—Celebramos una reunión especial de nuestro club de detectives —estaba diciendo Pete Hollister—. Por favor, un poco de orden.
Pete, de doce años y con el cabello alborotado, esperó a que todos los miembros del club estuvieran sentados en los bancos del sótano de la casa perteneciente a la familia Hollister.
—Muy bien —volvió a decir el muchachito—. Todos habéis oído hablar del monstruo de Shoreham. Nosotros vamos a resolver el misterio. Ann Hunter, ¿quieres pasar lista?
La secretaria del club se puso en pie y empezó a leer los nombres que tenía anotados en un cuaderno.
—Pam Hollister.
—Presente —contestó la esbelta Pam, de diez años.
—Ya veo que habéis acudido todos los Hollister —comentó Ann—. Ricky, Holly y Sue…
Estos tres pequeños se sentaban por orden de edades y estaturas: Ricky, de siete años, Holly de seis y Sue, de cuatro. El rubio Ricky arrugó su nariz pecosa. Holly se retorció una de las trencitas y cosquilleó a Sue, que encogió los hombros y estalló en risitas.
La siguiente en contestar fue Donna Martin, de siete años. En las mejillas se le formaban dos graciosos hoyuelos, cada vez que hablaba o reía. Después contestó Dave Meade, el mejor amigo de Pete, y por último, Jeff Hunter.
—Bien. Estamos todos. Gracias, Ann —dijo Pete.
Los pequeños se daban pescozones y reían. Pete miró por la ventana, notando que iba oscureciendo rápidamente, y volvió a pedir orden.
—Ya es muy tarde, de modo que hay que ponerse en seguida al trabajo. Además del misterio del monstruo, tenemos la nueva biblioteca de juguetes de la escuela Washington. Ya sabéis.
—¿Qué es eso? —preguntó Dave Meade, el muchachito de la estatura de Pete.
—Pam nos lo explicará —contestó Pete.
Pam Hollister se puso en pie, sonriendo.
—Es algo muy bonito —dijo, y explicó a continuación los planes de la escuela superior que se encontraba al otro extremo de la ciudad—. Tienen una especie de biblioteca especial. En lugar de pedir libros prestados, los niños podrán llevarse juguetes prestados. Y opino que el Club de Detectives de Shoreham podría ayudar a encontrar juguetes para la biblioteca.
—¡Canastos! ¿No tienen juguetes todos los niños? —preguntó, atónito, Ricky.
—Algunos, no —replicó su hermana—. Hay padres que no tienen bastante dinero para comprar juguetes a sus hijos.
Y Dave Meade, muy sensato, añadió:
—Eso es verdad. Nosotros tenemos mucha suerte. Y debemos ayudar a los demás.
—Pero ¿de dónde sacaremos los juguetes? —preguntó Jeff Hunter, que tenía ocho años y el cabello muy negro.
—Pidiéndolos a la gente —fue la resuelta respuesta de su hermana Ann.
—Claro que sí —asintió Pete—. Estoy seguro de que papá nos dará algunos de su tienda.
El señor Hollister tenía, en la zona comercial de Shoreham, una tienda de ferretería y artículos deportivos, en la que se incluía, también, una sección de juguetes.
—Hay que votar —propuso Donna Martin, haciendo un ademán, que fue imitado por Pam, para indicar que aceptaba la idea.
—Todos los que estén a favor de la idea, que levanten la mano derecha —pidió.
Todas las manos se elevaron y en ese mismo momento un grito estridente hizo estremecer el sótano. Todos se volvieron a mirar a Holly Hollister que estaba en pie, con la cara muy pálida y estremecida, y señalaba la ventana del sótano.
—¡Lo he visto! ¡He visto al monstruo! —gritó sin aliento.
—¿Cómo? —preguntó Pete, mirando muy extrañado a su hermana.
—¡No ha hecho más que aparecer y marcharse! —aseguró Holly que seguía temblando.
—Cálmate —le aconsejó su hermano, que en seguida se acercó a la ventana. Pero no pudo ver otra cosa más que el cielo gris, ni oír nada que no fuera el canto de los grillos.
Pam pasó un brazo por los hombros de su hermanita y preguntó:
—¿Estás segura de que no era «Zip» eso que has visto por la ventana?
En aquel momento, «Zip», el hermoso perro pastor de los Hollister, bajaba las escaleras del sótano.
—No era «Zip» —aseguró Ricky—, porque ha estado dentro de casa, arriba, todo el tiempo.
Como Holly insistía en que había visto la cara del monstruo de Shoreham, Pete subió corriendo las escaleras, salió por la puerta trasera y estuvo buscando alrededor de la casa. ¡No encontró nada!
El señor y la señora Hollister habían salido de compras. Pete oyó a «Domingo», el burro, rebuznando en el pesebre del garaje. Fue en seguida a verle, pero lo encontró solo. Después de acariciar al burro, Pete volvió al sótano.
—No hay nadie fuera —declaró—. ¿Alguien más ha visto esa cara?
Nadie la había visto.
—¿Cómo era? —quiso saber el pecoso.
Holly arrugó la frente, mientras se sumía en reflexiones sobre la horrible visión.
—Pues… Era arrugada como la de un viejo, y con dientes muy grandes…
—¡Canastos! —exclamó Ricky, desencantado—. Vamos a tener que empezar a buscar a un viejecito con los dientes largos.
Los demás se echaron a reír y Holly dio un codazo a su hermano.
—¡No estoy para bromas! —protestó.
—Bueno, Pete. De todos modos, ¿qué haremos con el monstruo? —preguntó Dave.
Los miembros del Club de Detectives estuvieron comentando el misterio del que hablaba toda la ciudad. Unos excursionistas habían informado haber encontrado huellas extrañas en el extremo del sendero boscoso del Parque Municipal, que se encontraba al norte de Shoreham.
La criatura que había dejado aquellas huellas parecía tener pezuñas con tres dedos en forma de cuerno, además de otro más pequeño y delicado.
—Entonces ese viejecito, además de dientes largos, tiene pezuñas —comentó Ricky.
Los demás volvieron a reír, pero Pete levantó una mano, diciendo:
—Escuchad, que esto es muy serio. Toda la ciudad está asustada. Algunas personas ni siquiera se atreven a salir de noche. Tienen miedo de encontrare con el monstruo.
La chiquitina Sue se removió en el banco, nerviosa, y anunció:
—No hay monstruos. Mamita me lo ha «decido».
—Es verdad. Pero alguien deja esas extrañas huellas —repuso Pete, y explicó que se habían visto aquellas huellas cerca del lago de los Pinos, que bordeaba el jardín trasero de los Hollister.
—¿Crees que alguien está gastando una broma? —preguntó Dave.
—Eso es lo que tenemos que averiguar —declaró Pete.
Todos los miembros del club estuvieron de acuerdo en unirse para investigar. Todas las pistas que pudieran encontrarse serían comunicadas a Pete.
—Pero no vayamos a olvidamos por eso de la biblioteca de juguetes —dijo Pam.
Era el mes de mayo y estaba casi acabando el curso escolar. La biblioteca estaría preparada en poco tiempo y quedaría abierta durante el verano para los niños del distrito Washington.
Ya había dado Pete la reunión por terminada y todos los amigos de los Hollister se habían marchado, cuando se oyó en el jardín rumor de neumáticos y los focos de cuatro faros barrieron la ventana.
—Dos coches —dijo Pete—. ¿Quién vendrá con papá y mamá?
Los niños subieron a toda prisa las escaleras del sótano, cruzaron la casa y negaron al porche. El señor y la señora Hollister ya habían aparcado el coche y estaban llevando a dentro varios paquetes. Un hombre alto, de uniforme, les seguía.
—Buenas noches a todos —saludó.
—¡Oficial Cal! —exclamó Holly, corriendo hacia el policía, que la levantó en brazos.
El oficial Cal Newberry era un joven simpático y atractivo, de mejillas sonrosadas y ojos claros. Pertenecía al Departamento de Policía de Shoreham y era un gran amigo de los Hollister. Les había ayudado a resolver misterios y también los niños habían aclarado algún caso para el policía. Mirando al coche de la policía, Pete se fijó en que dentro iba un muchacho.
El oficial Cal se volvió y dijo:
—Alex, sal. Quiero presentarte a estos amigos míos.
Del coche salió un muchacho que tendría la edad de Pete. Era alto, muy delgado y caminaba con movimientos ágiles. Tenía la piel de un color moreno claro, y el cabello negro lo llevaba muy corto. Iba vestido con pantalones téjanos, una cazadora y zapatos dé lona.
Mientras se colocaba al lado del oficial Cal, el muchacho sonrió ampliamente.
—Éste es Alex Kane. Te presento a los Hollister.
Pete y Ricky estrecharon la mano al muchacho. Lo mismo hizo el alto y atractivo señor Hollister. La señora Hollister, delgada y guapa, dijo al muchacho:
—Hola, Alex. ¿Eres ayudante del oficial Cal?
—Algo así —repuso Alex.
—Ya lo creo que lo es —dijo, sonriendo, Cal Newberry—. Alex iba en su bicicleta cuando vio algo muy desusual.
—¡Oh! Cuéntanos qué ha sido —pidió Pam.
Alex explicó que volvía a casa pedaleando, después de haber dado un paseo en bicicleta, cuando se le deshinchó una rueda. Al terminar de repararla ya había oscurecido.
—Iba todo lo de prisa posible cuando, de repente, vi una sombra que se escondía por detrás de estas casas. —Con la mano Alex hizo un movimiento para señalar los edificios que se levantaban a orillas del Lago de los Pinos—. Y cuando he visto pasar al oficial Cal, se lo he explicado.
—¿Lo veis? —exclamó, al instante, Holly—. ¿Qué os había dicho yo? ¡He visto la cara del monstruo por la ventana!
La niña volvió a relatar lo que había observado, y el policía dijo:
—Vamos al sótano, Holly, que me enseñarás por dónde has visto esa cara.
Todos, incluido Alex, bajaron al sótano.
—Fue por aquí —indicó Holly, que avanzaba entre el tocadiscos y la gran cesta en que «Morro Blanco» y sus hijitos (los gatos de los Hollister) dormían.
—¡Es esta ventana! —señaló Holly, en el mismo momento en que pasaba ante el cristal, vio una borrosa silueta—. ¡Y está ahí otra vez! —chilló la niña, estremecida.
Todos subieron las escaleras corriendo. El más rápido fue Alex Kane. Con sus largas piernas avanzó tan veloz como un corredor de las Olimpíadas. Abrió la puerta trasera y siguió corriendo por un lateral de la casa. Unos momentos más tarde se abalanzaba sobre una persona que huía.
—¡Ya lo tengo! —gritó, mientras los otros corrían al lugar en que Alex y su presa rodaban por la hierba.
—¡Déjame levantarme! —protestaba una voz.
En aquel momento, el oficial Cal encendió su linterna. El haz de luz cayó sobre las dos siluetas que se levantaban del suelo. Alex tenía sujeto a otro chico que parpadeó cuando le dio la luz de la linterna en la cara.
—¡Bah! —murmuró Ricky Hollister, meneando la cabeza desdeñosamente—. ¡Si es Joey Brill!