El tribunal dictó sentencia a finales de junio. A Hanna la condenaron a cadena perpetua. A las otras, a penas inferiores.
La sala estaba tan llena como al principio del juicio. Funcionarios de justicia, estudiantes de mi universidad y de la ciudad donde se celebraba el juicio, un grupo de estudiantes de bachillerato, periodistas alemanes y extranjeros y toda esa gente que siempre ronda por los juzgados. Hacían ruido. Cuando las acusadas fueron conducidas a la sala, al principio nadie les prestó atención. Pero luego todo el mundo enmudeció. Los primeros que se callaron fueron los de los asientos delanteros, los más cercanos a las acusadas. Los vi darse codazos y volverse hacia la fila de atrás. «Mirad, mirad», cuchicheaban, y la gente, a medida que se ponía a mirar, se callaba también, se daba codazos, se volvía hacia la fila de atrás y cuchicheaba: «Mirad, mirad». Hasta que por fin se hizo el silencio en toda la sala.
No sé si Hanna era consciente del aspecto que tenía; quizá aquél era el aspecto que quería tener. Iba vestida con un traje de chaqueta negro y una blusa blanca, y el corte del traje y el lazo que llevaba la hacían parecer uniformada. Nunca he visto el uniforme de las mujeres que trabajaban para las SS. Pero tuve la impresión, como les sucedió a los demás, de tenerlos ante nuestros ojos: el uniforme y la mujer que, enfundada en él, se había puesto al servicio de las SS, que había hecho todo lo que Hanna estaba acusada de hacer.
El público empezó a cuchichear otra vez. Muchos parecían indignados. Les daba la impresión de que Hanna se estaba burlando del proceso, de la sentencia y de ellos mismos, que habían acudido a oír la sentencia. Empezaron a hablar más alto, y algunos increparon a Hanna. Hasta que el tribunal entró en la sala, y el juez, tras mirar a Hanna con el habitual gesto de desconcierto, pronunció la sentencia. Hanna le escuchó de pie, erguida y sin moverse. Durante la lectura de los considerandos, se sentó. Yo no apartaba la mirada de su cabeza y su nuca.
La lectura duró varias horas. Cuando el juicio acabó y condujeron fuera a las acusadas, esperé a ver si Hanna me miraba. Estaba sentado en el sitio de siempre. Pero ella miraba hacia adelante sin ver nada. Una mirada arrogante, ofendida, perdida e infinitamente cansada. Una mirada que no quería ver nada ni a nadie.