UNA OCA AGRESIVA

Asustada por los inesperados gritos de Ricky, la conductora de la furgoneta soltó una exclamación al ver que se precipitaba al maizal. Una rueda delantera tropezó con una roca y… ¡Bum!

La furgoneta se detuvo con una sacudida y la mujer volvió la cabeza.

—¡Dios mío! Si es un niño. ¿Cómo te has metido en mi coche?

—Pues… pues pensé que… era el nuestro —repuso Ricky—. Nosotros tenemos uno igual.

—¿Habíais aparcado para cenar en la parroquia?

—Sí, señora.

—Comprendo. Ya lo vi. Tiene gracia. Al principio creí que se trataba de alguno de los ladrones.

—¿Quiere decir uno de los ladrones que robaron el tren?

—Sí —contestó la señora, saliendo del coche para comprobar qué averías se habían producido.

También Ricky salió y miró la rueda izquierda delantera.

—Se ha deshinchado una rueda —dijo—. Se la cambiaré.

La desconocida dijo que era la señora Callie Dorn. Era una mujer bajita y gruesa, de cabello gris, ondulado, y mejillas gruesas, todavía sonrojadas por el susto.

—Yo soy Ricky Hollister —se presentó el pelirrojo, mientras sacaba las herramientas de la parte trasera de la furgoneta.

Con la ayuda de la señora Dorn, Ricky levantó con el gato la furgoneta y cambió el neumático.

—Ahora, lo mejor será que yo vuelva. Me estarán buscando —dijo Ricky, mirando, preocupado, el camino vecinal.

—Yo te llevaré, como es lógico —dijo la señora Dora.

Y después de dar las gracias al pequeño por su ayuda, la señora puso el vehículo en marcha, de regreso a la parroquia. Al llegar, tanto Ricky como la señora Dorn vieron un grupo de gente que rodeaba la furgoneta de los Hollister. El pequeño saltó en seguida a tierra y corrió hacia los demás.

—¡Estoy aquí! ¡Me equivoqué de coche!

La señora Dorn, que iba tras él, añadió:

—Y me dio un susto de muerte. Me sorprende que se confundiera de vehículo, porque ustedes llevan ese extraño bulto ahí arriba, y yo no.

—Creo que estaba demasiado harto para fijarme en nada —dijo Ricky, avergonzado.

Emmy dio las gracias a la señora Dorn, e Indy Roades se ofreció para repararle el neumático averiado.

—Gracias, pero de eso ya me ocuparé yo —dijo ella, añadiendo que se alegraba mucho de que Ricky no fuera uno de los asaltantes del tren.

—Pronto será noche cerrada —dijo Emmy—. Tenemos que buscar un lugar cercano en donde dormir. ¿Conoce usted algún motel, señora Dorn?

La señora contestó que no había ninguno hasta recorrido varios kilómetros.

—Pero yo hospedo gente en mi casa. Si a ustedes no les importa un lugar algo antiguo, pero cómodo, ya lo saben…

Cuando se acordó pasar la noche en casa de la señora Dorn, los viajeros subieron a su furgoneta y siguieron a la señora por el mismo camino por donde Ricky le diera tan tremendo susto un rato antes.

El camino ascendía por la montaña. Muy cerca de la cumbre, y a la izquierda, se levantaba una vieja granja, con columnas en el porche. Indy condujo hasta la parte posterior de la casa y aparcó cerca de la furgoneta de la señora Dorn, delante de un pequeño granero.

Mientras los niños salían en tropel, «Negrito» se puso en pie, se desperezó y luego volvió a tumbarse, tan largo como era, sobre el asiento trasero, y cerró los ojos. Ninguna de las llamadas o caricias que se le hicieron bastaron para obligarle a moverse.

—Dejadle. Es que quiere dormir en la furgoneta —opinó Pete.

—¿Tiene usted animales? —preguntó Holly a la señora Dorn.

—Sólo conservo unas cuantas gallinas y una vieja oca —repuso la señora—. Se llama «Alfonso», aunque no sé por qué. Lamento deciros que no es muy amable.

—A lo mejor será porque tiene nombre de chico —dijo Pam, con una risilla.

Pete y Ricky ayudaron a Indy a llevar los equipajes a la casa, y la señora Dorn mostró a los huéspedes las habitaciones. Los altos ventanales llegaban del suelo hasta casi el techo. Los muebles estaban muy usados, pero bien cuidados, y en el suelo había alfombras de colores alegres.

Mientras Indy y su hermana hablaban con la señora Dorn, los niños bajaron las escaleras y salieron de la casa para visitar el corral. Era casi completamente de noche y Pete abrió la marcha hacia el recinto de las gallinas, que estaba junto al granero. Sue corría con los otros, cogida de la mano de Pam.

Cuando llegaron al corral, la pequeñita desapareció detrás del granero. Un momento después volvía corriendo a toda la velocidad de sus piernecitas, con los ojos muy abiertos por el miedo.

—¡Ay! ¡Ay! —chillaba—. ¡Va a comerme!

Un instante después, la oca más grande que Pam viera en su vida, apareció, entre corriendo y volando, por la esquina del granero. Graznando y alargando el largo cuello, perseguía a la pequeñita. Todos los demás quedaron inmóviles por la sorpresa, cuando Sue y «Alfonso», la oca, pasaron ante ellos como una exhalación.

—¡Socorro! ¡Socorro! —chillaba la pobre Sue, bajando por una cuesta cubierta de césped.

En aquel momento, de la casa salió Emmy corriendo. Se quitó los zapatos con una sacudida y echó a correr detrás del ave.

—¡Canastos! Ya está alcanzándola —exclamó Ricky.

Emmy llegó junto a la oca cuando ésta estaba a punto de picar a Sue. La india alcanzó a la oca por el largo cuello.

—¡Basta! —ordenó Emmy, y de un empujón, envió al animal al granero.

Mientras corrían todos hacia Sue y su salvadora, Pete miró a Emmy con admiración.

—¡Caramba! ¡Yo creo que habría podido ser una gran campesina!

Indy, que se había unido al grupo, sonrió al oír aquello, y dijo:

—Os pondré al corriente de un gran secreto. Mi hermana es «campesina». Juega en el campo de deportes de los grandes almacenes, con el equipo de balón-mano.

Sue, con el cabello cayéndole sobre la frente en rizos empapados en sudor, echó los brazos al cuello de Emmy y dijo:

—¡Gracias por salvarme de esa oca tan mala!

Como ya estaba todo muy oscuro, los niños fueron con los mayores a la casa. Apenas habían entrado cuando Ricky anunció:

—Tengo hambre.

—Debes de tener una pierna hueca, en la que metes todo lo que comes —observó Indy, sonriendo.

La señora Dorn dijo, en seguida:

—Los pequeños siempre tienen apetito. ¿Qué os parece si tomáis galletas y leche?

Todos siguieron a la señora Dorn hasta la cocina, en donde había unos grandes fogones para carbón, colocados sobre una base de piedra. Se notaba el agradable olor que desprendían las manzanas que adornaban el centro de la tosca mesa de roble.

La dueña de la casa fue a la despensa y volvió con una bandeja llena de pastas azucaradas. Luego sirvió vasos de leche para sus huéspedes.

—Señora Dorn, háblenos de los asaltantes del tren —pidió Ricky, mientras mascaba una galleta—. ¿Estuvieron por aquí?

—Eso creemos —repuso la señora—. La policía ha dicho que pasaron varios individuos sospechosos por el pueblo. Los oficiales estuvieron registrando mi granero, por si alguno se hubiera escondido en él.

—Puede que fuera una falsa alarma —dijo Indy—. Después de todo, usted está muy lejos de Foxboro.

—Allí es a donde vamos mañana —explicó Pam—. Vamos a llevar una estatua india al Pueblo Pionero.

La señora Dorn sonrió.

—¡Ah! ¡Eso es lo que lleváis sobre el coche! —Y añadió—: Conoceréis al señor Edmundo Marshall. Es director del museo y primo de mi marido. Se alegrará mucho de recibir vuestro indio. Edmundo anda siempre buscando objetos nuevos que exhibir. Últimamente ha estado intentando adquirir un viejo puente cubierto.

—Ya no quedan muchos por aquí —comentó Indy.

—¿Y ha encontrado alguno? —quiso saber Ricky.

—Sí —replicó la señora Dorn—. Precisamente está en Foxboro.

—¿Desmontarán el puente y lo reconstruirán en los terrenos del museo? —preguntó Pete.

—Eso era lo planeado —contestó la señora Dorn.

Y añadió que unos pleitos sobre terrenos impedían la venta de aquella reliquia. A eso había que añadir una fuerte tormenta que la pasada primavera había desbordado el río Woosatch y debilitado mucho los cimientos del puente.

—Edmundo teme que la reliquia quede destruida antes de haberla podido adquirir y trasladar al museo —concluyó la señora Dorn, moviendo la cabeza.

Mientras la dueña de la casa charlaba con sus huéspedes, Sue se había quedado dormida en brazos de Emmy, con una galleta en la mano.

—Si nos disculpa usted, señora Dorn —dijo Indy—. Creo que lo mejor será que vayamos a dormir.

Pete se fue a dormir, preguntándose si, realmente, alguno de los asaltantes del tren andaría oculto por aquellos alrededores. Le despertó, muy temprano, el cacarear de un gallo. Después de frotarse los ojos, cargados de sueño, Pete despertó a Ricky.

—¿Por qué no te vistes y salimos a echar un vistazo? —cuchicheó el hermano mayor.

Los dos chicos se vistieron sin hacer ruido y bajaron de puntillas al alfombrado vestíbulo. Por el camino se encontraron con Pam y Holly que, completamente vestidas, también bajaban de los dormitorios.

Al llegar al piso bajo, los cuatro quedaron muy sorprendidos, viendo que la señora Dorn estaba ya en la cocina.

—Buenos días, niños —saludó, afablemente—. Veo que sois madrugadores.

—¿Podemos encargarnos de dar de comer a las gallinas? —se ofreció Pam.

—Claro que sí. Encontraréis un saco de maíz en una esquina, pasada la puerta del granero. Podéis esparcir unos puñados de grano en el gallinero.

Los niños se habían fijado en que la cocina estaba encendida y despedía un rico olor a pastelillos al horno, Holly se preguntó si la señora Dora estaría haciendo algo especial para ellos. La señora miró a la pequeña y adivinó lo que estaba pensando.

—Sí. Son para vosotros —dijo, sin que se lo preguntaran—. Pronto estarán cocidos y podréis llevároslos para el viaje.

—¡Haaam! ¡Qué ricos! —exclamó Holly, relamiéndose.

Muy contentos, los cuatro dieron las gracias a la señora y salieron a toda prisa para dar de comer a las gallinas.

Aunque por el este el cielo estaba muy claro, todavía no había salido el sol. Pete fue el primero en entrar en el granero. A la escasa luz del interior pudo distinguir el saco de maíz y, al lado, un cazo de metal. Pete abrió el saco y cogió una cantidad de grano con el cazo que servía como medida. De repente, cuando iba a salir, oyó a su espalda un fuerte graznido.

—¡Otra vez «Alfonso»! —gritó Pam.

Derramando la mitad del maíz, Pete echó a correr, perseguido por la malintencionada oca. Pero, en aquel mismo momento, se oyó un ladrido. «Negrito» saltó por la ventanilla de la furgoneta y atravesó a todo correr el césped, en dirección a «Alfonso».

—¡Canastos! «Negrito» está mejor —exclamó Ricky.

Las orejas del perro oscilaban con el viento, mientras se lanzaba en línea recta sobre la malvada oca.

Al ver al perro, «Alfonso» cambió la dirección de su carrera. «Negrito» corrió tras ella, ladrando furiosamente. La persecución continuó colina arriba, por la parte posterior del granero. Pero, de repente, el perro se detuvo, levantó una pata y olfateó el aire. Se había olvidado por completo de la oca «Alfonso», la cual huyó como un cohete a buscar refugio.

Mientras «Negrito» reanudaba la carrera hacia la parte más alta de la montaña, Pete volvió al granero, cogió más maíz y lo esparció en el gallinero. Los cuatro hermanos contemplaron a las gallinas, que cacareaban alegremente y bajaban una y otra vez la cabeza, para picotear su desayuno.

Ahora el horizonte tenía un color rojizo y asomaba un segmento del sol, por encima de una montaña distante.

—¡Eh! ¿Adónde se habrá ido el perro? —preguntó Ricky.

—¡«Negrito»! ¡«Negrito»! Ven —llamó Holly.

—¡Ahí está! —anunció Pam, señalando una punta negra que destacaba en el verdor de la cima montañosa.

—Sí. Es su rabo —concordó Pete.

—Pero ¿dónde está la continuación de «Negrito»? —se inquietó Holly.

Todo lo que los Hollister podían ver era el negro rabo del perro oscilando alegremente, a uno y otro lado, como una bandera.