El robo de los dos indios de madera dejó anonadados a los dos hermanos Hollister.
—¿Te has fijado en los que faltan, Pete? —preguntó el pequeño.
Las dos figuras que habían desaparecido eran el Amigo de los Colonos y «Parche».
—No puedo comprenderlo —decía el señor Marshall, muy apurado—. ¿A quién se le puede ocurrir robar dos indios de madera?
—¡Y en medio de una tormenta! —añadió Indy.
—Busquemos bien, por si hay huellas —dijo Pete.
Los cuatro examinaron la sala, atentamente, pero sólo encontraron algo de barro seco, en el suelo.
—A lo mejor encontramos huellas, fuera —dijo Ricky, y salió de la Posada, seguido por los otros tres.
Pero como la tierra estaba tan empapada, no se podía distinguir el menor rastro de los ladrones.
—Todo lo ha borrado el agua —dijo, tristemente, Indy, llegando hasta el borde mismo de las aguas.
Pete suspiró, al preguntar:
—¿Qué hacemos ahora?
—Seguir aquí y buscar esos indios de madera —dijo, muy decidido, Ricky.
—A mí me parece muy bien —asintió Indy.
—Pero antes que nada tendremos que telefonear a Shoreham, para que papá y mamá sepan que estamos bien.
—Buena idea, Pete —dijo Indy.
—Yo me quedo aquí, por si veo pasar alguna motora de la policía —dijo el señor Marshall, mientras los otros tres volvían a entrar en la Posada.
Dentro, el teléfono estaba en perfecto estado y fue posible poner una conferencia con Shoreham.
Fue la señora Hollister quien se puso al aparato y Pete le explicó que todo iba bien.
—Pero nos hemos encontrado con un par de misterios —añadió.
A continuación preguntó si podían quedarse unos días más, y la madre repuso que podían hacerlo, siempre que Indy estuviese de acuerdo. Luego dijo que deseaba hablar con Ricky.
—Todo está inundadísimo, mamá —dijo Ricky, entusiástico—. Es estupendo.
Inmediatamente después preguntó por «Zip», «Domingo» y «Morro Blanco» y sus hijos. Después de contestar que todos los animalitos estaban bien, la señora Hollister habló con Indy y dio permiso para que los jóvenes detectives se quedaran en Nueva Inglaterra hasta haber puesto en claro todos los misterios.
Esto alegró mucho a Pete y Ricky, que salieron a tiempo de ver llegar una embarcación de la policía. En ella iban dos oficiales. El señor Marshall les hizo señas para que se aproximasen y Pete acudió a informarles del robo de las figuras indias.
—No pueden haberse marchado solas —dijo Pete.
—Ni siquiera nadando —añadió el pecoso.
Después de prometer estar alerta con respecto a aquellos objetos robados, los policías preguntaron a Indy y al señor Marshall si podían seguir prestando su ayuda en las tareas de salvamento.
—Con mucho gusto —dijo Indy—. Pero antes tendremos que dejar a los dos muchachos en la iglesia.
Estaba Indy diciendo esto cuando otra motora, conducida por un chico, apareció por un lateral de la Posada.
—¡Hola, Pete! ¿Qué hay, Ricky? —saludó el joven timonel.
—Hola, Wally. ¿Ésa es tu barca? —preguntó Pete.
—Sí. ¿No te parece bonita?
—¡Canastos! Sí lo es. ¿Quieres llevarnos en ella hasta la iglesia? —pidió Ricky, señalando la islita en donde las niñas y «Negrito» correteaban.
—Saltad a dentro —invitó Wally, haciendo una exhibición de sacudida de orejas.
Mientras la motora de la policía se alejaba con Indy y el señor Marshall, Pete, Ricky y Wally se encaminaban a la iglesia. Durante el trayecto, los dos hermanos Hollister hablaron a su amigo del robo en la Posada. Luego, al llegar junto a sus hermanas, volvieron a contarlo todo y hablaron de su conferencia con Shoreham.
—Ahora tenemos dos robos por resolver —dijo Pam, hablando con los tres chicos que continuaban dentro de la barca.
—Y nos falta encontrar una colcha —apuntó Holly.
—¿Sabes algo del viejo puente, Wally? —preguntó Pam—. ¿Se lo ha llevado la corriente?
—No lo sé. Pero podemos ir allí y echar un vistazo.
A Pete y Ricky les entusiasmó la idea. Cuando Pam dijo que ella y las otras niñas se quedaban para atender a las marmotas, los tres jóvenes marineros se alejaron de la improvisada isla que rodeaba la iglesia. En línea recta se dirigieron a las afueras de la población, donde todo estaba cubierto por las aguas.
—¡Canastos, no se puede ver el río porque está cubierto de agua! —exclamó Ricky, riendo.
—El puente tendría que estar ahí en frente —indicó Wally.
En el primer momento, los chicos no pudieron ver más que las copas de los árboles, salpicadas por toda clase de desperdicios. Pero cuando avanzaron un poco más, Pete gritó:
—¡Ahí está! ¡Todavía sigue en su sitio!
Era cierto. Se veía perfectamente la techumbre que cubría el viejo puente, el cual se tambaleaba de manera peligrosa, como si fuera a ser arrastrado por la corriente, de un momento a otro.
Otra embarcación, en la que iban tres hombres, avanzaba con precaución, cerca del puente. Al aproximarse a ellos, Wally preguntó a voces:
—¿Creen que se conservará en su sitio?
El hombre que iba en la parte delantera de la otra motora movió dudoso la cabeza.
—Vamos a volarlo —informó—. Venimos de la oficina de ingenieros.
Wally se llevó una mano a la boca, sin apartar la otra del timón, y gritó:
—Pero los del museo quieren ese puente.
—Es una lástima, pero tenemos que volarlo, por razones de seguridad.
—¿Y van a volarlo ahora mismo? —preguntó Ricky, con ojos muy redondos y rebosantes de emoción.
—No… Mañana —repuso el hombre—. Tenemos que reclutar un equipo de demolición.
—¡Zambomba! Tendremos que ir a buscar al señor Marshall y decírselo —opinó Pete—. A lo mejor les convence para que esperen.
Mientras hablaba, Pete se puso en pie para contemplar mejor el puente. En ese momento llegó flotando un tablón que tropezó en la lancha, Pete perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de cabeza a las aguas fangosas. Por suerte, Ricky le sujetó y los dos hermanos cayeron al fondo de la embarcación.
—¡Vaya! ¡Has estado a punto de darte un chapuzón! —dijo Wally—. ¿No sabes que no debes ponerte en pie en una barca?
Pete estaba consternado.
—Lo siento, Wally. Ya lo sabía. No volveré a hacer tonterías.
Wally, que había estado manteniendo la proa de su embarcación en contra de la corriente, hizo un viraje para conducir corriente abajo. Al pasar ante el viejo molino, vieron que las ruinas estaban casi totalmente cubiertas por las aguas. Pero, un poco más allá, las aguas se arremolinaban, tranquilas, en una pequeña caleta.
—Podríamos parar aquí un momento —dijo Pete—. Cerca vive la señora Álamo. Me gustaría preguntarle por la colcha.
—Eso es —aplaudió Ricky—. Además, el señor Marshall está con el equipo de salvamento y no podremos encontrarle hasta más tarde.
Wally condujo hasta la caleta que, normalmente, era un vallecito cubierto de arboleda, que se extendía desde el camino hasta la casa de la señora Álamo. El hijo del tendero ató su motora a un árbol y los tres bajaron. Mientras se encaminaban a la puerta, Wally se colocó una mano en la frente, para hacerse sombra en los ojos, y atisbó toda la ladera de la colina. Pete y Ricky miraron en la misma dirección que su amigo, pudiendo ver a dos hombres que trepaban rápidamente hacia la cumbre. Pronto desaparecieron en el bosque.
—Me gustaría saber quiénes son —comentó Pete.
—Los dos llevan maletas muy grandes —observó Wally.
Y Ricky añadió:
—Parece que tenían mucha prisa.
Pete tocó la campanilla de la puerta y a los pocos momentos salía a recibirles la señora Álamo. Después de hacer las presentaciones, Pete dijo:
—Nuestras hermanas estuvieron hablando con usted de una colcha. ¿No la ha encontrado usted todavía, señora Álamo?
La señora movió lentamente la cabeza, de un lado a otro.
—No he tenido tiempo. Iba a empezar a buscarla, cuando dos hombres llegaron a casa para pedirme hospedaje.
—¿Son esos hombres que hemos visto subiendo por la montaña?
—¿Cómo? ¿Queréis decir que se han ido? —preguntó la señora Álamo, muy sorprendida—. Bien. Nunca se sabe…
Los chicos empezaron a hacerle mil preguntas y la señora fue explicando que los dos hombres, que por cierto eran muy barbudos, habían ido a su casa a primera hora de la mañana, y le habían pedido un lugar para dormir.
—Me dijeron que el agua había arrastrado lejos su coche. Me dieron tanta lástima que me olvidé completamente de la colcha que quería haber buscado.
—¿Han dormido en su casa esos hombres? —preguntó Ricky.
—No. En el granero. Como no les conocía de nada, me pareció que eso era lo más sensato.
—¿No podríamos ver el sitio en donde han dormido? —pidió Pete.
—Claro que sí —repuso la gordísima señora, y echó a andar con los chicos hacia la parte posterior de su casa.
—¿Le dijeron esos hombres cómo se llaman? —inquirió Pete, mientras la señora Álamo abría la puerta del granero.
—No. No se lo pregunté. Ni les cobré nada, porque iban a dormir sobre la paja.
Dentro del granero olía a humedad y a moho. La señora Álamo explicó que no tenía allí animales desde que murió su esposo, hacía varios años.
—Pero antes teníamos dos hermosos caballos y una vaca.
Mientras ella hablaba, Pete miró al oscuro interior. A un lado había una hilera de pesebres y, en el poste central de la estancia, colgado de un clavo, había un antiguo farol. Una escalera llevaba al altillo. Pete subió por ella, y estuvo palpando la paja, por si encontraba algún objeto que los hombres hubieran perdido, pero no encontró nada.
—¿Es que buscáis algo? —preguntó la dueña de la casa.
—Pensé que podríamos encontrar una pista que nos indicara quiénes son esos hombres —explicó Pete—. Pero creo que no… ¡Un momento!
Mientras bajaba las escaleras, Pete pasó la vista por el farol y el clavo de donde colgaba. Un trocito de harpillera estaba prendido en el clavo. Pete cogió el trocito y salió a la puerta para examinarlo con más luz. No era más largo que la palma de su mano y en una parte se veía una S escrita en tinta negra.
—¿Puede ser un trozo de una saca de correspondencia con las iniciales U. S., de Estados Unidos? —comentó, mientras los demás se acercaban a mirar.
—¡Canastos! A lo mejor esto es una pista de los ladrones del tren, Pete —dijo el pecoso.
—Creo que a la policía le gustaría verlo —reflexionó Wally—. Por allí pasa una de sus lanchas, ahora.
A toda prisa, el chico de Foxboro llegó hasta el borde del agua y llamó por señas a los hombres de la embarcación. Cuando ésta se aproximó, Pete habló a los policías de lo que acababa de encontrar. Uno de ellos, que llevaba un «walkie-talkie», se aproximó para examinar el pedazo de saco.
—Creo que pertenece a una saca de correspondencia —declaró—. ¡Es la mejor pista que hemos tenido hasta el momento!