El estremecedor grito de Pam hizo que los dos chicos volvieran apresuradamente a donde ella estaba.
—¡Oh! Só… sólo ha sido… el indio de madera. —Pam respiró profundamente. El corazón le latía con gran rapidez—. Me ha asustado.
—No me extraña —dijo Pete, contemplando la cara ceñuda.
A la luz de la linterna, los altos pómulos daban una profunda sombra a las cuencas de los ojos y la boca apretada tenía un aspecto amenazador. Además, en la mano izquierda, levantada, llevaba un hacha de guerra. En su derecha, con la culata descansando sobre la base de la estatua, había un rifle de madera.
—No es un indio muy simpático —comentó Dave—. No es raro que lo escondieran en un armario.
—Hay que sacarlo —dijo Pete.
A empujones y tirones, entre los dos chicos lograron sacar de su nicho la gran figura, que dejaron en pie, en el suelo del sótano.
—A lo mejor podríamos quedarnos con él —dijo Dave que estaba sacudiendo el polvo de los hombros del indio.
Pam opinó que podían ponerse en comunicación con los señores Quinn, los propietarios de la estatua.
—Yo les telefonearé —se ofreció Pete.
—Muy bien. Nosotros vigilaremos al indio —declaró Dave.
Pete subió las escaleras y respiró profundamente al salir a la luz del sol. Descendió por la calle y dos manzanas más allá llegó a un puesto de caramelos que tenía cabina telefónica. Pete abrió el listín en la Q y pasó un dedo por toda la columna de nombres. Encontró cinco Quinn con diferente teléfono.
«¡Zambomba! No voy a tener bastantes monedas para telefonear a todos» —pensó.
Decidió recurrir al vendedor de caramelos para hacerle unas preguntas sobre el matrimonio que se había trasladado de casa.
—Él se llamaba Peter J. Quinn —le contestó el hombre.
Pete sonrió.
—Tiene el mismo nombre que yo —dijo.
De este modo, pudo encontrar en seguida el número exacto. Fue una voz trémula, de mujer, la que contestó a su llamada.
—Soy Pete Hollister —dijo el muchachito—. Mi hermana Pam, mi amigo Dave Meade y yo acabamos de ver el indio que tienen ustedes en el sótano de su casa vieja. Puede ser de mucho valor y queríamos saber si ustedes…
Pete fue interrumpido por la voz de la señora. Según escuchaba Pete empezó a sonreír, alegremente.
—¿De verdad? ¿Podemos quedarnos con él? ¿Sin pagar nada? ¡Gracias, gracias, señora Quinn! —exclamó antes de colgar.
Pete volvió a la vieja casa corriendo todo el camino y llegó sin aliento al sótano.
—¡Podemos quedarnos con el indio! —gritó.
—¿Te han dado permiso los señores Quinn? —preguntó Pam, que seguía manteniendo encendida la linterna.
—¡Claro que sí! —repuso Pete, más que contento—. La señora Quinn dice que no quiere volver a ver a ese odioso indio. Que siempre le asustaba. Por eso lo metió en el armario.
—Pero ¿cómo nos lo llevaremos a casa? —dijo Pam.
Haciendo chasquear los dedos, Pete contestó:
—Tengo una idea. Si traemos el trineo de Ricky y el de Donna Martin, poniendo los dos juntos, podríamos tender encima al indio. Así lo llevaríamos a casa arrastrando.
—Muy bien. Esta vez telefonearé yo —dijo Pam.
Salió a toda prisa, a telefonear a Ricky, mientras los dos chicos quedaban en el sótano. La niña volvió muy pronto, diciendo que Holly, Ricky, Donna Martin y Jeff y Ann Hunter llegaban en seguida a prestar su ayuda. Llevarían tres deslizadores.
—¡Eso es estupendo! —declaró Dave.
Mientras esperaban, Pam estuvo mirando por el sótano y encontró un vestido viejo con el que limpió el polvo al indio. A pesar de todo, el hombretón de madera seguía resultando muy enfurruñado y feo.
—Necesitas un baño —dijo Pam al ceñudo salvaje.
—Mirad. Se le puede quitar el rifle del brazo —observó Dave.
Pete quitó al indio el arma de madera y la sacó a la calle, donde Dave la examinó a la luz del día.
—¡Zambomba! Si parece un fusil de verdad —dijo Pete, cuando su hermana subió a admirar también el arma.
Después de contemplarla largo rato, los tres se sentaron en los peldaños que bajaban al sótano, para esperar a los demás. Había transcurrido casi media hora cuando oyeron gritos y risas, procedentes del final de la calle. Pam se puso en pie y fue a mirar.
—¡Ahí llegan! —anunció.
Los cinco niños caminaban, cantando alegremente, y tirando de sus deslizadores. En uno de ellos viajaba, orgullosa, Sue. Cuando el grupo estuvo cerca, Pam pudo ver que en el trineo de los Hollister había varias cuerdas.
—¡Venimos a capturar a un indio! —anunció a gritos Ricky, mientras la fila de niños penetraba en el patio trasero de la casa.
—Muy bien —contestó Pete—. Entrad y os echaremos una mano para que dominéis a este fiero guerrero.
—¡Es divertidísimo! —dijo Donna, la gran amiga de Holly, que tenía las mejillas encamadas de emoción.
—Decidnos qué tenemos que hacer —pidió Ann Hunter, la niña de cabello ensortijado que era la mejor amiga de Pam.
Jeff, el hermano de Ann, que tenía ocho años, no dijo nada, pero los ojos le despedían chispitas de entusiasmo.
—Ann, entre tú, Donna y Jeff podéis atar los trineos juntos —indicó Pete—. Los demás, venid conmigo.
Cuando entraron en el sótano, Pete volvió a dejar el rifle junto al indio. Luego, entre él y Dave lo tendieron en el suelo y varias manos lo tomaron con precaución para llevarlo a la luz del día.
—Ya están los trineos preparados —anunció Ann.
—Muy bien. Pues hay que tumbar al indio encima, con cuidado —dijo Dave.
¡El enorme indio ocupaba dos trineos y medio! Muy pronto estuvo sólidamente atado.
—Bueno. Tendríamos que poner un nombre a este buen hombre —consideró Dave, mientras el grupo se ponía en marcha.
—Parece un apache salvaje —dijo Pam.
—Me gusta mucho Parche —hizo saber, muy oronda, Sue.
Al oírla, todos rieron de buena gana. Pero Pam dijo:
—A mí me parece que ése es un buen nombre. Le llamaremos «Parche».
Cuando las ruedas de los trineos pasaron sobre un agujero de la acera, el extraño vehículo sufrió una sacudida y el rifle se estremeció sobre el costado del indio.
—Pete, me gustaría llevar un rato ese rifle. ¿Me dejáis? —preguntó el pecoso.
—Muy bien. Pero no hagas tonterías. Forma parte de la estatua y no podemos perderlo.
—Tendré cuidado —prometió, gravemente, Ricky.
Pete y Dave se ocuparon de extraer otra vez el rifle y se lo tendieron a Ricky. Sonriendo, feliz, el pelirrojo se echó el arma al hombro y caminó marcialmente.
Los demás se fueron turnando para tirar unas veces por delante de los trineos y otras veces para empujarlos por detrás. Los transeúntes se detenían a mirar y sonreían al ver la extraña mercancía.
—¿Adónde vais a enterrar al jefe Lluvia Sobre el Rostro? —preguntó un señor, echándose a reír.
—¡Vaya, vaya! —exclamó una señora—. Veo que habéis capturado a Toro Sentado.
—Sí. Pero está tan cansado que ya no va a poder sentarse nunca más —contestó la traviesa Holly—. Por eso va acostado.
Estaba llegando la alegre caravana a la carretera de Shoreham cuando por ella pasó Joey Brill en su bicicleta.
—¿Qué lleváis ahí? —preguntó.
—Al indio «Parche» —contestó Sue.
Joey pedaleó para acercarse a la figura de madera, pero lo que miraba con interés era el rifle de Ricky. De repente, tan rápidamente que Pete no pudo impedirlo, el camorrista tiró del arma que llevaba al hombro el pecoso.
—¡Quieto! —protestó Ricky, cogiéndose a la culata con las dos manos.
Joey siguió tirando del cañón y pedaleó. Pero Ricky no soltó el arma y se encontró yendo detrás de Joey, medio corriendo, medio arrastrado.
—¡Suelta el rifle! —vociferó Joey.
Al mismo tiempo se volvió para mirar a Ricky amenazadoramente. Pero al hacerlo, la bicicleta fue a parar contra un árbol. El chicazo se precipitó de cabeza, sobre la hierba que rodeaba el árbol, soltando el rifle. Ricky aprovechó el momento para agarrar debidamente el arma y correr junto a los demás.
—¡Mira lo que has hecho! ¡Por tu culpa he chocado! —dijo Joey, rabioso, mientras se ponía en pie y levantaba su bicicleta.
—Te lo has hecho tú mismo —le contestó Pete—. No eches la culpa a mi hermano.
En ese momento, el oficial Cal, el joven policía amigo de los Hollister, pasó en su coche patrulla. Al verle, Joey saltó rápidamente sobre su bicicleta y desapareció pedaleando.
—¡Mire, oficial Cal, tenemos un viejo indio! —dijo Holly.
El policía detuvo su coche, bajó y fue a contemplar la figura atada a los trineos.
—Este hombre parece haber sostenido una dura lucha —bromeó el policía.
—Él, no; pero Ricky, sí —rió Pete—. Ha tenido que recuperar el rifle.
—Creo que Joey querrá volver a quitárnoslo —dijo Ann Hunter.
—Por si acaso, os daré escolta policial hasta casa —se ofreció Cal.
Volvió a su coche y condujo lentamente junto a los niños, hasta que éstos desmontaron la talla de madera en la propiedad de los Hollister. Todos le dieron las gracias y el policía se alejó en su coche.
—Guardad a «Parche» aquí, en vuestra casa —dijo Dave.
—Muy bien —repuso Pam—. Le voy a dar un buen baño con agua y jabón.
La señora Hollister salió de la casa cuando Ann ayudaba a Pam a lavar al indio. Al terminar el aseo, los colores rojo, amarillo y verde del indio brillaban deslumbradoramente.
—«Parche» está elegantísimo —afirmó la señora Hollister, contemplando con admiración al indio, que había sido colocado en pie, en el centro del patio.
Una hora más tarde, cuando el señor Hollister llegó en el coche, para comer, fingió sentirse asustado por la figura de expresión tremebunda.
—¿Crees que me atacará, Sue? —preguntó, al detener el coche.
—¡Pero, papito, si es de madera! —dijo la chiquitina—. ¿Ves?
Y valerosamente, Sue se acercó a dar unas palmadas al indio.
—Tengo una idea —dijo Pete—. ¿Por qué no colocamos a «Parche» a la entrada del Centro Comercial, esta tarde? Atraería muchos clientes.
—Buena ocurrencia —aplaudió el padre, encaminándose al teléfono para hablar con Indy Roades—. Hola, Indy. Quisiera que vinieses a casa con la camioneta. Hay un hombre de tu tribu que desea ver el Centro Comercial.
Indy, lleno de curiosidad por lo que había dicho su jefe, llegó en seguida con la camioneta. Al ver a «Parche» sonrió, complacido.
Poco rato después y durante toda la tarde, delante del Centro Comercial del señor Hollister, en la parte céntrica de la ciudad, se agolpaba la gente. Todos contemplaban al indio de madera que les miraba con fiereza, empuñando un «tomahawk» en una mano y en la otra un rifle. Los hermanos Hollister, situados a un lado, contemplaban la escena. Un hombre comentó:
—Apostaría algo a que es la única talla india que hay en la ciudad.
Al oír aquello, Sue entró en la tienda para decirle a su padre:
—Papaíto, «pensó» que el pobre «Parche» está demasiado solito.
—Y ¿qué solución se te ha ocurrido?
—Que sería más «filiz» con otros indios de madera.
—Es posible —le contestó el padre, mientras envolvía una raqueta de tenis que acababa de adquirir un joven.
Éste miró a la chiquitina y preguntó:
—¿Te refieres a los que salieron por televisión anoche? ¿Los del Pueblo Pionero de Foxboro?
—¡Sí, sí! Así, «Parche» tendría montones de amigos.
Después que el cliente se marchó, el señor Hollister telefoneó a Foxboro. El director del Pueblo Pionero le dijo que aceptaría muy gustoso el indio, como regalo.
—Pregúntale cómo es el Amigo de los Colonos —apuntó Sue.
El señor Hollister preguntó por aquella figura y le dijeron que era una de las tallas que se exhibían.
—Magnífico —repuso el señor Hollister—. Nosotros podemos añadir otra. Es decir…, si mis hijos están de acuerdo. Después de todo, el indio es de ellos.
Sue salió corriendo a decir a los demás lo que sabía.
—Buena idea —dijo Pam.
—Mi voto es sí —dijo Pete—, si a Dave le parece bien.
—¡Viva! —gritó Holly—. ¡Cuando venga Flor de Nieve nos llevaremos a «Parche» de viaje al Pueblo Pionero!
Holly miró a su alrededor, buscando ya a Ricky para hablar de aquella novedad. Pero por entonces ya no había muchos curiosos y vio que su hermano estaba algo alejado de la estatua de madera y estaba haciendo oscilar un lazo. Cuando fue lo bastante largo, Ricky lo hizo pasar alrededor de la cabeza de «Parche». Luego dio un tirón que a él le pareció suave. Pero fue lo bastante fuerte para que el pobre indio se tambalease.
—¡Canastos! ¡Se está cayendo! —gritó el pecoso.