ATRAPANDO A UN FANTASMA

De nuevo se acercó Pete a la pared. Pero ésta no se movía. Ya se oía la pesada respiración del hombre que ascendía por la cuerda, en el hueco de la chimenea.

Con dedos temblorosos, Pam desenrolló los planos. Su única esperanza era encontrar la salida de aquella habitación secreta.

Pete acercó el haz de la linterna a los dibujos y Pam los observó con atención. Pero no descubrió nada de lo que buscaba. Forzando cuanto pudo la vista, vio un minúsculo círculo marcado en la parte inferior izquierda de la pared giratoria.

En seguida se echó al suelo, de rodillas. Pete, arrodillado junto a ella, iluminó la parte baja de la pared. No había nada allí.

La respiración pesada de la chimenea sonaba cada vez más cerca.

Temblando, Pam pasó los dedos por todo el trecho de pared. Notó un ligero saliente rectangular, igual que si hubiera encajado un trozo de madera.

Pam golpeó el lugar con ambos puños. Pete hizo otro tanto. Nada sucedió. Nerviosísima, Pam se puso en pie y empezó a dar puntapiés. Al instante sonó un chasquido apagada y después un crujido. La pared empezó a moverse.

Sin entretenerse en recoger el botín, Pete y Pam corrieron a la habitación de la buhardilla y empujaron la pared.

En el momento en que se produjo el chasquido, oyeron la exclamación de sorpresa del hombre que acababa de llegar al cuarto secreto.

—¡Ah, Pete! Abrirá otra vez y nos atrapará. ¿Qué haremos?

—Ven aquí y ayúdame a mover esto —indicó el hermano, acercándose a la sólida cómoda.

Haciendo uso hasta del último gramo de sus fuerzas, los dos hermanos movieron el mueble, hasta arrimarlo a la pared. No bien lo habían conseguido, cuando el chasquido sonó de nuevo. La pared se movió un centímetro, pero quedó inmovilizada a causa del gran mueble. Pete se apoyó en la cómoda para aumentar el peso e impedir que se abriera la pared.

—¡Vete a buscar a Kerry! —ordenó a su hermana—. Llamad a la policía. Yo me quedaré aquí. ¡De prisa!

A oscuras, Pam corrió a la galería.

—¡Kerry! —llamó. No obtuvo respuesta ni se encendió linterna alguna. Pam bajó las escaleras casi volando y llamó—: ¡Ricky! ¡Holly!

Los dos pequeños siguieron a Pam a la puerta.

—Hemos oído un ruido. ¿Qué ha pasado? —preguntó Ricky, acudiendo al lado de su hermana mayor.

—¿Dónde está Kerry? —gritó Pam, aterrada.

—No pudo encontraros —repuso el pecoso.

—Y ha ido a casa de la señora Neeley para telefonear a la policía —concluyó Holly.

—Hay un hombre en el último piso, y tenemos que detenerle —dijo Pam—. ¡Venid conmigo!

Los dos pequeños siguieron a Pam a la puerta que llevaba al sótano. La hermana mayor abrió y bajó de puntillas las escaleras, seguida de Ricky y Holly.

—La chimenea está por aquí —recordó, mientras guiaba a los pequeños entre un laberinto de banastas para fruta y cajones de embalaje. Ricky, cautamente, iba encendiendo la linterna a derecha e izquierda. De repente, vieron una puerta abierta. Cruzaron el umbral y llegaron a una habitación con una chimenea. Pam se agachó y levantó algo del suelo.

¡Allí estaba la cuerda por la que el «fantasma» había trepado!

Desde lo alto de la chimenea, una voz tan terrible como si fuese la de un ogro, masculló:

—¿Quién anda ahí? ¡Si sois esos endiablados niños, largaos ya!

Mirando hacia arriba, Pam vio dos manos que buscaban la cuerda. A toda prisa agarró la niña el extremo de abajo y lo sacudió de uno a otro lado.

—¡Eh! ¡Quietos! ¡Fuera de ahí! —gritó el desconocido, hecho una furia.

Pam continuó sacudiendo la cuerda, pero no tardó en notar que se ponía tensa. El hombre había logrado atraparla y estaba descendiendo por ella.

—¡Socorro! —gritó Pam. Y, al momento, Ricky y Holly le hicieron coro.

En la planta baja, encima de ellos, sonaron pasos, que en seguida se dirigieron a las escaleras del sótano.

—¿Qué ocurre ahí? —preguntó una voz, que los niños reconocieron al instante.

—¡Papaíto! Estamos aquí. ¡Ayúdanos! ¡De prisa! —suplicó Holly.

Unos segundos después, en el cuartito entraba como una tromba el señor Hollister, seguido del oficial Cal y de otros dos policías. Tras ellos iba Kerry «Volteretas».

—¡El fantasma! —gritó Ricky, sumido en el terror—. ¡Está bajando por la chimenea!

De repente, las piernas del hombre aparecieron en la plataforma de la chimenea. Apenas los pies habían tocado el suelo, cuando el señor Hollister agarró al desconocido por un brazo, le arrastró hacia el centro de la habitación y forcejeó con él. El hombre cayó de espaldas y de sus bolsillos salieron disparadas varias piedras preciosas.

—¡Hurra por papá! —gritó Ricky, entusiasmado.

El oficial Cal ayudó a ponerse en pie al caído y le esposó las manos.

—¡Conque usted es el otro fantasma que ha estado embrujando esta casa! —exclamó Cal.

Antes de que el desalentado detenido hubiera podido contestar, la Casa Antigua se vio invadida de súbito por extraños ladridos, gruñidos y lamentos.

—Todavía está encantada —dijo, sorprendido, uno de los policías.

Con el señor Hollister y los niños abriendo la marcha, el grupo subió a la primera planta. El padre de los jóvenes detectives dijo:

—Necesitamos más luz, si queremos llegar al fondo de este misterio.

Con la claridad que le proporcionó la linterna de Ricky, el señor Hollister encendió dos grandes lámparas antiguas de petróleo, que se encontraban sobre una mesa. Acababa de quedar bien encendidas cuando llegó Pete por las escaleras.

—¡Papá! —exclamó, y viendo al hombre con las esposas, tragó saliva y murmuró—: ¡Así que éste es el fantasma! Pues es muy listo…

Pete explicó que, mientras sostenía la cómoda arrimada a la pared, se fijó en varios discos que había en el muro.

—Entonces alargué la mano e hice girar uno de ellos.

—Y ¿qué pasó? —preguntó el padre.

—Espera, que volveré a hacerlo —replicó Pete—. ¡Ya veréis!

A toda prisa subió las escaleras. Pronto, desde el último piso sonó su voz, anunciando:

—Ahora haré girar los discos.

Al instante, infinidad de ruidos misteriosos invadieron la vieja mansión. Ricky corrió a las escaleras, diciendo:

—Quiero ver ese disco.

Pam y Holly siguieron al pecoso. Un momento después Holly, desde arriba, gritaba:

—¡Está girando!

En ese mismo instante, el gran reloj de pared de la sala dio trece campanadas. Las niñas y Ricky bajaron a todo correr las escaleras, seguidos de Pete.

—Todos los trucos eran electrónicos —dijo el muchachito.

—¿De dónde se conseguía la energía eléctrica para hacer funcionar todo eso? —preguntó Kerry al detenido—. En la casa no hay luz eléctrica.

—¡Walter Kade, será mejor que confiese! —dijo el oficial Cal, mirando, severo, al detenido.

El hombre, pillado por sorpresa, exclamó:

—¿Cómo sabe mi nombre?

—Su socio confesó, hace unas horas. Él nos ha dicho que es usted un perito electricista.

Walter Kade fijó en los Hollister una mirada furibunda. Luego, inclinando la cabeza, dejó escapar un suspiro.

—Sí. Usé baterías y tendí varios cables por la casa para asustar a la gente e impedir que vinieran visitantes. Fue una gran idea, pero estos mocosos lo han estropeado todo.

—¿Y por qué jugaba usted al fantasma? —le reconvino Holly.

—Yo contestaré a eso —anunció Pete—. Es un ladrón de joyas y usaba la Casa Antigua como escondite para él y su socio.

Los policías se quedaron patidifusos. Casi no podían creer que unas personitas tan jóvenes hubieran sabido poner en claro un asunto tan enrevesado y misterioso. Pam se encargó de continuar con las aclaraciones:

—Cuando robaron al señor Shaffer, estos hombres encontraron los planos de las casas más viejas de Shoreham. En los bocetos de la Casa Antigua descubrieron la habitación secreta. Ni siquiera la señora Neeley sabía que existiera ese cuarto.

El detenido admitió que todo lo dicho era cierto. Dijo que había visitado la Casa Antigua, localizó el cuartito de la buhardilla, encontró el botón en el alféizar de la ventana, y abrió la cámara oculta.

—Eso funciona con un mecanismo de muelle. ¡Qué magnífico escondite! —murmuró el hombre.

—Luego, usted abrió un orificio en la chimenea y colocó la cuerda para poder entrar y salir secretamente —dijo Pete.

—Entraba usted por el viejo túnel —añadió el señor Hollister—. ¿Con qué parte de la casa comunica?

—Queda detrás de la chimenea del sótano —contestó, de mala gana, el detenido.

—¿Y cómo se enteró usted de la existencia de ese túnel? —quiso saber Cal.

El hombre contestó que todo había sido muy sencillo. Su compañero, Horace Neman, había trabajado como peón cuando se hizo el tendido de la tubería de desagüe. Él se había encargado de hacer una marca en la tubería, allí donde se cruzaba con el viejo túnel, con la idea de abrir una entrada en el pasadizo, más adelante.

—Tuvimos la intención de ocultarnos allí —explicó el detenido—, pero es un lugar muy húmedo y la techumbre se está desmoronando.

Dándose cuenta de que no podía evitar el ser encarcelado, Walter Kade siguió explicándose sin ocultar nada. Como no deseaban ser vistos en Shoreham, donde Neman tenía antecedentes penales, los dos iban y venían por el lago, desde Stony Point, usando la motora amarilla.

La embarcación metálica no era muy pesada y entre los dos pudieron trasladarla hasta la desembocadura de la tubería, en donde estaba oculta. Aquella noche, cuando Neman no se presentó a la cita habitual en Stony Point, Kade se sintió muy preocupado. De modo que cruzó el lago y trepó por la cuerda con la idea de recoger las gemas y huir.

—Por eso estaba la casa tan silenciosa cuando vinimos —comentó Pam—. Usted todavía no había llegado.

—Pero ¿cómo se explica lo del huso que giraba solo y la lámpara que se cayó de la mesa? —preguntó Pete.

El hombre explicó que había instalado aparatos vibratorios en varios puntos. También había colocado cables en el reloj de pared para que diese trece campanadas. Y fue su linterna la luz que los niños habían visto brillar en la buhardilla.

Cuando se le hicieron más preguntas, Kade admitió que habían sido ellos quienes enviaron la nota de amenaza. Como Charles imaginara, el tubo de pegamento lo habían usado para pegar las letras.

—Sin Charles no habríamos podido descubrir este misterio —dijo Pam—. Ese chico nos ha ayudado mucho.

—Se merece una medalla, y yo me ocuparé de que se la concedan —sonrió el oficial Cal.

En aquel momento sonaron calmosas pisadas en la entrada, y no tardó en aparecer la señora Neeley, llevando una gran linterna.

—¡Hemos cazado al fantasma! —anunciaron los niños, corriendo junto a la viejecita.

La señora quedó atónita al enterarse de todo lo ocurrido.

—¡Cuánta felicidad me habéis traído! —exclamó, abrazando a Pam—. Habéis encontrado a mi sobrino y habéis desencantado mi Casa Antigua.

Después de mirar, uno a uno a los Hollister, por encima de la montura de sus gafas, la ancianita declaró:

—Yo tengo una recompensa para los Hollister. Podéis llevaros el reloj de pared que vuestra madre tanto admira.

—¡Canastos! Podríamos guardarlo para el día del cumpleaños de mamá —propuso Ricky.

—Y para el resto del Club de Detectives, daré una comida campestre a orillas del lago.

—¡Y yo haré un número especial de acrobacia! —ofreció Kerry.

Cuando el policía marchaba con el prisionero, Pam gritó:

—¡Un momento! ¿Y qué pasó con mi zapato?

El detenido se detuvo y volvió la cabeza hacia el gran reloj de pared. Arrugando el ceño, masculló:

—Aquella noche sí que os asusté de verdad, ¿no es cierto?

—Sí, pero no nos hizo abandonar el caso —contestó Pete.

El hombre sacudió lentamente la cabeza.

—Yo mismo recogí el zapato, para que creyeseis que se lo había llevado el fantasma.

—¿Y dónde lo escondió? —preguntó Cal.

—Detrás del reloj de pared.

Media hora más tarde, los cuatro cansados y felices hermanos llegaban a casa con su padre. La señora Hollister les aguardaba, ansiosa de conocer todo lo ocurrido.

Cuando Pete y Pam acabaron de contarlo todo, Ricky exclamó:

—¡Qué hambre tengo, canastos!

—Y yo también —anunció Holly, retorciéndose una trenza.

Los niños corrieron a la cocina, y Ricky propuso:

—Abramos una lata de algo.

Holly subió hasta los estantes de la despensa y escogió un bote que decía «Confitura de Melocotón».

—A ver, Ricky, ábrelo. ¡Te doy tres oportunidades para que adivines lo que hay dentro!