—Que el Club de Detectives de Shoreham conserve el orden —dijo Pete Hollister, sonriendo.
A esta orden del presidente, ocho niños se instalaron en los dos bancos de la habitación de juegos, que se encontraba en los sótanos del hogar de los Hollister. Pete, de doce años, quedó en pie ante ellos.
—Secretaria Ann Hunter, haz el favor de pasar lista —añadió Pete, el muchachito de ojos azules y cabello cortado a cepillo.
De un gran bloc de notas, Ann empezó a leer:
—Pam Hollister.
—Presente —respondió la hermana de Pete, que tenía diez años.
—Donna Martin.
—Aquí estoy.
Ann continuó pasando lista. Todos estaban presentes, incluyendo a los otros tres Hollister: Ricky, Holly y la chiquitina, Sue, además de Dave Meade y Jeff Hunter.
—¿Alguien tiene un nuevo misterio para resolver? —preguntó Pete.
—Yo —contestó Jeff, que tenía ocho años. Llevaba en la mano un periódico y de él leyó—: «Necesito cazador de fantasmas para librar de encantamiento una casa misteriosa. Interesados presentarse a la señora Neeley, de la Carretera Serpentina, número 702».
—¡Canastos! Eso parece muy escalofriante —exclamó el pelirrojo Ricky, con la pecosa carita iluminada por una sonrisa.
Holly, que tenía seis años —uno menos que su hermano Ricky—, llevaba el cabello recogido en trenzas y era tan traviesa como un chico, propuso en seguida:
—¡Vamos a resolverlo!
Los miembros del club se mostraron muy entusiasmados y empezaron a hablar todos a un tiempo, ante la nueva aventura. Pam había oído hablar de la señora Neeley y contó a los demás todo lo que sabía. La señora Neeley vivía en una gran finca, situada a orillas del lago de los Pinos, en las afueras de la ciudad. En la propiedad había una casa muy vieja. La llamaban la Casa Antigua porque estaba llena de muebles de los tiempos de la Guerra Civil.
—¿Y vive allí la señora Neeley? —preguntó Donna, que tenía siete años y era gordita y con un hoyuelo en cada mejilla.
—No. No vive allí —contestó Pam—. La señora Neeley vive sola, en la casa que antes era del guarda y que no está muy lejos de la mansión.
Pam continuó explicando que la señora Neeley cobraba una entrada por permitir que la gente visitase la Casa Antigua.
—¡Canastos! Si es tan vieja, no me extraña que esté llena de misterios.
—Pero ¡si los fantasmas no existen! —objetó Dave Meade, un chico de la misma edad que Pete y el mejor de sus amigos.
—Por eso es todo tan misterioso —razonó Jeff—. Si no existen los fantasmas, ¿por qué la señora Neeley está tan preocupada?
—Nosotros lo averiguaremos en cuanto nos hagamos cargo del caso —aseguró Pete—. ¿Alguna otra pregunta?
Alguien dijo en voz muy alta:
—¡No!
Pero al momento hubo otro que dijo:
—¡Sí!
Y todos empezaron a hablar de nuevo, a un tiempo.
La pequeñita Sue se puso en pie de pronto. Sue tenía cuatro años y llevaba el cabello peinado con raya en medio.
—«Iscuchad» mis palabras —exigió.
—Sue tiene la palabra —declaró su hermano mayor con voz de trueno, mientras se esforzaba por disimular una sonrisa.
Cuando todos guardaron silencio, Sue preguntó:
—¿Qué quiere decir eso de una «casa anti-gas»?
Los demás miembros del Club se echaron a reír, unos con risitas disimuladas, otros a carcajadas ruidosas, hasta que Pete dio un grito, pidiendo orden. Entonces Pam explicó a su hermanita pequeña que había entendido mal. Se había hablado de una casa antigua, y antiguo quería decir algo muy viejo que suele tener mucho valor, precisamente por tener muchos años.
—¡Aaaah! —murmuró la pequeña—. Gracias, Pam. Menos mal que no es una de esas «carotas» que he visto en el cine.
—Ahora haremos una votación, para ver si nos hacemos cargo o no del caso —dijo, con toda seriedad. Pete, el presidente del Club—. Todos los que estén de acuerdo en que lo hagamos dirán…
En ese momento se oyó llamar con fuerza en la puerta de arriba, la que daba a la cocina.
—Adelante —dijo Pete—. ¿Quién es?
La puerta se abrió y se oyó una simpática voz de mujer. Era la señora Hollister.
—Pete, vuestro Club de Detectives tiene dos visitantes.
Pete y Pam se miraron con extrañeza. ¿Quiénes podrían ser los visitantes? Pete se encogió de hombros y replicó:
—Diles que bajen, mamá. Haz el favor.
Por las escaleras resonaron las pisadas de dos pares de pies y al cabo de unos segundos estaban en el sótano Joey Brill y su amigo Will Wilson.
Joey tenía la edad de Pete, pero era más alto y robusto. Casi siempre tenía el ceño fruncido y nunca supo llevarse bien con los hermanos Hollister. La verdad era que Joey siempre les había estado gastando jugarretas malintencionadas, desde que los Hollister se trasladaran a Shoreham. Will Wilson, un chico de cabello negro, siempre andaba detrás de Joey. Y al parecer, no le importaba que fuese su amigo quien siempre diera las órdenes.
—Hola, Joey. Hola, Will —saludó Pete.
—Hola —contestó el chicarrón, mirando a todos lados como si estuviera algo inquieto—. Hemos oído hablar de vuestro Club de Detectives y querríamos ingresar en él.
—Tenemos un gran misterio para resolver —anunció Will.
—No podéis ingresar en el Club inmediatamente. Antes, tendréis que pasar una prueba de aptitud —les informó Pete.
—¿Cómo en la escuela? ¡Bah, eso no es para nosotros! —contestó Joey, despectivo.
Will dio una mirada en torno al cuarto de juego. Estaba muy limpio y ordenado. En un extremo había una mesa de ping-pong y, a la izquierda, se veía un maletín bastante grande. Un cable que salía de él estaba enchufado a una toma de corriente cercana.
—¿Qué es esto? —preguntó Joey, acercándose a la caja y levantando la tapa.
—Es un magnetófono —respondió Pete, acercándose a la mesa—. En casa, todos nos divertiremos mucho con esto. Y alguna vez puede que nos sirva en nuestro trabajo de detectives.
Mientras Joey empezaba a manosear la grabadora, Will tomó una de las palas de ping-pong y unas cuantas pelotitas blancas. Se disponía a lanzarlas contra las paredes, cuando Pam le llamó la atención:
—¡Basta! No interrumpáis nuestra reunión.
—¿Es que no podemos divertirnos? —preguntó Will, haciendo un guiño a su amigo.
Joey cogió otra pala y, tanto él como Will, empezaron a lanzarse una de las pelotas, haciéndola rebotar en el suelo del sótano.
—Si queréis jugar, usad la mesa —ofreció Pete, no queriendo ser descortés con sus visitantes.
—No. No queremos jugar a una cosa tan tonta —replicó Joey—. Vamos a divertirnos con el magnetófono.
Para entonces, ya todos los miembros del club se habían levantado de sus asientos y estaban muy atentos a lo que pudiera ocurrir, pues las groserías de Joey siempre solían acabar en peleas a puñetazos. Nadie deseaba que ocurriera eso en el sótano. Pete tocó un interruptor para poner en funcionamiento la máquina, al tiempo que decía:
—Muy bien. A ver, Joey. Will y tú podéis decir unas palabras ante el micrófono.
Los dos chicos se aproximaron, pronunciaron una frase y pidieron a Pete que hiciera retroceder la cinta para poder oír sus propias voces.
Pero, al escuchar su voz, Joey arqueó las cejas, extrañado.
—No creí que mi voz sonase así.
—Muy antipática, ¿verdad? —preguntó, en seguida, Ricky.
El chicazo se puso encarnado como un tomate y echó a andar en dirección al pelirrojo, dispuesto a pegarle; pero Pete le cortó el paso.
—Todos tenemos la voz distinta en la cinta —dijo Pam, apaciguadora. Y tras llevarse a Ricky a un lado, le advirtió—. A ver si te portas bien.
—Pero es que nos están estropeando la reunión —protestó el pecoso.
—Muy bien —dijo Joey, después que él y Will escucharon sus voces—. Podéis seguir con esa birriosa reunión. ¡Eh! ¿Qué es esto?
Antes de que Pete pudiera responder, Joey oprimió otro interruptor y el magnetófono empezó a funcionar a la inversa. El ruido que entonces se escuchó parecía proceder de una manada de patos chillando en tono agudo.
Todos los componentes del Club se echaron a reír y cuando Pete desconectó el magnetófono, Holly dijo a Ricky, en un susurro:
—Eso sí que parece una conversación de Joey y Will.
—Sigamos con la reunión —dijo Pete, mientras los demás volvían a sus puestos.
—Nosotros nos quedaremos de pie —anunció Joey.
—Muy bien, pero estad callados. Estábamos hablando sobre un nuevo misterio —prosiguió Pete—. Se trata de…
Joey le interrumpió bruscamente, sacudiendo los brazos.
—Escuchad. Nosotros tenemos uno muy grande. ¿Sabéis que hay un fantasma en el sótano de la casa del señor Fundy?
—Tenéis que verlo —añadió Will—. Ése sí que es un misterio importante para resolver.
A Joey Brill le desencantó que el club no votase inmediatamente en favor de lo que él había propuesto. Pete hizo un encogimiento de hombros. No hacía más que escuchar, sin dar mucha importancia a lo que decían los dos camorristas.
El señor Fundy era un viejo fotógrafo retirado que vivía en una casita aislada, en las afueras de Shoreham. Era un hombre alto, de facciones angulosas, con el cabello blanco. Pete y Pam le habían visto en la ciudad varias veces.
—Al señor Fundy no le gusta que los niños anden husmeando por su casa —dijo Joey—, pero os aseguro que ese fantasma merece que se hagan investigaciones.
Pete no pudo seguir soportando aquellas interrupciones y en voz sonora, anunció:
—La reunión del Club de Detectives de Shoreham queda pospuesta para otro momento.
Los demás miembros se levantaron de sus asientos y salieron del sótano por la puerta que daba al jardín.
—No está mal el club que tenéis organizado aquí —comentó Joey, cuando salía a la luz del sol—. A lo mejor me hago socio…, en otro momento.
—Sí. Yo también —añadió Will, imitando a su amigo.
Cuando los dos se marchaban para ir a buscar sus bicicletas, Joey llamó por señas a Ricky. El pecoso se acercó.
—¿No te gustaría resolver el misterio del señor Fundy? —preguntó Joey.
—Claro que sí, pero.
—¡Pero nada! —le atajó Will, en tono antipático—. Los tres solos vamos a resolverlo y seremos verdaderos héroes.
—Es que yo sólo haré lo que decida el Club —declaró Ricky, gravemente.
Joey le miró, burlón, y dijo:
—Ya comprendo. Es que te dan miedo los fantasmas.
Ricky apretó los labios y avanzó la barbilla, muy ofendido.
—¡Los fantasmas no existen y no me dan miedo!
—Entonces, ven con nosotros a la casa del viejo Fundy —insistió Will—. Podemos trabajar juntos.
Ricky quedó indeciso. No sabía si quedarse en su casa o ir a la casa del anciano fotógrafo para demostrar que no tenía miedo.
—Muy bien. Iré con vosotros. Joey, pero nada de gastarme jugarretas.
Cuando corrió al garaje a buscar su bicicleta, vio que los demás niños se habían ido al fondo del jardín de la casa que los Hollister poseían a orillas del Lago de los Pinos, y estaban jugando junto al agua.
Sin pararse a decirles adónde iba, el pecoso montó en su bicicleta y, al poco, él y los otros dos mayores pedaleaban cerca de la orilla del agua, hacia el otro extremo de la ciudad. Al cabo de diez minutos llegaron a una calle apartada, en la que sólo había tres casitas de una sola planta.
—Ahí es donde vive el señor Fundy —anuncio Joey, señalando una casa que necesitaba una buena capa de pintura. La tela metálica de las ventanas estaba herrumbrosa y tenía varios agujeros.
—Ahora, si miras de cerca, podrás ver el fantasma —aseguró Will.
Apoyándose sobre las manos y rodillas, Ricky apretó su naricilla contra la tela metálica y miró al interior. Estaba muy oscuro y misterioso. No podía distinguir nada. De pronto notó que le empujaban por detrás.
—¿Eh? ¡Oh!
Antes de que Ricky pudiera dar otro grito, el empujón de los dos chicazos le hizo caer al vacío, atravesando la vieja y herrumbrosa tela metálica. El pobre pecoso voló por los aires y fue a caer sobre un montón de periódicos, colocados debajo de la ventana. Al momento la pila de periódicos se desmoronó y Ricky resbaló al suelo.