CARA A CARA

El piloto aceleró y el aparato se elevó en el aire. Mudos de sorpresa, los cuatro niños lo contemplaron, mientras iba ascendiendo al cielo, y siguieron con la vista sus luces rojas y verdes, hasta que se perdió en la negra distancia.

—¿Qué diríais de esto? —preguntó Dave, al fin.

—¡Zambomba, no puede haberse asustado de nosotros! —dijo Pete.

Y Alex declaró:

—Pues se ha portado como si se hubiera asustado.

—O se ha asustado, o es que tiene algo que ocultar —fue la opinión de Pam.

—¿Algo ilegal, tal vez? —preguntó Alex.

—Sí —asintió Pam—. Algo ilegal, que tenga que ver con ese misterio.

—Puede que viniese a encontrarse con alguien, aquí —apuntó Dave.

—Sí es así, la otra persona debe de estar aquí, en estos momentos —añadió Pete.

Los niños se volvieron a mirar en todas direcciones, pero la oscuridad reinante les impedía ver todo lo que se encontrase a más de dos metros de distancia.

—Vamos. Será mejor volver a casa —apremió Pete—. Papá y mamá estarán empezando a preocuparse.

Siguieron la hilera de árboles, durante un rato, y volvieron a internarse en el espeso bosque, hasta el trecho en que dejaron sus bicicletas. Esta vez Pete les había guiado bien. Cada uno tomó su bicicleta y, con las luces encendidas, el grupo avanzó por el sendero que llevaba a la puerta del parque. Pedaleaban lentamente. Pam abría la marcha.

De repente, la niña dio un grito de miedo. ¡Desde un lateral, una figura saltó al camino, colocándose directamente en su paso! Pam vaciló, dejó caer la linterna y acabó yendo a parar al suelo con bicicleta y todo.

Los chicos corrieron a su lado.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Pete, alarmado.

—¿No lo ves? —replicó Pam, todavía temblorosa.

Pete, muy sorprendido, preguntó:

—¿Qué tengo que ver?

—Yo no veo nada —declaró Dave, mientras se inclinaba a recoger del suelo la caída bicicleta de Pam.

La niña contó a los chicos lo que había sucedido.

—¿Qué aspecto tenía? —quiso saber Pete.

—La verdad es que no lo sé.

—¡Yo tengo la respuesta! —exclamó Alex—. Debía de ser la persona a quien buscaba el del avión.

—Pues, sea quien fuere, debe de vivir en el bosque —opinó Dave.

—¿En la casa de pino, tal vez? —inquirió Alex.

Pete se encogió de hombros.

—¡Adelante! —apremió.

Todos apresuraron la marcha. Esta vez Pete iba delante y Pam inmediatamente detrás de su hermano.

—¿Alguien se acuerda de la matrícula del avión? —preguntó Dave, mientras llegaban al camino principal.

—Sí —contestó Pam—. N268AE.

—Al menos podremos averiguar quién es el propietario —dijo Alex—, y resolver el misterio por ese medio.

Vistos desde lejos, los jóvenes detectives parecían un grupo de luciérnagas, que hacían parpadear sus luces mientras descendían por la carretera. De repente, Pete se detuvo en seco, exclamando:

—¡Cómo no habré pensado antes en eso!

—¿En qué? —preguntó Alex.

—En el señor Baker, el investigador. Quería que nosotros le proporcionásemos pistas. Creo que debemos hacerlo ahora, puesto que pasaremos por delante de su motel.

—Buena idea —aplaudió Pam—. Y desde allí llamaremos por teléfono a casa, porque se está haciendo muy tarde.

El Motel Vistalago apareció ante sus ojos cinco minutos más tarde. Un gran letrero, iluminado con neón, anunciaba: TODO OCUPADO.

Se aproximaron a la recepción, aparcaron las bicicletas y entraron. Un anciano que estaba sentado tras el mostrador les miró por encima de sus lentes y dijo:

—Lo lamento, pero lo tenemos todo ocupado.

Pete sonrió y repuso:

—No deseamos hospedaje. Vivimos en Shoreham.

—Querríamos telefonear —explicó Pam.

El hombre señaló una cabina telefónica que se encontraba al otro lado de la puerta. Pete dio a su hermana una moneda para la llamada, y luego se volvió al recepcionista.

—También queríamos ver al señor Baker. ¿Está en el motel?

El hombre miró a Pete con curiosidad.

—¿Es que os conoce?

—Sí —respondió Pete.

—Dame tu nombre y le telefonearé.

Mientras el hombre manipulaba en el tablero de la centralita, Pam volvió de la cabina telefónica. La niña había pedido a su madre que hablase con la señora Meade y la señora Kane.

—Mamá estaba preocupada —explicó la niña—, pero ya le he dicho que todo va bien.

En ese momento el empleado del motel se volvió a los niños, diciendo:

—Bien. El señor Baker os recibirá, ocupa la habitación 14 A.

Pete echó a andar delante de todos, por un camino de asfalto y pasó ante varias puertas y ventanas del motel, hasta llegar a la número 14 A. Se detuvo, a escuchar, y oyó voces, dentro. Por fin dio unos golpecitos en la puerta.

—¡Adelante! —contestó la voz profunda del señor Baker.

Pete abrió la puerta y los cuatro niños entraron en la habitación. Sin embargo, todos se detuvieron, atónitos, cuando vieron al hombre que se sentaba junto al señor Baker. Pam contuvo una exclamación, y se llevó una mano a la boca.

¡Aquella persona era el oriental de piel curtida, el hombrecito que habían visto en los bosques! Al principio, la niña no supo qué decir. Luego, tartamudeó, preguntando:

—¿Se… señor Baker, co… conoce usted a este hombre?

El investigador sonrió y mostró a los niños el sofá, invitándoles a que se sentasen.

—Sí —replicó, después—. Es el señor Chandar, de Borneo.

—¡Borneo! —murmuró Alex—. Es una parte de Malasia. Lo estamos estudiando en la escuela.

El señor Chandar agradeció las explicaciones con un cabeceo, pero sin sonreír.

—El señor Chandar no es lo que podáis pensar —añadió el señor Baker.

—Nosotros no sabemos qué pensar —confesó Pete—. Le hemos visto en los bosques otra vez, esta tarde.

El malasio no dijo nada, sino que miró al investigador para que contestase por él.

—Todo lo que puedo deciros es que no os preocupéis —pidió el señor Baker—. El señor Chandar y yo trabajamos juntos en el misterio del monstruo. Por cierto, ¿tenéis alguna nueva pista?

—¡Zambomba! Creo que sí —replicó Pete.

Y a continuación contó sus actividades de aquella tarde, empezando por la casa del árbol y el señor Chandar que la observaba. Cuando Pete habló del extraño avión, los dos hombres intercambiaron miradas significativas.

—¿Y tú sigues recordando el número, Pam? —preguntó el señor Baker.

Pam repitió la matrícula, de memoria, y los dos hombres sacaron lápices de sus bolsillos y anotaron.

—Esto puede llevamos a algo —dijo el señor Baker.

—¿A qué? —inquirió Pete—. Todo el mundo empieza a estar muy impaciente con este misterio, señor Baker. ¿Puede usted decimos algo de todo esto?

—Bueno… Vosotros sabéis casi tanto como yo —dijo el investigador, pensativo.

—Casi —repitió Pam—. Pero ¿cuál es su secreto, señor Baker?

—Quisiera poder decíroslo ahora mismo, pero no puedo. Aunque es verdad que existe un secreto de por medio.

—¿Cuándo nos lo dirá? —quiso saber Pete.

—Mañana por la noche. Entonces me pondré en contacto con vosotros. Entre tanto, mantened los ojos bien abiertos.

El señor Baker acompañó a los niños hasta la puerta. Entonces Pete se volvió, para decir:

—Ha sido un placer conocerle, señor Chandar. Deseo que encuentre usted lo que está buscando.

El oriental inclinó ligeramente la cabeza y los cuatro visitantes salieron. Montaron en sus bicicletas y, mientras pedaleaban hacia Shoreham, seguían pensando en las misteriosas actividades del extraño oriental.

—Me gustaría saber por qué ese señor Chandar está metido en este caso —murmuró Pete.

—¡Pienso que él puede ser el mismísimo monstruo! —afirmó Alex.

Veinte minutos más tarde despedían a Dave, que había llegado a su casa, y proseguían su camino los demás.

—Hasta la vista, Alex —dijo Pete, cuando llegaron a la entrada del jardín de los Hollister.

—¿Qué haremos ahora, Pete? —inquirió Alex.

—Hacer comprobaciones con la matrícula del avión. Podemos hacerlo mañana.

—¿Cómo?

—En el aeropuerto. Ven a vernos al salir del colegio.

—De acuerdo. Adiós.

Los pequeños de la familia ya estaban en la cama cuando Pete y Pam entraron en la salita. La señora Hollister estaba muy inquieta. Después que le contaron lo sucedido con el avión, dijo a los niños:

—Creo que este asunto debería ponerse en conocimiento de la policía. Está resultando demasiado peligroso para que lo maneje el Club de Detectives.

—Pero, mamá —protestó Pete—. Si estamos a punto de resolver el caso.

—Al menos, podremos averiguar quién es el dueño del avión —dijo Pam.

Y su hermano, muy nervioso, adujo:

—Además, el señor Baker nos va a informar del secreto mañana.

La señora Hollister miró, pensativa, a sus hijos.

—Tenéis razón. No debéis daros por vencidos ahora. Voy a ayudaros también yo.

—Ahora hablas debidamente, Elaine —dijo el señor Hollister, haciendo un guiño a su esposa.

—¡Cuánto te quiero, mamá! —exclamó Pam, echando los brazos al cuello de su madre—. Ya sabes que nunca hemos dejado un misterio sin resolver.

—Y no vais a dejar éste tampoco. Mañana os llevaré a todos al aeropuerto en la furgoneta. —La señora Hollister movió la cabeza y abrió los ojos exageradamente, diciendo—: ¡También a mí me gustaría saber quién es el dueño de ese avión!

Por suerte, Pete y Pam tenían pocos deberes que hacer aquella noche. De modo que se metieron en la cama y se levantaron más temprano para tener las lecciones bien preparadas. Aquella mañana llegaron al colegio con muchos deseos de salir para ir al aeropuerto.

Por la tarde, cuando llegaron a casa, su madre ya estaba preparada para salir.

Los cinco Hollister y Dave Meade se acomodaron en la furgoneta. Por el camino, la señora Hollister se detuvo para invitarles a unos gigantescos cucuruchos de helado que estuvieron saboreando hasta muy cerca del aeropuerto.

Después de aparcado el coche, todos entraron en el gran edificio donde los viajeros iban y venían desde las taquillas de billetes, esperando sus turnos para los respectivos vuelos.

Alex ya les estaba esperando en el mostrador de la compañía de aviación más importante. Pete preguntó por el encargado de aquel lugar. De detrás de una pared divisoria salió un hombre bajo, con impecable uniforme azul. Sobre el bolsillo izquierdo del pecho se leía: «Señor Pickett».

—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó el hombre, mirando a los visitantes.

Pete le preguntó si podía encontrar el nombre del propietario de una avioneta, sabiendo el número de matrícula de ésta.

—Claro que puedo. ¿Quieres venir conmigo?

Separándose de los demás, Pete y Pam entraron en una oficina, donde Pam repitió la matrícula del misterioso avión.

—N268AE. ¿Le parece correcta la matrícula, señor?

El hombre repuso que la «N» era distintivo de registro americano.

—Suele ir seguido de cuatro números y una letra, pero en algunos casos lleva dos letras y tres números. Desde luego, esa matrícula parece legítima.

El hombre sacó de su escritorio un gran listín y empezó a escudriñar las páginas. Por fin encontró el número mencionado por Pam.

—Aquí está la persona que buscáis —dijo el señor Pickett—. Es el reverendo Horacio Wilkie.

—¿Un cura protestante? —preguntó Pete, sorprendido.

—Sí. He oído hablar de él. Su avioneta sobrevuela todos estos alrededores.

Pete se volvió a su hermana, muy desencantado.

—¡Con esto, todo se va al agua! —murmuró.