EL CONCURSO

Los tres niños cayeron de cabeza sobre la capa de hielo que cubría el lago. Pete, sofocado, jadeó, queriendo recobrar el aliento. Fue el primero en ponerse en pie. Pam y Dave seguían tendidos en el hielo.

—Pam, ¿estás bien? —preguntó Pete, acudiendo en ayuda de su hermana.

—¿Dónde… dónde estoy? —preguntó la niña, abriendo los ojos.

Pete se inclinó para ayudarla a levantarse.

—Nos hemos caído del trineo —dijo Pete—. ¿Te has roto algún hueso, Pam?

—Creo que estoy bien —contestó Pam, algo escalofriada.

—Y yo también —dijo Dave, que se acercó a sus amigos cojeando.

El trineo vacío había patinado por el lago y ahora se encontraba volcado, a unos cien metros más allá. Pete y Dave corrieron a buscarlo y lo levantaron.

—Nunca volveré a ir tan de prisa —aseguró Dave—. Y menos, si hay montículos de hielo atravesados.

Los niños volvieron a instalarse en el trineo a vela, que se deslizó suavemente en torno a la Isla Zarzamora. Cuando se aproximaban al trecho por donde los ladrones habían salido de la isla, Pete se inclinó por un lateral, mirando fijamente el hielo. De repente, dio un grito de júbilo.

—¡Ahí están! ¡Huellas de cuchilla de un trineo! Por allí empezaron a arrastrad otra vez el trineo los ladrones.

Pam miró hacia donde su hermano señalaba. Era cierto. Se veían con claridad unos surcos que llevaban a tierra firme.

—¡Vayamos allí! —gritó Pete.

Pero, en aquel momento, Dave exclamó:

—Será mejor que nos marchemos en seguida. Veo a Joey Brill. Viene hacia aquí, patinando.

—¡Vaya, hombre! —se lamentó Pam, mientras Dave daba más vela al trineo—. Dios quiera que no haya averiguado lo que estamos haciendo.

Pete miró hacia atrás y vio que Joey patinaba con toda la rapidez que podía hacia donde ellos estaban. Gritaba y daba la impresión de estar pidiendo que le dejasen dar un paseo con ellos, pero sus palabras quedaban ahogadas por el atronador silbido del viento.

—Ésta es una de las veces que no va a poder alcanzarnos —comentó Pete, riendo complacido—. Pero será mejor ir un poco más lejos.

Cuando se hubieron deslizado unos tres kilómetros a lo largo del lago, Dave dijo:

—¿Te parece que no será peligroso dar media vuelta?

Cuando Pete dijo que no con la cabeza, Dave movió el timón y el trineo giró en redondo.

¡Qué tranquilizados se sintieron los tres al comprobar que no había la menor señal de Joey, cuando volvieron a la zona en donde descubrieran los surcos!

Dave siguió las marcas de las cuchillas, hasta llegar a la orilla. Allí detuvo el trineo y todos saltaron a tierra.

—Dios quiera que encontremos nuestro Papá Noel —dijo Pam, que acababa de descubrir huellas de pies, además de los surcos. Siguieron aquella pista por una elevación del terreno y luego entre un bosquecillo. Al poco, las marcas descendían, zigzagueando, por un precipicio. De pronto, los tres niños se detuvieron en seco. Las huellas iban a parar, en ángulo recto, a un trecho de espeso arbolado.

—Aquel lugar me parece muy sospechoso —dijo Pam, con bastante miedo—. ¿Por qué esos hombres llevarían el trineo a un lugar como éste?

—Probablemente es un atajo hacia la carretera de Clareton —sugirió Dave—. Pero puede que estemos equivocados.

—No. No lo estamos —aseguró Pete, inclinándose.

Y, con aire triunfante, levantó del suelo un chanclo con una estrella impresa en la suela.

—¡Este chanclo hace juego con el que encontramos en el Centro Comercial! —exclamó.

Pam miraba a su alrededor, muy nerviosa, mientras seguían su avance. ¿Estarían cerca los ladrones? No había tenido tiempo de hablar con los chicos de sus temores, cuando Dave extendió un dedo, señalando algo a corta distancia. Las huellas concluían delante de una oscura y enorme cueva.

—Puede haber alguien allí —cuchicheó Pam. Y viendo que su hermano se adelantaba para echar un vistazo por la entrada de la cueva, aconsejó—: Ten cuidado, Pete.

—Hay algo de luz dentro —anunció el chico. Y después de olfatear el aire, declaró—: Noto olor a humo. Alguien debe haber encendido una hoguera allí.

Pete y Pam trataron sobre si convendría más presentarse con disimulo en la cueva, o arrastrarse hasta ella, sigilosamente.

—Creo que será mejor caminar hasta allí a cuatro pies —susurró Pete—. De ese modo no nos dejaremos ver, si es que hay alguien dentro.

Y pidió a Pam que actuase como centinela, por si alguien se acercaba. Luego, él y Dave se acercaron igual que gatos; andando sigilosamente, a cuatro pies.

No se percibía sonido alguno dentro de la cueva. Pero, a medida que los muchachitos avanzaban, se acentuaba el olor a humo. Al girar, en un recodo vieron, en una esquina, un resplandor rojizo.

—¡Cenizas! —exclamó Dave—. Alguien encendió una hoguera, aunque luego se ha ido.

El chico recogió varias ramitas secas que encontró a mano y las colocó sobre el rescoldo. No tardaron mucho las ramas en prender en resplandecientes llamas y, al momento, el interior de la cueva quedó iluminado.

—Bueno. Ya veo que Papá Noel no está aquí —dijo Pete, desencantado. Y en seguida llamó a Pam—: ¡Entra! No hay peligro.

Cuando Pam entró en la cueva vio sombras danzantes en las paredes. Dave preparó antorchas para todos, encendiendo unas ramas en la hoguera, y los tres niños recorrieron la cueva.

Comprobaron que, al fondo, la cueva tenía otra salida, y allí volvieron a descubrir huellas de pisadas.

—Puede que no haga mucho rato que se marcharon —dijo Pam.

Los jóvenes investigadores hablaron sobre lo que convenía hacer entonces. Dave estaba interesado en seguir durante un trecho aquellas pisadas, y eso fue lo que hicieron. Al cabo de unos minutos, los detectives llegaron a la carretera de Clareton. Allí desaparecía la pista.

—Alguien debió de recoger a esos hombres y a Papá Noel —comentó Pete—. Creo que lo mejor es ir a casa y decirle al oficial Cal lo que hemos averiguado.

Los otros estuvieron de acuerdo. Mientras regresaban por donde llegaron, cada uno de ellos mantenía los ojos bien abiertos, por si encontraban más pistas, demostrativas de que estaban sobre el buen camino.

—Porque, después de todo —dijo Pam, siempre comprensiva—, ese chanclo perdido puede ser de una persona inocente.

—Y el trineo que ha dejado esos surcos, podría no ser el que robaron —añadió Dave.

Otra vez los niños encendieron las antorchas en la hoguera y recorrieron la cueva. De repente, Dave se agachó, exclamando triunfante:

—¡Mirad lo que he encontrado! ¿No es la punta de un cuerno de reno?

Y Dave mantuvo en alto su hallazgo.

—¡Tienes razón! —gritó Pete—. Dave ha demostrado que éste ha sido el escondite de los ladrones.

Muy emocionados, los niños continuaron buscando, lentamente, para que no se les pasase nada por alto. Ya estaban casi al final de la cueva, cuando Pam vio, en el suelo, un trocito de papel casi completamente cubierto por el polvo. La niña lo recogió y, después de sacudirlo para limpiarlo, se dio cuenta de que era un recorte de periódico.

—¿Qué dice? —preguntó Pete.

—Creo que es el anuncio que el señor Tash puso en el periódico, pidiendo un Papá Noel, pero la parte del nombre está rota.

—Puede que los ladrones pensaran en venderle al señor Tash nuestro Papá Noel, y luego no se atrevieron.

Pam se guardó el papel en el bolsillo y los tres siguieron adelante. No encontraron nada más, y el grupo volvió a casa en el trineo a vela.

Entre tanto, los demás Hollister estaban viviendo unos minutos muy emocionantes. Reunidos en la sala, escuchaban a Sue, que estaba sin aliento.

—¡He encontrado otra nota! La llevaba «Domingo» —gritaba la pequeñita—. ¡Leed! ¡Leed!

Jean cogió el mensaje y leyó:

AUNQUE EN SHOREHAM SOY FORASTERO,

LLEVADME AL PESEBRE DE NAVIDAD.

OS PROMETO HACERLO MUY BIEN

SI EN EL CONCURSO YULE ME HACÉIS…

Y. I. F.

—Este mensaje es más largo que los otros —comentó Teddy—. Y. I. F. está impacientándose.

—¿Creéis que la palabra que falta puede ser «cantidad»? —preguntó Jean.

—No suena bien —contestó Holly, sacudiendo sus trencitas.

—Pues ¿qué otra palabra rimará? —preguntó Teddy—. Vanidad, sinceridad…

Ricky dio un salto y un grito indio.

—¡Canastos! Ya lo tengo. La palabra es «participar».

Y recitó:

«Aunque en Shoreham soy forastero,

llevadme al pesebre de Navidad.

Os prometo hacerlo muy bien,

si en el concurso Yule me hacéis participar».

—Pero eso, ¿qué quiere decir? —preguntó Jean, intrigada.

Ya entonces Ricky, Holly y Sue bailoteaban alegremente un zapateado, y entre risas explicaron a sus primos lo que sabían sobre el pesebre navideño que se hacía en la zona verde de la población, junto al árbol de Navidad.

—Debe haber un concurso para los animales que van allí —reflexionó Ricky—. Y ese Y. I. F. quiere que apuntemos a «Domingo» para el concurso.

En aquel momento entró en la habitación la señora Hollister. Holly se apresuró a contarle todo lo que habían descubierto y añadió:

—Mamá, ¿podemos apuntar al burro para el concurso?

Como la señora Hollister contestó que sí, los niños se pusieron a toda prisa los abrigos y corrieron a la zona verde de la ciudad. Estaba deslumbrador el gran árbol, adornado con tantas luces de colores, y el pesebre quedaba precioso, gracias al foco que lo iluminaba.

Aquella vez estaba allí la señora Morris, y Ricky corrió a hacerle preguntas sobre el concurso. La señora le contestó que durante unos cuantos días iban a necesitarse en el pesebre un asno, una vaca y una oveja.

—Claro que el jurado sólo puede elegir un animal de cada clase. Esta noche se tomará la decisión.

—Esta noche… —murmuró Ricky, tragando saliva—. Entonces, ¿ya es demasiado tarde?

—Demasiado tarde ¿para qué? —preguntó la señora Morris que, luego, se quedó mirando fijamente al pecoso e hizo otra pregunta—: ¿Eres tú el chico que tiene aquel burro tan simpático?

—Sí, soy yo.

—Y ¿quieres que tu burro tome parte en el concurso?

—Sí. Sí, señora.

La señora Morris sonrió.

—Pon tu nombre y dirección y el nombre del burro en este papel, haz el favor.

—¿Puedo poner el nombre de mi hermana? —preguntó Ricky—. El burro, en realidad, es de Sue.

—Ponlo, claro.

Al terminar, Ricky entregó el papel a la señora Morris y preguntó:

—¿Cuándo…? —Tragó saliva porque estaba muy apurado, y por fin consiguió decir, de un tirón—: ¿Cuándo sabremos si…?

En vista de que Ricky no acababa de explicarse, la señora Morris dijo, risueña:

—A los ganaderos se les dará la noticia esta noche. Hacia las nueve, supongo.