NARIZ DE CHOCOLATE

Convencidos de haber encontrado la fotografía trucada de Joey Brill, Pete y Pam corrieron a casa con la tapa del cubo de basura. Pam se detuvo cerca del embarcadero, mientras Pete entraba en la casa a buscar su cámara fotográfica. Quedaba aún película para varias fotos.

Pete graduó el obturador a una centésima de segundo y dijo a Pam:

—Todo preparado. Cuando yo arroje la tapa por el aire, tú haces la foto.

Pete pasó la cámara a su hermana, se balanceó sobre los pies, levantó el brazo y lanzó la tapa… ¡Zas! La cámara fotográfica fue disparada.

—Creo que ha sido una buena fotografía, Pete —dijo Pam.

Pero para más seguridad, hicieron otras dos antes de que la señora Hollister les llamara para cenar.

—Es necesario que hayan salido bien —dijo Pete.

—Vamos a llevarlas a casa de Dave —propuso Pam—. Él tiene equipo para revelar.

Pete telefoneó para decir a Dave que, tan pronto como terminasen los deberes del colegio, irían a su casa a revelar la película.

—Estupendo —dijo Dave, entusiasmado—. Empezaré ahora mismo el trabajo del colegio.

Pete y Pam se fueron con los libros al piso alto, donde había silencio, y pusieron mucho interés en el trabajo, para terminar pronto. Aún no eran las nueve cuando volvieron abajo. Entonces los pequeños ya se habían acostado.

Había muy poco trecho desde su casa a la de Dave. Éste les estaba esperando en su cuarto para fotografía, en el sótano, que tenía una luz especial, muy débil, para evitar que se velasen las películas.

—¡Confío en que hayan salido! —comentó, mientras desenrollaba la película para dejarla en la bandeja del revelador.

Pete y Pam observaban atentamente, mientras Dave consultaba el reloj de su cuarto oscuro.

—Ya ha pasado el tiempo suficiente para el revelador —anunció. Tiró el líquido y lavó la película. Después vertió otro producto químico, el fijador, para completar el proceso de revelado.

—Los negativos ya están preparados —dijo Dave.

Examinó su trabajo con interés, con los Hollister atisbando por encima de su hombro. Las cuatro tomas de la tapa, de basura estaban muy claras y contrastadas. Pam soltó una risilla al ver las otras fotografías en que todos los Hollister aparecían con graciosos gorros de carnaval.

—Hagamos primero las copias de los platillos —apremió Pete.

Dave puso las tiras de celuloide en una ampliadora y, en un momento, tuvo las grandes copias de la tapa de un cubo. Todavía estaban húmedas cuando los tres subieron a mostrárselas a los padres de Dave.

—Todavía tengo por aquí la fotografía del periódico —dijo la señora Meade.

Encontró el periódico en un cajón del escritorio y en seguida pudieron hacerse las comparaciones.

—Es lo mismo. Ya lo creo —afirmó Dave, riendo—. Mira, Pete, vuestra foto está tomada incluso desde el mismo ángulo.

—¡Me imagino a los del periódico cuando vean esto! —dijo Pam.

Ella y Pete dieron las gracias a Dave y corrieron a casa con aquella importantísima prueba. De inmediato se la mostraron a sus padres.

—De modo que esos trapisondistas de Joey y Will han sido descubiertos… —comentó el señor Hollister, con una amplia sonrisa.

Pam solicitó de su madre que les diese permiso a ella y a Pete para ir por la mañana temprano al periódico.

—Puedes hacemos una nota para la maestra, ¿verdad, mamita?

—Francamente, creo que eso puede esperar hasta la tarde.

—No, mamá. Deben imprimir la verdad en el periódico de mañana para que la gente deje de estar preocupada por los seres espaciales.

—Me parece muy razonable —dijo el padre y su esposa acabó accediendo a las peticiones de Pam.

—Realmente, han habido demasiados comentarios sobre todo eso de los platillos volantes y los monstruos —dijo la señora Hollister—. Me sentiré muy contenta cuando todo este asunto esté aclarado.

Por la mañana, a la hora del desayuno, Pete y Pam hicieron prometer a Holly y Ricky que no dirían nada a nadie sobre su descubrimiento.

—Ya se publicará en el periódico —dijo Pete.

La señora Hollister escribió una nota a las maestras y los dos hermanos mayores se marcharon con el padre, que les dejó a la puerta de las oficinas del periódico. Pete y Pam fueron directamente al despacho del señor Kent.

Al verles, el editor les saludó, diciendo:

—Buenos días, niños. ¿Tenéis algún notición para mí?

—Ya lo creo —afirmó Pete.

Pam estaba tan emocionada que le temblaban las manos.

—¡Hemos fotografiado mi platillo volante! —exclamó.

—A ver, a ver… ¿Qué es esto? —preguntó el editor, mientras la niña le tendía las fotografías.

—Humm —murmuró el señor Kent, inclinándose hacia delante, en su silla giratoria, para mirar las fotografías desde todos los ángulos—. De modo que también vosotros habéis visto el platillo volante…

—Es una tapa volante, de cubo de basura. —Pete sonrió—. La hemos encontrado a la orilla del agua. Joey y Will estuvieron jugando con ella.

—¡Seré simio sin cerebro! —exclamó el señor Kent.

Se levantó y fue a buscar entre una pila de papeles que tenía sobre la mesa inmediata a la ventana. Allí encontró, al momento, la fotografía del platillo volante de Joey.

—Sí. Son la misma cosa. No cabe duda.

—¿Qué van a hacer ahora? —preguntó Pam.

—Publicar una nota, retractándonos —replicó el señor Kent, que haciendo un guiño a los Hollister, afirmó—: Esta historia va a ser aún mejor que la primera.

El editor oprimió un botón y no tardó en presentarse un periodista.

—Tengo una excelente noticia para usted. Redacte, Jack. Escuche con atención lo que Pam y Pete le digan, y deles a ellos todo el crédito de haber descubierto la falsedad de esos platillos volantes.

—¡De modo que era mentira! —exclamó, sonriendo, el joven periodista. Inmediatamente empezó a tomar notas, llenando varias hojas, y al concluir, añadió—: También las fotografías me serían muy útiles.

—Pertenecen a Dave Meade —dijo Pam—. Él las reveló.

—También mencionaremos a Dave en el artículo.

Cuando el periodista terminó, Pete y Pam se encaminaron al Centro Comercial, que estaba a punto de cerrar. Desde allí, Indy Roades les llevó en coche a la escuela.

Cuando la señorita Hanson leyó la nota de Pete, sonrió y acompañó al alumno a su asiento.

—¿Es que no sabes llegar puntual? —cuchicheó Joey, haciéndose oír por todos.

—Silencio —ordenó la maestra, prosiguiendo con la lección.

Aquella tarde, cuando terminaron las clases, algunos maestros sonreían a Joey y Will.

—Claro. Nos consideran muy importantes —dijo, muy orondo, Joey.

Pero, antes de que los camorristas se hubieran marchado del colegio, varios alumnos conocían la noticia.

—Hola, mentirosos —dijo Donna Martin.

—¿De qué hablas? —masculló Will, dando un empujón a la niña.

—Está en todos los periódicos —dijeron otros colegiales—. ¡Los Hollister han descubierto todo lo de la tapa platillo volante!

Joey y Will se pusieron más rojos que una remolacha. Salieron a toda prisa de la escuela, subieron en sus bicicletas y, sin mirar ni a derecha, ni a izquierda, se alejaron, pedaleando furiosamente.

Los Hollister se preguntaban qué sería lo que dirían los señores Brill y los Wilson. Pero fuere lo que fuese, los chicazos no se mostraron preocupados. Más tarde pasaron por delante de la casa de los Hollister, sin demostrar ninguna vergüenza por lo que habían hecho.

—Hola, «engañón» —gritó Ricky, después de asegurarse de estar a considerable distancia de Joey.

—¡Ja, ja! Hemos sabido engañaros a todos. ¡Incluso al periódico! —respondió Joey.

—¡Oye, Ricky Hollister! Me parece que estás loco —añadió Will—. ¡Mira que decir que viste platillos volantes…! Eres peor que nosotros.

Ricky no supo qué contestar. Lentamente entró en casa y habló con su madre.

—No dije ninguna mentira, mamá. Te doy mi palabra.

Y el pequeño explicó que él había visto algo sobre el lago. Aunque tuvo que confesar no estar seguro de que hubiera descendido sobre el agua o ya se encontrase flotando en ella.

—No te preocupes por eso —dijo la señora Hollister, abrazando al pequeño—. Al menos ahora ya sabes que no eran platillos volantes y que ningún hombrecillo verde va a saltar por tu ventana esta noche.

Ricky quedó muy tranquilizado y salió nuevamente a jugar.

Incluso Holly y Sue se sintieron contentas de saber que no había platillos espaciales flotando por el lago de los Pinos. Aquella noche, al acostarse, las dos pequeñas se durmieron más profundamente que nunca, y el resultado fue que, por la mañana, fueron las primeras en despertar. Holly se asomó a la ventana y vio una ligera neblina que cubría el lago. Con cariño, para no sobresaltarla, despertó a la pequeña.

—Levántate, chiquitina. Yo tengo hambre. Vamos abajo y nos prepararemos el desayuno.

Las dos niñas se pusieron la bata y las zapatillas, abrieron la puerta sin hacer ruido y bajaron de puntillas a la cocina.

Holly oyó un maullido en el sótano. Fue a abrir la puerta y por ella asomó «Morro Blanco», que empezó a desperezarse, estirando las patas una tras otra, antes de empezar a pasear, muy tiesa, por la cocina.

—¡Miauuu! —volvió a hacerse notar la gata.

—Tiene apetito, igual que nosotras —declaró Holly—. Sue, ¿te gustaría desayunar chocolate con leche?

—¡Qué rico! —replicó la pequeña.

Holly subió a una silla para poder alcanzar el bote de chocolate en polvo que estaba en el armario. Pero el bote, que no tenía la tapa bien ajustada, le resbaló de los dedos. ¡BUM!

Tropezó en la silla y la tapa salió volando. ¡Todo el chocolate cayó sobre «Morro Blanco»!

—¡Sí que la has «hacido» buena! —se lamentó la chiquitina—. Ahora la gatita ya no será nunca más «Morro Blanco».

—¿De qué estás hablando?

—Ahora será «Morro de Chocolate».

Holly buscó los utensilios precisos y barrió y limpió el polvo que cubría el suelo. Pero la pelambre de la gata seguía llena de chocolate. Las dos pequeñas decidieron sacar al animal al patio, para cepillarle. Había disminuido un poco la niebla y las dos hermanas pudieron ver su embarcadero recortándose al fondo, bajo el rocío matutino.

Cuando «Morro de Chocolate» volvió a ser «Morro Blanco», las dos hermanas se levantaron del suelo. Sue llevaba a la gata bajo el brazo, igual que si fuera un bolso. Se volvió, para entrar de nuevo en la cocina y quedó inmóvil.

—¡Holly, mira allí!

—¡Un hombre! ¡Está persiguiendo a un niño!

Por la orilla, un hombre corría furiosamente tras una silueta pequeña, que parecía de un muchacho.

—¡Eh, no le persiga! —gritó Holly.

Las dos siluetas pasaron, corriendo a través de la niebla, por el embarcadero de los Hollister y se perdieron en la distancia. Las hermanas corrieron a la orilla del lago, pero no pudieron ver a nadie.

—Han cruzado por nuestro embarcadero —comentó Holly.

Los pies del hombre habían dejado grandes huellas en el suelo. Eran huellas de calzado deportivo con suela de goma y se veían claramente bajo el sol que empezaba a brillar, muy rojo, por el este.

—Mira estas otras «hellas». No parecen de un niño —observó Sue.

Las dos niñas se echaron al suelo para examinar las extrañas huellas.

—¿Ves? No llevaba zapatos… —murmuró la pequeñita.

—¿Cómo iba a llevarlos? —dijo Holly, alarmada—. ¡Si es un monstruo! Fíjate, Sue. Ese niño tenía pies de animal.

—No me lo creo —repuso, resueltamente, Sue—. Además, tengo hambre; quiero tomar chocolate con leche.

Enlazadas de la mano volvieron las dos pequeñas a la cocina. En el bote había quedado chocolate suficiente para hacer dos humeantes tazas. Cuando acabaron su desayuno, se encargaron de dar de comer a «Morro Blanco» y llevaron al sótano una cazuela con leche, para los mininos. Hecho todo esto, jugaron con las muñecas hasta que se levantaron los mayores. Más tarde, Sue decía a la señora Hollister:

—Esta mañana hemos visto a un hombre «pirsiguendo» al monstruo, mami.

—¿Qué… qué es lo que visteis? —preguntó la madre que, de la sorpresa, a punto estuvo de dejar caer la cafetera.

—Sí, sí —asintió Holly, con grandes cabezazos—. Era un monstruo pequeñito como un niño y con pies de animal.