EL ALFABETO DE LOS DEDOS

Holly y Ricky acudieron junto al niño caído en tierra. Cuando le ayudaron a levantarse, vieron que tenía el codo herido y sangrante.

Entre tanto, Joey había dado la vuelta, en su bicicleta, para contemplar los resultados en su diablura.

—¡Eres malísimo! —le reprendió Holly.

—¿Por qué lo has hecho, Joey? —gritó Ricky, indignado—. Él no te molestaba.

El desconocido, de unos doce años, era delgado y tenía el cabello y los ojos castaños. Miró a Holly y Ricky, pero sin decir nada. Joey hizo una mueca, y explicó:

—Es un chico nuevo en la ciudad. ¡Tengo que enseñarle quién manda aquí!

—¡No tenías que haberle hecho caer! —le reconvino Ricky.

—Ya le avisé. ¿Qué más quiere?

—Eres un borrico y se lo voy a decir todo a Pete —chilló Ricky, sacudiendo los puños con indignación.

Joey pedaleó hasta llegar junto al pelirrojo, le dio una bofetada y volvió a pedalear, rápidamente, hasta desaparecer calle abajo.

—Está rabioso porque no ha podido entrar en nuestro Club de Detectives —explicó Holly al muchachito desconocido.

Por primera vez se dio cuenta la niña de que el chico la miraba muy atentamente, mientras ella hablaba.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Ricky.

El desconocido abrió la boca, pero sólo emitió unos sonidos guturales.

—No te entiendo —le dijo Holly.

El chico repitió las palabras, que todavía no fueron muy claras. Por fin, sacando un lápiz y papel de su bolsillo, escribió.

«Me llamo Charles Belden. Soy sordo».

Ricky y Holly quedaron atónitos. No era extraño, en tal caso, que el chico no se hubiera apartado para dejar paso a Joey. ¡No le había oído aproximarse!

—Cuánto lo siento —dijo Holly—. ¿Entiendes lo que te digo?

Los dos hermanos escucharon con muchísima atención la respuesta de Charles. Las palabras seguían teniendo un tono destemplado y poco claro, pero se comprendía.

—Sí —dijo el chico—, porque leo en vuestros labios.

—Ven con nosotros, que te curaremos el codo —ofreció Holly.

Charles dijo que sí con la cabeza y echó a andar en compañía de sus nuevos amigos. Al ver la casa de los Hollister, abrió de par en par los ojos, demostrando entusiasmo. Pete y Pam estaban a la sombra del garaje, dando una capa de pintura blanca a dos sillas del jardín. Holly y Ricky dejaron sus bicicletas en el camino del jardín y se apresuraron a presentar a su nuevo amigo.

—Hola —saludó Charles, con su voz de extraño sonido.

—Sentimos mucho que te hayas hecho daño —le dijo Pam—. Entra en casa, que entre mamá y yo te curaremos.

Pete y Pam dejaron las brochas, se quitaron los guantes de pintar y condujeron a Charles a la sala. Allí estaba la señora Hollister, regando una jarrita con violetas, mientras Sue jugaba en el suelo con su muñeca. La madre dejó inmediatamente el jarro de cobre con que estaba echando el agua y fue a examinar la herida del muchacho.

Todavía estaban los mayores haciendo las presentaciones, y ya la señora Hollister, seguida de Sue, llevaba a Charles al cuarto de baño, donde le lavó la herida, se la desinfectó con antiséptico y se la vendó. Terminada la cura, fueron todos al porche y se sentaron, a charlar un rato.

—¿Dónde vives? —preguntó la señora Hollister a Charles.

—Y ¿de dónde habéis venido? —indagó Ricky.

—¿Cuánto tiempo hace que estás sordo? —preguntó Holly.

—Por Dios, hijos —intervino la madre—. Charles no puede leer los labios de todos a un tiempo.

El niño sordo sacó papel y lápiz de su bolsillo y empezó a escribir con todo esmero. Al terminar, entregó la nota a la señora Hollister, sonriéndole. Así, todos se enteraron de que Charles procedía de la capital, donde vivía con sus padres y su abuelo. Estaba pasando el verano en la granja de los Johnson, y ayudaba al granjero quien, a cambio, le permitía pasar en su casa unas vacaciones gratuitas. Charles había nacido ya sordo e iba a una escuela para sordomudos, en la capital.

Los Hollister sabían que el señor Johnson tenía una granja en las proximidades de Shoreham. Allí cultivaba hortalizas y criaba unas pocas cabras.

Charles había ido aquel día a visitar Shoreham y ya volvía a casa de los Johnson, cuando la bicicleta de Joey le hizo caer.

Los Hollister no habían conocido, hasta entonces, un niño sordo. Charles iba mirándoles a la cara, a uno tras otro, mientras los hermanos hablaban. Sonriendo se dirigió a Pam para decirle:

—A ti te entiendo mejor que a los otros.

Pam se alegró mucho de saber que era capaz de hacerse comprender bien. Mientras los demás hacían movimientos exagerados con los labios y las manos, Pam hablaba lentamente y con toda naturalidad.

La señora Hollister invitó a Charles a que comiera con ellos. Cuando él contestó risueño, diciendo que sí, Holly fue a añadir un cubierto más en la mesa y Pam se ofreció para telefonear a la esposa del granjero, diciéndole dónde estaba Charles.

Al muchacho le gustó mucho la comida, consistente en bocadillos, limonada y pastel de chocolate. Al acabar de comer, ya todos los Hollister empezaban a entender el modo de hablar de Charles. Los cinco hermanos se entristecieron cuando su invitado dijo, lentamente:

—Tengo que irme.

—Vuelve pronto —le invitó la señora Hollister.

—¿No podría ser mañana? —sugirió Pam—. Podríamos hacer una comida campestre, después de ir a la iglesia.

—¡Zambomba! Nos divertiríamos de verdad —exclamó Pete—. ¿Y si invitásemos, también, a Kerry «Volteretas»?

—Me parece magnífico —declaró la señora Hollister—. Charles, yo te llevaré a tu casa. Vamos.

Aquella misma mañana, el señor Hollister se había llevado al Centro Comercial la camioneta de reparto, dejando en el camino del jardín la furgoneta. Todos subieron al vehículo, mientras Sue repetía una y otra vez que ella se sentaría junto a Charles.

Se pusieron en marcha hacia la granja de los Johnson y, cuando llegaron, Pam escribió una nota, para estar segura que Charles entendía bien. La nota decía: «Vendremos a buscarte mañana a la una».

A Charles se le alegró el rostro. Cabeceó vigorosamente y dijo, con su voz extraña:

—Gracias. Adiós. Adiós.

—Qué pena me da Charles —dijo, condolida, Pam, cuando volvían a casa.

—Es un chico despabilado y afable —replicó la señora Hollister—. Lee muy bien en los labios y será una persona útil y sensata, a pesar de su desgracia.

Ricky, exclamó, en seguida:

—¡Canastos! Mucho mejor que Joey Brill.

—Joey no pudo darse cuenta de que ese niño es sordo —repuso la madre, deteniendo la furgoneta en el jardín—. Estoy segura de que lamentará lo que hizo, cuando se entere.

Al salir de la furgoneta, Pam oyó sonar el teléfono y corrió a contestar. Quien llamaba era la señora Neeley.

—¿Está Pam? —preguntó.

—Sí. Soy yo.

—¡Gracias, hijitos! ¡Muchas gracias! —dijo la anciana.

—Pero… ¿Qué hemos hecho? —preguntó Pam.

—Habéis librado mi casa del fantasma. Nada menos que eso.

La señora Neeley añadió que ya no sonaban quejidos ni ruidos misteriosos en la vieja mansión. Incluso el huso se portaba debidamente y los visitantes no tenían queja de nada. La señora concluyó con estas palabras:

—Venid mañana a verme y os daré, a vosotros y a vuestro Club, una recompensa por vuestros servicios.

Pam colgó el teléfono, muda de sorpresa. ¿Se había resuelto el misterio? ¿Tan fácilmente? Pero ¿qué habían hecho ellos para echar al fantasma? Si algún intruso misterioso era el responsable de los extraños ruidos y demás misterios, ¿por qué se había marchado tan repentinamente?

Cuando Pam habló con Pete de la llamada de la señora Neeley, el chico se rascó la cabeza con incredulidad.

—Yo creo que el fantasma guarda silencio, por alguna razón especial. Ya verás como volverá a hablarse de él.

—Pero si la Casa Antigua ya no tiene conflictos, tendremos más tiempo para ocuparnos del misterio de Kerry «Volteretas».

—Vamos a telefonearle ahora mismo, para invitarle a que venga con nosotros y con Charles mañana —dijo Pete.

Encontraron a Kerry en el Motel del Lago. Dijo que tenía que actuar al día siguiente a las cuatro, pero que estaría encantado de encontrarse con los niños al salir de la iglesia.

Al día siguiente a la una en punto, la señora Hollister y los niños llegaban a la granja de los Johnson, para recoger a Charles Belden. El chico llevaba unos pantalones recién lavados, camisa planchada y el cabello bien peinado.

—Ya se nota que es domingo —dijo Ricky, mientras el muchachito sordo entraba en el coche.

Al llegar a casa encontraron la motocicleta de Kerry «Volteretas» detenida junto al garaje. El acróbata se encontraba en el porche, hablando con el señor Hollister. En cuanto toda la familia subió los peldaños del porche, se hicieron las presentaciones de los dos invitados.

—Charles es sordo —explicó Pam—, pero puede leer las palabras en los labios.

El acróbata estrechó la mano del sordomudo y explicó:

—Una vez trabajé con un artista de circo sordo, pero él siempre veía cosas que los demás no advertíamos. Por eso las personas carentes de oído adquieren una excelente vista.

Sonriendo a Charles, Kerry empezó a hacer rápidos movimientos con su puño y dedos de la mano derecha. El chico, encantado, empezó a hacer señas también. Advirtiendo los rostros de sorpresa de los Hollister, Kerry dijo:

—Estamos hablando con el alfabeto de los dedos. Lo aprendí hace años.

Añadió que en muchas escuelas para sordomudos sólo se enseña a leer en los labios.

—Pero son muchos los sordos, de doce años en adelante, que aprenden el lenguaje de las señas, o el alfabeto de los dedos.

—¡Zambomba! Eso es, precisamente, lo que nosotros buscábamos.

—¿Estás pensando en un lenguaje secreto para nuestro Club? —preguntó Pam, entusiasmada.

—Claro que sí —repuso el hermano mayor—. Podríamos hablar sin hacer ningún sonido.

Pam se volvió a Charles para preguntar:

—¿Querrás enseñarnos el alfabeto de los dedos?

Cuando el muchachito contestó que lo haría, Pete abrió la marcha hacia su dormitorio, seguido de los demás niños y de Kerry. Dieron a Charles una cartulina blanca, pluma y tinta. El sordomudo se sentó ante el escritorio y empezó a dibujar con gran esmero varias manos con los dedos en diferentes posiciones; cada una de las manos representaba una letra del alfabeto. Pete y Pam observaban, en silencio.

Cuando Ricky empezó a moverse, Kerry «Volteretas» se dirigió a él, Holly y Sue para proponer:

—¿Os gustaría aprender algunas volteretas especiales?

Los cuatro corrieron al jardín y allí Ricky pidió:

—Enséñeme, primero, alguna acrobacia suya.

El artista se echó a tierra, quedando con los pies en el aire apoyándose en las manos, y luego dio varias volteretas hacia delante y hacia atrás. La chiquitina Sue aplaudía más sonoramente que nadie y gritaba entusiasmada.

—¡Huuy! ¡Si eres un hombre «volvido» del revés! —decía.

Mientras el padre y la madre de los Hollister estaban atareados en la cocina, Kerry enseñó a los pequeños a rodar por el suelo igual que si fuesen ruedas. Muy pronto, Ricky, Holly y Sue estuvieron haciendo repetidamente sobre el césped todo lo que el acróbata les había enseñado.

—Sois unos buenos acróbatas —declaró Kerry—. Y ahora, ¿qué os parece si construimos un castillo?

Los niños cabecearon, diciendo que sí con entusiasmo, y el artista añadió:

—Es difícil, pero creo que podremos hacerlo.

Kerry se puso en cuclillas y dijo a Ricky y a Holly que subieran cada uno a uno de sus hombros.

—Guardad el equilibrio —dijo, al notar que los dos hermanos se tambaleaban—. Eso es. Ahora, quietos. Ven aquí, Sue.

Kerry alargó los brazos y levantó en vilo a la chiquitina.

—Ahora —dijo el artista, hablando lentamente y mirando a derecha e izquierda—, Sue se apoyará sobre vuestros hombros.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¿Podrá usted solo sostenernos a los tres?

Sin contestar, Kerry levantó a Sue por encima de su cabeza y Ricky y Holly ayudaron a que la pequeña se apoyase en sus hombros. Entonces, lentamente y con mucha precaución, Kerry fue poniéndose en pie, elevando a todos hacia el cielo.

Aunque estaba un poco asustada, la pequeñita Sue sacó fuerzas de flaqueza para sonreír. Pero al sonreír perdió el equilibrio. Sus dos hermanos intentaron ayudarla a mantenerse erguida, pero la pobre Sue se tambaleaba a derecha e izquierda. De repente se inclinó hacia delante y cayó hacia el césped.