Pete continuó tendido en tierra, mirando con incredulidad a aquel hombre enjuto, que se arrodilló a su lado, preguntando:
—¿Estás bien?
Pete hizo un esfuerzo para ponerse en pie y contestó con otra pregunta:
—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted vigilando nuestra casa?
El hombre, que tenía una cara casi de niño, pareció quedar avergonzado y aturdido.
—Es una larga historia —dijo—, y confío en que me creas.
—Le escucho —repuso Pete—. Y quisiera hacerle algunas preguntas, señor…
—Me llamo Kerry «Volteretas» —explicó el forastero—. Soy acróbata y hago unos números en el espectáculo del Parque Municipal.
—Kerry «Volteretas» —repitió Pete—. Es un nombre raro. ¿Se lo han puesto porque da usted saltos y volteretas?
—Naturalmente. Pero no sé mi nombre verdadero. Por eso hago esas cosas que tan misteriosas te parecen.
Pete se sacudió la ropa, levantó del suelo la bicicleta y la apoyó en el árbol. Entre tanto, Kerry «Volteretas» sacó una pequeña fotografía de su bolsillo.
—Estoy intentando resolver un misterio —dijo, tendiendo la fotografía a Pete.
En la copia fotográfica se veía a una niña, que tendría la edad de Holly, pero iba vestida a la antigua. Estaba junto al umbral, muy ornamentado, de una vieja casa. Junto a la puerta había un limpiabarros, en forma de un elefante con el lomo aplastado.
Pete miró atentamente la fotografía. Parecía haber sido sacada de otra más grande.
—¿Quién es? —preguntó Pete.
—Esa niña era mi madre —fue la contestación del acróbata—. Estoy buscando la pista de mi familia.
—¿Su familia? —preguntó Pete, atónito.
—Ya sé que te parecerá muy raro —dijo Kerry «Volteretas»—. Pero la verdad es que yo no sé quién soy. ¿Te gustaría a ti esa situación?
Pete movió de un lado a otro la cabeza. A él le gustaba saber que era Pete Hollister, y así se lo dijo al acróbata.
—A lo mejor yo puedo ayudarle —se ofreció Pete—. A mi familia le gusta resolver misterios.
—¡Magnífico! —repuso Kerry—. Te lo contaré todo.
Pete y el equilibrista se sentaron en el césped, bajo el árbol. Y, a continuación, Kerry «Volteretas» explicó la más extraña historia que oyera nunca Pete.
Los recuerdos más lejanos del acróbata se remontaban a la época en que tenía cuatro años. El pequeño viajaba con sus padres por las ciudades de Europa, realizando un número de acrobacia.
—Nos conocían por el nombre de «Los Tres Volteretas» —siguió diciendo Kerry—. Mi padre procedía de Suecia, y mi madre era americana. Pero ninguno de ellos me dijo nunca cuál era nuestro verdadero nombre, ni me contó nada relativo a nuestra familia.
—¿Por qué? —preguntó Pete.
—No lo sé. —Y al decir esto Kerry movió tristemente la cabeza—. Puede que se avergonzaran de algo de nuestro pasado. Mi padre murió cuando yo tenía dieciséis años y mi madre se puso enferma poco después.
Pete había quedado fascinado por aquella rara historia.
—Pero, todo eso, ¿qué tiene que ver con que usted ande vigilando nuestra casa y la de la señora Neeley?
Kerry dejó escapar un suspiro y siguió diciendo:
—Antes de morir, mi madre me puso en las manos esta fotografía, diciéndome que había sido tomada en Shoreham. Me prometió contarme todo el misterio sobre mi familia al día siguiente. Pero ese día siguiente ya fue demasiado tarde.
—Lo siento —murmuró Pete.
—Eso fue hace mucho tiempo —replicó Kerry—. Yo continué trabajando como equilibrista y viajé por todo el mundo. Cuando llegué a Shoreham, la semana pasada, me decidí a averiguar quién soy.
—¡Ya entiendo! —exclamó Pete—. Usted está buscando todas las casas viejas con una entrada especial.
—Sí —respondió Kerry—. Si, al menos, pudiera encontrar la casa en que vivió mi madre, podría averiguar algo de ella.
—Dios quiera que lo averigüe —dijo Pete.
El acróbata dijo a Pete que, en las horas que le dejaba libre su trabajo en el Parque Municipal, había estado inspeccionando, por fuera, varias casas antiguas de Shoreham, pero en ninguna parte encontró la entrada ornamental.
—¿Has visto tú por aquí alguna entrada como ésta?
Pete estudió la fotografía con todo interés. En la parte inferior había un peldaño de piedra, sobre el cual se encontraba la niña. En el umbral podía verse una arcada decorada con una cabeza de águila.
—No. Nunca he visto nada igual —confesó Pete—. La verdad, es una decoración muy rara.
—Por eso creí yo que iba a ser fácil de localizar.
—Pero ¿por qué huyó usted de nosotros? —preguntó Pete, con extrañeza.
A esto contestó Kerry que él era una persona tímida y no le gustaba que los demás supiesen lo que hacía.
—Tuve miedo de que la gente se riera de mí, si llegaba a saber que yo andaba buscando entradas antiguas —dijo el acróbata, mirando a Pete fijamente a los ojos.
—Permita usted que nosotros le ayudemos —dijo Pete, que luego habló a Kerry del Club de Detectives de Shoreham.
Además le preguntó si le importaba dejarle la fotografía para que hicieran varias copias: una para cada miembro del club.
—Así todos podríamos buscar esa puerta antigua.
Al principio Kerry pareció tener pocos deseos de desprenderse de tan importante pista, pero acabó diciendo:
—Sé que puedo confiar en ti, Pete. Pero ten mucho cuidado. Si pierdes esa foto, posiblemente nunca llegaré a saber quién soy.
Pete prometió cuidar con especial atención aquella fotografía. Antes de separarse de Pete, Kerry dijo que estaba hospedado en el Motel Lago, cerca del Parque Municipal.
—Le informaré de lo que averigüemos —prometió Pete—. Y usted, cuando venga a la ciudad, no deje de pasar a vernos.
El acróbata se alejó en su motocicleta y Pete volvió a casa en la bicicleta.
A la hora de cenar, todos comentaron la extraña historia de Kerry «Volteretas».
—Veo que el Club de Detectives tiene abundancia de misterios que resolver —comentó la señora Hollister.
—Tienes razón —contestó Pam—. A mí me gustaría poder ayudar al señor «Volteretas».
—Podríamos ir al Parque a verle actuar —propuso, en seguida Ricky.
Pero se decidió que antes convenía celebrar otra reunión del Club.
Se convocó la reunión para el día siguiente por la mañana, en el cuarto del sótano reservado al Club. Todo el mundo demostró mucho interés por encontrar la puerta antigua.
—En vista de que tenemos dos misterios que resolver, yo propongo que los miembros más pequeños de nuestro Club se ocupen del caso de Kerry «Volteretas».
Ricky, Holly, Donna y Jeff se miraron entre sí, muy emocionados. Holly exclamó:
—Nos gusta mucho eso. ¿Qué es lo primero que podemos hacer, Pete?
—Encargar copias de esa fotografía —contestó el hermano mayor, entregando la fotografía a Holly—. Podéis ir al fotógrafo que está cerca de la tienda de papá.
Mientras los demás quedaban hablando sobre el misterio de la Casa Encantada, Ricky, Holly, Donna y Jeff fueron a buscar sus bicicletas para ir a la ciudad.
La tienda de fotografía, de la que era propietario el señor Akers, estaba un poco más abajo que el Centro Comercial. Los cuatro niños entraron en el callejón lateral de la tienda del señor Hollister y aparcaron sus bicicletas en la parte posterior del Centro Comercial. Desde allí fueron a pie al fotógrafo.
Al pasar ante el escaparate, Jeff se detuvo a mirar los objetos expuestos.
—Qué cámaras tan buenas —comentó, admirado.
—Si quieres, puedes quedarte mirándolas. Nosotros entraremos —dijo Holly.
El señor Akers, un hombre que tendría la edad del señor Hollister, miró la fotografía que le entregó Holly.
—¿Y dices que necesitáis una copia de esto? —preguntó.
—Una, no. Ocho, si puede ser —contestó Holly.
El señor Akers movió de un lado a otro la cabeza, pensativo, mientras sonreía al grupo de niños.
—¿Se trata de otro misterio que estáis resolviendo?
—Preferiríamos no decirlo —murmuró Holly.
—Porque es un secreto —añadió Donna.
Y Ricky exclamó con orgullo:
—De nuestro Club de Detectives. Por eso no podemos decírselo, señor Akers.
—Comprendo —contestó el fotógrafo—. Tendréis esas copias dentro de un par de días.
Los niños dieron las gracias y salieron de la tienda. Jeff estaba esperándoles, con las manos en los bolsillos, mientras observaba a Joey Brill, que marchaba calle abajo.
—¿Te ha molestado? —le preguntó Ricky.
—No. Os ha visto entrar en la tienda y me preguntó a qué ibais.
—No se lo habrás dicho, ¿verdad? —preguntó Holly.
Jeff miró a sus amigos con algo de apuro.
—Pues… Sí. Le he dicho un poquito. No creí que fuese nada malo.
—¡No tenías que decírselo! —protestó Holly—. Los buenos detectives se guardan sus secretos.
—¡Merengues! Bueno… Lo siento mucho —se disculpó, inmediatamente, Jeff—. Pero es que Joey estaba tan amable hoy…
—Siempre es amable cuando trama algo gordo —dijo Ricky, sentencioso.
—No lo haré nunca más —prometió Jeff, que se despidió de sus amigos y se fue a su casa porque tenía que hacerle un recado a su madre.
Cuando se despidió Donna, que quería ir a la tienda de refrescos, Ricky y Holly fueron a la tienda de su padre. Al entrar ellos, el señor Hollister avanzó por uno de los pasillos de su moderno establecimiento, para acudir a recibirles.
—Confiaba en que alguno de vosotros pasase por aquí —dijo, rodeando con sus brazos a Ricky y Holly—. Tengo que hacer un recado en el banco y necesito que, entre tanto, alguien me cuide la tienda.
—¡Canastos! Nos gustará mucho quedarnos —afirmó el pecoso.
Cuando estuvieron solos, él y Holly estuvieron contemplando con orgullo la sección de ferretería, los juguetes y los artículos deportivos.
—Cuando sea mayor, tendré una tienda igual que ésta —anunció Ricky.
Pero Holly le atajó, advirtiendo:
—Ahí llega un cliente.
Por la puerta apareció un hombre bajo, de cabello negro.
—¿Puedo servirle en algo, señor? —preguntó el chico, imitando a su padre.
El hombre miró a Ricky y dijo:
—Te pareces mucho a Pete Hollister. Debes de ser su hermano.
—Y yo soy su hermana —informó Holly, aproximándose.
—Yo soy Kerry «Volteretas» y querría…
—¡Kerry «Volteretas»! —exclamaron, a una, los dos hermanos.
—Nuestro Club de Detectives está intentando resolver su misterio —dijo Ricky, muy emocionado.
—Gracias —contestó el acróbata—. ¿Tendríais aquí…?
—Debe de ser estupendo ser un artista de circo y viajar por todo el mundo —dijo Holly.
Y Ricky, sonriente, añadió:
—Iremos a verle actuar. —Luego se puso muy serio para cumplir con su trabajo de dependiente—. Pero todavía no nos ha dicho usted lo que desea, señor «Volteretas».
El acróbata contuvo la risa, para no tener que decirle que habían sido él y su hermana quienes no le habían dejado hablar, y explicó:
—Querría unos metros de cuerda.
—¿Cuerda? ¡Humm! ¿Es para una vela, para un lazo o para…?
—¿Para jugar a la comba? —apuntó Holly.
—No. Es para mi número de circo. Necesito cuerda nueva para mis aros saltarines. ¿Tenéis buena cuerda de cáñamo?
La verdad era que Ricky no sabía nada de tales cuerdas, pero llevó a Kerry «Volteretas» a la trastienda, donde su padre tenía almacenados grandes rollos de cuerda, ovillados en grandes husos de madera.
—Ésta es la que necesito —dijo el artista, eligiendo una.
—¿Qué cantidad? —preguntó Ricky.
—Diez metros.
Entre los dos hermanos midieron la cantidad deseada y luego Ricky se ocupó de cortarla con unas enormes tijeras.
Como en el huso de cada ovillo llevaba anotado el precio de la cuerda correspondiente, Kerry «Volteretas» no tuvo dificultad en calcular el precio de lo que había comprado, y pagarlo.
Cuando el artista se marchó, Ricky propuso:
—¿Por qué no tomamos un poco de cuerda y hacemos una especie de trapecio?
—Es que no tenemos ninguna argolla de las que usan en el circo —objetó Holly.
—Podemos hacer una con el extremo de la cuerda —replicó el pecoso—. Vamos.
Ricky cortó un gran trozo de cuerda. Se subió a una escalera portátil, y ató un extremo a una tubería que pasaba por el techo del Centro Comercial. Holly le ayudó a hacer una gaza en el otro extremo de la cuerda. Entonces el pequeño se cogió a la gaza con ambas manos y se balanceó de un extremo a otro.
—¡Ja, ja! ¡Soy acróbata! —gritaba.
—Ahora, déjame probar a mí —pidió Holly.
Cuando su hermana hubo hecho unos cuantos ejercicios, el pecoso anunció:
—Tengo una idea aún más buena.
—¿Qué es? —quiso saber Holly.
—Ya te lo enseñaré —contestó Ricky, subiendo otra vez a la escalera. Esta vez pasó un pie por la gaza de la cuerda y, tomando dicha cuerda con ambas manos, se balanceó una y otra vez por encima de los mostradores.
Pero, de pronto, el pequeño dio un grito. Se le habían soltado las manos de la cuerda y se encontró en el aire, colgado por una pierna.
—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó Holly, corriendo a la parte delantera de la tienda, donde estuvo a punto de tener un fuerte encontronazo con su padre, que entraba en aquel momento.
—¡Ricky está colgado! —dijo Holly, sin dejar de gritar.
El señor Hollister acudió rápidamente a donde estaba su hijo, que parecía un muñeco de trapo, colgado del techo. Subió a la escalera, aflojó inmediatamente el nudo y dejó libre a su hijo.
—No es posible que vendas nada estando cabeza abajo, Ricky —dijo el señor Hollister—. ¿Qué clase de dependiente eres?
El pequeño sonrió, avergonzado, dijo que lo sentía mucho y luego informó a su padre de la venta que había hecho a Kerry «Volteretas».
—Muy bien, «Acróbata Ricky» —dijo el padre, con un guiño—. Ahora puedes irte a casa y dar volteretas por el césped.
El señor Hollister despidió a los dos pequeños con un beso.
Pasaban los dos hermanos por una calle sombría, cercana ya a su casa, cuando vieron delante a un niño que caminaba por el bordillo. De repente, como brotando de la nada, ante ellos pasó Joey Brill, en bicicleta, veloz como un rayo.
—¡Ding, ding, vía libre! —gritó el chicazo.
El niño desconocido siguió su camino sin volver la cabeza.
—¡Zopenco! —gritó el camorrista.
En ese momento, la parte delantera de su bicicleta chocó con el chico de delante, que cayó al suelo de cabeza.