Volando, volando…

—¡Cielo santo! Algo terrible tiene que haber sucedido —opinó la señora Hollister.

Sue se echó a llorar.

—No «quero» que el señor Baker, tan guapín, sea un malo.

—Claro que no lo es —declaró Holly, muy convencida.

—Pero no estoy muy seguro del señor Chandar —dijo Ricky, torciendo los ojos.

—¿No ha dejado al señor Baker algún mensaje para nosotros? —preguntó el padre.

—No lo he preguntado —replicó Pam.

Pete fue al teléfono para comunicarse con el motel.

—Sí —repuso el recepcionista—. Dejó un mensaje para los Hollister.

—¿Qué dice? —preguntó Pete, muy nervioso.

—No lo sé. Es un sobre cerrado.

—Iremos en seguida a buscarlo —dijo Pete, antes de colgar.

Todos a un tiempo pidieron permiso para ir, pero el señor Hollister dijo:

—Pete y yo iremos a recogerlo. Los demás os quedaréis; no vaya a darse el caso de que el señor Baker venga aún.

Padre e hijo llegaron al motel en un momento. Pete saltó de la furgoneta, corrió a buscar el mensaje, dio las gracias al recepcionista y volvió a toda prisa con su padre. Cuando llegaron a casa, Pete leyó el sobre: «A la familia Hollister».

—De prisa. ¡Ábrelo! —suplicó Ricky.

Pete sacó la carta.

—¡Lee! —apremió Holly, impaciente.

Pete empezó a leer:

«Queridos Hollister: Ya sé que os sentiréis desencantados, pero no puedo deciros el secreto esta noche. Intenté telefonear, pero siempre he encontrado la línea ocupada. El señor Chandar y yo tenemos que regresar a Nueva York inmediatamente, porque nos reclaman asuntos de importancia allí.

»Pero necesitamos vuestra ayuda. ¿Podríais todos, incluidos vuestros padres, acudir mañana al aeropuerto Kennedy? Hay un avión esperándoos en el aeropuerto de Shoreham. Podréis volver en la misma noche. Al llegar, acudid a mi oficina del Departamento Federal, número 111, E. Baker, Agente de la Dirección de Caza, Estados Unidos».

—¡Yupiii! —gritó Ricky, entusiasmado—. ¡Nos vamos a Nueva York!

Y sin poder contenerse, dio una voltereta en la alfombra, mientras Holly saltaba sobre la punta de los pies, sacudiendo sus trenzas.

Pete y Pam miraron a sus padres. La señora Hollister sonreía, pero el padre parecía preocupado.

—¿Qué ocurre, papá? ¿Es que no podemos ir? —inquirió Pete.

El señor Hollister contestó que al día siguiente había una gran venta de rebajas en la tienda.

—La verdad, Pete, tendría que estar yo.

—Pero ¿no puedes dejar a Indy Roades? —pidió Pam—. Tinker le ayudará.

Tinker era un hombre de cierta edad, muy bondadoso, que ayudaba al señor Hollister en el Centro Comercial.

—Mañana es el día libre de Tinker y el pobre Indy no podrá arreglárselas solo.

—¿Por qué no pides a Tinker que cambie su día libre por otro?

El señor Hollister fue al teléfono y al poco hablaba con Tinker. Explicó lo que había sucedido y, en seguida, sonrió.

—Muchas gracias. Sé que los niños se lo agradecerán. Creo que, por fin, van a resolver el misterio del monstruo.

Mientras el señor Hollister colgaba, llegó Sue, corriendo, para echarse en sus brazos. De repente, Pete dijo:

—¿No has pensado que todo esto puede ser sólo una broma, papá?

—Ya sabes cómo comprobarlo. Telefonea al aeropuerto.

Pete lo hizo y desde el aeropuerto le contestaron que, en efecto, el señor Baker había dejado contratado un avión de alquiler para que trasladase a la familia al aeropuerto Kennedy por la mañana. Era un aparato con motores de propulsión a chorro, de los que suelen usar los ejecutivos para sus viajes rápidos, capaz de recorrer seiscientas millas en una hora.

Al colgar el auricular, Pete exclamó:

—¡Zambomba, siempre había deseado volar en uno de ellos! Será una gran aventura.

A la mañana siguiente, Sue y Holly dieron a los gatos leche y comida. Pam dio de comer a «Zip» y Pete se encargó de dejar a «Domingo» un gran saco de avena.

—¿Todos los animales arreglados? —preguntó el señor Hollister, que acaba de llevar la furgoneta a la parte delantera de la casa.

—Sí, papá —repuso Pam.

—¿Listos los niños?

—¡Aquí estamos! —contestaron todos a una.

—Huy, cuántas ganas tengo de saber para qué nos necesita el señor Baker —murmuró Holly, mientras se dirigían al aeropuerto.

—A lo mejor identificamos el avión que vimos en el prado —dijo Pete.

Cuando llegaron al aparcamiento, todos salieron, y se encaminaron a la taquilla terminal. Allí les recibió un sonriente joven, con uniforme de piloto. Contó a los que llegaban y, en seguida, dijo:

—Tienen que ser los Hollister… Siete.

El señor Hollister confirmó la suposición y presentó a su familia.

—Yo soy Harry Struges. Síganme.

El piloto les condujo hasta un magnífico avión blanco. Todos subieron y el piloto cerró la puertezuela. Se pusieron en marcha los motores y el avión se deslizó sobre la pista.

—¡Canastos! —exclamó el pecoso, tapándose los oídos y haciendo girar vertiginosamente los ojos—. Esto es lo que quiero ser cuando crezca: un piloto.

—¡Volando, volando! —entonó, alegremente, Pam.

Sin apenas darse cuenta, los Hollister se encontraron ya en el aire. Para pasar el tiempo, la señora Hollister sacó de su bolso una tira de cuerda y jugó con Sue a la «cunita».

Al poco rato descendían en una de las pistas del siempre lleno de actividad Aeropuerto Internacional Kennedy. El aparato llegó a un hangar privado, en donde les esperaba un gran coche. Después de dar las gracias al piloto, todos los Hollister entraron en el vehículo.

El Edificio Federal III resultó estar en las proximidades del aeropuerto, no lejos de las grandiosas autopistas que cruzan Long Island.

El chófer aparcó y les condujo al interior del edificio y a lo largo de un gran pasillo. Giraron en una esquina, bajaron unos escalones y llegaron ante una gran habitación de los sótanos. El chófer llamó a la puerta, abrió y anunció:

—Los Hollister están aquí, señor Baker.

El altísimo empleado del Gobierno se levantó de detrás de su escritorio, sentado ante el cual había estado charlando con el señor Chandar. En aquel momento dio la bienvenida a los Hollister y presentó al indonesio al señor y la señora Hollister. Luego el secretario del señor Baker llevó sillas para todos. Cuando la familia se hubo sentado el señor Baker empezó, diciendo:

—Tengo una sorpresa para todos ustedes. Ese monstruo que tanto ha estado asustando es, en realidad, un…

—¡Un «oratán»! —exclamó Sue, llevándose una mano a la boca y echándose a reír.

Los dos investigadores se miraron, atónitos.

—¿Ya… ya lo… sabíais? —preguntó el señor Chandar.

—Lo supimos —dijo Pam. Y explicó cómo había encontrado aquella pista.

Pete y Ricky, que no estaban al corriente del secreto de las niñas, se miraron con la boca abierta.

—A lo mejor es verdad que eres tío de un mono —apuntó Holly.

El señor Baker soltó una carcajada que resonó en toda la habitación.

—Más bien querrás decir tío de un orangután.

Sue rió alegremente.

—Esperad a saber el resto —dijo el señor Baker, que explicó que algunos animales del mundo están en peligro de extinción.

—Unos de ellos son los orangutanes —dijo Holly, con aires de sabionda—. Pam lo leyó en la enciclopedia.

—Cierto. Otros son los osos pardos, los lobos, las gacelas, las tortugas, los hipopótamos pigmeo y las águilas calvas. Todos ellos están en la lista de los animales en peligro de extinción.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. Supongo que las águilas calvas serán muy viejas.

El señor Baker sonrió:

—Los orangutanes son la especie más escasa y pronto desaparecerán.

—Por eso no se permite que se les saque de Borneo —intervino el señor Chandar—. Borneo es mi tierra, ya sabéis.

—¿Y por qué ha venido usted aquí? —preguntó Pete.

—Soy detective privado. Una niñita llamada Subu poseía dos orangutanes enanos. Eran dos hermanitos gemelos.

—¡Qué «perciosos»! —le interrumpió Sue—. ¿Y cómo los «crompó»?

—El padre de Subu los encontró en el bosque. Alguien había matado a la madre orangután.

—¡Oh! —se compadeció Pam—. ¿Cómo se puede ser tan malo?

—Seguramente los cazadores buscaban a los pequeños, pero mataron a la madre, considerando que era mejor medio de encontrar los cachorros. El caso es que uno de los gemelos fue secuestrado y llevado a Shanghái. Desde allí lo trajo a Estados Unidos una banda de contrabandistas.

—¿Contrabandistas de animales? —se extrañó Pete.

—Sí. Puesto que estos animales que escasean cuestan mucho dinero, se han convertido en una presa muy buscada.

El señor Baker asintió y luego sonrió.

—Ya veis que el señor Chandar no era ningún hombre malo, como pensasteis al principio. Sólo buscaba a «Pongo».

—¿Se llama así el bebé «oratan»? —indagó Sue.

—Sí. Y su gemelo se llama «Bongo». —El señor Chandar explicó que la pequeña Subu se había puesto enferma de preocupación por «Pongo» y que el pequeño «Bongo» no quería comer—. Por eso fui enviado a buscar a «Pongo».

—Ahora estamos tras esa banda de contrabandistas —añadió el señor Chandar—. Cuando oímos hablar del monstruo de Shoreham, supusimos que su guarida no estaría lejos, y que tal vez uno de los animales robados había podido escapar.

—Eso es un gran misterio, sin duda —dijo el señor Hollister—. Vosotros, hijos, habéis tropezado con uno muy grande.

—Sí. Y han ayudado muchísimo al Gobierno de los Estados Unidos —añadió el señor Baker.

Los niños Hollister empezaron a hacer mil preguntas sobre los orangutanes.

—¿Comen huevos? —inquirió Pam.

—Sí —repuso el señor Chandar—. Les gustan los huevos, los plátanos y las hojas y cortezas de árbol.

—Ahora ya sabemos quién se comió los huevos de la señora Eider y las natillas de la señora Kane —dijo, entre risillas, Holly—: El pobrecito «Pongo» estaba hambriento.

El señor Chandar añadió que los orangutanes vivían en plataformas que construían en lo alto de los árboles.

—Son criaturas muy inteligentes y se cubren con hojas cuando llueve.

—¿Era el nido de «Pongo» lo que usted estaba mirando? —preguntó Pete—. Me refiero a aquella construcción en el pino gigante.

El indonesio contestó que había estado vigilando la casa largo tiempo; incluso había visto por un instante al animal y le persiguió por la orilla del lago. Pero «Pongo» se le escapó.

Sue y Holly se echaron a reír.

—Entonces, ¿era usted el que corría detrás de aquel nene? —preguntó Holly.

—¿Nene?

—Bueno. Nosotros creíamos que «Pongo» era un niño —exclamó Holly—. Él debió de ser quien asomó por la ventana de nuestro sótano.

—Pero ¿qué saben de esas extrañas huellas? —preguntó Ricky—. No parecen de orangután.

—No tenemos explicación a eso —dijo el señor Chandar—. Quizá fueran dejadas por los contrabandistas para hacer creer que, realmente, había un monstruo en Shoreham.

—Bien. Ya se ha hablado bastante de eso. —El señor Baker se puso muy serio—. En este momento tenemos otro problema. El señor Chandar acaba de recibir un telegrama de Borneo informándole de que «Bongo» también ha sido secuestrado.

—Seguramente ha caído en manos de la misma banda de contrabandistas —opinó el señor Chandar.

—¡Qué terrible! —dijo la señora Hollister—. ¿Y cree usted que también será traído a Nueva York?

—Pienso que «Bongo» está ya en los Estados Unidos —dijo el señor Baker—. Mientras estuve ausente, encargué a un ayudante de tomar fotografías de todos los animales llegados a este aeropuerto y de sus propietarios.

Abrió un cajón y de él sacó una fotografía. Se veía a un hombre en pie junto a una jaula.

Los Hollister se levantaron de sus sillas, arremolinándose alrededor del agente del Gobierno. Holly se estremeció:

—¡Es el hombre que vimos en la escuela!

—¿Estás segura? —preguntó el señor Baker.

—Segura, segura. Estaba en la biblioteca de juguetes —declaró Sue.

—Entonces ése es el miembro de la banda que fue a Shoreham —razonó el señor Baker—. Pero ¿qué estaba haciendo en una biblioteca de juguetes?

—Buscaba a «Pongo» —afirmó Holly—. A lo mejor el pobrecín orangután entró en el colegio por la ventana abierta.

Contemplaron largo rato la fotografía. La jaula que llevaba el extraño hombre, decía: «Mono Rojo, Vivo».

—Esto suelen hacerlo los contrabandistas —dijo el señor Baker—. Declaran al orangután robado como mono, y monos hay muchos.

—¿Qué diferencia encuentra usted entre un mono y un orangután? —preguntó el señor Hollister.

—Los orangutanes tienen la pelambre corta y rojiza y no les cubre las orejas. Además, sus manos tienen dedos muy largos y el pulgar muy corto.

—¿Dónde está este hombre, ahora? —preguntó Pete.

—Su avión se encuentra en el Aeropuerto de La Guardia. Por eso me interesaba que vosotros vinierais. Deseo que identifiquéis el aparato.

El señor Chandar tenía la certeza de que en el aparato había viajado «Bongo» y sin duda iba a ser escondido en Shoreham.

—Vamos en seguida al aeropuerto de La Guardia —propuso el señor Baker.

Todos le siguieron al exterior del edificio. Les esperaba un helicóptero y el grupo se instaló en el aparato.

Giraron las hélices y pronto se encontraron sobrevolando Long Island, hacia la orilla Norte. Las hileras de apartamentos que se extendían abajo parecían edificios de juguete. Cuando el helicóptero les dejó en tierra, el señor Baker buscó una furgoneta del gobierno que les llevó a un hangar particular.

—Tengo localizado el avión —explicó—. Está ahí, precisamente.

Los Hollister sintieron escalofríos de emoción cuando el señor Baker se aproximó a una puerta donde podía leerse: Oficinas. Volvió con un hombre con guardapolvo blanco, al que ordenó que levantase las puertas del hangar. En un principio el hombre protestó. Luego, encogiéndose de hombros, hizo lo que se le ordenaba.

Se abrieron las puertas, pero… ¡Dentro no había nada!

—¿A dónde ha ido el avión? —preguntó el señor Baker.

—No lo sé —fue la respuesta del empleado.

—¿Iba en el avión alguien más que el piloto?

—Sí. Un par de cestas con animales. No he visto de qué clase.

El señor Baker se volvió a los Hollister.

—Estoy seguro de que ha ido a Shoreham. Debemos darnos prisa. ¡No tenemos que perder ni un momento!