Kerry «Volteretas» se inclinó hacia delante, mientras Ricky y Holly saltaban al suelo, desde sus hombros. Agarró a Sue cuando aún la niña estaba flotando en el aire y, después de hacerla girar un par de veces, la dejó sentada en la hierba.
—¡Qué «divirtido»! —exclamó la pequeñita—. Vamos a hacerlo otra vez.
Pero el acróbata consideró preferible que Ricky y Holly hiciesen prácticas de sostenerse sobre sus hombros, antes de probar a hacer otra pirámide con la pequeña.
Aquel ejercicio le gustó especialmente a Ricky, y subió inmediatamente a los hombros de Kerry. El pelirrojo guardaba tan bien el equilibrio, que el artista pudo echar a andar tranquilamente, sin siquiera sujetar al pequeño por los tobillos.
—Tú te desenvolverías bien en un circo —dijo el acróbata al pelirrojo.
Acababan de dejar sus prácticas de volteretas, cuando vieron a Pam, Pete y Charles salir de la casa. Los dos hermanos mayores llevaban una cartulina blanca en la mano y hacían señas para que los pequeños se acercasen.
—¡Ya tenemos nuestra clave secreta! ¡Mirad!
Cuando todos estuvieron reunidos, Kerry dijo:
—Charles es muy buen dibujante. Ha dibujado perfectamente el alfabeto de los dedos.
El acróbata explicó a los Hollister que aquel método de comunicación para sordos había sido inventado en París, en el siglo diecisiete.
—¿También se puede hablar francés, así? —preguntó Ricky, atónito.
—Sí. Cualquier idioma —contestó Kerry, con una risilla—. Con tal que sepas deletrearlo bien…
—Éste es un buen proyecto para nuestro Club de Detectives —dijo Pam—. ¡Cuánto podremos divertirnos aprendiendo idiomas por signos!
En aquel momento, desde el interior de la casa la señora Hollister llamó a los niños.
—Entre papá y yo hemos preparado una merienda que nos comeremos en el Parque Municipal —dijo—. Todo está sobre la mesa de la cocina, a punto de que vosotros lo llevéis al coche.
Pete cargó con una gran cesta de mimbre, llena de bocadillos. Charles agarró un enorme termo. Pam marchó tras él, revisando la cartulina con el alfabeto de las manos. Cuando la niña compuso la palabra «merienda», Charles sonrió y se pasó la lengua por los labios.
Sue se sentó delante, con sus padres. Kerry, Pete, Pam y Charles se acomodaron en el asiento inmediato, mientras Ricky y Holly corrían a ocupar el asiento del fondo. Aún no habían tenido tiempo de cerrar la portezuela cuando «Zip», el hermoso perro pastor, saltó al vehículo, junto a los dos niños.
—Vamos a llevarle —propuso Holly—. Así se divertirá.
—De acuerdo —replicó el padre—. Pero no podemos permitir que «Zip» entre en el parque.
—Es igual —declaró Sue—. «Zip» puede cuidarnos el coche.
El trayecto hasta el Parque Municipal fue corto y agradable. Pasaron por delante de la finca de la señora Neeley y, durante varios kilómetros, siguieron el camino por la orilla del lago.
Luego penetraron en una zona rural y, a los pocos minutos, el señor Hollister conducía la furgoneta a través de una verja. Un letrero colocado a un lado decía: Parque Municipal de Shoreham. Meriendas y Atracciones.
Aunque los Hollister habían estado allí otras muchas veces, la idea de hacer una comida al aire libre y dar una vuelta en el tiovivo de alegre colorido, siempre les entusiasmaba.
En esta ocasión, una compañía circense, en la que se incluía Kerry «Volteretas», aumentaba el número de atracciones. Los artistas hacían sus números bajo una pequeña tienda de lona, situada cerca del carrusel.
El señor Hollister llevó la furgoneta hacia un paraje boscoso y se detuvieron al lado de una mesa campestre, junto a la que había un trecho adecuado para encender fuego.
—No hay más que un breve paseo desde aquí a la zona de las atracciones —dijo.
Cuando todos hubieron salido, Pete subió los cristales de las ventanillas casi hasta el final. «Zip», obediente, se quedó en el vehículo. Las niñas prepararon inmediatamente la mesa, mientras los chicos encendían una hoguera y colocaban unas sabrosas hamburguesas.
Mientras comían, los niños se fueron turnando en la práctica de formar palabras con el alfabeto de los dedos.
Cuando Ricky deletreó la palabra «abujero» todos se echaron a reír y le aconsejaron que tuviera más cuidado al deletrear.
Después de aquella alegre merienda, Kerry se disculpó, diciendo que tenía que prepararse para su número.
—Os veré de aquí a un rato —dijo, y despidiéndose con la mano, se alejó por el sendero que conducía hasta la tienda de circo.
Rápidamente quedó recogido todo lo de la mesa, se extinguió el fuego y los utensilios de la merienda campestre fueron llevados a la furgoneta.
—Creo que es ya hora de que deis una vuelta en el tiovivo —dijo la señora Hollister—; antes de que sean las cuatro y Kerry empiece su actuación.
Pete se adelantó a comprar las entradas y poco después los seis niños se encontraban sentados en los animales de vistosos colores, que subían y bajaban repetidamente. Cuando el carrusel redujo la marcha, todos saltaron al suelo y corrieron hacia la tienda de lona.
Un altavoz anunció:
—Todo el mundo está invitado a ver al mayor acróbata y trapecista del mundo: Kerry «Volteretas» y su compañía.
—Yo no sabía que Kerry tenía una compañía —dijo Ricky.
—Se refieren a los hombres que trabajan con él —explicó Pam, después que compraron las entradas y cruzaron el pasillo hasta la tienda de lona de colorines.
Buscaron sus asientos y esperaron. A los pocos momentos cesó el zumbido de las conversaciones, porque Kerry «Volteretas», luciendo unos calzones de brillante color rojo, salió al centro de la pista. Con él aparecieron otros cuatro artistas.
Primero dieron saltos y volteretas, alternados en rápida sucesión con momentos en que se sostenían sobre las manos, cabeza abajo. Los espectadores palmotearon y dieron gritos de aliento a los artistas.
Después se desataron aros y trapecios que pendieron del techo. Kerry «Volteretas» dio un salto hasta agarrarse a una barra de trapecio. ¡Con qué gracia y agilidad iba y venía por los aires!
Luego ejecutó un doble salto en el aire, para ir a agarrarse a otro oscilante trapecio. Mientras los espectadores lo contemplaban con admiración, Pam oyó a «Zip» ladrar a lo lejos. El perro parecía estar frenético.
—Debe de ocurrir algo —susurró Pam a Pete, mientras los ladridos quedaban apagados por un ensordecedor estruendo de aplausos. Entonces la niña se inclinó hacia su madre y murmuró—: Discúlpanos, mamá.
Al ver que los dos hermanos se levantaban, Charles fue con ellos. Ricky Holly y Sue estaban tan abstraídos, viendo los números de circo, que no se dieron ni cuenta de que los mayores salían.
Pete y los otros dos se alejaron del escenario. Una vez fuera de la tienda, volvieron a oír los apremiantes ladridos de «Zip». Pete y Pam corrieron como locos por el sendero, bordeado de boscaje, seguidos de cerca por Charles.
Cuando llegaron a la furgoneta no pudieron ver otra cosa más que al hermoso perro ladrando y aullando.
—¿Qué te pasa, chico? —le preguntó Pete.
Y cuando Pete entreabrió la portezuela, el animal hizo esfuerzos por salir.
—No, no. Eso no puede ser. Está prohibido aquí —le dijo Pam—. Sigue donde estabas.
En aquel momento Charles apoyó una mano en el hombro de Pete, le hizo girar en redondo y le señaló algo. AI mismo tiempo dijo:
—El hombre se fue por allí. Yo le he visto.
Pete y Pam no habían visto nada, pero recordando lo que les dijera Kerry, respecto a que las personas sordas acostumbran a tener una vista muy penetrante, siguieron a Charles a través de la maleza. Las ramas de los arbustos habían sido quebradas y pisoteadas. Algunas aún se movían, indicando que alguien había pasado por allí poco antes.
Los niños siguieron la pista, moviéndose silenciosamente a través de los bosques, a lo largo de varios metros. Sin embargo, no lograron ver a nadie. Por fin llegaron a un trecho cubierto de césped, que bordeaba el Lago de los Pinos.
—¡Mirad ahí! —advirtió Pete, señalando.
Muy cerca de las aguas del lago podía verse la cabeza de un hombre.
—¿Nos habrá quitado las cosas de la merienda? —dijo Pam.
No habían recorrido los niños más que la mitad del trecho de césped cuando llegó a sus oídos el zumbido de un motor.
—¡Oh! ¡Se nos escapa! —exclamó Pete con desencanto.
Cuando él, Pam y Charles llegaron a la orilla, vieron una lancha con motor fuera borda que se alejaba, levantando tras sí montañitas de espuma blanca. El motor, pintado de fuerte color amarillo, permitía a la embarcación marchar velozmente hacia el centro del lago. Dentro iban dos hombres, agazapados para no dejarse ver.
Pete estuvo contemplando la motora hasta que se perdió de vista.
—¡Zambomba! Se han ido —murmuró Pete gravemente, mientras los tres echaban a andar por donde habían venido.
Cuando llegaron a la furgoneta, el espectáculo había concluido y el resto de la familia les esperaba. Kerry «Volteretas», todavía ataviado con sus calzones de color rojo, les dijo adiós.
—Y confío en que encontréis pronto esa vieja puerta que me interesa —concluyó.
Durante el camino, Pete pidió a su padre que les llevase a la Carretera Serpentina, para que pudieran hablar con la señora Neeley.
—La verdad es que este misterio se ha aclarado en un abrir y cerrar de ojos —dijo la señora Hollister, cuando llegaban a la vieja finca.
Pero Pete no estaba muy convencido de que fuese así. Su padre aparcó junto a la verja, y el hijo mayor y Pam salieron del vehículo. Corrieron a la entrada y llamaron. Les abrió la señora Neeley, que ni siquiera esbozó una sonrisa. Por el contrario, parecía muy preocupada y hasta asustada.
—He pasado toda la tarde telefoneando a vuestra casa —dijo la ancianita—. Ha sucedido algo terrible.
—¿Quiere usted decir que el fantasma ha vuelto? —preguntó Pete.
—¡Sí, sí! Y ojalá creáis lo que os voy a decir. ¡Fue tan aterrador!
La señora Neeley bajó la voz y miró por encima de la montura de oro de sus lentes, para asegurarse de que nadie más que los niños podía oírla.
—¡He visto un esqueleto en el cielo! —confesó—. Estaba volando por encima de la Casa Antigua.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Pete.
—Esta madrugada. Serían las cuatro.
La señora Neeley explicó que habían empezado a oír lamentos y quejidos y que, al levantarse de la cama para mirar, vio flotando en el cielo un espantoso esqueleto, precisamente por encima de las viejas chimeneas.
—Estaba demasiado asustada para poder hablar de eso con nadie. Ni siquiera a vosotros pensaba decíroslo. Pero, al fin, me armé de valor y telefoneé.
—¿Ha pensado en el oficial Cal? —preguntó Pete—. ¿Le ha informado de todo?
—No puedo hacer eso. La policía puede pensar que estoy loca.
Pete y Pam se miraron. Podía ser que la viejecita hubiera estado soñando.
—Ya sé lo que estáis pensando —dijo, en seguida, la gruesa anciana—. ¡Pero lo he visto!
—Nosotros procuraremos ayudarla, señora Neeley —se ofreció la bondadosa Pam—. Ya tendrá noticias nuestras.
Los dos hermanos se despidieron de la anciana y volvieron a la furgoneta.
—¿Os ha dado la recompensa? ¿Qué es? —preguntó, impaciente, Ricky.
Los hermanos mayores cerraron la portezuela, mientras el señor Hollister reanudaba la marcha, y Pete dijo entonces:
—No hay recompensa.
—Sólo hay otro misterio —anunció Pam, disponiéndose a contar el extraño suceso del esqueleto danzando por el cielo.
El señor Hollister, después de escuchar, movió la cabeza de un lado a otro y dijo, muy pensativo:
—Este caso parece una mezcla de realidades e imaginaciones. No vais a ser capaces de resolverlo, hijos.
—¡Sí, sí podremos! —declaró Holly, muy convencida.
La familia llevaba un rato hablando tan rápidamente que Charles no había podido enterarse de lo que estaba comentándose. Por eso Pam se entretuvo el resto del viaje, en escribir una nota contándole toda la historia sobre la Casa Antigua.
El muchachito mudo contestó con estas palabras, también escritas: «Me gustaría ingresar en vuestro Club de Detectives».
—Podemos hacer una votación aquí mismo —dijo Pete—. Somos bastantes los miembros presentes. Todos los que estén de acuerdo que digan «sí».
De las bocas de todos los hermanos salió un sonoro «sí». Incluso «Zip» ladró, como para dar su aprobación. Pam se volvió al niño sordomudo y le anunció:
—Ya eres miembro de nuestro club.
—Muchas gracias —repuso él, sonriendo.
Unos minutos más tarde, el señor Hollister dejaba a Charles en la granja y luego reanudaba el camino a su casa.
Mientras se arreglaban para meterse en la cama, Pete dijo a Ricky:
—Puede que el señor Akers tenga mañana las copias hechas; podrías ir temprano, con Holly, a buscarlas.
Pete siguió diciendo que pensaba encargar a Dave la vigilancia de la Casa Antigua.
—De acuerdo, jefe —contestó el pecoso, procurando imitar a un detective de verdad.
A la mañana siguiente, poco después de desayunar, Ricky y Holly marcharon en sus bicicletas hacia la tienda del señor Akers. El fotógrafo, al verles entrar, les sonrió desde detrás del mostrador, y preguntó:
—¿Qué os parecieron?
—¿Qué nos parecieron? —repitió Ricky.
—Sí; las fotos. ¿Es que no las habéis visto?
Los dos hermanos quedaron muy confusos.
—¿Es que no enviasteis vosotros a un chico a recogerlas? —preguntó el señor Akers.
—¡No! ¡No hemos enviado a nadie! —exclamó Ricky, preocupado.
El señor Akers explicó que dos chicos habían ido a buscar las copias, diciendo que iban de parte de Ricky Hollister.
—¿Quiénes eran? —preguntó Holly, tan indignada que los ojos empezaron a llenársele de lágrimas.
El señor Akers dijo que a uno de ellos le había reconocido: era Will Wilson.
—¡Apuesto algo a que el otro era Joey Brill! —dijo Ricky, que casi echaba chispas por los ojos.
—Puede que lo fuera —admitió el señor Akers—. El caso es que se llevaron las fotografías, diciendo que os las cargase en cuenta a vosotros.