El muchacho sordo observó atentamente a los dos hombres. El que estaba de frente al observatorio de los chicos era alto y delgado. Tenía el cuello largo y la cabeza pequeña y redonda. El cabello negro le caía sobre la frente. El que estaba de espaldas era bajo, ancho de hombros y fornido.
Charles dejó un momento los gemelos para comunicar con Pete. El desconocido alto había dicho: «Esos chicos se están haciendo demasiado pesados. ¿Qué convendrá hacer?».
—De modo que saben que les buscamos, ¿eh? —repuso Pete—. ¿Y qué ha contestado el otro?
Charles dijo que el hombre fornido no había vuelto la cabeza, por lo cual él 110 había podido leer la contestación.
—Si supiéramos lo que planean, podríamos desbaratárselo todo —dijo Pete.
Charles volvió a usar los gemelos. Los hombres habían avanzado entre unos arbustos, por los que desaparecieron.
En aquel momento, el golpeteo de agua sobre las hojas del árbol informó a los jóvenes detectives de que la tormenta había llegado, al fin. Momentos más tarde, un fuerte chaparrón convertía las aguas del Lago de los Pinos en una extensa manta de blanca espuma. Los dos muchachos sabían que en aquellos momentos, resultaba muy peligroso.
Empezaron a descender a toda prisa y llegaron al suelo en el momento en que un fuerte viento principió a sacudir las ramas más altas, hasta arrancar la plataforma. Varios troncos de ella fueron a caer entre los matorrales.
—¡Zambomba! Qué a tiempo nos hemos ido —comentó Pete.
A pesar de la fuerte lluvia, los dos decidieron volver a casa, en una carrera. De todos modos, ya estaban chorreando agua.
Charles se despidió y corrió a casa de los Johnson. Pete pedaleó furiosamente y no tardó en encontrarse en el camino de su jardín. Después de dejar la bicicleta en el garaje, entró en casa. El señor Hollister y Ricky se encontraban solos en la salita.
—Perdonad un momento —dijo el recién llegado, dejando los gemelos a su padre, al pasar—. Tengo que cambiarme.
Subió a su habitación y a los pocos minutos volvía a bajar vestido con ropa seca. Ricky estaba secando con un paño el estuche de los gemelos. Pete contó lo que les había sucedido y preguntó, luego:
—¿Dónde están los demás?
El padre contestó que la señora Hollister y las niñas del Club de Detectives se habían marchado a casa del señor Fundy, después de cenar.
—¡Cuánto tiempo llevan ahí, zambomba! —exclamó Pete.
El señor Hollister y los dos chicos hicieron comentarios sobre el misterio de los dos hombres de la playa, y decidieron hablar de ello con el oficial Cal, a la mañana siguiente. Una hora más tarde, Ricky empezó a bostezar, muerto de sueño, y se acercó a mirar por la ventana, aplastando la naricilla contra el cristal. Al cabo de un rato exclamó:
—¡Canastos! ¿Creéis que puede haberles ocurrido algo a mamá y las niñas?
Como en respuesta a las palabras del pecoso, en el jardín brillaron dos faros y la furgoneta entró en el camino de grava. Seguía lloviendo con intensidad, y las niñas subieron a toda prisa los escalones del porche.
—¡Lo hemos encontrado! ¡Lo hemos encontrado! —gritó Holly, abriendo la puerta y entrando como una tromba en la sala.
—¿El viejo negativo? —preguntó Pete.
—¡Hurra! —gritó Pam, echando los brazos al cuello de su padre.
La chiquitina Sue entró, bailoteando, delante de su madre. Luego, las tres hermanas se agarraron de las manos y bailaron alrededor de su madre, como si jugaran a la gallina ciega. Pete, Ricky y su padre contemplaron la escena, perplejos. Viendo sus caras, la señora Hollister se echó a reír y dijo:
—Hijas, calmaos y contádselo todo a los chicos.
Las tres alegres hermanas se sentaron en el sofá, con los rostros sonrojado de dicha.
—¿Quién dice que las niñas no son buenos detectives? —preguntó Holly.
Y Pam anunció:
—Hemos resuelto el misterio.
—Está bien. Pero explicádnoslo todo, canastos. Y dejad de presumir —protestó Ricky.
La señora Hollister buscó en su gran bolso, de donde sacó una fotografía de veinte por veinticinco centímetros. Su marido y los niños se arremolinaron a su alrededor.
—El señor Fundy hizo esta fotografía hace años —explicó la madre.
—¡Es la Casa Antigua! —se admiró Pete.
—¡Y ésta es la puerta que no encontramos! —observó Ricky, nerviosísimo.
—Debió de quedar cubierta posteriormente, en alguna restauración —opinó el señor Hollister.
—Eso es lo que ha dicho el señor Fundy —contestó Pam.
—Voy a llamar ahora mismo a Kerry «Volteretas» —anunció Holly, corriendo al teléfono.
Pero Pam la disuadió, diciendo:
—No, no. Es demasiado tarde. Se lo diremos por la mañana.
—De modo que es ahí donde vivió la madre de Kerry —comentó Pete—. ¡Y pensar que hemos tenido esa vieja casa delante de la nariz todo el tiempo! —De pronto abrió la boca de par en par y miró, una por una, a las niñas—. ¡Oíd! Entonces, la madre de Kerry y la señora Neeley eran parientes…
—¿Y por qué crees que hemos llegado bailando? —dijo la traviesa Holly.
—Naturalmente —añadió Pam, muy contenta—. Y Kerry es pariente de la señora Neeley.
—Francamente, las mujeres sois grandes detectives —afirmó el señor Hollister—. Podemos decir que tenemos en casa todo un departamento policial.
Pam aplaudió y Holly rió alegremente. Pero Sue guardó silencio: se había quedado dormida como un tronco, en el sofá. Pete la subió al dormitorio y Pam la metió en la camita.
Entre tanto, la señora Hollister preparó cacao y galletas para sus emocionados aventureros. Después de comerse hasta la última miga, todos subieron a acostarse, sin muchas ganas de dormir. Todos ansiaban que llegase la mañana para poder dar a Kerry «Volteretas» la gran noticia.
Se levantaron temprano y, ya antes de desayunar, Pam telefoneó al acróbata. Todos la rodearon, mientras hablaba con el artista de su descubrimiento.
—¡Apenas puedo creerlo! —exclamó Kerry—. ¡Es maravilloso!
Pam se echó a reír.
—Pues es la verdad. La señora Neeley tiene que ser alguien de su familia.
Kerry comentó que era algo espléndido lo que los Hollister habían hecho y prometió acudir en seguida a la casita de la anciana.
—Adiós y buena suerte —deseó Pam.
Mientras la niña contaba a sus hermanos todo lo que Kerry había dicho, desde la cocina llegó un delicioso olorcillo a tocino frito. Las niñas fueron a ayudar a su madre y, a los pocos momentos, toda la familia estaba sentada en tomo a la mesa.
El señor Hollister dijo a los muchachos que, aquella mañana, tenía trabajo para ellos en el Centro Comercial.
—Han llegado de la Costa Oeste algunas piezas de mobiliario rústico y cuento con vosotros para desembalarlas.
Aunque Pete habría querido ir a la orilla del lago para seguir la pista de los dos hombres, dijo a su padre que le ayudaría con mucho gusto. De todos modos, antes procuró ponerse en comunicación con el oficial Cal. El sargento de guardia contestó a Pete que el joven oficial no empezaba su turno hasta una hora más tarde.
—Bueno. Ya le llamaré luego —dijo Pete, desencantado. Sabía que se le estaba escapando el poco tiempo que le quedaba para resolver el misterio.
El señor Hollister llevó a sus hijos en la furgoneta hasta la tienda. En la trastienda había una docena de cajas. Los chicos se pusieron inmediatamente al trabajo. Utilizando un martillo y un cortafrío abrieron las grandes cajas y llevaron los muebles a la tienda.
Cuando terminaron aquel trabajo, Ricky y Pete apilaron ordenadamente la madera y barrieron la paja que había caído al suelo.
—Muy bien, hijos —dijo el señor Hollister—. Ahora tengo algunas cartas para que las llevéis al buzón. Y ya se habrá terminado vuestro trabajo.
El padre entregó a Pete un fajo de sobres que anunciaban una subasta que había de celebrarse en la tienda de los Hollister. Los dos hermanos corrieron a la calle y echaron las cartas en el buzón.
Cuando iban hacia casa, Ricky vio a Joey Brill. El chico estaba en la esquina de enfrente, hablando con un hombre alto. Pete se detuvo en seco y miró a los dos.
—¡Ricky! —exclamó con voz entrecortada—. Ése es uno de los hombres que estuvimos observando ayer.
Joey y el desconocido no habían visto a los dos hermanos. No cabía duda de que el hombre estaba haciendo preguntas y Joey le daba explicaciones.
—¿Qué haremos, Pete? —preguntó Ricky.
—Ve ahora mismo al cuartelillo y avisa al oficial Cal. Ahora ya estará allí.
El pelirrojo corrió al cuartelillo, mientras Pete cruzaba la calle en dirección a Joey y el otro. «¿Le habría reconocido el hombre?», se preguntó Pete. Entonces, el hombre miró en dirección a Pete, pero continuó hablando.
Pete se acercó a Joey y cuchicheó:
—No le digas nada. Yo creo que es…
El camorrista se volvió en redondo y en voz alta dijo:
—¡Métete en tus asuntos! ¡Me importa un pito vuestro estúpido Club de Detectives!
Al oír aquello, el hombre dio un paso atrás. En seguida giró en redondo y echó a correr calle adelante, de prisa, muy de prisa.
Pete echó a correr tras el hombre, pero Joey le cerró el paso. En ese momento, Pete vio a su hermano y al oficial Cal que llegaban desde el final de la manzana.
—¡Es aquel hombre! ¡Alcáncele, Cal! —gritó Pete.
Cuando el desconocido vio al policía, giró de nuevo sobre sus talones y corrió en dirección a los dos muchachos.
—¡Déjame! —gritó Pete, intentando apartar a Joey—. ¿Es que no te das cuenta de que ese hombre es un maleante?
El fugitivo estaba ya junto a ellos. Con un empellón, Pete apartó a Joey. Se volvió y se abalanzó hacia el hombre. Su hombro golpeó al desconocido en las rodillas. Con un grito, el hombre cayó sobre el bordillo.