Joey Brill salió en persecución de Pete, Pam y Alex, pero en seguida cambió de idea y volvió junto a su amigo Will, que estaba ya en pie, junto a su bicicleta, intentando sacudirse el agua que le empapaba.
Los Hollister y su amigo pedalearon con rapidez, evitando todos los charcos del camino. Pam era quien más curiosidad sentía respecto al desconocido visitante que les estaba esperando.
—A lo mejor tiene algo que ver con la nueva biblioteca de juguetes.
—O puede ser un periodista de algún diario —opinó Alex.
—Debemos llegar antes de que se marché —dijo Pam, acelerando la marcha.
Pero, de repente, notó presión en los pedales y se produjo un ruido metálico. Pam supo al momento lo que había sucedido. ¡Se le había roto la cadena de la bicicleta!
Se detuvo para mirar la cadena que estaba enredada en la rueda trasera.
—¡Ahora que tenemos tanta prisa! —murmuró, suspirando.
Pete y Alex dieron media vuelta y desmontaron junto a la averiada bicicleta. Pete desenredó la cadena y la guardó en la cesta que llevaba en el manillar.
—Adelantaos vosotros —dijo la niña—. Yo iré andando.
Antes de que Pete hubiera tenido tiempo de contestar, Alex se había colocado en el centro de la calzada, haciendo señas para que se detuviera un camión que llegaba hacia ellos. El conductor hizo lo que el muchachito deseaba y se asomó por la ventanilla.
—¿Te ocurre algo?
Alex explicó lo que les había sucedido y preguntó al hombre si tenía un poco de cuerda que pudiera darles. El camionero abrió un cajoncillo del vehículo y sacó un rollo de cuerda trenzada.
—Creo que esto os servirá —dijo—. Es muy dura. No se os romperá.
Alex dio las gracias al hombre y se volvió a Pam.
—¡Después de todo, lo que vamos a hacer es llevarte en vehículo gratuitamente!
El chico pasó la cuerda por el ángulo delantero de la bicicleta de Pam y ató cada extremo al ángulo posterior de las otras bicicletas, Pam volvió a montar y los dos chicos pedalearon, lentamente al principio, para que la cuerda no se rompiera.
Pam se divirtió mucho, viéndose remolcada carretera adelante. El viento hacía ondear su melena.
—Me da la impresión de que soy un carro y vosotros los caballos —dijo.
Al entrar en el camino del jardín de los Hollister, los tres pudieron ver aparcado allí un coche muy extraño.
—Me alegro de que no se haya ido todavía —dijo Pam, acelerando el paso.
—Ha sido una suerte —repuso Alex—. Pero yo no puedo quedarme. He prometido a mamá recortar la hierba del patio. Hasta la vista.
Alex volvió a pedalear y los dos hermanos Hollister entraron en la casa a toda prisa. En la sala encontraron a su madre hablando con un señor. Cuando éste se puso en pie, para saludarles, Pete y Pam quedaron maravillados de su estatura. Alex no había exagerado. Aquel hombre parecía sobrepasar los dos metros de alto. Tenía el cabello gris en las sienes y llevaba gafas de montura gruesa y oscura. Vestía pantalones color caqui, camisa deportiva y un ancho cinturón metálico, con un monograma en la hebilla.
—Hijos, os presento al señor Edward Baker. Ha venido desde Nueva York para hablar con vosotros.
—Mucho gusto, señor Baker —dijo Pam.
Pete alargó una mano, que al momento se perdió dentro de la palma gigantesca del señor Baker, que sonrió a los niños y volvió a sentarse.
—De modo que éstos son sus detectives, señora.
—Sí —dijo la madre de los Hollister—. Dedican mucho tiempo a resolver el misterio del monstruo.
—¡El monstruo! —exclamó Pete—. ¿Por eso ha venido usted, señor Baker?
El hombre sonrió.
—Bien… Puede decirse que yo también soy investigador. Pero no deseo que me atormentéis con preguntas. No puedo decir nada sobre mi trabajo. Tan sólo puedo informaros de que se me ha asignado la tarea de buscar vuestro monstruo.
—¡Zambomba! Este caso está resultando cada vez más importante.
—Cierto —asintió el visitante—. Y el Club de Detectives puede resultarme de gran ayuda.
El señor Baker escuchó atentamente, mientras Pete y Pam le contaban cuanto sabían.
—El hacer el molde de esas huellas ha sido un detalle muy sensato —alabó el señor Baker—. Es avanzar un gran paso en el camino para encontrar al monstruo. ¿Sabéis de algún otro detalle misterioso que haya estado ocurriendo por aquí?
Los dos hermanos quedaron pensativos unos momentos y, al fin, Pam dijo:
—La casa de Joey se incendió, pero eso no es ningún misterio. Y alguien se comió las natillas que la señora Kane puso a enfriar en el porche.
—¿Qué es lo que has dicho sobre unas natillas?
—Pues… No creo que tenga mucha importancia —replicó Pam—. Algún niño goloso se debió de comer toda la fuente de natillas con los dedos.
El señor Baker sacó del bolsillo un cuaderno de notas y escribió algo en él. Pete, sonriendo, preguntó:
—¿Son una pista importante las natillas de la señora Kane?
—Tal vez sí, tal vez no —dijo el investigador, poniéndose en pie.
—¿No se queda a cenar con nosotros? —ofreció la señora Hollister—. Me gustaría que conociese a mi marido.
—Tal vez en otra ocasión —contestó el visitante, que se volvió a los niños, y añadió—: Bien. Creo que tengo toda la información: la cara en la ventana del sótano, las huellas en el bosque, los sonidos entre la maleza y el hombrecito minúsculo que habéis visto.
—Y no se olvide usted de las natillas —dijo Pam, riendo.
—No, no. Ya lo he apuntado en el cuaderno —contestó el señor Baker, sonriendo, también—. Me hospedo en el Motel Vistalago, donde estaré unos cuantos días. Os agradeceré que os pongáis en contacto conmigo, si averiguáis algo más.
—Precisamente cuando pasamos delante de ese motel, hace un rato, fue cuando a Pam se le rompió la cadena de la bicicleta —comentó Pete.
—Dejadme ver esa cadena —pidió el señor Baker.
Salió de la casa con los dos hermanos y Pete le mostró la parte rota.
—Yo os la arreglaré —se ofreció el simpático gigante—. ¿Dónde tenéis las herramientas?
—En el garaje —contestó Pete.
Cuando se aproximaron al banco de carpintero, el señor Baker se asombró de encontrar allí al burro «Domingo».
—Lo trajimos del Oeste, hace ya algún tiempo —explicó Pete—. Es un burro muy simpático.
—Celebro que os gusten los animales —dijo el investigador, acariciando a «Domingo», antes de empezar a seleccionar las herramientas.
Pam llevó su bicicleta al garaje y el señor Baker la reparó en un santiamén. Luego estrechó la mano a los dos niños, se metió en su coche y desapareció.
Cuando sus hijos entraron en casa, la señora Hollister comentó:
—El señor Baker me parece casi tan misterioso como el monstruo.
—¿Te ha dicho a ti para quién trabaja? —preguntó Pam.
—No. No me lo ha dicho.
—De todos modos, yo confío en él —declaró Pam—. Le gustan los animales.
Cuando Pete y Pam estaban terminando los deberes, aquella noche, sonó el teléfono. El que llamaba era Joey Brill.
—¿Qué quieres, Joey? —preguntó Pete.
—Tenía noticias que daros, pero vosotros no os detuvisteis a escucharme —dijo el chicazo, en tono de persona importante.
—Bueno. Dámelas ahora —contestó Pete.
—No. No lo haré —repuso Joey—. Os habéis perdido algo importante. Tendréis que esperar para enteraros.
A pesar de sí mismo, Pete sintió gran curiosidad.
—¿Tiene algo que ver con el monstruo?
—De modo que ahora querrías saberlo, ¿eh? —se burló Joey—. Ya os enteraréis de todo mañana, por el periódico.
Y sin decir más, el camorrista colgó.
Cuando Pete se lo contó a Pam, ella se encogió de hombros.
—Seguramente estaba fanfarroneando —dijo la niña.
—No sé, no sé. Puede que haya averiguado algo muy importante.
A la mañana siguiente, en la escuela, ni Joey ni Will Wilson dirigieron la palabra a Pete. No hacían más que mirarle y reír, en silencio, cada vez que podían.
«¿Qué será lo que traman?», se preguntaba Pete.
Pero hasta después de comer no se enteró de la verdad. Al volver a la clase vio un grupo de alumnos que rodeaban a los camorristas. Hasta la maestra sonreía a los chicazos.
—¿Estáis seguros de que fue eso lo que visteis? —les preguntó la señorita Hanson.
Joey había atraído la atención de todos y Pete nunca le había visto tan complacido.
—Desde luego. Todo es verdad —dijo, gravemente—. ¿Eh, Will?
Will levantó una mano, como si estuviera prestando juramento.
—Y eso demuestra que, en resumidas cuentas, nosotros somos más listos que los Hollister —afirmó.
Pete no sabía qué hacer. Sintiéndose un poco apurado, se acercó a los chicos y dijo:
—¿Podéis explicarme a qué viene esto?
—Pero ¿es que no te has enterado? —dijo la señorita Hanson, ofreciendo a Pete un periódico.
Al leer los titulares, Pete notó un gran aturdimiento. En grandes letras se informaba: PLATILLOS VOLANTES. DAN LA INFORMACIÓN UNOS MUCHACHOS DE SHOREHAM. Y en letra más pequeña se añadía: «Se comenta que el monstruo de Shoreham pueda ser una criatura espacial».
Pete estaba atónito. Leyó la información y contempló largo rato una gran fotografía que mostraba un objeto borroso por encima del Lago de los Pinos. Con la cámara de Joey, éste y su amigo Will habían tenido la serenidad necesaria para tomar la fotografía de tan extraño fenómeno.
Joey estaba dando explicaciones a los compañeros, que le escuchaban entre murmullos de admiración.
—Vimos esa cosa aterrizando en la orilla del lago. Algo salió fuera, arrastrándose.
—Sí —añadió Will—. Luego hubo un relámpago cegador y desapareció.
—No existen platillos volantes —declaró Pete.
Todos sus compañeros se rieron de él. Y hasta la maestra dijo:
—No puedes estar seguro de eso, Pete.
Sonó el timbre entonces y todos los estudiantes ocuparon sus puestos. Al pasar junto a Pete, Joey dijo, en voz alta:
—¡No querría entrar en vuestro birrioso club de detectives, ni aunque me hicierais miembro honorario!
Pete estaba indignado. «¿Por qué se creerán todos esa mentira?», se preguntó.
A la hora de salir de la escuela todos estaban enterados de la gran hazaña de Joey y Will, y cuando el señor Hollister llegó del Centro Comercial, a la hora de cenar, estuvo hablando del extraño suceso con su esposa y los niños.
—La mitad de Shoreham cree esa historia —dijo, sacudiendo la cabeza.
—¿Puede tratarse de una fotografía trucada? —preguntó la señora Hollister.
—No creo que el periódico hiciera una cosa así —repuso su marido—. Son gente honrada.
—A lo mejor lo han hecho Joey y Will —declaró Ricky, arqueando las cejas.
Después de la cena, los niños salieron a jugar a la orilla del lago. Holly se instaló en la barca de remos y remó entre las algas, buscando ranas. Ricky se sentó en el embarcadero, con la caña de pescar, esperando que algún pez picara. Hubo un pez rueda que estuvo mordiendo el hilo, haciendo subir y bajar la caña, pero no llegó a acercarse al anzuelo.
Ricky se concentró en la pesca, esperando tener suerte, pero al cabo de un rato levantó la cabeza. Al instante ahogó un grito de sorpresa. Dejando caer la caña, corrió a la casa.
—¡Lo he visto! —gritó, subiendo a grandes saltos las escaleras—. ¡Papá, lo he visto! ¡Un platillo volador!