No pudiendo contener ya las lágrimas, Holly se echó a llorar desesperadamente. Perder las copias encargadas ya era bastante malo, pero, para remate, se habían quedado también sin el original que les diera Kerry. ¿Qué iba a pensar el acróbata ahora del Club de Detectives? Quizá ya nunca se pudiera resolver el misterio de su familia.
Ricky pasó un brazo por los hombros de su hermanita y le ofreció su pañuelo.
—Vamos. No hay que perder tiempo —dijo—. ¡Iremos ahora mismo a casa de Joey Brill y tendrá que darnos esas fotografías!
No les llevó mucho rato llegar a casa de Joey Brill. En seguida aparcaron sus bicicletas, se acercaron a la puerta vidriera y tocaron el timbre.
Salió a abrir la señora Brill. Al ver a los dos hermanos, arqueó las cejas y preguntó:
—¿Qué deseáis?
Holly todavía tenía los ojos encarnados de haber llorado, y la barbilla le temblaba.
—Joey fue a buscar a la tienda nuestras fotografías —explicó—. ¡Queremos que nos las devuelva!
—Estoy segura de que se trata de una equivocación —repuso la señora Brill—. ¿Para qué iba a querer Joey unas fotografías de vosotros?
—Es que no eran de nosotros —se apresuró a responder Ricky. Y a continuación explicó por qué estaba en su poder la preciosa pista de Kerry, y el interés que los Hollister tenían en ayudarle a resolver su misterio.
—Joey no tiene ningún interés en vuestro Club de Detectives —aseguró la señora Brill—. No tenía motivos para apoderarse de las fotos.
—¡Pues lo ha hecho! —insistió Ricky—. El señor Akers reconoció a Will Wilson.
La señora Brill se quedó mirándoles, pensativa, durante un rato. Luego entró en la casa y regresó al poco con su hijo. Joey iba con la cabeza baja y las manos en los bolsillos.
—¿Tienes tú las fotografías de los Hollister? —preguntó la madre.
—No.
—¿Las tiene Will Wilson?
—No.
—¡Qué malo eres, Joey! —exclamó Holly, echándose a llorar.
Ricky volvió a ofrecer el pañuelo a su hermanita.
La madre de Joey se compadeció de la pequeña. Levantó con la palma de la mano la barbilla de su hijo y le obligó a que la mirase a la cara.
—Joey, ¿tú sabes algo de esas fotos? —La voz de la madre era muy severa—. Dime la verdad.
Joey desvió la mirada y ojeó, ceñudo, a Ricky y a Holly.
—¿Y qué pasa? —rezongó, por fin—. Si estos críos no saben aguantar una broma, no es culpa mía.
—No parece que sea una broma para Holly —contestó, muy indignada, la señora Brill—. ¿Dónde están esas fotografías?
—Ya no las tenemos.
—Bueno. ¿Y dónde están? —preguntó el pecoso.
—Nos desprendimos de ellas.
—¿Dónde? —quiso saber la madre.
—Junto al lago.
La señora Brill suspiró y dijo:
—Qué cansada estoy de estas continuas riñas entre los Hollister y tú. No tenías que haber tomado para nada esas fotos. Ahora, vamos; nos enseñarás dónde están.
Aunque había dos manzanas de casas desde la de Joey a la orilla del lago, la señora Brill echó a andar con los niños, con paso resuelto. Ricky y Holly iban tras ella.
Cuando llegaron a la orilla, las olas se arrastraban suavemente por las rocas y cantos de la pedregosa playa. Joey pareció más ceñudo y preocupado cuando señaló a un punto, diciendo:
—Las fotografías están allí.
—No las veo —contestó la madre.
—Debajo de aquella roca.
El chico señalaba un gran peñasco que quedaba mitad en tierra, mitad en el agua.
—¡Qué horror! Estarán todas mojadas —exclamó Holly.
Ricky avanzó de puntillas por la lodosa orilla, para ir a meter los dedos bajo el peñasco y levantarlo un poco. Debajo estaba el sobre de las fotografías… empapado de barro y agua.
—¡Están estropeadas! —se lamentó Ricky, y enseñó las sucias y chorreantes fotografías a la señora Brill.
—Lo siento mucho —contestó ella—. Tú haz el favor de decir a estos niños… —La señora Brill hablaba a su hijo mirándole muy seria. Pero él echó a correr hacia unos arbustos próximos al agua—. ¡Joey vuelve aquí! —ordenó la madre.
Pero el chico no le hizo el menor caso.
—Ya verás cuando llegue tu padre esta noche —amenazó la señora Brill, echando a correr tras su hijo. Pero como no pudo encontrarle, acabó volviéndose a casa.
Ricky y Holly se miraron, muy apurados.
—¿Qué haremos ahora? —murmuró Ricky—. Todas las fotografías están estropeadas.
—Es igual que si las hubiéramos perdido del todo —se lamentó la hermana—. Hasta la fotografía que nos dio Kerry está hecha una lástima.
En ese momento se oyó un grito y, desde un lugar oculto entre los arbustos, salió corriendo, Joey Brill.
—¡Ya os daré yo, por hacer que mi madre me riña! —vociferó, amenazador, el chicazo, corriendo hacia los dos hermanos.
Ricky, a toda prisa, se metió el paquete de fotografías en el bolsillo, y nada más pudo hacer porque Joey ya se había abalanzado sobre él y la niña, haciéndoles caer en el barro.
—¡Oh, oh! —exclamó Holly, mientras, sin aliento, luchaba por ponerse en pie—. ¡Eres un… un…!
Con los ojos brillantes de indignación y las trenzas flotando al aire, Holly se precipitó sobre Joey. Al mismo tiempo, Ricky se levantó del fango y agarró al chicarrón por los tobillos.
—¡Eh, no hagáis eso! —protestó Joey.
Pero el chicazo no pudo evitar que le hicieran perder el equilibrio, y tanto él como los dos Hollister rodaron por el lodo, luchando ferozmente.
Mientras Joey gritaba, Ricky agarró un gran puñado de tierra mojada y se lo aplastó en plena cara.
—¡Ugg! ¡Gluf, buf!
Pocos segundos después, los tres quedaron como convertidos en grandes y extrañas masas de tierra mojada.
Todavía escupiendo barro, Joey se levantó como pudo y corrió a su casa.
Ricky y Holly avanzaron torpemente por la orilla del agua, hasta llegar a su casa. Pete y Pam habían llevado al embarcadero una de las sillas recién pintadas, y la señora Hollister se había sentado allí, a gozar un rato del sol de la mañana. «Morro Blanco» se había tumbado en su regazo. Pete y Pam, sentados en el suelo, practicaban dactilología o lenguaje de hablar con las manos.
Cuando los maltrechos Ricky y Holly se aproximaron, los demás se quedaron mirándoles sin poder creer lo que veían.
—¿Qué os ha sucedido? —exclamó la madre.
Hasta «Morro Blanco», al ver aquellos dos montones de fango andante, dio un maullido, saltó de encima de la señora Hollister y corrió a lo alto de un sauce.
—Ni la gata os conoce —dijo Pam—. ¡Sois una visión!
Ricky y su hermana contaron lo que les había ocurrido.
—Pero Joey está tan poco presentable como nosotros —se consoló Holly.
Ricky sacó las fotografías del bolsillo y se las dio a Pete.
—Ahora, lo primero que tenéis que hacer es meteros en el agua y librarnos de todo ese lodo —dijo la madre.
Los dos hermanos se mostraron muy contentos. Muchas veces había deseado Ricky echarse al lago con ropas y todo. Y ahora podía hacerlo. Llevando a Holly de la mano, saltó desde el borde del embarcadero y nadó, muy complacido, mientras iba quedando libre del barro que le cubría ropas, cara y cabello. Cuando salieron del agua, los dos hermanos estaban chorreando, pero relativamente limpios.
—Ahora, a casa, para daros una buena ducha —indicó la madre—. Luego comeréis algo.
La señora Hollister se ocupó personalmente de dar un enjabonado a su hija, quien necesitaba, además, un secado de cabello para luego volver a recogerlo en trenzas.
Cuando estuvo arreglada con blusa y pantalones limpios, y zapatos secos, corrió al comedor, donde Ricky estaba hablando con Pete y Pam.
—Ya sé que somos muy malos detectives —dijo Holly—. ¿Qué va a decir Kerry cuando sepa que se ha estropeado su fotografía?
—Podremos arreglarlo todo —le dijo Pete.
—¿Cómo? —preguntó Ricky.
El hermano mayor explicó que el señor Akers tenía que haber hecho un negativo de la foto que le llevaron de muestra. Luego, del negativo habría hecho las ocho copias.
—He encontrado el negativo en el paquete. Mientras vosotros os duchabais, yo lo he secado y limpiado. ¿Veis? El negativo está como nuevo. Podéis llevárselo al señor Akers después de comer.
—Pero tendremos que esperar otros dos días hasta que las haya hecho. Más vale que se las llevemos al señor Fundy —propuso Ricky—. A lo mejor él nos hace las copias en seguida.
Pete y Pam estuvieron de acuerdo en que era una buena idea.
Después de comer, Ricky y Holly se pusieron en camino por segunda vez. Encontraron en casa al señor Fundy, quien les dijo que con mucho gusto les ayudaría.
El anciano tomó el negativo para mirarlo al trasluz.
—Es muy bueno —dijo—. Podré hacer, incluso, una ampliación. ¿Queréis verme trabajar?
Ricky y Holly ya no tenían las caritas enfurruñadas. Por el contrario sus ojos despedían chispitas de alegría, y sonrieron agradecidos al señor Fundy. Éste los llevó a su cuarto oscuro, introdujo el negativo en una ampliadora y apagó la luz.
Después presionó un interruptor. Un pequeño rayo de luz brilló desde la ampliadora hasta un pedacito de papel sensible. Volvió a desaparecer la luz y el fotógrafo colocó el papel sensible en una bandeja con el líquido revelador. Como por arte de magia, apareció la fotografía de la niña con vestidos antiguos.
—¡Vivaa! —exclamó Holly, mientras Ricky dejaba escapar un silbido entre dientes.
El anciano fotógrafo hizo ocho copias, que reveló, fijó y lavó en agua corriente. Al terminar dijo:
—Ahora os haré la más grande.
A los pocos minutos, en la bandeja del revelador aparecía una foto más grande de la madre de Kerry.
—¡Oh! Al señor «Volteretas» le va a gustar mucho —reflexionó Holly.
En cuanto todas las fotos estuvieron secas, los dos pequeños dieron las gracias al anciano y pedalearon velozmente hacia su casa.
—¡Mirad lo que traemos! —anunció Ricky, mientras él y Holly corrían a la casa con las fotografías en la mano.
Pete, Pam y la señora Hollister quedaron asombrados al ver la ampliación. Pam estuvo mirándola con mucho interés. De repente corrió a buscar la lupa que su madre guardaba en el escritorio.
—¡Ricky, Holly! ¡Mirad! —exclamó la hermana mayor, mientras contemplaba la foto a través de la lupa—. ¡He descubierto una gran pista!