POLICÍAS Y LADRONES

—«Negrito» ha perdido a su mejor amigo —dijo Holly Hollister—. Por eso el pobrecillo no quiere nada. Ni siquiera come.

Holly, con seis años y el cabello recogido en trenzas, se columpiaba sobre la verja que rodeaba el jardín de la fachada de los Hollister. En la hierba estaban sentadas sus dos hermanas: Sue, de cuatro años, con el cabello rubio, y la morena Pam, que ya tenía diez años. La mayor de las hermanas había cruzado las piernas y sobre ellas tenía a la gata «Morro Blanco» y sus cinco mininos. Mientras acariciaba a la gata madre, Pam comentó:

—¿Qué habrá sido de la marmota amiga de «Negrito»? ¿Adónde se habrá ido el animalito?

Las tres hermanas Hollister estaban muy encariñadas con «Negrito», el perro de caza propiedad de Indy Roades. El patio trasero de la casa de Indy, el indio que trabajaba con el señor Hollister, llegaba hasta los bosques. Y en ese bosque había vivido una linda marmotita con la que «Negrito» solía correr y saltar todos los días. Pero el minúsculo animal había desaparecido y ahora «Negrito» aullaba con pena, porque había perdido a su compañera de juegos.

—¡Ya sé! —exclamó Holly, bajando de la verja, de un salto—. Nos llevaremos a «Morro Blanco» y sus hijitos a casa de Indy. Así, «Negrito» jugará con ellos.

A Pam le pareció una buena idea.

—A lo mejor Pete y Ricky quieren acompañamos —dijo.

Al instante, Holly echó a correr para atravesar el césped, en dirección a su casa, situada a orillas del Lago de los Pinos, llamando a sus dos hermanos. Al pecoso Ricky, de siete años, le encontró sentado en las escaleras del porche, con un vaso a su lado. Tenía en la mano una pistolita de agua y estaba haciendo prácticas de puntería sobre una huidiza hormiga negra.

—¡Canastos! ¡Claro que me gustará ir! —repuso el pelirrojo cuando Holly le habló de los planes que tenían las niñas.

Sin pérdida de tiempo cargó de agua la pistola y se la encajó entre el cinturón.

Luego Holly entró en la casa, llamando a Pete, el mayor de todos los hermanos, que tenía doce años. El muchachito estaba sentado en la sala, delante del televisor.

—¡Zambomba! Tenías que haber visto lo que ha pasado en Nueva Inglaterra… ¡Han asaltado un tren! —informó.

Y cuando se reunió con todos sus hermanos, en el patio, les contó las últimas noticias. Cerca de Foxboro un tren había sido asaltado y unos bandidos enmascarados robaron la valija del correo, donde iba casi un millón de dólares en efectivo.

—Iba en tres sacas postales con las iniciales U. S. —siguió diciendo Pete—. La policía tiene rodeada toda el área.

—Me gustaría estar allí para ayudarles —dijo Ricky, empuñando su pistolita de agua. Y en seguida propuso—: ¡Juguemos a policías y ladrones!

—Ahora —contestó Pam—, vamos a llevar a «Morro Blanco» y sus hijitos a que hagan compañía a «Negrito».

Después de atravesar varias calles, los Hollister llegaron a la casa de Indy Roades. Entraron en el patio trasero y encontraron a «Negrito» tumbado en la hierba, junto a su caseta. Apoyaba la cabeza sobre las extendidas patas delanteras, y no hizo más que levantar la vista para mirar, tristemente, a los niños.

—Mira, te hemos traído nuestra gata y sus hijos, para que jueguen contigo —comunicó al perro la cantarina vocecilla de Sue—. Ahora ya no estás solo, «Negrito», guapo.

El perro movió la cola sólo una vez. Luego volvió a quedar tristón. Las niñas dejaron a «Morro Blanco» y sus mininos en el suelo, y los seis lindos felinos desfilaron airosamente ante «Negrito». Pero éste continuó sin sentir el menor interés por ellos.

—No quiere que le molesten estos tontos gatos —opinó Ricky—. ¡Oíd! ¡Juguemos a policías y ladrones! Supongamos que los asaltantes del tren están en el bosque y nosotros les perseguimos.

—Y podemos utilizar a «Negrito» como perro policía —sugirió Holly, con los ojitos brillantes de emoción, ante tan magnífica idea.

—Id vosotros —dijo Pam—. Yo me quedaré aquí a cuidar de «Morro Blanco» y sus hijos.

—Yo «tamién» —resolvió la chiquitina Sue.

Pete, Ricky y Holly se internaron en el bosque, llamando a «Negrito» para que les acompañara. El perro de Indy obedeció, pero sin demostrar entusiasmo.

—Ven, «Negrito» —insistió Ricky—. ¡Hay bandidos, por aquí!

Empujando al «perro policía» delante, los tres «investigadores» avanzaron sigilosamente, de puntillas, por el caminillo. Por él se llegaba a lo profundo del bosque, en donde los árboles eran más altos y estaban más juntos. En frente del grupo se elevaba una gran roca. Al pasar cerca de la roca, a Holly le cayeron encima varias piñas.

—¡Los asaltantes! —gritó deteniéndose y mirando a su alrededor llena de susto.

—¡Qué cosas te imaginas! —se burló Ricky—. Aquí no hay nadie.

Pero en aquel momento una piña rebotó sobre su nariz pecosa.

—¡Canastos! ¿De dónde ha venido?

Sin decir nada, Pete señaló la enorme roca. Era tan alta que no se podía ver la superficie, y cualquier persona que estuviera allí quedaba bien escondida.

Ricky guiñó un ojo y cabeceó, comprendiendo. Sin hacer ruido se acercó a un abeto y trepó por él. Pronto llegó a la altura de la gran roca. Tendidos sobre la superficie de la roca, para no dejarse ver desde abajo, había dos chicos. Aunque no pudo verles la cara, Ricky les reconoció. Eran Joey Brill y su amigo, Will Wilson.

Sin hacer ruido, el pelirrojo sacó su pistola de agua y apuntó hacia la roca. Luego siseó:

—¡Chiiist!

Joey y Will volvieron las cabezas, sorprendidos, y… ¡puuuf! Un chorro de gotitas salpicó sus caras.

—¡Pete, les he alcanzado! —gritó el pecoso, bajando a toda prisa, para reunirse con sus hermanos.

Joey Brill, que siempre andaba molestando a los Hollister, se puso en pie y gritó:

—¡Os haremos pagar lo que habéis hecho!

—Bajad, bajad —invitó Pete.

—Estoy demasiado alto para saltar —gruñó Joey.

—Claro. Tendremos que bajar con precaución —añadió Will.

—Es una lástima. Nos veremos más tarde —repuso Pete.

Y él y sus hermanos regresaron hacia la casa de Indy. Delante de todos corría «Negrito».

—Hemos encontrado a los bandidos —anunció Ricky, riendo alegremente, cuando llegó junto a Pam y Sue. Y contó lo que había pasado con Joey y Will.

—Ahora querrán vengarse —dijo Pam, mientras ella y sus hermanas recogían los gatitos.

—Me parece que «Negrito» está un poquitín más contento —dijo Holly, cuando regresaban a casa.

Pronto estuvieron en el camino del jardín, que iba desde la carretera a la orilla del Lago de los Pinos. En el jardín, junto a la casa, vieron a su madre que estaba recogiendo flores.

—Tenéis carta, hijos —anunció, alegremente, la señora Hollister—. La encontraréis en la mesa del vestíbulo.

Pam corrió adentro y volvió con una carta con matasellos de Alemania. Después de abrirla a toda prisa, vio que la escribía un ancianito, tallista en madera, al que habían conocido en un viaje a la Selva Negra, en donde los hermanos Hollister resolvieron un misterio.

—¿Qué dice? —se interesó Sue, dando tironcitos de la falda de Pam.

—El señor Fritz necesita que le hagamos un favor.

Y Pam explicó que el tallista necesitaba conocer las dimensiones exactas de cierta escultura de un indio, tallada en madera, y llamada Amigo de los Colonos.

—Es una estatua, y el señor Fritz tiene un pedido para hacer otra igual —concluyó Pam.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¿Y dónde encontramos al Amigo de los Colonos? Puede estar en Alaska…

—Yo os diré dónde podréis encontrarla —intervino la señora Hollister, mientras se quitaba los guantes—. Indy Roades es aficionado a estudiar todo lo relativo a las esculturas indias. Tiene un libro con grabados de ellas.

—Gracias, mamá —contestó Pete—. Quizá podamos ver a Indy cuando vaya a su casa a comer.

El muchachito corrió al teléfono para llamar al Centro Comercial. Éste era una tienda donde se vendían artículos de ferretería, de deportes y juguetes, que el señor Hollister poseía en la parte comercial de la ciudad. Indy estuvo de acuerdo en recibir a los niños en su casa, al mediodía, para que vieran el libro de grabados.

Cuando volvió al patio, Pete vio que Ricky sacaba al burro «Domingo» de su pesebre, en el garaje, mientras las niñas contemplaban la escena. El pelirrojo se había sentado a lomos de «Domingo» y un hermoso perro pastor saltaba una y otra vez hacia él, ladrando ruidosamente.

—¡A callar, «Zip»! —ordenó Holly, que no cesaba de retorcerse una de las trencitas—. Tú no puedes montar. Además, ¡mírate! Estás todo mojado. ¡Ya has estado otra vez cazando ranas en el lago!

El perro se sacudió briosamente y dejó a las niñas cubiertas de gotitas de agua. Luego, corrió por el césped, para volver al lago.

La señora Hollister preparó unos bocadillos para que Pete y Pam comieran temprano. En cuanto hubieron terminado, los dos hermanos mayores se encaminaron a casa de Indy. Su amigo detenía el coche cuando ellos llegaron.

Indy Roades era un hombre bajo y ancho, con el pelo negrísimo y la piel rojiza. Era un verdadero indio, perteneciente a la tribu Pueblo, de Nuevo Méjico. El joven indio sonrió afablemente al salir del coche.

—Así que también vosotros estáis interesados en las esculturas indias. Entrad, que os enseñaré el libro.

«Negrito» le siguió, tristón, hasta el interior de la casa, en donde Indy sacó de una estantería de su salita, un gran volumen a todo color. Pete y Pam se sentaron en el suelo y abrieron el libro.

—¡Qué bonitos colores! —exclamó Pam, mientras iban pasando las páginas en que se mostraban las tallas indias en madera, coleccionadas en todos los Estados Unidos.

—Estamos buscando una que se llama El Amigo de los Colonos —explicó Pete.

—¡Mira! ¡Mira! ¡Aquí está! —dijo su hermana.

El Amigo de los Colonos llevaba un gorro con plumas en su erguida cabeza. Tenía la barbilla firme y muy saliente y la nariz tan recta como una flecha. Sostenía una pipa de la paz y en su mano derecha mostraba tres mazorcas de maíz.

Pam leyó el texto. Decía que El Amigo de los Colonos estaba en un museo, llamado el Pueblo Pionero, de Foxboro, una ciudad de Nueva Inglaterra.

—¡Zambomba! ¡Foxboro! —gritó Pete—. Pero ¡si es donde hoy han asaltado el tren!

—Tal vez podemos ir allí y tomar las medidas del indio, como nos pide el señor Fritz.

—Y de paso encontrar a los ladrones del tren —añadió Pete.

Indy les dijo que podían llevarse prestado el libro, siempre que lo necesitaran. Después de dejarlo en el estante, el simpático indio llevó a los niños en coche hasta su casa, porque quería ver a su amiguita Sue. Los pequeños estaban en la cocina, comiendo, con su madre.

—¡Indy! ¡Indy! —Sue empezó a dar alegres saltitos y, tras bajar de su silla, corrió a saludar a su amigo.

Él la hizo girar, en sus brazos, un par de veces, luego la sentó sobre su cabeza.

—Soy un tótem —anunció Sue, entre risillas.

Indy la bajó al suelo, haciéndola describir un gran arco en el aire.

—Mamá, hemos averiguado dónde está El Amigo de los Colonos; en Foxboro, donde se ha cometido el robo al tren.

—¿Por qué no vamos todos allí? —propuso Ricky.

La señora Hollister movió lentamente la cabeza, indicando que no podía ser.

—Creo que no iréis, hijos. Ni papá ni yo podemos disponer de tiempo, ahora.

—¡Sapos fritos! —rezongó el pecoso—. Creí que podríamos resolver otro misterio y tener aventuras.

Indy empezó a silbar una tonadilla y miró al techo.

—Yo tengo unos cuantos días de vacaciones —dijo, distraídamente, como hablando con el aíre.

Holly comprendió en seguida y le echó los brazos al cuello.

—Entonces, tú podrás llevamos, Indy, guapín.

La señora Hollister intervino, objetando:

—¿Cómo iba a arreglárselas con cinco niños, Indy?

—Es que también estará Flor de Nieve —contestó el buen indio, con una sonrisa.

—¿Flor de Nieve? ¿Qué es eso? —se extrañó Holly.

—Es mi hermana. Sus amigos la llaman Emmy, pero su nombre indio es Flor de Nieve. Va a venir a visitarme. Tal vez entre ella y yo pudiéramos llevar a los hermanos Hollister a Foxboro…

—¡Oh, mamá, di que sí, por favor! —suplicó Pam.

La señora Hollister se echó a reír y contestó:

—Si Flor de Nieve está de acuerdo, por mí no hay inconveniente.

Sue dio un fortísimo abrazo a su madre, mientras Holly y Ricky empezaban a dar saltos y lanzar gritos de guerra, entusiasmados con la idea del viaje. Todos estuvieron muy contentos a lo largo del día.

Al atardecer, Pete tomó su juego de baloncesto y él y Ricky salieron a jugar en frente del garaje. «Domingo», desde su pesebre, contemplaba a los chicos. Cada vez que Ricky fallaba la tirada, el burro lanzaba un:

—¡Iiiih!… ¡Aaaah!

—Me pone nervioso —se lamentó el pequeño—. Por eso no hago buenas tiradas.

—Seguro —dijo Pete, volviendo a encestar Porque esta mañana tenías muy buena puntería con la pistola de agua.

Cuando se hizo demasiado oscuro para poder ver la red, Pete dejó su juego junto al garaje y él y su hermano entraron en la casa. Poco después, Pete iba a telefonear para hablar con Dave Meade, su mejor amigo. Dave tenía la edad de Pete y vivía cerca de los Hollister.

—¡Hola! Me he enterado de que os vais a Foxboro —dijo Dave.

—¿Cómo puede ser?

—Holly ha ido dando la noticia —repuso Dave, con una risilla—. Mis padres conocen una familia en Foxboro.

—¿De verdad? ¿Quiénes son?

—Venid a casa Pam y tú, que hablaremos de todo.

El mayor de los Hollister explicó a su padre a dónde deseaban ir y por qué. El alto y atlético señor Hollister contestó:

—De acuerdo. Pero no vengáis demasiado tarde. —Luego sonrió, comentando—. Ya veo que andáis metidos en nuevos trabajos detectivescos. Esos asaltantes del tren deben vigilar sus pasos.

Riendo alegremente, Pete y Pam salieron de casa. Al pasar junto al garaje, oyeron un ruido.

—¿«Zip»? ¿Eres tú? —preguntó Pam.

No obtuvo respuesta. Pero, un momento después, «Domingo» rebuznó.

Pete se detuvo y cuchicheó a su hermana:

—¿Crees que habrá alguien husmeando por el jardín, Pam?

Apenas había terminado de hablar cuando…

¡CLOC!

Algo duro golpeó con fuerza la cabeza de Pete.