Capítulo 7

El caballero que se hacía llamar Marco se dirigió con presteza a su propia casa, habiendo olvidado ya lo desagradable de su viaje y también los acres vapores de la perpetua niebla. La pequeña aventura había despertado todo el romanticismo que había en su ser, sin el cual la vida le parecía lóbrega y carente de sentido. No había visto un rostro y un cuerpo tan atractivos en meses y, a su parecer, la actitud distante de la chica no hacía sino aumentar su enorme encanto. Había conocido a una o dos con ese temperamento, y había disfrutado tornándolo en timidez, y luego en cordialidad, hasta alcanzar finalmente la profunda sensibilidad del alma y el corazón que las chicas atesoraban en su joven interior. Estaba decidido a ver a Dafne (en verdad no podía soportar pensar en ella como Hilda) de nuevo, y pronto. Pero previamente tendría que elaborar un plan seguro para que se produjera su encuentro. Mientras tanto, le parecía maravilloso que viviera cerca, pues ahora nunca saldría de casa sin la esperanza de poder encontrársela por casualidad. Más tarde, por supuesto, cuando el romance se hubiera acabado, la situación resultaría francamente violenta… Pero ese momento aún estaba por llegar.

Es hora de explicar al más suspicaz de entre nuestros lectores que lo único que este caballero demandaba de estas preciosas jóvenes a las que seducía era sustento romántico y espiritual. Maná del cielo de su juventud, por así decir, que alimentara los anhelos de su alma. Era cierto que, a menudo, se volvían tan tediosamente insistentes que él tenía que poner un abrupto fin a la relación (con todo el dolor de su corazón, pues herir a los demás no iba en absoluto con su carácter), pero nunca era culpa suya.

Había habido una Petra, que vivía en una habitación alquilada en Hampstead y ganaba tres libras a la semana como contable en una pequeña empresa que fabricaba paté de carne en Islington. Los ojos negros de Petra brillaban con la música de Bach y de John Ireland, y la había conocido en medio de la multitud, al salir del Queen’s Hall. La música fue el nexo de unión entre ambos, hasta que las insistentes llamadas de atención de Petra se tornaron clamorosas y quiso que dejara a la esposa que estaba segura de que tenía, de modo que él se vio obligado a poner fin a la aventura. Iris era rubia y tímida, trabajaba como recepcionista en un estudio fotográfico en Baker Street y adoraba la poesía moderna, pero corrió la misma suerte que Petra y lloró amargamente donde la primera había despotricado. Y estas eran solo dos de sus muchas aventuras amorosas, tan románticas cuando las leemos en las páginas de Proust (ese otro admirador de jovencitas vistas por la calle), pero tan patéticas y sórdidas cuando se medían en términos de felicidad humana, por no hablar de la pérdida de tiempo y energía que suponían.

Él afirmaba que, como finalmente no llegaba a poseer sus cuerpos, no causaba daño alguno, lo cual no dejaba de ser una curiosa conclusión para un experto en valores espirituales.

De camino a casa, se preguntó si Hilda sería una aficionada a la música, una apasionada del teatro o simplemente una entusiasta de la poesía. Dio por sentado que tendría algún gusto estético, claro está, pues nunca se habría sentido atraído por una chica que no poseyera ninguno. Además, una chica no podía parecer una ninfa y esconder en su interior el alma de una mecanógrafa. (Así es como él lo entendía).

Sin embargo, al abrir la verja de su casa, recordó ciertas palabras, ciertas frases que había dicho ella, y que le habían desconcertado de un modo al que no estaba acostumbrado. Palabras y frases que sembraron en él la duda. ¿No sería que, por primera vez en su vida, se había sentido atraído por una simple cara bonita? «No, ahí dentro hay pasión espiritual —pensó mientras cerraba la verja de hierro tras él y alzaba la vista hacia el oscuro contorno de la mansión—. Esa actitud es meramente defensiva. La veré otra vez, y pronto».

Cariño, ¿eres tú? —preguntó la señora de Gerard Challis, sentada aquella noche ante el espejo de su tocador. Se dirigía directamente a los sonidos que procedían de detrás de la puerta del cuarto de baño de su dormitorio.

—Pues claro que soy yo —contestó el señor Challis, después de una pausa. Se había sentado desnudo en el suelo del cuarto de baño para hacer sus ejercicios de yoga con las piernas cruzadas, aunque se hallaba en ese instante en una postura un poco más complicada. Estaba de buen ver. Tenía más de cincuenta años, pero su alta figura conservaba la esbeltez y gran parte de la flexibilidad de la juventud, y sus serios ojos, de un azul intenso, irradiaban la serenidad de quien siempre ha hecho lo que ha querido sin cargos de conciencia.

—¿Quién te creías que era? —preguntó poco después, casi en broma. Los ejercicios le aportaban calma y bienestar.

—Creí que seguramente serías tú. Hace siglos que no te veo. ¿Cómo estás?

—El resfriado ya se me ha curado, gracias.

—Me alegro, cielo —murmuró la señora Challis. Se quitó la bata y se quedó ante el espejo, contemplándose. Era corpulenta y bella. Tenía los pechos altos y la cintura fina de una diosa. Veinte años atrás, tal exuberancia no estaba de moda y se había visto obligada a someterse a una estricta dieta. Ahora, su belleza estaba un poco ajada y el cuello y las manos acusaban su edad, pero aún poseía aquella mirada infantil que había esclavizado a todo el mundo en los Felices Años Veinte. Había pertenecido a la legendaria Bright Young People[16] y, como Seraphina Braddon, había aparecido en la portada de los periódicos vespertinos londinenses con más frecuencia que ninguno de los de su pandilla. Y, ahora, su manera de hablar y su actitud ante la vida estaban tan leve, encantadora e inexorablemente desfasadas como las novelas de Michael Arlen[17].

—Hebe ha recuperado su cartilla de racionamiento —dijo, poniéndose un vestido de noche azul oscuro con incrustaciones de lentejuelas en el pecho.

—No sabía que la hubiese perdido —dijo el señor Challis tras aparecer en la puerta del cuarto de baño con una bata de seda persa amarilla y púrpura, y cepillándose su frondoso cabello plateado.

—Te lo conté, querido. Hace semanas. Llegamos a la conclusión de que debió de caérsele a Alex aquella tarde en que los dos cruzasteis el Heath a toda prisa.

—Creo que ya lo recuerdo.

—Grantey estaba que echaba chispas. Decía que era culpa tuya… Justo cuando Hebe necesita toda su ración extra de leche y esas cosas.

—Qué absurdo. ¿Cómo iba a ser culpa mía si se le cayó a Alex?

—Supongo que ibais hablando.

—Claro… Qué mal huele este tónico capilar.

—Lo sé. Es pésimo. La guerra, qué le vamos a hacer.

—Ojalá no usaras esa expresión, Seraphina. Podrías echarle un poco más de imaginación.

—Lo siento mucho, cariño.

Ambos se mantuvieron en silencio durante un momento, y luego él dijo:

—¿Cómo la ha recuperado?

—Alguien se la encontró. Una maestra de escuela, según Grantey. La llevó a Lamb Cottage.

El señor Challis bostezó y se enfundó los pantalones.

—Muy amable por su parte.

—Por lo visto, pasó allí la tarde, cuidando de los niños. La maestra, digo.

El señor Challis se quedó callado. El tema de sus nietos no le agradaba lo más mínimo.

—¡Maldición! Ya se me ha hecho una carrera en la media —murmuró Seraphina.

—¿No tienes más cosas de esas, imperdibles, o como se llamen?

—No, ángel mío. Hebe se los ha quedado casi todos. Tendré que robarle algunos más a Barnabas.

—¿Quiénes son los americanos que vienen esta noche? —preguntó el señor Challis al tiempo que se recostaba en la cama de su mujer y abría un documento escrito a máquina. El texto estaba salpicado de correcciones hechas con una elegante letra de mujer.

—Earl y Lev, querido.

—No me suenan de nada. No parecen nombres de seres humanos.

—Seguro que los recuerdas. Alex los conoció en una cafetería. Está pintando a Lev.

—¿Te refieres al retrato del judío?

—Alex dice que es muy divertido. Espero que me haga reír —dijo la señora Challis. Le encantaba echarse unas risas de vez en cuando.

El señor Challis, que llevaba casado con ella veinticinco años, volvió a sumirse en el silencio. Le tenía cariño a su esposa, aunque llevaba ya mucho tiempo convencido de que su cara de ninfa lo había metido en un jardín cuyas flores no eran lo suficientemente espirituales para su gusto. Además, deploraba su frivolidad. El abuelo de Seraphina había hecho una gran fortuna con la cerveza, y su nieta parecía haber heredado la gracia, delicada y a la vez robusta, de los lúpulos al aire libre: no era una mujer compleja.

—¿Cómo va la obra, cielito? —preguntó ella, mientras empezaba a cepillarse el pelo.

El señor Challis frunció el ceño. El tono de su mujer era incluso más superficial que de costumbre.

—Hay ciertos problemas que parecen no querer resolverse —contestó él con discreción, pasando las páginas del escrito. La señora Challis se percató de la desaprobación que destilaba su voz y, como era una mujer a la que le gustaba que la vida discurriera como la seda, intentó arreglar las cosas.

—Me contaste de qué iba, ¿verdad, querido? ¿No va de una ramera austriaca?

—Supongo que puede describirse en esos términos, sí —dijo el señor Challis con una media sonrisa—. Cuenta la historia de una vienesa que se ve obligada por conciencia a convertirse en puta.

—Gerard, querido, sabes que nunca me meto, pero, sinceramente… nadie las llama así hoy en día. Es demasiado soez.

—Yo no adorno mis conceptos con lenguaje de cóctel.

—Lo sé, cariño, pero todo el mundo va a…

Se calló justo a tiempo. Todo el mundo se había reído en una escena de la última obra del señor Challis. Hermione y Marriott están solos en el laboratorio de un centro donde se investiga el comportamiento de la mosca tsé-tsé en medio de la selva ugandesa, y él le está remangando a ella la camisa para inyectarle el suero, cuando se detiene y dice (con voz áspera): «Se te forma una sombra en la sangradura». La audiencia había expresado su sentir con un afable y audible murmullo procedente del patio de butacas, donde un hombre perteneciente al Tank Corps[18] comentó: «Oh, por el amor de Dios, ¡hazlo ya!». De modo que la escena se vio suspendida durante un buen rato porque el teatro entero estalló en carcajadas.

Este incidente había calado en el señor Challis más hondo de lo que estaba dispuesto a reconocer ante los demás y también, incluso, ante sí mismo. Se sentía orgulloso de la influencia pontifical que sus obras, hermosas, cuidadas y serias, ejercían sobre los gustos de la Inglaterra y la Norteamérica cultas. Se había forjado un estilo notablemente distinguido. Era difícil de describir, pero ni él puso reparos cuando un admirador acuñó la frase «un estilo hecho de hierro y sombras». Seguía dándole vueltas a por qué la tensión había podido fallar justo en aquel momento de la obra. No había nada en el diálogo que explicase semejante fallo. Siempre escribía indirectamente acerca de los encantos personales de la gente, haciendo que un hombre le dijera a una mujer: «Tu garganta es una cuerda tensada» o «Tu tobillo está suavemente modelado». ¿Por qué el comentario de Marriott, que revelaba la lucha entre el deber y la pasión que se libraba en su interior, había causado aburrimiento en el patio de butacas y luego aquellas estúpidas risas? La única explicación, a la que volvía una y otra vez, podía ser la de que quien se había reído en primer lugar era el Típico Machito Bajuno. Aquel que se abrevaba y comía forraje entre los cerdos y solo veía el lado vulgar del sexo. «Bueno, en la próxima obra, le otorgaré incluso menos concesiones a este tipo», se prometió el señor Challis.

—Pero supongo que tú sabes más que yo —concluyó su mujer en tono conciliador.

—Supongámoslo, sí —respondió él con cortesía.

Por desgracia, Seraphina no estaba prudente aquella noche, y volvió a la carga a sabiendas de que cometía un error. Pero sentía curiosidad.

—Querido —empezó con cautela, atusándose hacia atrás las ondas del pelo, que llevaba corto desde que tenía diecisiete años y que ahora resultaba demasiado juvenil para ella—, dices que su conciencia la obligó a convertirse en ya-sabes-qué. Suena bastante peculiar.

El señor Challis hizo como que no la había oído y su esposa, percatándose de su silencio sepulcral, se retractó a tiempo.

—Oh, bueno, ya lo veré en el estreno, ¿no? —dijo ella sonriente—. Voy a comprobar si todo está listo —murmuró, y por ahí se escapó.

Una vez fuera de la habitación, soltó una risita y pensó que tenía que contarle a Hebe la última de su padre. ¡Oh, qué consuelo era tener una hija! Los maridos se liaban con sosas arpías y los hijos eran ángeles, solo que las chicas te los quitaban (lo cual, por supuesto, era ley de vida, aunque no dejaba de ser duro). Sin embargo, una hija, dos nietos angelicales ¡y un tercero en camino!, eran otra cosa. Cuando tenías esto, aguantabas lo que fuera.

A solas con su texto, el señor Challis fue dulcificando poco a poco la expresión de su rostro. No eran las páginas de la pésima novela que tenía delante lo que producía esta relajación, pues había encontrado en ella varias escenas potencialmente humorísticas, y al señor Challis le sobraba el humor. Más de una vez lo había puesto pública y severamente en su sitio (donde permanecía junto a Shakespeare y Jane Austen), y era absolutamente imposible encontrarlo en sus obras. No. Se trataba del recuerdo de la propia escritora, que lo había abordado cuando abandonaba el Ministerio la noche anterior y que le había entregado su manuscrito, interrumpiendo su ardiente voz con un «No me importa lo que piense de mí, ¡tiene que leerlo!». Después había desaparecido como una flecha, dejándole en el recuerdo la impresión de una joven cara rosada y unos ojos marrones. Agradable, muy agradable. Y conmovedora también. Su nombre y dirección figuraban en varias páginas de aquel manuscrito.

Ahí estaba ese hombre talentoso y afortunado, autor de obras de teatro que contaban con la admiración de la élite culta y que, además, eran un éxito en el plano económico, casado con una mujer encantadora, padre de tres hijos satisfactorios, poseedor de una preciosa mansión antigua, atractivo, y beneficiario de abundantes ingresos derivados tanto de su trabajo como funcionario en las más altas instancias de la Administración Pública como de sus ganancias privadas. ¿Y era feliz? Él creía que no.

Padecía hambre espiritual: anhelos, miradas hacia el pasado y hacia el futuro y suspiros por lo que no acontecía. Pensaba en ello como en una sed divina que ninguna religión podía apaciguar y que ninguna mujer podía saciar (pues las abandonaba una tras otra como cerillas usadas).

Sin embargo, había que reconocerle una virtud al señor Challis: trabajaba muchísimo en sus obras. Respaldado por la sensación de excelencia e importancia que provocaban, y también por su inusual talento, elaboraba tramas, personajes y diálogos (llenos de referencias a las Matemáticas y a San Agustín) que conseguían crear una curiosa atmósfera de desnudez sobre el escenario, aunque nunca ocurriera nada que justificara tal efecto.

Y, sin embargo, una duda pesaba en su corazón. Era consciente de que sus obras eran buenas y de que cada nuevo título era mejor que el anterior. En Aire de montaña, que trataba de seis mujeres botánicas y un guía que se quedaban aislados en medio de una tormenta de nieve en una cabaña de los Andes, había logrado un enfoque y un tratamiento más certeros que en su primera creación, El pozo escondido, que trataba de siete hombres y una enfermera que trabajaban en el centro donde investigaban la mosca tsé-tsé, a la que ya nos hemos referido; mientras que Kattë, la obra en la que ahora estaba inmerso, iba de una austriaca que los oficiales de un regimiento de primera en Viena se pasaban de unos a otros como si se tratara de una muñeca, e iba a ser su obra maestra, de eso estaba absolutamente convencido.

No paraba de idear nuevas permutaciones y combinaciones.

Pero ¿apreciaría el público a su Kattë? ¡Ah! Ahí estaba la duda.

Siempre se enamoraba de sus heroínas: aquellas mujeres hechas de fuego y rocío que simbolizaban las Eternas Amantes del Hombre. Por tanto, cada vez que una se presentaba al mundo en una de sus obras, temía por ella como si de una mujer viva y con aliento propio se tratase. Se sentía herido cuando las mujeres no la envidiaban y los hombres no ansiaban poseerla. (Además, ninguna de sus heroínas tenía hijos, pues consideraba que una mujer con hijos no podía estar capacitada para ser también una amante ardiente e ingenua). Cuando conocía a una mujer que le atraía de verdad, le hacía dar lo mejor de ella misma, y le aseguraba que nunca había conocido a la Mujer Ideal fuera de sus propias obras. Entonces ella intentaba ser ardiente e ingenua, hasta que llegaba el inevitable momento en que no podía dar más de sí.

El señor Challis dejó la novela en un cajón y se echó un último vistazo en el espejo antes de bajar. El hecho de que su joven autora trabajase en el Ministerio descartaba automáticamente cualquier encuentro para tomar un té y charlar sobre el manuscrito en algún café discreto. Eso sí, iba a escribirle una amable carta a aquella pobre ingenua. A ella la haría muy feliz y a él no le costaría nada. La amabilidad nunca había dañado la reputación de nadie.

Bajó eufórico las escaleras. El señor Challis nunca se frotaba las manos ni canturreaba para expresar su satisfacción —dejaba dichas manifestaciones para hombres de otra clase—, pero cuando su melancolía espiritual se disipaba temporalmente, un humor acuoso atravesaba la nube de su reserva cual sol en un día de lluvia y obsequiaba a sus amistades y a su familia con pícaras pullas en griego y comentarios socarrones en francés medieval.

Cuando cruzaba el vestíbulo, se sorprendió al percatarse de que había un fuego encendido en la chimenea. Una espalda, pulcramente vestida de gris con un delantal blanco, estaba en ese momento agachándose con fría formalidad para colocar un tronco en el hogar.

—Grantey —dijo el señor Challis en tono autoritario, dirigiéndose hacia ella—, no era en absoluto necesario encender la chimenea. La calefacción central…

Grantey se enderezó lentamente y se sacudió las manos.

—Hace una noche muy fea y traerán frío después de atravesar el Heath —comentó como para sí misma—. Buenas noches, señor —añadió como si acabara de ver al señor Challis, y acto seguido desapareció por la puerta situada al fondo del vestíbulo, que comunicaba con las dependencias de la servidumbre.

El señor Challis miró con desaprobación el fuego, que, en una chimenea de aquellas dimensiones, no podía por más que ser de fastuosa escala. Mantenía un férreo control sobre los gastos de la casa, pues le gustaba mucho el dinero, tenía muy presente su valor y le dolía ver una chimenea encendida cuando la calefacción central estaba funcionando. Era cierto que esta no andaba demasiado bien y que Westwood era una casa muy grande y muy difícil de caldear. Con todo, encender la chimenea había sido un acto de desobediencia, un desafío a sus órdenes expresas. Grantey solía cometer este tipo de actos de insubordinación. Si no llevase tanto tiempo con ellos (había pasado cuarenta años trabajado para la familia de Seraphina) y no resultara tan difícil encontrar empleadas del hogar, habría adoptado una postura más firme con ella. Mucho más firme. Finalmente, el señor Challis cogió el periódico de la tarde y permaneció de pie junto al fuego, entregado al estudio de sus páginas y calentándose las piernas.

Seraphina no bajó a la cocina, porque Grantey se encargaba de aquello y ella sabía que lo tendría todo dispuesto, pero sí que echó un vistazo a la sala de estar de día, que la familia llevaba utilizando como comedor desde que empezó la guerra. Una diminuta mujer morena con un uniforme negro andaba por allí, poniendo la mesa.

—Buenas noches, Zita —sonrió Seraphina, y se dispuso a marcharse de inmediato.

—Buenas noches, señora Challis —contestó con un marcado acento alemán aquella ansiosa y pequeña criatura. Sus ojos brillaban empañados, y una mirada de placer tímido y lastimero pasó por su cara, increíblemente sensible y gesticulante. Su expresión podía cambiar varias veces a lo largo de un solo minuto.

—¿Va todo bien? —preguntó Seraphina.

—Sí, todo. Menos que estoy triste mucho. Pero no quiera le cuente por qué —dijo, y su rostro se apagó como si fuera una vela que alguien hubiera soplado.

—Ahora no —propuso Seraphina con firmeza—, pero lamento saber que estás triste de nuevo.

—Yo siempre triste, pero no es nada, y quiero no preocuparla, señora Challis, señora. Es por algo que ha dicho señora Grant a mí.

—Estoy segura de que no pretendía ofenderte.

—Eso es lo que lo hace doloroso tanto, señora Challis. Yo no soy como ingleses. Yo siento en mi corazón. —Y se puso una manita sorprendentemente joven en el pecho—. Yo siento, yo siento.

—No te preocupes, Zita. Esta noche a las ocho dan un magnífico concierto en la radio. Déjalo todo y no te lo pierdas.

—¡Oh, gracias, señora Challis! ¡Qué bien! Disfrutaré mucho oyendo concierto. Hará llorar a mi corazón y entonces me sentiré mejor. Ach! No. Se me había olvidado. Tengo que salir a discurso.

—Oh… Qué mala suerte. Nosotros…

Seraphina sonrió radiante y entonces salió de la sala, pensando: «La pobre infeliz me da pena, aunque es un auténtico incordio».

El personal de Westwood, como el de cualquier otra casa grande de Gran Bretaña, se había visto muy reducido por los cuatro años de guerra y, en este momento, la mayoría de las habitaciones permanecían cerradas. La familia hacía vida en dos o tres de ellas, al cuidado de Grantey, de su hermano Cortway, que se encargaba de conducir el coche, y de Zita Mandelbaum, una de las muchas refugiadas que, dadas las circunstancias, se veían obligadas a trabajar como sirvientas. Grantey contaba con una buena reserva de asistentas que vivían en el barrio y que todavía venían a fregar y a limpiar, pero lo cierto era que sus filas estaban menguando a un ritmo incesante, ya que los Restaurantes Británicos y el trabajo a media jornada en las fábricas se las iban llevando. La posibilidad de llegar a quedarse algún día sin ninguna ayuda para hacer «lo más gordo» constituía para ella una constante —aunque silenciosa— fuente de ansiedad.

Antes de la guerra, Grantey había sido cocinera y ama de llaves, y había mantenido contentas y en orden a una primera doncella, a una criada y a una ayudante de cocina, mientras que Cortway se había encargado de la ropa del señor Challis, de subirles carbón y de limpiar el coche. Sin embargo, la ordenada jerarquía se fue desmoronado poco a poco. La ayudante de cocina, que era la humilde pero necesaria piedra angular de la eficiencia doméstica, se vio tentada por una oferta consistente en hacer encuadernaciones en la empresa en la que trabajaba un tío suyo, y se marchó. La primera doncella y la criada se negaban a preparar las verduras o a asumir ninguno de los arduos quehaceres de la cocina. No obstante, mientras aún trabajaban bajo continuas protestas, las reclutaron a ambas. Grantey comprendía el rechazo de estas a dejar las obligaciones para las que habían recibido formación, pero a la vez deploraba su incapacidad para adaptarse. Ella misma había empezado como niñera de los Braddon y era tanta su devoción por la señorita Seraphina que, al cabo de los años, había llegado a estar más que dispuesta a llevar a cabo cualquier cometido que los peligrosos y cambiantes tiempos le pudieran imponer. Era servicial por naturaleza y acometía sus tareas con diligencia y perfección, consciente de que vivía los momentos más dolorosos y también los más placenteros de su vida a través de los destinos de la familia a la que servía.

Ninguno de los miembros de aquella casa se percataba de que, si algo grave le llegara a suceder a Grantey, la comodidad de la que disfrutaban dejaría de existir.