Todos corrieron, al lado de Holly, que miraba fijamente a lo lejos. En un claro podían verse tres hermosos ciervos y dos cervatillos, situados de espaldas a los niños.
—¡Son de carne y hueso! —opinó Pete—. No son nuestros ciervos, Holly.
Sin embargo, los gráciles ciervos permanecían tan quietos que, realmente, parecían figuras talladas.
—¡Qué hermosura! —exclamó con admiración Pam.
—¡Yo «quero» uno! —declaró Sue, muy decidida.
La vocecilla chillona de la pequeña asustó a los animales, que volvieron la cabeza y contemplaron a los Hollister. Luego brincaron entre la arboleda y desaparecieron.
En aquel momento apareció el señor Quist. Saludó a los Hollister de Shoreham y éstos le presentaron al tío Russ y a sus primos.
—Hemos venido a buscar nuestro árbol —dijo Ricky.
—Pues, ¡adelante! —dijo el señor Quist, riendo—. Ya sabéis dónde está.
Ricky fue el primero en encontrarlo. El árbol todavía conservaba la tarjeta con el nombre de los Hollister.
—¿Puedo cortarlo yo? —preguntó Ricky a su tío.
—Sí, si sabes hacerlo. ¿Dónde está el hacha, Pete?
El muchachito fue al coche a buscarla. Cuando regresó, tío Russ dijo:
—Bien, Ricky. Vamos a ver qué tal leñador eres.
Ricky se quitó el guante derecho y agarró firmemente el hacha por el mango.
¡Chas! ¡Chas! ¡Chas! Ricky empezó a cortar el árbol por la base. Pero estaba tan impaciente por acabar que daba los hachazos demasiado apresuradamente. ¡Cloc! El canto romo del hacha le alcanzó en la rodilla.
—¡Ayy! —gritó el pequeño, dejando caer el hacha y empezando a dar saltitos a la pata coja, para dominar el dolor. Finalmente, tomó el hacha y se la entregó a su hermano.
—Toma, Pete. Corta tú lo que falta.
¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Las astillas saltaban sin interrupción de la base del árbol, y pronto Pete gritó:
—¡Árbol va!
Y todos se apartaron. Todos, menos tío Russ y el señor Quist que sujetaron el tronco, inclinándolo con cuidado, hasta posarlo sobre la nieve esponjosa, para que no se rompiese ninguna rama.
—Y ¿cómo vamos a atar el árbol al coche? —preguntó Teddy.
El señor Quist dijo que él tenía algunas cuerdas fuertes, adecuadas para tales casos. Mientras él iba a buscarlas, Pete, Teddy y el tío Russ se encargaron de subir el árbol al coche. El árbol ocupaba toda la parte superior y sobresalía hasta el capó del coche.
—Nunca hemos tenido un árbol tan grande, zambomba —declaró Pete, entusiasmado.
Cuando llegó el señor Quist con la cuerda, Pete y Teddy la colocaron sobre el tronco, metieron cada extremo por una de las ventanillas y la ataron en el interior del coche.
De pronto, Sue, con los ojillos brillantes, pidió:
—Vayamos a ver a la señora Quist. Dijo que la visitásemos, cuando viniéramos a buscar el árbol.
Pero, cuando los niños se disponían a ir a la casa, el señor Quist les dijo que su esposa había salido a hacer compras de Navidad y no volvería hasta la hora de cenar. Desencantados, los Hollister subieron al coche, después de despedirse del señor Quist. Habían recorrido un corto trecho hacia Shoreham, cuando Pam dijo:
—Me gustaría saber por qué aquellos chicos de allí señalaban en nuestra dirección.
—Y, mirad; el hombre del coche que pasa junto a nosotros, también nos señala —dijo Pete.
—Debemos llevar algo mal. ¿Será que el árbol se ha soltado?
No habían tenido tiempo de comprobarlo, cuando oyeron un fuerte batacazo y Jean gritó:
—¡El árbol se ha caído!
—¡Dios quiera que no se haya estropeado! —murmuró Pete.
Tío Russ ya había parado el coche y todos se aglomeraron en torno al precioso árbol navideño. Los chicos lo volvieron hacia uno y otro lado, comprobando que sólo se habían roto unas pequeñas ramitas, y dieron un suspiro de alivio. Pete y Pam lo llevaron hasta el coche.
—Esta vez lo ataremos mejor —dijo tío Russ, y ayudó a los chicos a pasar dos veces la cuerda sobre el tronco. Luego la ató fuertemente—. ¡Todo listo!
—¡Adelante! —gritó Ricky.
Y una vez más se encaminaron a Shoreham. ¡Qué alegría manifestaron la señora Hollister y tía Marge cuando los niños llevaron a la casa el hermoso árbol de Navidad!
—¿Dónde lo instalaremos? —preguntó Pam a su madre.
La señora Hollister sugirió que se colocara en una esquina de la sala, entre los dos grandes ventanales.
Ricky fue al sótano y regresó con una base metálica para el árbol.
—Podríamos adornarlo esta noche, mamá —propuso Pete.
—Nos llevaría demasiado rato, hijo —contestó, sonriendo, la madre—. Pero ahora podríamos colocar las luces.
Cuando llegó el señor Hollister, el árbol era un gigante deslumbrador, lleno de bombillitas en forma de velas, de color azul, rojo, verde y blanco.
—Espléndido —comentó el padre.
—Y mañana «poneremos» los «angeles» y todo —explicó Sue con desparpajo—. Pero primero iré con mamita y tía Marge a ver la «fundición» de la escuela.
Los niños se echaron a reír y Pam corrigió:
—Se dice función, querida.
A la mañana siguiente, en el colegio, todo era nerviosismo. Todos los alumnos entraron en fila en la sala de actos, menos aquellos niños que tenían algún papel en la representación. Los visitantes se sentaban en la parte de detrás.
Se levantó el telón y, una tras otra, las diferentes clases fueron haciendo su exhibición. ¡Cuánto aplaudió todo el mundo cuando la clase de Holly representó la Navidad en Suiza! Holly hizo perfectamente su papel de Lucy.
Cuando la clase de Ricky puso en escena la costumbre de dejar alimento para los pájaros en lo alto de una pértiga, hubo una gran sorpresa. Dos graciosos periquitos picotearon el grano y luego revolotearon entre el público. Uno fue a posarse en el hombro de Sue, que rió, encantada.
La clase de Pam hizo una hermosa escena de la Natividad. Pam era la Virgen María, o «Madonna», como la llaman los italianos. Toda su familia se llevó una agradable sorpresa, porque Pam no había dicho a nadie que tenía aquel papel.
La actuación de la clase de Pete fue la última. ¡Cuánto ruido y zapatazos! Primero, un grupo de niños, vestidos de holandesitos, se ocuparon, delante del público, de llenar sus zuecos con heno y zanahorias. Luego dejaron los zuecos y un cuenco de agua en el porche de sus casas, para el caballo del obispo. Cuando apareció el «corcel», con el «obispo» sobre sus lomos y el muchachito «moro» detrás, Sue gritó:
—¡Las patas de detrás son de mi hermano, con los pantalones blancos!
Todo el público estalló en risas y el «caballo» efectuó una danza que a punto estuvo de hacer caer a tierra al jinete. Cuando, después, cayó el telón, el público aseguró que aquélla había sido la mejor representación que hiciera nunca la escuela.
Los Hollister dijeron adiós a sus maestras y, después dé desear a todo el mundo unas felices vacaciones de Navidad, corrieron a casa para adornar el árbol. Por el camino se detuvieron a ver cómo estaba «Domingo».
—Es más bueno que el oro —les aseguró la señora Morris, y esta comparación hizo felices a los niños.
Al llegar a casa, Pam y Jean sacaron del cuarto de los trastos las cajas con los adornos y empezaron a abrirlas.
—Será mejor que primero extendamos periódicos debajo del árbol, para que la alfombra no se ensucie —dijo Pam, sensata como siempre.
Pete se ofreció a llevar los periódicos. Al tomar unos ejemplares atrasados, se fijó en que uno era de la ciudad de Clareton. Volvió a la sala y extendió los periódicos por el suelo. Entre tanto, Teddy había encontrado una escalera de mano.
—Primero pondremos la estrella, en lo más alto —dijo Pam, sacando el brillante adorno de una de las cajas.
Subió por la escalera y fue a prender la estrella en la parte más elevada del árbol.
En aquel momento, Holly y Ricky decidieron jugar al escondite detrás del árbol. Holly se había escondido tras las ramas más espesas y Ricky gritó:
—Te veo, Holly. Una dos y… ¡tres!
La pequeña salió a la carrera de su escondite, y al hacerlo tropezó con la escalera, que se tambaleó.
—¡Ayy! —gritó Pam, perdiendo el equilibrio.
Y se habría dado un buen golpe en el suelo, de no ser porque Pete la sostuvo.
Pam volvió otra vez a lo alto de la escalera y, por fin, la estrella quedó bien colocada. Cuando su hermana bajó, Pete se ocupó de colgar unas bolas de alegres colores en las ramas altas. Los demás ya estaban poniendo plateadas tiras de hojalata en las ramas inferiores.
—¿Verdad que queda bonito? —preguntó Jean, admirativa.
Pete conectó las luces y el árbol se encendió y apagó repetidamente.
—¡Mamá! ¡Tío Russ! ¡Tía Marge! —llamó Sue—. ¡«Vinid» a ver!
—Queda perfecto —declaró la señora Hollister al llegar, a toda prisa.
Algunas pinochas habían caído en los periódicos que colocaron bajo el árbol. Al empezar a recogerlas, Pete se fió en el anuncio que se leía en el periódico de Clareton.
—¡Eh, leed esto! —gritó a los otros.
Pam se inclinó para ver el punto señalado.
DEMANDAS: SE NECESITA UN GRAN TRINEO Y SUS CIERVOS PARA DECORACIÓN NAVIDAD. CALLE DEL VALLE, 22.
—¡Pam! —gritó Pete—. ¿Tienes todavía aquellos recortes que encontramos en la cueva?
—Sí.
De repente, lo que Pete estaba pensando apareció muy claro también para Pam. El arrugado papel con el anuncio que ella había encontrado no era el que el señor Tash puso en «El Águila de Shoreham», sino un duplicado del anuncio de un periódico de Clareton.
—¡Pete, puede que los ladrones hayan llevado nuestro Papá Noel a ese pueblo!
En seguida buscó el papel arrugado que había guardado en el bolsillo de su chaqueta. Era el mismo anuncio.
—Es muy extraño —comentó tío Russ.
La señora Hollister y tía Marge asintieron. Los otros niños estaban demasiado sorprendidos y no pudieron decir nada.
—Hay un solo medio de saber si vuestra corazonada es cierta —dijo el tío—. Iremos inmediatamente a Clareton.
Todos los niños suplicaron que se les dejase ir y, sin pérdida de tiempo, se pusieron abrigos y gorros. En el último momento, Pete subió a su cuarto a recoger la punta de cuerno de ciervo que su amigo Dave había encontrado en la cueva.
Una hora les llevó llegar a las afueras de Clareton. Una vez allí, tío Russ preguntó dónde estaba la calle Valle. Cuando se lo dijeron, los niños prestaron atención a todos los lugares por donde pasaban. Estaba demasiado oscuro para poder ver los números de las casas, pero la gente ya había empezado a encender las luces para que pudieran contemplarse sus adornos navideños.
De súbito, Ricky empezó a gritar:
—¡Allí está! ¡Allí lo veo!
Al fondo de un jardín se veía un Papá Noel, con todos sus complementos, que parecía el que habían robado a los Hollister. Tío Russ detuvo el coche.
Pete saltó a tierra, apretando entre sus manos el pedacito de cuerno de reno.
—Lo averiguaré en un momento —dijo, hablando por encima del hombro. Y cruzó el jardín corriendo.