UN EXTRAÑO FORASTERO

La puerta vidriera se cerró con un gran golpe. De un solo salto, Joey Brill dejó atrás las escaleras del porche y huyó de casa de los Hollister con la velocidad de una gacela, seguido por Will Wilson.

Cuando estuvieron en la calle, los dos chicos se detuvieron para examinar la mano derecha de Joey. Un momento después reanudaban la carrera de huida.

La señora Hollister, al ver aquello, se asomó por las escaleras del sótano para preguntar:

—Pete, ¿qué le habéis hecho a Joey? Está muy pálido.

—Es que le ha mordido el pato de Jeff.

—Pues, por su manera de escapar de aquí, cualquiera diría que le ha mordido un áspid.

Los niños se echaron a reír y Da ve Meade dijo:

—No ha pasado la prueba. Por lo menos, no es miembro de nuestro Club de Detectives.

Al día siguiente, todos los niños de Shoreham se habían enterado del susto que había pasado Joey. Un chico de catorce años que se cruzó en la calle con el camorrista, sonrió, burlón, al tiempo que decía:

—¡Cuá, cuá!

—Tengo que ajustar cuentas con los Hollister —masculló Joey.

De todos modos, el chicarrón estuvo tan avergonzado que, durante un tiempo, no se acercó por la casa de los cinco hermanos.

Y sin las molestias de Joey, el Club de Detectives podía trabajar sin interrupciones.

Aquella tarde Pete, Pam, Ricky y Holly, acompañados por Jeff, Ann, Dave y Donna, fueron en sus bicicletas a la Casa Antigua.

La señora Neeley les dijo que podían registrar la casa, antes de que empezasen a llegar visitantes.

—Sí, señora Neeley —repuso Pam—. Lo haremos.

—Y, por favor, tened cuidado con mis antigüedades —les advirtió la gruesa ancianita, mientras los niños echaban a andar hacia la mansión.

—¿Os parece que las chicas miren dentro, mientras nosotros exploramos el exterior? —propuso Pete, cuando llegaron a la puerta principal—. Si os encontráis en algún apuro, sólo tenéis que chillar —añadió, mientras las niñas entraban en la Casa Antigua.

Luego Pete se volvió a Dave, Jeff y Ricky para decir:

—Nosotros podemos buscar huellas de pisadas.

Los cuatro dieron una vuelta alrededor de la casa de piedra. Pete separó los arbustos y examinó la tierra en la parte que quedaba debajo de los ventanas. No se veía indicio alguno de que hubiera estado alguien al pie de las ventanas.

Los chicos siguieron buscando, moviéndose alrededor de la casa en círculos cada vez más amplios y quedando cada vez más separados de la casa. Pero continuaron sin encontrar huellas de pies, ni cualquier otra pista.

Y al fin se encontraron en la orilla del lago.

—Ya no podemos ir más lejos —comentó Dave—. ¡Carambola, no hemos tenido suerte!

En vista del poco éxito, decidieron ir a reunirse con las niñas en la Casa Antigua. Ricky corrió delante de todos. Cuando llegaron a una esquina de la casa de piedra, el pecoso se detuvo en seco y levantó la mano derecha. Pete, Jeff y Dave se detuvieron junto a Ricky.

—¿Qué pasa? —preguntó Pete.

—Alguien nos está espiando.

—¿Dónde está? —preguntó Jeff, escudriñando la finca hasta la cerca de hierro.

—Allí. Bajo aquel árbol.

Ricky señalaba un gran abeto con algunas ramas tan bajas que casi tocaban el suelo. Pete pudo ver muy bien unos pantalones de hombre, pero el resto del cuerpo quedaba oculto entre el follaje.

—¿Creéis que nos está mirando? —preguntó Dave.

—Lo sabremos en seguida. Vamos —dijo Pete—. Seguidme.

Avanzando en fila de a uno, como los indios, los cuatro chicos retrocedieron hacia la orilla, hasta que quedaron ocultos en un trecho de arbustos; describieron un amplio, círculo hasta llegar a la cerca, y entonces caminaron siguiendo la dirección de la misma.

—Ahora andad en completo silencio —les advirtió Pete, y todos se arrastraron, sigilosos, hacia el abeto, sin dejarse ver desde el otro lado de los arbustos.

—Ahí está —dijo Pete.

Ahora el hombre quedaba completamente visible. Estaba mirando la entrada de la Casa Antigua. Tenía algo de papel en la palma de la mano y alternaba sus miradas entre el papel y la vieja mansión.

—¿Qué estará haciendo? —comentó Dave.

—¡Canastos! No es muy alto —dijo Ricky, en voz baja—. Vamos a detenerle. ¡Puede que sea el fantasma que estamos buscando!

—No tenemos motivos para detenerle —contestó, sensatamente, Pete—. No está haciendo nada ilegal.

Pete examinó al hombre atentamente, fijándose en todos los detalles. Era bajo y enjuto, con el cabello negro peinado con fijador. Tenía la nariz larga y afilada. Iba vestido con pantalones anchos y una camisa deportiva, con las mangas enrolladas, dejando al descubierto los brazos musculosos.

—Vamos a hacerle algunas preguntas —propuso Pete. Y, saliendo de la protección de los arbustos, llamó en dirección al hombre—. ¡Eh, oiga! Quisiera hablar un momento con usted.

El desconocido volvió la cabeza y su rostro reflejó gran sorpresa y preocupación. Sin decir una palabra, dio media vuelta, corrió a la cerca y la escaló con la agilidad de un gato.

—¡Canastos! Mirad cómo huye. Es el hombre que buscamos. ¡Seguro! —afirmó el pecoso.

Los chicos corrieron tras él, pero ni siquiera habían llegado a la cerca cuando oyeron el estruendo de una motocicleta y comprendieron que se les había escapado la caza.

Mientras regresaban a la vieja mansión, Dave dijo:

—Se porta como si estuviera intentando encontrar algo.

—Sí. Pero no parece malo. No debe de gustarle que le hagan preguntas —opinó Pete.

Los cuatro chicos decidieron mantener los ojos bien abiertos, por si volvían a ver al extraño forastero. Estaban casi en la entrada de la vieja mansión cuando vieron asomar por la puerta las trencitas de Holly, que les dijo a gritos:

—¡De prisa! Pam os necesita.

Al entrar, corriendo, Pete quedó asombrado de ver el gran salón en que se encontraba. Era casi del mismo ancho que la casa y tenía una gran galería en tres de las cuatro paredes.

Pete levantó la cabeza y pudo ver que Pam, Ann y Donna estaban mirando, boquiabiertas un viejo huso. Pete corrió escaleras arriba, para ir junto a las niñas. Ricky, Jeff y Dave le siguieron.

—¡Zambomba! Creí que os pasaba algo grave —dijo el rubio Pete, tranquilizado.

—La señora Neeley tenía razón —comentó Pam—. Mira este huso, Pete.

Su hermano lo miró. El huso se parecía a todos los husos que había visto otras veces. Pero, de repente, sonó un extraño zumbido y la rueda empezó a girar lentamente.

—¡Vaya! Mirad qué raro —exclamó Dave.

Los chicos se echaron al suelo, a cuatro pies, y examinaron atentamente el objeto antiguo. No se veía cable alguno, ni maquinarias ocultas que pudieran producir aquel movimiento.

—Puede ser que cuando los fantasmas tarareen una cancioncita el huso se ponga en movimiento —razonó Jeff, que estaba estremecido de emoción.

El zumbido cesó y el huso quedó inmóvil.

—¿Lo veis? Ya os lo decía yo. Esta casa está encantada.

—¿Dónde está Holly? —preguntó de repente, Pam.

Todos miraron a su alrededor. Holly había desaparecido.

Un momento después, desde lo alto sonó un grito, a continuación un estruendo incomprensible y varios golpes. Pam gritó:

—¡Holly! ¿Dónde estás?

Mientras decía esto, Pam corría hacia las escaleras que llevaban al piso alto. En seguida vio a la pequeña desplomada en mitad de las escaleras. Tenía una estera medio enrollada en un hombro.

—Estaba explorando por ahí —explicó Holly—, y he resbalado.

—Esta casa me pone muy nerviosa —confesó Donna, mientras entre ella, Ann y Pam ayudaban a Holly a levantarse y colocaban la estera debidamente sobre los escalones.

Sonaron rumores en el piso bajo. Era que empezaban a llegar visitantes a la Casa Antigua. Cumpliendo la promesa hecha a la señora Neeley, todos los niños se marcharon a la casita del guarda. Después de contar a la ancianita lo que les había sucedido, le dieron las gracias y montaron en sus bicicletas. Estaban a punto de alejarse hacia su casa, cuando vieron que de la Casa Antigua salían, corriendo como gamos, dos señoras, con el rostro muy pálido y desencajado.

—¡Devuélvanos nuestro dinero! —pidió una de ellas—. Ese horrible huso que gira solo…

—Pobre señora Neeley —se compadeció Holly, entristecida, mientras pedaleaba—. Tenemos que ayudarle a resolver este misterio, Pete. Si no, la pobre va a quedarse sin nada de dinero.

Durante el camino, las niñas explicaron que también habían estado registrando el sótano.

—¿Y qué habéis encontrado? —preguntó el pecoso.

—Nada importante —fue la respuesta de Ann—. Hay varios cuartos. Uno tiene chimenea.

Jeff, Ann, Dave y Donna llegaron a sus casas antes que los Hollister. Los cuatro hermanos, con Pete cerrando la marcha, siguieron pedaleando hacia su casa.

Las niñas y Ricky corrieron a la casa, para contar su aventura, mientras Pete iba al garaje a dejar la bicicleta. De pronto, un movimiento que creyó notar en el camino llamó su atención. Y en seguida pudo distinguir a un hombre de poca estatura, que miraba hacia la casa de los Hollister.

¡Era la misma persona que huyó corriendo y escaló la cerca de hierro de la señora Neeley!

El hombre contemplaba algo que tenía en la mano y luego miraba hacia la casa. Sin hacer ruido, Pete volvió a montar en su bicicleta. Pedaleó hacia el camino y entonces gritó:

—¡Espere un momento! ¡Tengo que hablar con usted!

Sin hacer caso de sus palabras, el hombre echó a correr. Pete salió tras él; el hombre corría a una velocidad sorprendente. Atajando como pudo, cruzó la calle en diagonal y penetró en un solar desocupado. Pete se preguntó dónde tendría el hombre su motocicleta.

Zigazagueando, el desconocido penetró en un trecho boscoso.

—¡Deténgase! —gritó Pete.

El hombre se desvió hacia un árbol, esquivando perfectamente a su perseguidor. En un momento ganó terreno y desapareció, pero Pete continuó pedaleando, mirando sin cesar de uno a otro lado.

Súbitamente, el muchachito descubrió la moto apoyada en un gran peñasco. Pero, antes de que Pete hubiera podido detener su bicicleta, la rueda delantera chocó con una piedra y el chico salió disparado por encima del manillar, yendo a estrellarse de cabeza contra un árbol. Por un momento, todo se oscureció ante los ojos de Pete, que quedó tendido, inmóvil.

Al cabo de unos segundos parpadeó. Y al levantar la vista y mirar hacia las ramas del árbol, pensó:

«¿Estaré soñando?».

El fugitivo se aproximaba a él, por los aires, saltando de rama en rama. Hasta que se dejó caer al suelo junto al perplejo Pete.