ACROBACIA ANIMAL

Le fue imposible a la señora Hollister conseguir que sus hijos y sus sobrinos se acostasen aquella noche a una hora razonable. Todos, menos Sue, se quedaron levantados, hablando y mirando continuamente el reloj.

La pobrecilla Sue se había acurrucado en una butaca de la sala. De vez en cuando daba una cabezada, a punto de quedar dormida, pero volvía a despejarse, con un esfuerzo. De vez en cuando se levantaba para preguntar:

—¿Todavía no son las nueve?

Y alguno de los mayores le contestaba:

—No. Ya te avisaremos.

Entre tanto, Pete y Pam habían contado sus aventuras de aquella tarde, y telefonearon al oficial Cal. El joven policía quedó muy asombrado por los nuevos descubrimientos hechos por los Hollister, y prometió que la policía seguiría la pista desde donde los niños la habían dejado.

A las nueve menos cuarto sonó el timbre de la puerta. Todos se pusieron en pie, de un salto. ¿Quién podía visitarles a aquellas horas?

Mientras Pete abría, todos escucharon con atención.

—Hola, Pete —dijo una voz de hombre—. Se me ha ocurrido pasar a veros para hablar un momento sobre vuestro burro.

Al momento, una riada de chiquillos corrió al vestíbulo. Y todos se sorprendieron al ver que era el oficial Cal quien entraba. ¿Traería noticias del concurso? ¿Tal vez noticias malas?

El policía dio a todos las buenas noches y se dirigió a Ricky.

—Tengo entendido que has enseñado algunos trucos a «Domingo».

Ricky quedó atónito.

—Sí, sí —repuso—. Pero ¿cómo lo ha sabido? Yo lo guardaba como una sorpresa. Era el regalo de Navidad mío para mi familia.

—Lo lamento mucho —se disculpó el policía—. Me lo dijo el encargado de la lavandería. Resulta que se piensa dar una función para los niños enfermos del hospital, y he pensado que tal vez te gustara que tu burro hiciese una exhibición.

—¡Canastos, claro que me gustaría! —De repente, Ricky se puso muy serio y preguntó—: ¿Cuándo va a ser la función? A lo mejor no puedo llevarle. Estamos esperando… —Ricky miró el reloj. Eran las nueve menos cinco—. Esperamos que «Domingo» sea elegido para el pesebre.

—Ya… La función es mañana por la tarde. Precisamente yo pensaba pedirle a tu maestra que te dejase salir más temprano.

Ricky sonrió.

—A lo mejor podemos hacerlo, aunque le elijan para el pesebre —dijo.

La señora Hollister, que también había acudido al vestíbulo, apoyó una mano en el hombro de su hijo y le preguntó:

—¿Has estado enseñando trucos al burro?

—Sí. ¡Y lo hace muy bien! —dijo el pelirrojo, lleno de orgullo.

En aquel instante sonó el teléfono. Todos los niños acudieron corriendo, pero la señora Hollister dijo que debía ser Sue quien contestara. Los dedos gordezuelos de la pequeña descolgaron el auricular.

—Diga… Soy Sue… —Hubo una larga pausa—. ¡Eeeeh! ¿Que «Domingo» va a estar en el pesebre?

Sue estaba tan emocionada que dejó caer el auricular y se volvió a su familia, gritando:

—¡«Domingo» ha resultado elegido!

Al momento se produjo un gran estruendo. Todos hablaron, saltaron y rieron a un tiempo, y la señora Hollister tuvo que tomar el teléfono para poner las cosas en claro. La señora Morris preguntó si los niños querrían llevar a «Domingo», con su manta-abrigo, a las cinco de la tarde siguiente, al pesebre.

—Nosotros cuidaremos bien de él —prometió.

Y la señora Hollister aseguró:

—Allí estará, a la hora que usted dice. Y muchas gracias. Nos sentimos orgullosos de que nuestro animalito tome parte en el pesebre de Navidad.

Mientras tanto, los niños continuaban palmoteando y estrechándose las manos. Cuando se apaciguaron, Ricky dijo a Cal que llevaría a «Domingo» al hospital, para que hiciese una exhibición ante los enfermitos, antes de dejarlo en el pesebre.

—Magnífico —contestó el oficial, abriendo ya la puerta, para marcharse—. Por la mañana se lo notificaré yo al director.

A la mañana siguiente, todos los hermanos de Ricky insistieron en que se les dejase ver las proezas de «Domingo».

—Está bien —accedió Ricky.

El pequeño cogió del frigorífico una botella de gaseosa y abrió la marcha hacia el garaje. «Domingo» rebuznó, dándoles los buenos días, y Ricky le dijo:

—Hola, amigo. ¿Hacemos unos cuantos juegos?

Inmediatamente levantó el burro la pata derecha, como quien va a dar un apretón de manos. Ricky le tomó la pata, afectuosamente, y luego ordenó:

—¡Arriba, burrito!

«Domingo» se irguió sobre sus dos patas traseras y caminó detrás de Ricky por todo el garaje. Los demás aplaudieron y rieron.

—Ahora, jugaremos a la escuela, «Domingo» —dijo Ricky, y volviéndose a su auditorio, anunció—. Señoras y caballeros, van a ver cómo domina la aritmética este burro. «Domingo», ¿dos y dos son cinco?

El animal sacudió vigorosamente la cabeza de un lado a otro.

—¿La respuesta exacta cuál es? ¿Cuatro?

Esta vez «Domingo» cabeceó de arriba abajo y los niños prorrumpieron en exclamaciones admirativas. A continuación, Ricky dijo que iba a demostrar a todos lo inteligente que era el burro.

—¡Mirad! —gritó, al tiempo que ofrecía a «Domingo» la botella de gaseosa.

Con un penetrante rebuzno, «Domingo» sujetó la botella entre los dientes y sostuvo la parte inferior con las patas delanteras. Entonces echó hacia atrás la cabeza y la botella quedó destapada.

—¡Es listísimo! —declaró Sue.

Sin derramar una sola gota, «Domingo» se llevó la botella a la boca y apuró la gaseosa.

—¡Es estupendo! —afirmó Pete, felicitando a su hermano.

Y Pam añadió:

—A los niños del hospital les va a gustar tu representación.

—Es el mejor regalo de Navidad que podías habernos dado, Ricky —declaró Holly.

A media tarde, los niños Hollister se encontraron en la zona verde de la población. Ricky dijo que todo había ido muy bien en la representación para los niños enfermos.

—Debes haberles hecho muy felices —dijo Pam.

En el pesebre había ya una ternerilla marrón y blanca y un lanoso cordero.

—¿Verdad que son guapines? —comentó Sue—. Y «Domingo» va a estar igual que ellos.

La señora Morris dijo que estaba segura de que todos los animales del pesebre iban a ser muy buenos amigos. Estaban los niños contemplándolo todo, admirativos, cuando una voz jovial, dijo:

—Buenos días a todos.

Al volverse, se encontraron frente a Indy.

—Es un hermoso pesebre —afirmó el indio—. Y me alegro de que «Domingo» haya ganado el concurso de burros. Por cierto, que tengo una sorpresa para vosotros. «Domingo» va a tener un regalo de Navidad.

—¿Se lo traerá Papá Noel? —preguntó Sue.

El indio movió negativamente la cabeza.

—No. Yo.

—¿Qué es? ¿Qué? —preguntó Pam, impaciente.

Pero Indy, haciendo un guiño burlón, contestó:

—Es un gran secreto.

—Anda, Indy, dínoslo —pidió Holly.

Pero Indy siguió diciendo que no con la cabeza. Los niños, lo mismo que «Domingo», tendrían que esperar hasta la Nochebuena. Después de decir adiós, Indy se alejó.

Los Hollister dieron las buenas noches a su burro y también se marcharon.

Al llegar a casa encontraron al tío Russ ocupado en dibujar una tira de historietas. Era la historia de un mono, que vivía en una palmera cocotera, y le gustaba dejar caer cocos sobre las cabezas de los que pasaban cerca. Pero un día un muchacho subió al árbol y puso miel en todos los cocos.

—Y cuando el señor Mono agarró un coco, quedaría extrañadísimo —dijo Ricky, riendo.

—Y así nunca volvió a ser malo —dijo Sue, concluyendo el cuento por su cuenta—. Estoy contenta de que el niño pusiera miel en los cocos.

A la hora de cenar, la niñita preguntó a su padre cuándo iban a ir a recoger su árbol de Navidad, y el señor Hollister dijo que consideraba que ya era hora de ir a buscarlo. Tío Russ se ofreció a llevar a los niños a casa del señor Quist, el día siguiente, en cuanto salieran del colegio.

—Así podremos adornarlo el viernes —propuso Holly—. Es el último día de escuela y saldremos temprano.

El jueves fue día de celebración en la escuela Lincoln. Los alumnos, repartidos en grupos de veinticinco, se reunieron en las distintas aulas. Los Hollister, sus primos y Dave Meade pasaron la última hora de la tarde en la biblioteca.

¡Qué alegre y atractiva había dejado la señorita Allen la biblioteca, adornada con motivos navideños! Cañitas envueltas con papel de caramelo a rayas blancas y rojas, aparecían dispersas sobre los cristales, en medio de pequeñas figuras de Papá Noel y bolitas de algodón que imitaban nieve. En un extremo de la habitación había un árbol de Navidad, también adornado.

Dave Meade, que había llevado su acordeón, estuvo tocando villancicos. Los niños cantaron durante un rato. Luego se entretuvieron haciendo juegos. Luego la señorita Nelson dijo:

—Necesito dos voluntarios para que me traigan una gran caja.

—¡Yo me ofrezco! —dijo Pete de inmediato.

—¡Yo también! —gritó Teddy.

Una vez que la maestra les hubo dado instrucciones, Pete y Teddy salieron al vestíbulo. Los dos volvieron al poco rato con una gran caja de cartón, que colocaron delante del árbol navideño.

—¡Palomitas de maíz! —exclamaron los alumnos.

La caja estaba llena de bolas de caramelo, en cuyo interior se veían muchas palomitas de maíz.

—¡Qué suerte! Estoy deseando comerme una —confesó Pam.

La señorita Allen dijo que había una bola para cada uno, y los niños se pusieron en fila. Pam se dio cuenta, entonces, de que Joey y Will Wilson estaban en la fila. Sabía que ninguno de los dos chicos les había correspondido pasar aquella hora en la biblioteca y se preguntó si habrían ido allí sólo por obtener doble ración de palomitas.

Un grupo de niñas, entre ellas Jean, se había enlazado de la mano y bailaban en corro, ante el árbol de Navidad. Joey y Will, al recibir su maíz, se fueron a su rincón, no lejos del árbol.

«¿Qué estarán tramando?», se preguntó Pam, viéndoles cuchichear y reír.

Y no tardó en tener la respuesta. Joey sacó de su bola de palomitas con caramelo un trocito pegajoso y lo lanzó contra las niñas que bailaban. ¡Plop! El trocito fue a parar sobre el cabello de Jean, en el momento en que el director entraba en la biblioteca.

—¡Vaya! —protestó Jean, luchando por arrancarse la masa pegajosa.

—¡Ven aquí, Joey! —llamó el señor Russell, muy severo; y cuando Joey, con la cabeza inclinada, se aproximó, el director le dijo—: ¿Ni en una fiesta navideña sabes comportarte como es debido?

—Sólo queríamos gastar una broma —dijo Joey.

—Una fiesta de esta clase no se presta para hacer chabacanadas —respondió el señor Russell—. A vosotros no os correspondía estar en esta habitación. A ver; tú y Will Wilson, salid inmediatamente de la escuela.

Cuando Joey pasó junto a Ricky Hollister, el pecosillo le hizo una mueca burlona.

—Esta vez no te has salido con la tuya —murmuró, sonriente.

Al concluir la fiesta, los Hollister encontraron a tío Russ a la puerta de la escuela. Sue le acompañaba. Todos se acomodaron en el coche del tío. En el suelo llevaban un hacha que habrían de emplear para cortar el árbol.

—Primera parada: La granja de los Quist —anunció tío Russ.

No les costó mucho llegar a la granja.

Cuando todos salieron del coche, Holly dijo:

—¡Teddy, Jean, venid; os enseñaré dónde está nuestro árbol!

Y Holly corrió hacia el bosque.

—¡Eh, espéranos! —gritó Pam.

Holly tenía piernas muy veloces y los demás tuvieron que esforzarse para intentar darle alcance. De repente, la pequeña se detuvo en seco y susurró, con espanto:

—¡Mirad, veo los renos que nos robaron!