LA HABITACIÓN SECRETA

El oficial Cal ayudó a levantarse al hombre caído. El policía, después de esposar al hombre, le preguntó:

—¿Cuál es su nombre?

—No hablaré —contestó el desconocido, con acritud.

—Nos ocuparemos de eso en el cuartelillo —dijo el oficial, y volviéndose a Pete, añadió—: Buen trabajo. Ha sido un formidable bloqueo futbolístico.

Luego Cal pidió a Joey que acudiese al cuartelillo, con Pete y Ricky, como testigo ocular.

—Yo… Yo no he hecho nada malo —tartamudeó el camorrista.

—Ya lo sé —contestó el oficial, tranquilizando al asustado Joey—. Pero tal vez puedas ayudamos.

En el cuartelillo se examinó la cartera del detenido, donde se encontró un documento de identidad a nombre de Horace Neman. Empezó el interrogatorio.

—¿De qué estaba usted hablando con Joey Brill? —inquirió el policía.

—Le preguntaba cómo podía ir a un sitio.

—Eso no es verdad —declaró Joey. Y explicó que el hombre le había ofrecido medio dólar si iba a la Central de Joyería de Shoreham y averiguaba a qué hora salía el director a comer.

El detenido arrugó el entrecejo y protestó:

—¡No le crean! Este chico es un embustero.

—Yo creo que está diciendo la verdad —respondió el oficial—. Neman, estoy buscando una banda de ladrones de joyas, y queda usted detenido como sospechoso.

—¿Me permiten que diga algo? —pidió Pete.

—Se te permite.

El hombre alto se movió nervioso, mientras Pete le miraba a los ojos.

—¿Qué estaba usted haciendo en la orilla del Lago de los Pinos, cerca de la Casa Antigua, anoche? —preguntó Pete.

—No sé de qué me estás hablando —contestó Neman.

—¿Nos envió usted una nota amenazadora? —volvió a preguntar Pete.

El hombre le miró, despectivo.

—¿Cómo? Pero si ni siquiera sé tu nombre.

Pete comprendió que no iba a valer de nada seguir interrogando.

A pesar de sus protestas, a Horace Neman se le tomaron las huellas digitales y se comprobó si tenía antecedentes. Se descubrió que había cometido varios robos pequeños en Shoreham, años atrás.

Cuando el prisionero fue conducido a su celda, el oficial se llevó a Pete a un lado para decirle:

—El señor Cramer me ha hablado de la información que le disteis. Dentro de un par de días, cuando el agua de la tormenta haya desaparecido de la tubería, iremos a hacer una investigación en el viejo túnel.

Pete dio las gracias al oficial, y los tres chicos salieron del cuartelillo. Joey se separó de los Hollister sin decir una palabra, y los dos hermanos se marcharon a comer.

En casa encontraron a Kerry «Volteretas» que hablaba con su madre y sus hermanas, sentado en la sala.

—Pete, Ricky —dijo el acróbata, muy feliz—. ¿Sabéis una cosa? ¡La señora Neeley es mi tía-abuela Dolly!

—Era la hermana menor de su abuela —explicó Pam.

—¡Canastos! ¿Cómo sabe eso? —preguntó el pecoso.

El acróbata dijo que la señora Neeley había comparado, en su álbum de familia, fotografías de su sobrina nieta con la vieja foto de Kerry.

—Y las niñas eran iguales —anunció Pam.

Kerry se enteró por la anciana de que su madre se había casado con un acróbata llamado Kerry Volpenberg y se había marchado a Europa con él, contra el deseo de su familia.

—Hubo un lastimoso malentendido, y ya nunca se escribieron —añadió, suspirando, el artista. Luego, más alegre, añadió—: Tía Dolly desea que me quede y la ayude a gobernar la Casa Antigua, en el supuesto de que los Hollister la libren del fantasma.

—¡Ya lo creo que lo haremos! —afirmó Pete, convencido.

La señora Hollister movió la cabeza con aire desilusionado.

—Pero, Pete, si tú y el Club de Detectives os habéis esforzado ya tanto… Creo que ya es hora de que pongáis el asunto en manos de la policía.

—Mamá, te lo ruego. Querríamos hacer un último intento. Nos gustaría pasar una noche en la Casa Antigua —pidió Pete.

La petición dejó más que perpleja a la señora Hollister.

—¿Una noche? No permitiré una cosa tan peligrosa.

—Pero, mamá —intervino Pam, acudiendo en ayuda de su hermano—, por la noche es cuando allí ocurren las cosas extrañas.

—Además —terció Ricky—, el fantasma se quedó con el zapato de Pam. Ella debe ir a buscarlo.

Dándose cuenta de la situación de los jóvenes investigadores, Kerry «Volteretas» hizo una proposición.

—Creo, señora Hollister, que sus hijos han tenido una buena idea. Si yo les acompaño, ¿pueden Pete y Pam pasar la noche en la casa encantada?

La señora Hollister quedó unos momentos pensativa. Luego pareció tranquilizarse y dijo:

—Si va usted con ellos, si pueden.

Al instante se vio asaetada de besos y abrazos.

—¡Pasaremos allí la noche! —exclamó Pete, entusiasmado.

Kerry comió con la familia Hollister. Cuando terminó la colación, Pete y Pam fueron a echar la siesta, porque de este modo evitarían el quedarse dormidos durante la noche, cuando fuesen a investigar.

Aquella noche, a las nueve, el joven acróbata llegó a buscarles.

—Si tropiezan con alguna dificultad, me telefonean a mí o a la policía —indicó a Kerry el señor Hollister—. Y no corran riesgos inútiles.

Dio linternas a sus dos hijos y a su amigo, y añadió:

—Tome nuestra furgoneta, Kerry. Yo no la necesitaré esta noche.

El acróbata condujo en dirección a la Casa Antigua, con Pete y Pam sentados a su lado en el asiento delantero. El cielo estaba muy oscuro. Las estrellas y la luna quedaban ocultas por los nubarrones.

Durante un rato viajaron en silencio, pero cuando embocaron la Carretera Serpentina, pudieron oír un extraño ruido que salía de la parte posterior de la furgoneta.

Muy extrañado, Pete se volvió, a tiempo de ver una cabeza que desaparecía tras el asiento posterior.

—¡Kerry, pare! —pidió Pete.

Cuando la furgoneta se hubo detenido, el muchacho encendió la luz de arriba, pasó al asiento posterior y miró detrás.

Aparecieron dos caritas risueñas.

—¡Ricky, Holly! ¿Qué hacéis aquí?

—Pero si creíamos que estabais en la cama. ¿Sabe mamá que habéis venido? —preguntó Pam.

—No. Somos polizones —dijo Holly con una traviesa risilla.

—Queremos ayudaros a desencantar la mansión —declaró, gravemente, Ricky—. Ya somos bastante mayores.

—Veréis cuando mamá vea que no estáis. Va a preocuparse mucho.

Pero Holly ya había pensado en eso y dejó en el tocador de su madre una nota.

—Creo que debería llevaros a casa —dijo Kerry.

—¡No, no! —suplicó Ricky—. Papá y mamá saben que con usted no puede pasamos nada.

—Está bien —accedió el artista—. Si vuestros padres quieren que volváis, telefonearán a la señora Neeley para decírselo.

Pero, cuando llegaron allí, la tía-abuela de Kerry les dijo que no había tenido noticia alguna de los señores Hollister.

—O no dan importancia al hecho de que hayáis venido, o es que todavía no han descubierto vuestra ausencia —reflexionó Kerry.

Después que la señora Neeley llenó de alabanzas a los niños por haberle puesto en contacto con su sobrino, Pam dio a Ricky su linterna, y los cuatro siguieron a Kerry hacia la entrada de la Casa Antigua. Todos entraron sigilosamente y hablando en susurros.

—Ricky, Holly; vosotros quedaos aquí y vigilad la puerta —indicó Pete.

Pete apostó a sus dos hermanos tras sendos sillones de respaldo recto. Los demás subieron la escalera, llegaron a la galería y allí se detuvieron. No se oía ruido alguno.

Entonces Pete explicó sus planes. Pidió a Kerry que se quedase haciendo guardia al pie de la escalera que llevaba al siguiente piso.

—Pam y yo iremos a la buhardilla. Creo que allí está la clave del misterio.

—Muy bien —cuchicheó Kerry—. Si hay algún problema, me llamáis.

Pete y Pam subieron de puntillas. Pete encendió la linterna varias veces, pero sólo un instante cada vez, para tener una idea del camino que seguían. Con mucho sigilo entraron en el cuartito de la buhardilla.

Todo parecía intacto. La sólida cómoda de roble se encontraba en el mismo lugar que la última vez. Y lo mismo podía decirse de la estera.

Pete susurró al oído de su hermana:

—Hay que registrar bien este cuarto.

Palparon las paredes centímetro a centímetro. Nada había desusual. Los dedos de Pete siguieron el borde del marco de la ventana. Por fin llegó al repecho. Parecía muy liso, aunque tenía un ligero saliente. Pete enfocó la linterna en aquel saliente.

—Pam —cuchicheó—, esto parece un interruptor negro.

—¡Aprieta, a ver!

Pete quedó indeciso. No se sabía lo que podía ocurrir.

—Adelante —murmuró, respirando profundamente antes de oprimir el botón.

Se oyó rechinar algo y la pared del fondo corrió hacia dentro, igual que si fuera una puerta.

—¡Tiene goznes! —se admiró Pete.

—¡Y detrás hay una habitación! —observó Pam, sin aliento.

Los dos hermanos avanzaron unos pasos. El cuarto secreto venía a tener la medida de dos grandes armarios. A un lado había una chimenea con un gran orificio cuadrado en los ladrillos. Pete miró al interior, enfocó la linterna y luego se irguió.

—Pam, mira esto.

La niña introdujo la cabeza por el orificio y pudo ver una sólida cuerda que colgaba desde lo alto de la chimenea y llegaba al piso bajo. De repente, volvió la cara hacia su hermano.

—¡Ya comprendo! Alguien llega hasta la chimenea del sótano y trepa por la cuerda hasta esta habitación secreta.

—No me extraña que no pudiéramos encontrar al fantasma —dijo Pete que, por casualidad, enfocó el haz de la linterna hacia lo alto. Con gran sorpresa vio un artefacto semejante a un cajón, atado al interior de la chimenea con una tira metálica.

—¡Es un proyector, Pam! Ahora comprendo lo del esqueleto en las nubes.

Se acercó al proyector, y pulsó un interruptor. Al momento, un haz de luz brilló en la chimenea. Pete se apresuró a apagar.

—¡Creo que tienes razón, Pete! —dijo la niña.

Tan emocionados estaban que no oyeron que volvía a sonar el crujido. Y cuando comprendieron lo que estaba sucediendo, la pared movediza estaba casi completamente cerrada. Pete corrió hacia allí. Pero ya era demasiado tarde. La pared se cerró, con un chasquido.

—¡Pete! —exclamó Pam, agarrándose con fuerza al brazo de su hermano—. ¡Estamos atrapados!

—Tiene que haber otro pulsador por este lado —reflexionó el chico, iluminando con su linterna todos los rincones. En una esquina descubrieron un saco de lona. Pete se inclinó y lo desató.

—¡Ooooh! —exclamó Pam cuando la linterna iluminó el contenido del saco.

Ante los ojos de los dos hermanos apareció una pila de diamantes, broches, relojes de pulsera, collares de perlas y otras joyas.

—¡Zambomba! Éste es el escondite de los ladrones —murmuró Pete.

Y, con voz temblorosa de emoción, su hermana agregó:

—Seguramente es el mismo escondite que está buscando Cal.

Pete metió las manos en el botín y palpó algo blando. Se trataba de un cilindro de papel amarillento. Pete lo sacó y lo extendió ante Pam y él.

—Parecen planos de casas —dijo Pam.

—Deben de ser los que robaron al señor Shaffer —replicó Pete.

En seguida encontraron el plano que decía: «Mansión Miller». Con el dedo, Pete siguió la línea dibujada desde la chimenea del sótano al último piso. Allí estaba marcado un cuadrito minúsculo: el mismo cuartito en donde estaban ellos atrapados. Había sido marcado con una X.

—Los ladrones descubrieron este cuarto secreto y decidieron usarlo como escondite —razonó Pam.

—No me extraña que se empeñaran en asustar a la señora Neeley y a todos los visitantes de la Casa Antigua —contestó el chico—. El oficial Cal ha detenido a uno de ellos. Si nosotros consiguiéramos cazar al otro…

Los dos niños estaban a punto de golpear la pared para avisar a Kerry, cuando oyeron un ruido en el interior de la chimenea. Pete encendió la linterna para iluminar el interior.

—¡Ah, Pete, ya vuelve el fantasma! —dijo Pam con voz ronca.

—Eso demuestra que es una persona viva —contestó Pete con voz firme, pero notando un extraño temblor en las rodillas.

—¡Si sube aquí, nos descubrirá! —balbució la niña.