UNA HUCHA MARMOTA

Pete y Pam corrieron junto al tambaleante indio, y lo mismo hicieron varias personas mayores. Entre todos empujaron la figura de madera hasta dejarla debidamente firme.

—Lo siento mucho —dijo Ricky, bajando la cabeza—. El pobre «Parche» me va a tomar antipatía por lo que he hecho.

Al oír el alboroto, el señor Hollister había salido de la tienda, a tiempo de ver cómo se salvaba la estatua de una gran caída.

—Creo que nuestro indio estará más seguro en casa —dijo—. Por hoy, ya hemos hecho bastante propaganda del Centro Comercial.

—Sí, sí —asintió Pam—. ¿Podremos volver a llevarle en la camioneta?

El padre contestó que sí y llamó a Indy, que llevó el vehículo hasta la fachada de la tienda. Entre Pete y el señor Hollister cargaron a «Parche» en la parte trasera de la camioneta, con fusil y todo. Los niños se instalaron junto a la figura. Cuando llegaron a casa de los Hollister, Holly y Pam insistieron para que se llevase dentro al indio de madera.

—La sala será el lugar más seguro para él —opinó Pam.

—Sí. Así podremos hacer compañía a «Parche» toda la noche —añadió Holly.

Con la ayuda de todos, el tesoro de los Hollister fue conducido al interior de la casa, hasta situarle junto al gran reloj de pared de la sala. Los niños dieron las gracias a Indy y, cuando éste se marchó, Pete fue al teléfono para llamar a Dave.

Cuando la señora Hollister bajó, a ver qué ocurría, sonrió y dijo:

—¿Qué, hijos? ¿Vamos a tener un huésped permanente en nuestra casa?

—No, no, mamaíta —contestó Holly—. «Parche» se marchará a vivir al Pueblo Pionero, con los demás indios de madera.

—Si Dave está de acuerdo —recordó Pam a su hermana.

—¡Yo creo que dirá que sí, canastos! —exclamó Ricky.

—Ha dicho que sí —anunció Pete, unos minutos más tarde.

—Eso está bien —dijo la señora Hollister—. Pensé que tal vez haríais una tienda india para «Parche», si se quedaba aquí.

Aquella noche Indy Roades telefoneó a los Hollister y dijo que su hermana Flor de Nieve llegaría al día siguiente, en el avión del mediodía.

—Le ha parecido que sería buen día el domingo para llegar aquí, puesto que hemos planeado salir para Foxboro el lunes.

—¿Podemos ir nosotros a esperarla? —pidió Pam.

Indy contestó que sí.

La espera de nuevas aventuras hizo que, al día siguiente, todos los niños se despertaran temprano. Holly fue la primera en bajar las escaleras. Al llegar a la planta baja dio un grito.

—¡Dios mío! ¿Qué es lo que pasa? —preguntó Pam, bajando a toda prisa por las escaleras.

Holly se tapó la boca con la mano. Con la otra señalaba la cabeza del indio de madera. En la parte más alta del indio se encontraba… ¡«Morro Blanco», la gata! El animal alargaba la cabeza para contemplar el rostro del indio.

—¡«Morro Banco», baja en seguida, no sea que hagas cosquillas a «Parche» y el pobre estornude! —dijo Holly, entusiasmada.

Cuando los demás bajaron a toda prisa, para contemplar la escena, «Morro Blanco» saltó al suelo y corrió al sótano, para reunirse con sus pequeños. Las caritas de todos los niños resplandecían de entusiasmo mientras se arreglaban para ir a la iglesia. Luego, la señora Hollister llevó a sus hijos al aeropuerto, en la furgoneta.

Llegaron diez minutos antes de que tomara tierra el avión de Flor de Nieve. Por eso tuvieron tiempo de ir a la plataforma de observación para ver la entrada del avión.

—¡Ahí está! —exclamó Pete, cuando el enorme aparato se deslizó por la pista y fue a detenerse ante el edificio principal.

Pronto los pasajeros empezaron a salir como en cascada. Seis pares de ojos —los de los Hollister— se iban posando con insistencia en cada viajero que asomaba por la portezuela.

—¡Canastos, mamá! No veo a Flor de Nieve —dijo Ricky.

—Ni yo —añadió Pam.

Al fin entró el último viajero en el edificio. Los cinco Hollister miraron a su madre con desaliento.

—¡Zambomba! No ha venido. Ahora no podremos ir a Foxboro —se lamentó Pete.

—Puede existir algún error —repuso la señora Hollister—. ¿Os dijo Indy cómo era su hermana?

Ricky contestó resueltamente:

—¡Tiene que ser como una india! ¡Claro!

Pero la madre opinó:

—En ese punto podemos estar todos equivocados. Vamos de prisa a la sala de espera.

Los niños bajaron del observatorio y atravesaron el edificio principal del aeropuerto, mirando, durante el trayecto, a todos los que pasaban.

«Qué tonta soy —se dijo Pam, mientras miraba los rostros de todos los que pasaban—. Emmy Roades no va a ir vestida con ropas de india».

Seguía la señora Hollister mirando y buscando por todas partes, cuando una joven guapa, de cabello muy negro, vestida a la última moda, se acercó a ella.

—Perdone —dijo, con una simpática sonrisa—. ¿Es usted la señora Hollister?

—Pues… sí. Y usted… ¿es Flor de Nieve?

—La misma y me complace conocerla —dijo la hermana de Indy, que se volvió a Pam y, con un guiño, añadió—: ¿Esperabas encontrar a una india adornada con plumas?

Notando que los niños se sentían avergonzados, se echó a reír alegremente y rodeó con sus brazos a Holly y Sue.

—Tengo entendido que vamos a tener una gran aventura. Mi hermano me habló, por teléfono, de las figuras indias.

A todos los Hollister les agradó, instantáneamente, Emmy Roades. La joven se sentó en el asiento delantero de la furgoneta, junto a la señora Hollister, se quitó el elegante sombrero y sacudió su esponjosa melena corta, negra como el ébano.

—Estoy contentísima de haber venido. No he visto a Indy desde hace varios años.

—Viene usted directamente a nuestra casa, a cenar —le dijo la señora Hollister—. Su hermano está allí.

Durante el trayecto desde el aeropuerto, los cinco hermanos se turnaron para ir contando a Emmy todo lo que había sucedido en los últimos días. Pete preguntó a la visitante si había leído la noticia del asalto al tren. Emmy la había leído. Pam quiso saber si su invitada sabía algo sobre las tallas indias. También sabía.

—¿Y sobre perros? ¿Qué sabe de los perros de caza? —preguntó Holly, mientras su madre continuaba conduciendo sin distraerse ni un instante.

Cuando Emmy contestó que en una ocasión había tenido un perro de caza, Holly se entusiasmó.

—Entonces podrá ayudarnos a que el perro de Indy vuelva a estar contento de nuevo —dijo, retorciéndose una trenza.

—Haré lo que pueda —dijo la india, sonriendo—. He oído que «Negrito» echa de menos a su cerdito silbador.

—¿Cómo dijo?

—Cerdo silbador. Es una especie de apodo con que se conoce, en algunos lugares, a las marmotas —dijo Emmy, volviendo la cabeza—. ¿No lo habíais oído antes?

Los niños tuvieron que confesar que no y Emmy siguió diciendo:

—Si podemos encontrar otro cerdo silbador para «Negrito», estoy segura de que el pobre animal dejará de estar mohíno.

Ya no cabía ninguna duda de que Emmy iba a ser una gran amiga para los Hollister. También la madre de los niños sintió admiración por la joven y quiso hacerle un cumplido:

—Lleva usted un traje muy elegante —dijo.

Emmy explicó por qué. Ella era la encargada de compras de los más grandes almacenes de Phoenix, Arizona.

—Me encantan los vestidos. Me gusta comprarlos y venderlos.

Ricky se reclinó en el asiento, apoyando la barbilla en las manos, y suspiró diciendo:

—¡Y nosotros que pensábamos que iba a venir con una chaqueta de ante, llena de flecos!

Cuando llegaron a casa de los Hollister, Indy corrió a la furgoneta para saludar a Emmy. Los niños aplaudieron cuando los dos hermanos se abrazaron, muy emocionados. Todos entraron en la casa rebosando alegría.

La señora Hollister y Pam entraron en seguida en la cocina para preparar una cena rápida. Mientras Emmy admiraba a «Parche», Sue estaba muy ocupada en su habitación. Más tarde, cuando la madre llamó a todos para cenar, la pequeñita bajó las escaleras, gritando:

—¡Mirad lo que tengo! ¡Una hucha de cerdo silbador!

Sue sostenía en sus manos un sonrosado cerdo de barro cocido. En el hocico le había encajado un pequeño silbato. Soplando una y otra vez el pito, la pequeña se acercó a la mesa.

—«Negrito» va a ponerse contentísimo cuando lo vea.

La ocurrencia de Sue hizo mucha gracia a los demás. Todos ocuparon sus asientos y, después que Pam rezó una pequeña oración, cada uno se dispuso a saborear la deliciosa cena. Estaban casi terminando el pastel de crema y chocolate cuando la señora Hollister ladeó la cabeza y dijo:

—¿No habéis oído nunca el trabalenguas de la marmota?

Los niños contestaron que no.

—Pues ahora os lo digo —repuso la madre y recitó:

«Si una marmota marmotease,

marmotearían todos los mamíferos.

¿Cuánto marmotearía una marmota,

si todos los mamíferos marmoteasen?».

—¡Canastos! ¿Cuándo has aprendido eso, mamá? —preguntó Ricky, mirando complacido, a su madre.

—Cuando tenía tu edad. Mi abuelo me lo enseñó. Dejadme escuchar cómo lo decís.

Los niños repitieron el trabalenguas lentamente y la madre les reconvino, riendo:

—¡No, no! Todos a la vez y muy de prisa.

Se produjo una gran confusión cuando los cinco hermanos intentaron repetir el trabalenguas adelantando cada uno a los demás.

Los reunidos pasaron un buen rato durante la cena y la familia Hollister lamentó que llegase la hora de que Emmy y su hermano debían marcharse a dormir. La simpática hermana de Indy se llevó al cerdito con el silbato, prometiendo probar si a «Negrito» le consolaba. Cuando, a la mañana siguiente, los dos hermanos volvieron, ella informó con tristeza de que el perro de caza no había creído que el cerdito hucha fuese una marmota.

—Porque es un perro listísimo —dijo Sue, convencida, recuperando su hucha.

—«Negrito» está fuera, en el coche —añadió Emmy—, por si diera la coincidencia de que, en el camino, encontrásemos un cerdito silbador.

—¡Estupendo! —exclamó Holly, palmoteando, al tiempo que saltaba alegremente.

Se había decidido que los viajeros utilizarían la furgoneta de los Hollister, de modo que fue en ese vehículo en donde se cargaron todos los equipajes. Indy no olvidó incluir un gran paquete de botes de alimento para perro, además de una garrafa con agua, para que «Negrito» estuviese bien atendido. Luego Emmy llamó al animal, que corrió a instalarse en la parte posterior.

—Esperen —pidió Pete—. Se me ha olvidado una cosa.

Corrió a casa y volvió con un transistor de radio, de bolsillo.

—Como nunca se sabe… —comentó—. Esto puede sernos muy útil.

Aún no había acabado de hablar cuando Sue salió de la casa, cargada con una bolsa de papel marrón.

—¿Qué llevas ahí? —le preguntó Pam.

—Es un secreto —repuso la pequeñita—. Me lo llevo.

Ya todo estaba en la furgoneta, menos el indio de madera.

—Lo ataremos arriba, sobre el portaequipajes —dijo Indy.

—Yo traeré algo para taparle —ofreció Pete, marchando al garaje.

De un estante tomó una especie de sábana de plástico, y salió corriendo, dando una cariñosa palmada a «Domingo», al pasar.

—No estaremos fuera mucho tiempo, muchacho —dijo.

El señor Hollister e Indy se ocuparon de levantar a «Parche», provisto de su hacha de guerra y su rifle, hasta la parte alta de la furgoneta.

Cuando la figura estuvo bien atada y protegida con el plástico, la señora Hollister exclamó:

—¡Cielo santo! Parece que alguien se haya escondido sobre nuestro coche, armado con un fusil. ¿Veis cómo se ve todo el contorno?

—Pero, mamá, nadie se va a fijar en eso —contestó Pete.

La señora Hollister quedó un poco indecisa, pero no dijo nada más. Despidió a sus hijos con un beso, y los cinco hermanos se instalaron en la furgoneta.

—No se preocupen por ellos —dijo Emmy—. Indy y yo cuidaremos bien de su familia, señora Hollister.

Mientras los niños sacudían las manos y gritaban, diciendo adiós, la furgoneta salió por el camino del jardín, emprendiendo el viaje hacia Nueva Inglaterra. Sue iba sentada en las rodillas de Emmy y entre ellas y el conductor iba Holly. Hacía una mañana muy clara y el ambiente era límpido. Pronto Shoreham fue quedándose atrás. Ante los viajeros se abría la interminable carretera.

Pero no había recorrido la furgoneta ni veinte kilómetros, cuando se oyó el sonido penetrante de una sirena. Pete volvió la cabeza para mirar por la ventanilla posterior.

—¡Nos persigue un coche de la policía! —exclamó.