TOMANDO HUELLAS

Las dos niñas corrieron tras Will Wilson. Pam estaba a punto de alcanzar a Will, cuando éste giró en una esquina en donde tenía su bicicleta.

—¡Espera, chico malo! —gritó Pam.

Pero Will empezó a pedalear, sin soltar la caja que había colocado bajo su brazo izquierdo. Al principio, Pam estuvo tan cerca de él que por muy poco no pudo agarrarle por la camisa.

—¡No dejaremos que esto le salga bien! —declaró Ann, indignada.

—¡Claro que no!

—Como sabemos donde vive, iremos a decírselo a su madre —decidió Ann.

Las niñas recorrieron a toda prisa la parte baja de la ciudad. Pasada la zona de tiendas, se encontraron en un barrio de casitas pequeñas y calles bordeadas de árboles. Aunque los jardincitos de la parte posterior eran pequeños, estaban bien cuidados y algunos tenían muchísimas flores.

—Vive ahí —dijo Pam, señalando la casa de los Wilson.

Corrieron allí, se acercaron a la puerta principal y Pam tocó el timbre. Se oyó el zumbador resonando en la cocina. Al poco rato salió a abrir una señora bajita que miró a las dos niñas por encima de la montura de sus gafas.

—¿Es usted la señora Wilson? —preguntó Pam, educada como siempre.

—Sí. Pero hoy no quiero pastelillos de las Niñas Exploradoras.

Con una sonrisa, Pam contestó:

—Nosotras no vendemos nada. Sólo queremos nuestro helicóptero.

—¡Vaya por Dios! ¿Qué ha pasado? ¿Se os ha perdido, mientras lo hacíais volar?

—No. Will nos lo quitó —informó Ann, sin poder contenerse—. Era para la biblioteca de la Escuela Washington.

—¿Dónde está Will? ¿No ha vuelto a casa? —preguntó Pam.

La señora Wilson empezó a mostrarse molesta.

—No sé qué es lo que queréis y tengo una carga de ropa en la lavadora. ¿Queréis volver más tarde?

—Perdone, señora Wilson, pero tenemos que encontrar a Will —insistió Ann.

—¡Ay, Señor! —se lamentó la señora, suspirando—. Will se mete en muchos más conflictos desde que juega con ese Joey. —La señora Will se echó hacia atrás unos mechones de cabello que le caían sobre la frente y, mirando a Pam, dijo—: Will ha pasado por delante de casa hace unos minutos. Iba en dirección a casa de los Brill.

—¿Llevaba una caja en la mano?

La señora asintió.

—Si es la vuestra, decidle a Will que yo he dicho que os la devuelva.

Las niñas dieron las gracias a la señora Wilson y se marcharon inmediatamente.

La casa de Joey estaba al otro lado de la calle. Aún no habían llegado las niñas a la puerta, cuando un muchacho se aproximó a ellas, y les preguntó:

—¿Buscáis a Joey Brill?

—Sí —repuso Pam—. ¿Le has visto?

—Él y Will han salido en bicicleta en dirección al Parque Municipal. Me han invitado a acompañarles para ver volar su helicóptero nuevo en el Gran Prado.

—Gracias —dijo Pam.

Las dos niñas se dirigieron inmediatamente a casa de los Hollister. Ann, muy preocupada, comentó:

—¡Dios quiera que no rompan ese juguete tan bonito! Hay que avisar a tu hermano.

Pete y Alex, entre tanto, habían acabado de hacer los encargos. Al enterarse de lo que había pasado, Pete dijo:

—¡Qué jugarreta nos ha gastado Will! Vamos. Hay que ir al Parque Municipal. Las niñas se quedarán en casa. Nosotros arreglaremos el asunto.

Al cabo de media hora de pedalear sin descanso, cruzaron las arcadas de piedra del Parque Municipal, uno de los lugares favoritos de los habitantes de Shoreham y de los residentes en varias millas a la redonda. A los Hollister les encantaba aquel lugar para ir a merendar y muchas veces iban a comer allí, en las zonas en que podía encenderse fuego y prepararse bocadillos calientes.

Por la carretera se llegaba a una extensión muy llana. A ambos lados se veían cuestas suaves, cubiertas de pinos. La parte central se conocía por el nombre del Gran Prado. A distancia, en el centro del prado, Pete vio dos bicicletas, tumbadas en la hierba. Cerca de ellas se encontraban Will y Joey, jugando con el helicóptero.

—¡Hay que acudir allá en seguida! —dijo Alex, inclinándose sobre el manillar, con la intención de acelerar la marcha.

—¡No! ¡Espera! Si nos ven acercamos desde lejos, tendrán tiempo de escapar —contestó Pete, añadiendo que le parecía lo mejor dejar sus bicicletas entre los árboles y aproximarse sin dejarse ver.

Alex estuvo de acuerdo. Los dos amigos desmontaron y escondieron sus bicicletas entre unos abetos. De repente, oyeron un chasquido. ¡Algo ocurría entre los matorrales, a diez metros de los dos amigos!

—Eh, eh —cuchicheó Pete—. ¿Qué es eso? ¿Un ciervo?

Los dos chicos avanzaron en la dirección del sonido. No encontraron nada entre el denso follaje y, sin embargo, continuaron oyendo el extraño ruido, acompañado por lo que parecían pisadas de animal.

—No nos alejemos demasiado de las bicicletas —aconsejó Alex—. ¡No sea que no encontremos el camino de regreso!

Se detuvieron y miraron a su alrededor. Todos los rumores habían cesado y no había el menor signo de animales por allí.

—Vamos, Pete. Tenemos que conseguir que nos devuelvan el helicóptero —dijo Alex.

Los dos amigos dieron media vuelta y penetraron en una estrecha cañada. El suelo estaba resbaladizo y cubierto de musgo por las lluvias que habían caído poco antes. De repente, Pete gritó:

—¡Alex! ¡Mira esto!

En la tierra húmeda se veían varias huellas impresas.

—¡Chico! ¡Un monstruo con pies de tres dedos! —jadeó Alex.

—Y mira este otro. ¡Parecen dedos pequeños! Y están muy separados de los otros tres.

—¡Nadie que no lo vea podrá creer esto! —reflexionó Alex.

—Tenemos que sacar un molde de estas huellas —decidió Pete—. Alex, ¿recuerdas la cabina telefónica que hemos visto a la entrada del parque?

El otro asintió.

—Ve allí y telefonea a mi casa, mientras yo hago guardia aquí.

—Pero ¿qué hacemos con Joey y Will?

—Ahora no son tan importantes como esas huellas. Date cuenta de que, como detectives, debemos reunir las evidencias. ¡Estamos sobre la pista del monstruo!

—¿Con quién quieres que hable por teléfono?

—Con Pam. Dile que traiga un poco de laca, un bote de café, con cemento y medio litro de agua. Ella sabe dónde está el cemento.

Los niños Hollister habían aprendido a tomar la impresión de una huella. Todo estaba ahora silencioso y el sol estaba muy bajo en el cielo. Pete tenía la esperanza de que su hermana llegase al parque antes de que hubiera oscurecido demasiado en aquel trecho de pinar.

Con gran sorpresa, vio que Alex y Pam aparecían mucho antes de lo que él había esperado.

—Me ha traído mamá, en la furgoneta —explicó Pam—. Y está esperándonos en la entrada. ¿De verdad has encontrado las huellas del monstruo, Pete?

—Pueden ser éstas —contestó su hermano, mientras empezaba a hacer preparativos para tomar las huellas.

Alex estuvo observando, mientras Pete rociaba con laca la huella y la dejaba secar unos momentos. Entre tanto mezcló el cemento y el agua, hasta obtener una masa espesa. Luego vertió aquella mezcla en las huellas.

—Ahora ya está —dijo—. Sólo tenemos que dejarlo secar.

—¿Y Joey y Will? —preguntó Pam.

—Veremos si todavía están en el prado —replicó Alex, y se alejó, para ir a comprobarlo. Volvió a los pocos minutos, anunciando—: ¡Ya se han ido!

—No os preocupéis; conseguiremos que nos devuelvan el helicóptero —afirmó el mayor de los Hollister.

Entonces el cemento ya se había secado lo bastante y Pete lo levantó de la huella.

—¡Zambomba! ¡Qué bien ha quedado! Me gustaría saber cómo es este monstruo.

Todos corrieron hasta la furgoneta, colocaron sus bicicletas en la parte posterior del vehículo y éste se puso en marcha. La señora Hollister condujo primero hasta la casa de los Kane, para dejar allí a Alex.

—Hasta la vista —dijo el muchachito—. Y gracias por traerme hasta aquí. ¿Vendrán algún día a casa de visita?

—¿Qué te parece mañana? —preguntó Pete—. Después que llevemos esta impresión al oficial Cal.

Alex asintió, alegremente, y corrió al interior de su casa.

Los Hollister estaban tan emocionados por haber encontrado aquellas huellas que, al día siguiente, casi no lograron concentrarse en el trabajo de la escuela. Después de las clases, acudieron a toda prisa a casa para tomar las bicicletas e ir a las oficinas de la policía a ver al oficial Cal.

—Ha sido un gran trabajo, Pete —dijo el policía—. ¿Sabéis una cosa? El capitán entiende mucho sobre huellas de animales. Ha estudiado, mucha zoología. Le pediré que eche un vistazo a esto.

Los niños esperaron a que volviese Cal de una oficina interior.

—El capitán ha quedado atónito —dijo el oficial, reapareciendo—. Opina que esa pezuña con tres divisiones puede pertenecer a un hipopótamo. Pero ¿quién ha oído alguna vez decir que haya un hipopótamo en el Parque Municipal? Y de existir, tendría que ser liliputiense.

Cal pidió a Pete que dejase aquellas huellas en él departamento para que sirviesen de ayuda en los trabajos de investigación.

—Claro. Con mucho gusto —dijo el muchacho—. Para eso está el Club de Detectives de Shoreham, oficial Cal.

Luego habló al policía sobre el helicóptero de juguete.

—¿Y dices que Will Wilson todavía lo tiene?

—Sí —dijo Pam—. ¿No podría usted obligarle a que lo devolviera?

—Desde luego. Vosotros id en vuestras bicicletas a casa de Will y yo me reuniré allí con vosotros.

Cuando los Hollister detuvieron sus bicicletas ante la casa de los Wilson, llegó Cal en su coche oficial. Sin entretenerse, subió las escaleras y tocó el timbre. Los demás subieron tras él. El mismo Will salió a abrir, en compañía de Joey, que juntó las cejas y se estremeció, sorprendido.

—Bien, Will —dijo Cal, muy grave y severo—. ¿Dónde está el helicóptero que quitaste a Ann Hunter?

—De… dentro —tartamudeó Will.

El chico corrió al interior de la casa, para volver en seguida con el juguete metido en su caja.

—Sólo lo tomamos prestado —dijo Joey, saliendo en defensa de su amigo—. Ahora mismo pensábamos ir a devolverlo.

El policía cogió la caja y dio media vuelta, pero aún giró una vez la cabeza para preguntar, por encima del hombro:

—Joey, ¿has hecho tú esas huellas de animal en el Parque Municipal?

Los ojos del camorrista se iluminaron con un brillo maligno.

—Tal vez sí, tal vez no —contestó, desafiante, aunque se apresuró a entrar en la casa.

—No creo que él tenga nada que ver con eso —dijo Pete, mientras bajaban las escaleras.

—No estés tan seguro —terció Ricky.

Después de dar las gracias a Cal, los niños recorrieron calles y más calles, hasta llegar al barrio donde se encontraba la escuela Washington. En el patio encontraron a Alex.

—Hola —saludó el muchacho, acudiendo a su encuentro—. Acompañadme, que os enseñaré mi casa. Me alegro de que hayáis venido.

Los niños caminaron calle abajo, hasta detenerse ante la casa de los Kane.

—Vayamos por la parte posterior —dijo Alex, abriendo la marcha a través de un caminillo de césped, bordeado por dos arriates de plantas. En uno crecían flores y en el otro una hilera de lechugas, otra de tomates y otra de brotes verdes.

—Éstas son las estupendas judías de Kentucky plantadas por papá —explicó Alex—. ¡Chico, cómo han crecido!

En aquel momento salió al porche la señora Kane que miró severamente a su hijo, preguntando:

—Alex, ¿te has comido tú las natillas? Si lo has hecho, por lo menos podías haber empleado una cuchara.