Holly, con ojitos picaruelos.
—¡Déjame salir! —chilló Ricky, pateando con el deseo de libertarse.
—Está bien —se avino Holly.
Y se acercó para levantar el tablón superior. Pero, a pesar de los tirones, no pudo moverlo.
—¡Canastos! Menos mal que el agua está bajando, y no subiendo —dijo el chiquillo—. ¡Holly, busca a alguien que me saque de aquí!
Estaba la niña mirando a su alrededor, por si veía a alguien, cuando apareció una persona por la esquina del edificio.
—¡Ahí está Indy! —dijo la niña, y le llamó a gritos, pidiendo ayuda.
El buen amigo de los Hollister acudió a toda prisa y rió de buena gana, viendo lo que le había sucedido al pelirrojo.
—¿Eres algún murmurador? —preguntó al prisionero.
—No, no —se defendió Ricky—. Es que Holly me ha engañado.
Con un fuerte tirón, Indy levantó el tablón que aprisionaba los tobillos del pequeño. Ricky se levantó a toda prisa y estaba a punto de agarrar a su hermana por las trenzas, cuando Indy levantó en vilo a la niña.
—El primer bromista fuiste tú, Ricky —dijo Indy, alborotando más, con su mano, los siempre revueltos cabellos de Ricky.
Dejó a Holly en el suelo y los tres se encaminaron a la iglesia. Allí encontraron a Pam y Pete que acababan de regresar de la Posada, donde habían encontrado al director del museo.
—El señor Marshall va a hacer todo lo que pueda por impedir que mañana vuelen el viejo puente —dijo el chico.
—Puede que el nivel del agua sea ya lo bastante bajo para que el puente deje de constituir una amenaza —se le ocurrió a Indy, que luego habló de sus aventuras durante los trabajos de salvamento del día anterior. Entre otras cosas contó que había podido salvar a un gatito que había quedado aislado en lo alto de un granero. Y con una amplia sonrisa que dejó a la vista sus blanquísimos dientes, añadió—: Tengo otras noticias para vosotros.
—¿De otro gatín que has salvado? —preguntó Sue.
—Algo de eso —asintió Indy.
—¿Es alguien que nosotros conocemos? —preguntó Pam.
Indy se echó a reír, sin poder seguir guardando el secreto.
—Se trata de «Parche», vuestro indio. La policía había supuesto que los ladrones se vieron sorprendidos por la inundación y tuvieron que desprenderse de las figuras, dejándolas flotar.
—Debemos ir a buscar a «Parche» lo antes posible —opinó Pete—. ¡Puede que encontremos alguna pista que nos ayude a encontrar a los ladrones!
—Ya he advertido a la policía que iremos a buscarlo —dijo Indy—. Lo haremos después de cenar.
Para entonces, el agua había descendido lo suficiente para que la furgoneta pudiera ser conducida hasta el motel. Una vez allí, todos se dieron una ducha caliente y se pusieron ropas limpias. Más tarde cenaron en una cafetería. Luego, después de dejar a Emmy, Sue y «Negrito» en el motel, los demás marcharon al Fondeadero del Pinar.
Pam, que iba sentada delante, entre Ricky e Indy, desplegó sobre sus rodillas un mapa de carreteras. Siguió con un dedo la serpenteante senda marcada en el mapa y no tardó en informar:
—Está a tres kilómetros y medio de aquí.
Unos minutos más tarde llegaban a una pequeña población, constituida tan solo por una calle con unas cuantas tiendas y una gasolinera. Indy detuvo la furgoneta ante los surtidores de gasolina y en seguida se presentó un hombre vestido con un mono azul.
—¿Querrá usted decirme en dónde puedo encontrar al jefe de policía? —pidió Indy.
—Soy yo mismo —dijo el hombre, mientras se secaba las manos con un trapo viejo.
—Venimos a buscar la figura india que fue arrastrada por la corriente del río —explicó Pete.
—Han venido ustedes al lugar adecuado —sonrió el hombre—. La figura está aquí dentro.
Los niños bajaron del vehículo y entraron, detrás de Indy, en la gasolinera. Allí estaba «Parche», con aquella horrenda expresión que tanto susto diera a Pam, en Shoreham.
—Es el que buscamos —dijo Pete—. Pero ¿dónde está el rifle?
—A mí que me registren —bromeó el policía—. La figura no tenía ningún rifle.
—¡Canastos! Seguro que se lo ha llevado la corriente —opinó Ricky.
Pam se llevó una desilusión.
—Así no queda nada bien este indio. ¡Cómo me gustaría poder encontrar su rifle!… Bueno. Ahora nos gustaría llevarnos al indio a la Posada de la Diligencia.
—Muy bien —asintió el hombre de la gasolinera—. Estaba esperando que alguien viniera a buscarlo.
Al despedirse, prometió avisar al museo, en el caso de que llegara a saber algo del rifle de madera.
«Parche» volvió a ser colocado sobre la furgoneta y los forasteros se pusieron en camino hacia Foxboro. Estaban a medio camino cuando oscureció e Indy tuvo que encender los faros. Al virar a la derecha, la rueda trasera se encalló en el lodo de la cuneta.
—Debí haber contado con eso —murmuró el conductor, mientras todos bajaban a ver lo ocurrido—. Pero confío en que, si todos empujamos y uno se coloca al volante, podremos salir de aquí. —Y volviéndose a Holly, Indy pidió—: Tú ponte al volante y conduce. Oprime el acelerador, muy lentamente.
Indy y los demás arrimaron el hombro a la parte trasera de la furgoneta, disponiéndose a empujar. Dentro, Holly tomó el volante y alargó el pie derecho hasta alcanzar el acelerador.
—¡Calma! ¡Lentamente! —ordenó Indy—. ¡Adelante, Holly!
La pequeña apoyó el pie suavemente en el acelerador pero, al hacerlo, resbaló hacia delante en el asiento. ¡Su pie se hundió con fuerza en el pedal y las ruedas traseras giraron vertiginosamente, lanzando una lluvia de lodo!