EL HOMBRE MISTERIO

—¡No! —exclamó Pam, asustada—. ¡Dios quiera que no sea en casa!

—¡Escarabajos! —gritó Ricky—. ¡Vamos en seguida!

Salieron, corriendo, del cuartelillo de bomberos, pero entonces se acordaron de que tenían las bicicletas en casa de Alex.

—¡Vamos al Centro Comercial! —decidió Pete—. A lo mejor Indy puede llevamos a casa.

El señor Hollister y su empleado acababan de salir a la puerta de la tienda cuando los niños llegaron.

—¡Debe de haber un incendio! —dijo Indy, contemplando los coches de bomberos, que se alejaban.

—Y es en nuestro barrio —anunció Pete—. Lo ha dicho Alex. Papá, ¿no podría Indy llevamos a casa?

—De acuerdo. La camioneta está en la parte trasera. ¡Subid a ella!

Pam llevaba a Sue de la mano, cuando los cinco hermanos corrieron a instalarse en el vehículo. Indy volvió la cabeza para asegurarse de que todos estaban bien sentados, antes de ponerse en marcha a toda prisa, detrás de las sirenas.

Sólo unos momentos tardó la camioneta del Centro Comercial en llegar a la zona residencial de la ciudad, próxima al lago. Las sirenas se oían cada vez más apagadas. Indy, siguiendo el mismo camino que los bomberos, embocó la calle en donde vivía Joey.

Todos abrieron los ojos con asombro ante lo que estaban viendo.

—¡Mirad! —exclamó Holly, estremecida—. ¡La casa de Joey está incendiada!

Salía humo por una de las ventanas del piso alto de los Brill. Los coches de bomberos se detuvieron en seco. Tres uniformados bomberos corrieron a una cercana boca de riego, arrastrando una manguera. Otros dos entraron en la casa, llevando al hombro extintores de espuma.

¡Pero lo más sorprendente era ver a los mismos Brill! En el primer peldaño estaba el señor Brill, con Joey echado en sus rodillas, y estaba dando al hijo una soberbia azotaina. Al lado se encontraba la señora Brill, dando una reprimenda a su travieso hijo.

—¡Canastos! Se lo tiene merecido —declaró Ricky.

—Vamos a averiguar qué ha pasado —dijo Pete.

Los niños corrieron a unirse al grupo de curiosos que se agolpaba ante la casa. Entre ellos estaba Ann Hunter.

—Joey encendió un petardo en su habitación. Iba a arrojarlo por la ventana, pero se enredó en las cortinas —explicó Ann.

Un bombero ordenó que todo el mundo se retirase, mientras otro levantaba una manguera y arrojaba agua a la ventana, desde fuera.

Pronto tronó la voz del capitán Kane, diciendo:

—Muy bien. Ahora en marcha. El incendio está sofocado.

—Vámonos —apremió Indy—. No hay nada más que ver.

—Yo quiero ver si siguen dando azotes a Joey —dijo Ricky.

—Vamos, vamos —protestó Pam, cogiendo a su hermano de la mano—. Joey ya tiene bastantes complicaciones, sin necesidad de ver que nos reiríamos de él.

Indy llevó a todos a casa de Alex, para recoger las bicicletas y dejar allí al hijo de los Kane, antes de conducir a los Hollister a su casa, a orillas del Lago de los Pinos.

Aquella noche, durante la cena, todo el mundo habló del incendio, hasta que Pete sacó a relucir la conversación sobre el monstruo, diciendo:

—Vayamos mañana al Parque Municipal. A lo mejor podemos encontrar algunas pistas, para añadir a las huellas.

Antes de que los niños se hubieran acostado, empezó a llover.

—Ya podemos quedamos en casa —dijo Pam, desencantada—. La lluvia borrará todas las pistas.

—Pero puede hacer pistas nuevas —apuntó Holly, mientras se arrellanaba en la cama.

—«Probecito» monstruo —se compadeció Sue, bostezando—. Solito por la noche y mojándose…

El día siguiente amaneció brillante y despejado. En la escuela Pete se encontró con que Dave seguía enfermo con el resfriado.

—Es una pena —comentó con Pam, mientras caminaban hacia su casa—. No podrá ayudamos en la búsqueda de hoy.

—A lo mejor puede acompañarnos Alex —sugirió Pam.

Pero Alex tenía cosas que hacer y no pudo reunirse con ellos. De modo que Pete y Pam marcharon solos camino del parque. Pedalearon por la carretera durante largo rato. Luego se desviaron, tomando un sendero.

—Está muy fangoso —observó Pete—. Será mejor dejar aquí las bicicletas.

Desmontaron y arrastraron las bicicletas lejos del camino, hasta dejarlas bajo un árbol.

—Iremos atajando por los pinares, hasta el lugar en donde tomamos las huellas —propuso Pam—. No está lejos.

Situándose en dirección paralela al camino, los dos hermanos empezaron a avanzar entre la densa arboleda. Todo estaba sombrío. Sólo unos débiles rayos de claridad se filtraban entre el follaje. Las hojas y el suelo conservaban humedad, después de la fuerte lluvia.

Pete y Pam inspeccionaban atentamente el terreno, según avanzaban, pero no descubrieron la menor pista del monstruo. De repente Pete se detuvo, como helado. Hizo señas a su hermana y giró sobre sus talones.

—Me ha parecido oír algo —cuchicheó.

Los dos hermanos contuvieron la respiración y atisbaron entre el follaje. Una ardilla pasó, corriendo, junto a un árbol. Aparte de eso, seguía reinando el silencio. Pete se encogió de hombros, diciendo:

—He debido de equivocarme.

Sigilosos, los dos hermanos siguieron avanzando, abriéndose paso entre las ramas caídas.

¡Otra vez un ruido! Esta vez fue un suave crujido. Pam no pudo contener un gritito.

Atisbando por encima de unos arbustos…, ¡había un hombre pequeño y flaco! Tenía los ojos oblicuos y el cabello negro y brillante.

Fue el hombre el primero en hablar, con una voz cantarina:

—¿Puedo preguntaros qué buscáis?

Pete y Pam le miraron, sin hablar. Cuando el desconocido salió de detrás de las matas, pudieron ver que era muy bajo, y delgado y llevaba un traje de verano.

—No tengáis miedo —dijo él extraño hombrecillo, sonriendo—. ¿Estáis buscando al monstruo?

—¿Qui… quién es usted? —tartamudeó Pete.

Pero, antes de que el otro hubiera tenido tiempo de contestar, un penetrante silbido surcó el aire.

—¡Eh, Pete! —llamó la voz de Alex.

Los Hollister dieron media vuelta y se encontraron ante su amigo, que corría hacia ellos.

—Como he terminado pronto, pensé que…

Pete hizo una seña a Alex, cuchicheando, al mismo tiempo, con voz ronca:

—¡Mi… mira a ese hombre!

Y señaló el lugar en donde había estado el desconocido. Pero ¡el hombrecito se había marchado!

—¿Un hombre? —preguntó Alex—. Estás soñando.

—No, no —intervino Pam—. Es cierto. Había un hombre pequeñito, con un traje de verano, de color marrón.

—Sí, claro. Medía medio palmo y tenía orejas puntiagudas.

Pete no hizo el menor caso de la burla y tomó a su hermana del brazo, diciendo:

—¡Vamos! Tiene que estar en alguna parte.

Mientras los dos hermanos miraban tras los árboles y matorrales, Alex comprendió que los Hollister hablaban en serio.

—¿Quién era? —preguntó, con extrañeza.

Pete se encogió de hombros, contestando:

—No tengo ni idea. Nos ha dado un buen susto, saliéndonos, de repente, al paso.

—¿Crees que era el monstruo?

—Es difícil. —Pete sonrió—. Pero sí puede ser él quien finja que existe un monstruo.

—De momento, nosotros le llamaremos el hombre Misterioso —decidió Pam.

—Entonces, ya tenemos dos. Hay otro en vuestra casa, que está esperándoos —informó Alex—. Nunca he visto un hombre tan alto. ¡Lo menos mide dos metros!

—¿Qué será lo que quiere? —murmuró Pam.

—No hay más que un modo de saberlo. ¡Vamos en seguida! —repuso Pete.

Los tres corrieron a buscar sus bicicletas y pedalearon briosamente, camino de casa. De repente vieron a Joey y a Will que, montados en bicicleta, daban vueltas lentamente, alrededor de un gran charco, en el centro de la calzada.

—Vaya. ¡Eso es lo que nos faltaba! —se lamentó Pam.

—Mira quiénes vienen —dijo Joey, burlón.

—¡Qué prisa tienen! —replicó Will—. ¿Adónde vais?

—A ti no te importa. ¡Quítate del paso! —ordenó Alex.

Will atravesó su bicicleta y se colocó a horcajadas en ella, con los pies en el suelo, para mantener bien el equilibrio. Joey se situó detrás de su amigo.

—¡Deteneos! —gritó.

Pete tomó una decisión rápida.

—¡Adelante en línea recta! —ordenó.

Pam y Alex pedalearon tras él, chapoteando eh el agua las ruedas de sus bicicletas.

Los dos camorristas prorrumpieron en protestas cuando se vieron salpicados de barro.

—¡Me las pagaréis! —vociferó Will.

Y, tras acomodarse en su bicicleta, hizo un rápido viraje alrededor del charco. Pero las ruedas resbalaron en el terreno húmedo.

—¡AAYYY! —gritó.

¡Cayó de lado y fue a parar a las fangosas aguas!