UNA PRECIOSA MUÑECA

El señor Hollister abrió la puerta, preguntando:

—Pero ¿qué es lo que…?

—¡Ricky ha visto un plato volando! —anunció Sue, que no había comprendido nada, dando saltitos de entusiasmo.

El señor Hollister cogió a su hijo de la mano, le llevó a la sala y le sentó en sus rodillas.

—Vamos, Ricky. No me gusta que inventes tonterías. Dime, exactamente, qué es lo que has visto.

Todos, menos Holly, que seguía cazando ranas en el lago, se arremolinaron en torno a Ricky. El pequeño estaba sin aliento.

—Os lo explicaré… Yo estaba pescando peces rueda, y miraba como el anzuelo subía y bajaba en el agua, y entonces… ¡Estaba allí! ¡Un platillo volante muy grandote, que flotaba en el agua del lago!

—Puede que fuese sólo una tortuga —apuntó Pete.

—¡No, no era eso! —protestó el pequeño—. Era más grande que nuestra barca.

En aquel momento, los Hollister oyeron que su barca de remos chocaba en el embarcadero, Holly cruzó el césped a la carrera y entró en la casa. Se detuvo en la puerta de la sala, sorprendida al ver a todos rodeando a Ricky.

—¿A que no sabéis lo que he visto? —dijo.

—Un plato que volaba —contestó Sue—. Ricky también lo ha visto.

Holly arrugó la naricita y se retorció una trenza con la mano izquierda. De improviso alargó la mano derecha ante la cara del señor Hollister. En ella llevaba un gran renacuajo con patas y rabo.

—Éste es mi monstruo —dijo, muy orgullosa.

Todos se echaron a reír y la señora Hollister dijo:

—Este renacuajo será una rana, mañana, si lo dejas irse.

—Está bien. —Holly dio media vuelta, disponiéndose a volver al lago, pero se detuvo, indecisa, para acabar preguntando—: ¿Por qué tienes a Ricky en tus rodillas, papá? ¿Es que le vas a pegar?

El mismo Ricky repuso:

—Estaba hablando a papá del platillo volante que he visto.

—¡Bah! Estás soñando —repuso la niña, corriendo al embarcadero, donde dejó el renacuajo para que volviera al agua—. Adiós, renacuajito. Mamá dice que mañana ya serás mayor.

A pesar de que en casa nadie creyó la historia de Ricky sobre el platillo volador, todos los compañeros de clase le escucharon con interés. ¡Todos le creyeron!

Incluso el mismo Joey Brill. Ante la gran sorpresa de Ricky, el camorrista le pasó un brazo por los hombros, como si fueran viejos camaradas, y no cesó de repetir:

—Claro, claro. Lo que tú describes es, precisamente, lo que nosotros vimos.

Pete y Pam no sabían qué hacer con respecto a su hermano.

—Debe de ser una especie de… de ilusión —musitó Pam.

—Puede que le diera el sol en los ojos, o algo así —dijo Pete—. ¡Zambomba! Espero que no lleguen a enterarse de esto en el periódico y empiecen a hacer preguntas a Ricky.

Pero eso fue exactamente lo que sucedió. Lo que Ricky había contado corrió de boca en boca por todo Shoreham. El periódico salió con otros grandes titulares: OTRO MUCHACHO VE UN PLATILLO VOLANTE. ¿ES QUE EL LAGO DE LOS PINOS RESULTA UN PARAISO PARA CRIATURAS EXTRATERRESTRES?

La mayor sorpresa llegó cuando toda la familia se encontraba ante el televisor, escuchando las noticias. El locutor estuvo hablando del monstruo de Shoreham y de los platillos volantes, y dio los nombres de Joey, Will y Ricky.

—¿Habéis oído? —gritó Ricky, dando una voltereta en la alfombra de la salita.

—Eres un presumido —le respondió Pam—. Ya verás cuando se enteren de que has visto visiones…

Cuando terminó el programa, el señor Hollister tomó el periódico diciendo, con una sonrisa:

—Por lo menos el monstruo ha servido para hacer aparecer a Shoreham en el mapa.

Al día siguiente era sábado. Después del desayuno, Pam recibió la llamada telefónica de una señora que se presentó como señora Eider. Vivía en la carretera, a cosa de un kilómetro de los Hollister.

—¿No es terrible todo eso de los platillos volantes y los seres de otro mundo? —Y sin esperar el comentario de Pam, añadió—: Pero no te llamaba para eso.

La señora explicó que tenía una linda muñeca vienesa que iba a dar para ampliar la biblioteca de juguetes.

—La verdad es que soy demasiado vieja para jugar con la muñeca —prosiguió—. Aunque sí me gusta contemplar la muñeca, de vez en cuando. Pero habrá niñas que jugarán muy contentas con ella. ¿Querrás venir a buscarla, Pam?

—Sí, sí —replicó Pam—. Esta tarde, señora Eider. Y gracias.

Después de terminar los trabajos de la mañana en la casa, hicieron una deliciosa comida de bocadillos de carne asada. Después, Pam y Holly se dirigieron a casa de la señora Eider. Ésta vivía sola en una casita pequeña, que se encontraba en el centro de una gran finca, llena de árboles, próxima al lago.

Pam tocó el timbre y salió a abrir la misma señora Eider.

—Ah. Entrad, niñas —dijo, señalándoles un gran sofá de terciopelo verde que se encontraba en la sala.

Luego abrió la tapa de una mesa escritorio que estaba en el otro extremo de la sala.

—Aquí está la muñeca de que os he hablado —dijo, mostrando la muñeca más linda que Holly había visto nunca.

Tenía la cara de porcelana, pintada con delicadeza, y el pelo rubio, recogido en la coronilla, en un aristocrático moño. Su vestido era de seda amarilla y los pantalones largos, de damita antigua, estaban rematados con encajes.

Después que Holly contó el número de volantes por tercera vez, y desató y ató los cordones de los relucientes zapatitos de cuero, las dos hermanas se levantaron para marcharse.

—Muchas gracias, señora Eider —dijo Pam.

—Podéis volver cuando gustéis —dijo, sonriente, la mujer—. Y otra cosa: mucho cuidado con los merodeadores.

—¿Es que ha ocurrido algo, señora Eider?

—Pues ayer, a plena luz del día, desapareció de mi porche una docena de huevos.

Pam y Holly se miraron. ¡Otro robo inexplicable!

—Los dejó el lechero —siguió diciendo la señora Eider—, pero yo no encontré más que el estuche y unas cuantas cáscaras.

—Tendremos mucho cuidado —prometió Holly—. Y gracias, otra vez, señora Eider.

Las dos niñas salieron de la casa y anduvieron por el borde de la calle que, en aquel trecho, no tenía aceras. Pam levantó la cabeza cuando pasaban ante el patio trasero de la señora Eider y sus ojos se fijaron en la hilera de árboles del fondo de la propiedad. De pronto se detuvo en seco.

—¡Holly, mira!… ¡Mira allí!

—¡Un hombre! —exclamó la hermana menor, sin aliento.

Las dos niñas pudieron ver un rostro que atisbaba desde detrás de un árbol, en el fondo del bosque.

—¡Holly, estoy segura de que es el mismo que Pete y yo vimos en el Parque Municipal!

—Puede que él se llevase los huevos —reflexionó Holly—. ¡Dios quiera que no nos persiga!

Las dos hermanas aceleraron el paso y, medio andando, medio corriendo, llegaron pronto a su barriada, que les pareció muy segura y acogedora.

—Confiaba en que vinierais pronto —dijo la señora Hollister al verlas entrar, y explicó a sus hijas que la señora Kane había telefoneado invitando a ella y las niñas a ir a la biblioteca para tomar el té—. He dicho que estaríamos allí dentro de un rato. Vamos, hijas, que papá nos deja el coche.

Pam y Holly, imitadas por Sue, subieron al vehículo y su madre condujo a través de la ciudad, camino de la escuela Washington.

Pam mostró a su madre él camino para entrar en el edificio. A la puerta de la biblioteca les esperaba la señora Kane.

—Hola, señora Hollister —saludó la madre de Alex—. Bien venida al edificio de nuestro proyecto.

Otras dos señoras estaban ayudando, colocando los diversos juguetes en estanterías y escribiendo tarjetas de ellos para abrir un fichero. En el centro de la mesa había una tetera, tazas, platos y rebanadas de pastel.

Al ver la muñeca vienesa, la señora Kane levantó los brazos y exclamó:

—¡Qué linda! No será para la biblioteca, claro…

—Sí. Lo es —dijo Holly, sonriente.

Al enterarse de quién era la donadora de la muñeca, la señora Kane decidió:

—Escribiré una nota a la señora Eider para darle las gracias. Es una persona muy atenta. Prestaremos esta preciosidad de muñeca únicamente a las niñas que hayan demostrado saber ser cuidadosas con los juguetes.

Sue señaló un estante bajo, donde había una muñeca caminadora.

—¿Puedo jugar con ella, mamita?

—Pero, hija, si la biblioteca aún no está inaugurada.

La señora Kane se echó a reír, diciendo:

—No tiene importancia. Y la niña estará entretenida, mientras tomamos el té.

Después de dar cuerda a la muñeca, se la pasó a Sue. La niña dejó en el suelo a la muñeca, que empezó a andar.

—¡Mira, mami, quiere salir de la habitación! —palmoteó Sue, entusiasmada.

La muñeca sonreía, orgullosa, mientras cruzaba la puerta.

—¡Eh, eh, vuelve aquí! —llamó la pequeña.

Pero la puerta estaba bloqueada por un chicazo, y ¡BANG! De un empellón, Sue quedó sentada en el suelo.