Ante la infinita sorpresa de Pete, el esqueleto apareció un momento entre las nubes grises y después se esfumó.
Charles dio un tirón de la manga a su amigo. El muchacho mudo tenía los ojos abiertos de par en par cuando preguntó:
—¿Qué es eso?
Pete miró a su amigo y dijo, lentamente, para hacerse entender:
—Tiene que ser algún truco. Pero me alegro de que lo hayamos visto.
—¿Por qué?
—Porque eso prueba que la señora Neeley no está loca. Todo lo que ha dicho es verdad.
Charles cabeceó, dando a entender que comprendía.
Pete le hizo señas para que le siguiera y los dos amigos dieron varias veces la vuelta a la casa. Ni uno ni otro vio nada que despertase sus sospechas, y Pete no oyó cosa alguna.
Entonces fueron a la casa pequeña. La señora Neeley se mostró muy contenta al verles y no habló, en absoluto, del fantasma en el cielo. Pete se alegró de que la buena ancianita no hubiera vuelto a verlo.
Cuando Charles y él regresaban a casa, Pete tocó el brazo de su amigo para llamarle la atención, y dijo:
—Pienso que hay alguien que quiere aterrorizar a la señora Neeley. Puede hacerlo por broma. O por algo mucho más serio.
Charles quedó pensativo.
—Puede que sean esos dos hombres —dijo.
—Puede —concordó Pete—. Vamos a tener que vigilarle bien.
—¿Cómo?
Pete se detuvo y escudriñó, pensativo, la orilla del lago. De repente señaló un roble que se elevaba por encima de los arbustos, no muy lejos del lugar en que habían sido vistos los dos hombres.
—Podemos construir un escondrijo en ese árbol y observar a los hombres con gemelos.
Charles cabeceó, entusiasmado.
—Todos los miembros del Club de Detectives pueden ayudarnos. Empezaremos mañana —decidió Pete, que prometió a Charles ponerse en comunicación con él al día siguiente.
Luego los dos chicos regresaron apresuradamente a casa.
Lo primero que hizo Pete, a la mañana siguiente, fue organizar su equipo de trabajo. A las nueve, Jeff y Ann Hunter, así como Dave Meade, estaban en casa de los Hollister. Ricky estaba ocupado en bajar troncos de madera, apilados en el garaje, mientras Holly los iba ordenando a lo largo del camino. Donna Martin, ataviada con pantalones hasta las rodillas, llegó a ayudarles.
Pete salió por la puerta trasera, cargado con un martillo, una sierra, un ovillo de cuerda y una cajita con clavos.
—Indy llegará de un momento a otro, con la camioneta —dijo a Dave.
Indy, cuyo verdadero nombre era Edward Roades, era un indio del Oeste, que trabajaba en el Centro Comercial. El padre de los Hollister había permitido que Indy se ocupara de trasladar al grupo, con su material de trabajo, hasta el viejo roble. La camioneta del señor Hollister tenía paredes laterales, de modo que los niños podían colocarse detrás sin correr el peligro de caer.
—¡Ahí llega! —anunció Ricky, que seguía encaramado en la escalera.
Indy hizo sonar el claxon varias veces, detuvo la camioneta y bajó. Era un hombre bajo y fornido, de cabello negrísimo y sonrisa franca, que dejaba a la vista sus dientes muy iguales y blancos.
—¿Todos preparados? —preguntó, acercándose a la pila de madera.
Pete y Dave le ayudaron a cargar, tanto los troncos como las herramientas, en la parte trasera de la camioneta.
—Tenemos más troncos preparados en casa de Dave y de los Hunter —dijo Pete—. Los recogeremos por el camino.
Ann y Pam se sentaron delante, junto a Indy. Dave, Pete, Ricky, Donna y Holly subieron detrás.
En el momento en que el vehículo estaba a punto de salir, Sue salió de la casa, corriendo, seguida de su madre. La guapa señora Hollister llevaba una gran cesta de merienda, en la mano izquierda, y con la derecha les hacía señas de que aguardasen.
—No olvidéis la comida —dijo.
Ann abrió la portezuela y la señora Hollister colocó la cesta a sus pies.
—Me gustaría ir con vosotros —confesó Sue, mientras se balanceaba de un lado a otro, apoyada en la punta de los pies—, pero mamá tiene que arreglarme el vestido nuevo.
—Podrás ver la casa del árbol cuando esté terminada, guapina —dijo Pam.
Entonces la furgoneta se puso en marcha. Se hicieron dos paradas más para recoger el resto de la madera.
—Ahora sí que tenemos una buena provisión —comentó Pete cuando volvieron a ponerse en marcha.
Indy condujo durante un breve rato por la Carretera Serpentina. Luego embocó un estrecho sendero que llevaba a la orilla del agua.
—Ya no se puede ir más adelante —anunció, al cabo de un rato, deteniendo la camioneta. Y todos los niños saltaron a tierra.
—Por allí está el árbol —indicó Pete, señalando hacia la orilla.
—Es un árbol muy bueno y alto, y tiene muchas ramas —declaró Ricky, dándoselas de entendido.
Indy ayudó a los niños a llevar la madera y las herramientas a un trecho cubierto del césped, cerca del roble.
—¿Cuándo vuelvo a buscaros? —preguntó.
Pete, con las manos apoyadas en las caderas, miró primero el árbol, de arriba abajo, luego contempló la pila de madera y acabó diciendo:
—Creo que habremos terminado hacia las tres de la tarde, Indy.
—Vendré a buscaros a esa hora —contestó el hombre, sonriendo, antes de volver a la camioneta.
Hizo marcha atrás, para salir del sendero y luego se alejó por la carretera.
Pete, adoptando el papel de capataz, se hizo en seguida cargo de la dirección de los trabajos para el nido en el árbol.
Con la ayuda de su hermano mayor y de Dave, Ricky trepó al roble. Al llegar a las ramas más altas, anunció:
—Aquí hay un lugar estupendo para la plataforma.
Y el pequeño explicó que había dos ramas muy sólidas que se extendían paralelas al suelo.
—Y hay muchas hojas entre las que podremos escondernos.
Pete arrojó a Ricky un extremo de una larga cuerda, el cual ató el pequeño sólidamente a una rama. Al otro extremo se irían atando las maderas para ir subiéndolas sin dificultad.
Dave se encargó de ir aserrando pequeñas porciones de madera. Usando un martillo y clavos, Pete clavó esos trozos al tronco, para que hicieran las veces de peldaños de escalera. Cuando todos los pedazos estuvieron clavados, Pete y Dave, seguidos de Pam, subieron al árbol para examinar el trecho elegido por Ricky.
—¿Qué te parece, Pam? —preguntó Pete a su hermana.
—Es un buen sitio —opinó la niña—. Pero tened cuidado, Pete. Está tan alto…
Su hermano se echó a reír y prometió que todos tendrían precaución.
Pam volvió al pie del árbol y Jeff subió con los otros chicos. Entonces las niñas tuvieron el trabajo de atar los martillos, la cajita de los clavos y toda la madera que se fue necesitando, al extremo de la cuerda. Los chicos subieron todo el material y dieron principio al trabajo.
Al mediodía, la plataforma triangular estaba a medio terminar. Una buena parte de las maderas ya habían quedado colocadas horizontalmente y los chicos pudieron sentarse a descansar un momento.
—¡Canastos! ¡Qué buen panorama! —dijo el pecoso.
Desde allí se podía contemplar todo el lago y las tierras que bordeaban la Casa Antigua. La orilla del agua era ondulada y formaba caletas y promontorios.
—¡Es una gran perspectiva! —declaró Dave, admirativo—. Oye, Pete. ¿Qué será aquella tubería grande de allí?
Dave señalaba a lo lejos, en la orilla del lago, la boca de salida de un conducto cubierto.
El mayor de los Hollister explicó que aquella tubería, tan grande que una persona podría caminar por dentro de ella, servía para llevar las aguas de la lluvia desde Shoreham al lago.
—Lo he visto yendo en la motora —concluyó.
En aquel momento, la voz de Holly flotó entre las ramas, preguntando:
—¿Ya habéis acabado, chicos?
—Todavía no —contestó Pete.
—Pues bajad a comer algo. Estamos hambrientas.
Mientras Pete, Dave y Jeff bajaban por los improvisados peldaños, Ricky se deslizó por la cuerda y fue el primero en llegar al suelo.
Pam ya había extendido un mantel sobre la hierba. Sobre el mantel había platos de cartón con bocadillos y vasos de papel rebosante de leche fresca. Los chicos corrieron al lago para lavarse las manos y regresaron en un abrir y cerrar de ojos. Sentados en el suelo, con las piernas cruzadas, comieron con gran apetito. Estaban a punto de terminar, cuando… ¡Pof, pof, pof, pof!, sonó el zumbido de una motora en el recodo del lago.
—¡Oooh! ¿Y si son esos dos hombres? —murmuró Pete.
—Pensé que esos hombres sólo aparecían por la noche —replicó Dave.
—No podemos estar muy seguros de eso —dijo Pam.
—Y no hay que correr riesgos. Mejor será esconderse —propuso Pete.
Después de apurar la leche de sus vasos, los niños corrieron a esconderse entre los arbustos. Pam, que a toda prisa dobló el mantel y lo metió en la cesta, fue la última en ocultarse, y tuvo que llevarse la cesta consigo.
¡Pof, pof, pof! El zumbido del motor fue aproximándose. Los niños, atisbando entre el follaje, pudieron ver una embarcación que bordeaba el recodo del lago. En la embarcación iban dos figuras masculinas.
—¿Son ésos los mismos hombres de otras veces? —inquirió Dave en un cuchicheo.
—No lo creo —respondió Pete, que añadió un momento después—: Ésos son sólo unos chicos.
Los miembros del Club de Detectives salieron de sus escondites. Las niñas volvieron a extender el mantel y colocaron los vasitos del postre. Entre tanto, los chicos, con las manos colocadas sobre la frente para hacerse sombra a los ojos, observaron la embarcación que se aproximaba.
—¡Zambomba! ¡Si es la motora de Will! —exclamó Pete.
—Y Joey va con Will —anunció Jeff.
Ricky, malhumorado, observó:
—Nos han visto. Vienen hacia aquí.
La embarcación avanzaba en línea recta al grupo de comensales. Cuando la proa tocó la arena, Joey saltó a tierra, mientras Will detenía el motor.
Joey miró cautamente a su alrededor, para asegurarse de que no habían personas mayores. Convencido ya de que no era así, se encaminó con aire despectivo hacia el grupo:
—Vaya. Toda una reunión. Exclusiva para el Club de Detectives de Shoreham, ¿no?
—Has acertado —dijo Pete.
—¡Eh, mira! —exclamó Will, señalando a lo alto—. Están construyendo una casa en ese árbol.
Joey miró hacia arriba.
—Debe de ser un lugar para reuniones secretas.
—Oye, Joey —llamó Pam, deseosa de distraer al chico—. ¿Por qué no tomas un poco de postre con nosotros? Y tú también, Will.
Los dos chicos quedaron sorprendidos por la invitación de Pam.
—Gracias —contestó Joey, aceptando el pastel que Pam le entregó en un platito de cartón.
Cuando los dos hubieron acabado el pastel, Pete les preguntó:
—¿Os dirigíais a alguna parte?
—A ningún sitio en particular —repuso Joey—. Creo que vamos a quedarnos aquí y veremos como trabajáis.
Y Joey y Will se miraron y sonrieron.
Cuando Pete, Dave y los dos pequeños estuvieron en lo alto del árbol, Pete dijo:
—Desearía que esos latosos se fueran.
—Me gustaría saber qué planean —comentó Dave, mientras martilleaba con afán.
Trabajaron de firme hasta que la plataforma triangular estuvo concluida y tuvo clavados dos tablones laterales, a modo de paredes. Durante todo ese tiempo, Joey y Will estuvieron tumbados boca arriba, al pie del árbol, con la vista en alto, haciendo comentarios sobre los chicos que trabajaban en las ramas.
A las tres en punto, la camioneta del Centro Comercial, conducida por Indy Roades, llegó al camino. El indio desmontó, se acercó al árbol y quedó admirando el trabajo.
—Muy bien —dijo—. Vamos a cargar la impedimenta. Vuestro padre quiere que volváis inmediatamente.
Los Hollister y sus amigos recogieron los trozos de madera sobrantes y, juntamente con las herramientas y la cuerda, los metieron en la camioneta.
—Es una pena veros marchar —dijo Joey.
—¿Qué vais a hacer vosotros dos? —preguntó Pete, que no tenía ningún deseo de volver en aquellos momentos a Shoreham.
—Vamos a ocupar este lugar en cuanto os vayáis vosotros —anunció Joey, con una maliciosa risilla.
—¡No, no! —protestó Pete—. Esa casa es nuestra.
—No lo será cuando os hayáis ido —replicó Will.
—Escucha una cosa, Joey —dijo Pete, aproximándose al camorrista—. No estoy para bromas. Este observatorio es muy importante para nosotros, de modo que no lo toquéis.
—Ah, ¿conque es eso? —se burló el chicarrón—. Un puesto de espionaje para vuestro Club de Detectives…
Pete se mordió los labios, indignado consigo mismo por haberse descubierto tontamente.
—Llamadlo como queráis, pero no lo toquéis —dijo, simplemente.
Mientras se alejaban, en la camioneta, Pete volvió la cabeza y vio a los dos malintencionados chicos, riendo de buena gana.
—Si Joey nos gasta alguna jugarreta con esa plataforma, me las pagará —dijo.
—Si no lo hicieras tú, lo haría yo —afirmó Dave—. Hemos trabajado demasiado para que vayamos a dejarnos tomar el pelo.
Aquella noche, después de la cena, Pete y Pam hablaron con sus padres respecto al observatorio.
—Me parece una buena idea —dijo el señor Hollister a sus jóvenes detectives—, siempre que lo tengáis bien camuflado.
—Lo está —aseguró Pete—. Y, además, tengo otro plan.
—¿Qué es? No me lo has dicho —observó Pam.
Su hermano sonrió, replicando:
—Es una sorpresa. Voy a pedir a Charles que me ayude a vigilar, por si esos hombres vuelven. Usando los gemelos de papá, podremos verles la cara y oír lo que dicen.
—¿Oír, con los gemelos? —preguntó la señora Hollister, con gran extrañeza.
—Para eso nos servirá Charles —replicó el hijo mayor—. Él podrá leer en sus labios.
—¡Qué gran idea, Pete! —exclamó, con admiración, Pam.
—Muy inteligente —aprobó el señor Hollister—. Confío en que dé resultado, hijo.
Una hora más tarde, cuando empezaba a oscurecer, la señora Hollister salió al porche y llamó a los pequeños, que habían salido a jugar al jardín.
Pete y Pam entraron en seguida. Pero Ricky y Holly no aparecieron, y Sue tampoco.
—¿Dónde estarán esos chiquillos? «Zip», ¿les has visto tú? —preguntó la señora Hollister, viendo al perro correr detrás de Pam y Pete.
«Zip» aulló y dejó escapar un penetrante ladrido.
—«Zip» sabe algo —opinó Pam.
Y Pete sugirió:
—Puede que los pequeños estén en casa de Donna.
Pam telefoneó a casa de los Martin y la rechonchita Donna informó no haber visto a los Hollister desde hacía más de media hora. Cuando ella les vio, Ricky y Holly iban en sus bicicletas, y Sue estaba sentada en el porta-paquetes de Ricky.
Mientras colgaba el teléfono, a Pam se le iluminaron los ojos.
—Apuesto algo a que sé adónde han ido —dijo.
—¿Adónde?
—A la casa del árbol. ¿Os acordáis de que Sue no la ha visto? Seguramente ha pedido que la lleven.
—Tienes razón, Pam —concordó la madre—. Papá puede llevarnos allí en la furgoneta, antes de que sea demasiado de noche.
Minutos más tarde, el señor y la señora Hollister, acompañados de sus dos hijos mayores, avanzaban a buena velocidad por la carretera que llevaba al árbol observatorio. Los sapos cantaban sus alegres melodías cuando el señor Hollister, conduciendo por el angosto sendero, llegó a la orilla del lago.
—¡Ya veo sus bicicletas! —exclamó, inmediatamente Pete, corriendo hacia el gran árbol.
—¡Y allí está Sue! —añadió la señora Hollister, siguiendo a su hijo, a todo correr.
Cuando la pequeñita vio a los cuatro aproximarse, empezó a sacudir los bracitos, como enloquecida, al tiempo que gritaba con voz aguda:
—¡Mamita! ¡Papá! ¡Sálvales!