Al principio Sue quedó demasiado sorprendida para llorar. Pero después que su madre la levantó del suelo, estalló en sonoros llantos que retumbaron en toda la habitación, mientras por las mejillas le resbalaban gruesos lagrimones.
—Creo que está más asustada que dolorida —observó la señora Kane. Y mirando al chico que estaba en la puerta, dijo, severa—: Deberías tener más cuidado.
—¡Joey Brill! —exclamó Pam—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Quería ver la biblioteca.
—Pues para eso no tenías que atropellar a la pobre Sue —reconvino Pam.
Entretanto, las señoras miraban, sorprendidas, al poco educado Joey, que replicó de mal humor:
—No la he visto.
—¿Traes un juguete para la nueva biblioteca? —preguntó Holly.
Joey movió la cabeza negativamente y avanzó un paso para entrar en la habitación.
—No. Quiero llevarme uno prestado. ¿Tienen platillos volantes?
—Lo siento, pero la biblioteca aún no está inaugurada —contestó la señora Kane, amablemente.
Joey no supo qué decir. Se puso rojo como un pimiento morrón y apretó los labios. Sin decir una palabra más, dio media vuelta y salió corriendo de la escuela.
—De modo que éste es el chico que vio los platillos volantes —comentó la señora Kane—. Bien. Yo no estoy muy convencida.
Después de haber comido cada una un trozo de pastel, Pam y Holly salieron al patio de juego. Iban a reunirse con otras niñas que ya estaban jugando en la arena, cuando llegaron Alex, Pete y Dave Meade en sus bicicletas. Dave tenía doce años y el cabello lacio.
—Hola, Dave —saludó Pam—. ¿Ya estás bien del resfriado?
—Sí. Y me aburría mucho en casa.
—Ha ocurrido algo emocionante —anunció Pete, aproximándose a hablar con su hermana—. ¡El señor Baker me ha enviado una carta!
Del bolsillo de la camisa sacó una carta que tendió a Pam. Ella leyó lo siguiente:
«Apreciado Pete: He estado preguntándome si vuestro Club de Detectives habrá estado inspeccionando por la Montaña Mirador y por el Gran Prado. Vuestro amigo, Ed Baker».
Pam leyó la nota varias veces, antes de decir:
—Esto es muy misterioso, Pete. Y también puede ser peligroso.
—He pensado que podríamos ir los chicos mayores, Alex y yo, mañana, al salir de la iglesia —contestó el mayor de los Hollister.
La Montaña Mirador se elevaba, muy empinada, en el extremo norte del valle. Los alpinistas, a veces, usaban cuerdas para escalar los abruptos acantilados. Pete recordó que había dos senderas rocosos que conducían a lo alto, pero era precisó recorrer varios kilómetros por el pie de la montaña, antes de encontrarlos y, en verano, estaban casi ocultos por las hierbas y los matorrales.
—Buena suerte —deseó Pam—. ¿Vas a pedirle permiso a mamá?
—Sí. Ahora mismo —replicó Pete.
—Y yo también —añadió Alex.
Los tres chicos aparcaron sus bicicletas y entraron en la escuela, ansiosos por proponer a sus madres la nueva aventura.
Al principio, la señora Hollister se sintió muy poco predispuesta a dar su permiso.
—No sé qué pensar sobre el señor Baker. Si está buscando el monstruo, ¿por qué no hace él mismo las pesquisas?
—Creo que sé por qué —repuso Pete—. Si le vieran a él, todos se imaginarían lo que estaba buscando.
—Es verdad —concordó Alex—. En cambio, de nosotros nadie pensará que somos otra cosa que excursionistas.
—¿Qué harás tú, Dave? —preguntó la señora Hollister.
—Yo tengo permiso para ir.
—Bien… Yo no sé qué hacer con Alex… —dijo la señora Kane—. Es demasiado peligroso.
—¡Cangrejos y gambas, mamá! —protestó Alex—. Papá siempre está haciendo cosas peligrosas y nunca le pasa nada.
—Me hago cargo de que todos sois chicos valientes… —replicó la señora Kane que, después de unos momentos de indecisión, añadió—: Ya sabes, Alex, que mañana teníamos que ir a visitar a tu tío Arturo.
—Podéis ir sin mí. A él no le importará.
—Y tienes que limpiar el jardín y…
—Lo haré ahora. Y también haré los demás trabajos del sábado. Pero, mamá, por favor, déjame ir.
—Está bien.
La señora Kane dio permiso, después de dirigir una mirada de colaboración a la señora Hollister.
—¡Pero tenéis que prometer todos ser muy precavidos!
—¡Lo prometemos! —contestaron los chicos, todos a una.
Los tres salieron corriendo y montaron de nuevo en las bicicletas.
—Nosotros te ayudaremos, Alex —se ofreció Pete.
Alex dijo que, además del trabajo en el jardín, tenía que barrer las escaleras de la fachada y de la cocina de su casa, y fregar el suelo de la cocina.
Poniéndose los tres al trabajo, los chicos tuvieron todo terminado en dos horas. Entonces se acordó que todos se reunirían en casa de Pete, aquella tarde, para planear los detalles de la excursión.
Poco después de cenar se encontraban los amigos en el sótano de los Hollister. Se decidió que cada uno llevaría su comida y una cantimplora de agua.
—Convendrá llevar cuerdas también —opinó Pete—, para poder subir por los trechos rocosos.
En ese momento se abrió la puerta y la voz de Pam advirtió:
—¡No os olvidéis los «walkie-talkies»!
—Buena idea.
Pete fue a un armario y sacó tres aparatitos que pertenecían a él y sus hermanos. Eran pequeños transmisores de radio.
—De este modo, podremos separamos y seguir en contacto —dijo.
El domingo, al salir de la iglesia, los tres muchachitos, con las mochilas a la espalda y los «walkie-talkies» colgando del hombro, se pusieron en camino. Una hora más tarde aparcaban sus bicicletas y seguían el avance a pie, ascendiendo por la suave pendiente del valle, en dirección a la Montaña Mirador, bajo un sol cálido.
Decidieron no separarse hasta haber llegado a lo alto. Pete y Alex marchaban delante, seguidos de Dave. Cuando llegaron al pie de la ladera rocosa, Alex se abrió camino delante de todos, agarrándose a las raíces y los salientes de roca. Al poco, ató uno de los extremos de su cuerda a un árbol y dejó caer el otro por la ladera.
Dave fue el primero en sujetarse y ascender por la cuerda. Le siguió Pete. Pronto llegaron a un repecho, al que treparon con la ayuda de Alex.
—¡Buuuf! Estoy rendido —confesó Dave.
Los tres se sentaron a descansar unos minutos. Después de tomar unos tragos de agua de su cantimplora, los escaladores continuaron ascendiendo. Hasta que llegaron a la cumbre, el camino siguió siendo abrupto y rocoso.
La cima era una meseta de medio kilómetro de anchura, que por el otro extremo descendía hasta un valle. Todavía sin separarse, los tres amigos se abrieron paso entre el espeso bosque. El sol caía sobre sus espaldas y las camisas se les empapaban en sudor.
—Oye, Pete, hagamos un descanso —pidió Dave, al cabo de otra hora.
Los chicos deshebillaron las mochilas y se sentaron en una roca, enjugándose el sudor de la cara.
—Estas mochilas resultan más pesadas a cada minuto que pasa —dijo Alex, con una sonrisa, mientras secaba grandes gotas de sudor que perlaban su frente.
—Yo podría acabar con toda la comida ahora mismo —afirmó Pete. Pero al momento añadió—: Será mejor que investiguemos antes.
Los chicos se pusieron en pie. Esta vez iban a separarse varios cientos de metros, conservándose en contacto por radio con los «walkie-talkies».
—Vayamos lentamente —propuso Pete.
Él tomó el camino central, Alex desapareció por la izquierda y Dave por la derecha. Pete se llevó el micrófono a los labios:
—Alex, Dave, ¿me oís?
—Muy claro y sonoro.
—Muy bien. Adelante. Pero no demasiado de prisa. Buscad bien todo lo que pueda ser una pista.
Pete siguió adelante. No se oía otra cosa que el crujir de alguna rama bajo sus pies, el trinar de algunos pájaros y el correr de las ardillas entre los árboles.
De repente Alex dijo:
—Oye, Pete. Alguien ha estado aquí recientemente. Acabo de encontrar una rama recién cortada con cuchillo.
—Buena vista tienes, Alex. Guárdate esa prueba en la mochila. ¿Algo nuevo, Dave?
—Nada.
Todos prosiguieron su avance. Pete no veía nada desusual, pero, de repente, sonó por el «walkie-talkie» la voz de Dave, muy excitada.
—¡Chicos, he encontrado algo!
—¿Qué? —preguntó Pete.
Dave informó de que estaba viendo la entrada a una pequeña cueva, excavada en una pared rocosa.
—Está bloqueada por barras de hierro —añadió Dave—. ¿Comprendes? Igual que una cárcel.
Pete y Alex escucharon, muy interesados. Luego Pete dijo:
—Alex, ven a reunirte conmigo. Iremos a ver el descubrimiento de Dave.
Pero, antes de que Alex hubiera podido responder, volvió a sonar la voz de Dave…, ¡prorrumpiendo en un repentino grito de miedo!