UN TRINEO A VELA

—Hemos encontrado huellas de camión a orillas de la cala del Pez Rueda —dijo el oficial—. Son huellas que concuerdan con las que recogimos ante el Centro Comercial. Ahora estamos intentando adivinar por qué el camión se dirigiría al Lago de los Pinos.

—¿Cree usted que descargarían allí nuestro Papá Noel? —preguntó Pete.

—Eso fue lo primero que pensamos. Pero falta saber a dónde lo llevaron y con qué medio de transporte.

—¡Vaya! Me gustaría saberlo —confesó Pete—. Háganos otra llamada si averigua algo más, por favor. ¿Lo hará?

—Lo haré, Pete.

Los otros Hollister estaban ansiosos por enterarse de lo que había ocurrido.

—Debe haber alguna razón para que llevasen la camioneta hasta la orilla del lago —comentó Pete, después de explicarlo todo—. Oye, Teddy, ¿querrás venir a un sitio conmigo mañana, cuando salga de la escuela?

—Claro. ¿Adónde?

—Al lago de los Pinos.

Pete no pensaba decir nada más sobre sus planes.

—Vendré a buscarte, en cuanto salga de la escuela, Ted —dijo Pete a su primo a la mañana siguiente.

—Oye, ¿qué vamos a hacer todo el día, si Pam y tú estáis en el colegio, Pete? —se lamentó Jean.

Cuando Pam le oyó, tuvo una feliz idea:

—Vamos a llevarnos a Teddy y Jean al colegio con nosotros —propuso.

A Jean le pareció una gran solución, pero su hermano tenía otros planes.

—Yo voy a llevarme a «Domingo» a dar un largo paseo —anunció—. Primero le daré de comer.

Salió de casa y dio pienso al burro. Luego le enganchó al carrito y le condujo al porche de la parte trasera.

—¡Taxi hasta la escuela Lincoln! —dijo, cuando todos, menos Sue, salían por la puerta de la cocina.

—¡Oye! ¿Podrá «Domingo» tirar de todos nosotros? —preguntó Jean, dudosa.

—Ya lo creo —afirmó Pete—. Puede tirar de doscientos kilos.

—¿Y cuánto pesaremos nosotros juntos? —quiso saber Ricky.

Pete hizo cálculos rápidamente y pareció algo avergonzado.

—Lo menos pesaremos doscientos cuarenta kilos. Ya veo que tendremos que hacer dos tandas.

Pam y Jean, seguidas de Holly, subieron a la carreta y pronto estuvieron en la calle. Una vez en la escuela, Teddy las dejó y se preparó a volver. No había recorrido más que una manzana de casas cuando… ¡ZAS! Una bola de nieve le golpeó en el brazo.

Teddy miró a su izquierda a tiempo de esquivar una segunda bola, arrojada por un chico mucho más robusto y alto que él. Enfurecido, Teddy saltó a tierra y corrió hacia el chico, que estaba preparando otra gran bola de nieve.

—¡Basta ya! —gritó Teddy—. ¿Quieres que te haga puré la cara? Pero, oye, ¿tú quién eres?

—Joey Brill. Y yo sé quién eres tú. Eres el primo de Pete Hollister. Y resulta que a mí no me gusta ese tipo que se las da de listo, ni quiero que ande por aquí su familia.

—Hablas como si fueras el amo de Shoreham —comentó Teddy con desagrado—. ¡Deja de tirar bolas de nieve o lo vas a sentir!

Un brillo maligno iluminó los ojos de Joey, que, de repente, dejó que otra bola de nieve saliera disparada de su mano, directamente contra «Domingo». La bola alcanzó ruidosamente al burro en el lomo.

Dando un sonoro rebuzno de dolor, el burro dio una coz para luego echar a correr calle abajo. Teddy se entretuvo tan sólo el tiempo necesario para dar a Joey un puñetazo que le dejó tambaleándose. Luego corrió tras el animal desbocado.

—¡Eh, «Domingo»! ¡Eh! —gritó Teddy, con toda la fuerza de sus pulmones.

El burro continuó corriendo, arrastrando el carrito, que se tambaleaba a uno y otro lado. Un coche surgió ante él y el pobre animal no supo cómo comportarse. Al alarido penetrante de una sirena le asustó todavía más. «Domingo» cruzó, veloz, un prado y fue a parar entre dos árboles muy juntos.

¡CROC! El burro pasó entre los árboles sin problema, pero el carrito quedó aprisionado entre los dos árboles, y del impacto resultó completamente destrozado.

Teddy, que llegó corriendo, miró desesperado el desastre que acababa de producirse. Para entonces, varias personas habían acudido.

—¿Hay algún herido? —preguntó una señora.

—No. Sólo el carrito ha resultado roto. Y no es mío —suspiró Teddy, mohíno.

Mientras desenganchaba a «Domingo», Teddy le acarició, diciéndole que él se encargaría de buscar otro carrito.

«Puede que tío John me ayude a encontrar uno nuevo», pensó.

Subió a lomos de «Domingo» y se encaminó al Centro Comercial. El señor Hollister lamentó mucho lo ocurrido y telefoneó de inmediato a la señora Hunter, ofreciéndose a pagarle el importe del carrito de mimbre que había prestado a sus hijos. Pero la señora rehusó, diciendo que el carrito se lo había dado a los niños para que jugasen. Además, era muy viejo y no tenía utilidad para nadie.

El señor Hollister efectuó otras dos llamadas telefónicas. Al colgar, sonreía alegremente.

—Todo arreglado, Teddy. Compraremos un carrito a un precio muy razonable. —Escribió un nombre y una dirección en un papel que entregó al muchacho—. Ve a estas señas y trae el carro. Es alargado, con dos asientos laterales. Pediré a Indy que recoja los restos del carrito roto.

Teddy se marchó, de nuevo contento. Mientras todo esto ocurría, el timbre de la escuela había sonado. Pam y su prima estaban en el guardarropas, quitándose las prendas de abrigo.

—Hoy, en nuestra clase, tenemos ensayo de la función de Navidad —dijo Pam.

—¿Qué país ha elegido vuestra clase? —se interesó Jean.

—Italia.

Pam explicó que las costumbres italianas sobre la Navidad son muy distintas a las de los Estados Unidos.

—En lugar del árbol de Navidad, ello decoran sus casas con bonitas flores. Además, ponen un «presepio».

—¿Un prr…? ¿Qué has dicho? —preguntó Jean, que nunca había oído aquella palabra.

Pam dijo que el «presepio», que puede verse en muchas casas italianas durante Navidad, es una escena de la Natividad, construida con madera, corcho, cemento, cartón piedra y otros materiales.

—Hay ángeles, rebaños de ovejas y vacas. Y los reyes, vestidos con lujosos trajes. Los niños de mi clase vamos a representar cada uno alguna de esas figuras.

Jean se echó a reír.

—¿Quieres decir que vas a ser un cordero o una vaca?

—Yo no —contestó Pam, riendo también. Y luego suspiró.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Jean.

—Sólo hay una cosa mala en nuestro «presepio» —cuchicheó a su prima, cuando se dirigían a la clase—. Will Wilson es uno de los reyes.

—¿Y no te gusta ese chico?

—Es que siempre está molestándonos. Pero necesitamos un chico alto para hacer de rey.

Pam presentó a su prima a la señorita Nelson.

—Encantada de conocerte —dijo la maestra—. Cuando ensayemos, tal vez te guste hacer de apuntador de los actores.

—Me encantará mucho, señorita Nelson.

Jean compartió el pupitre de Pam durante la clase de aritmética y geografía. Al terminar las lecciones, la señorita Nelson dijo:

—Ahora, a ensayar. Poneos vuestros trajes.

Las niñas corrieron al vestuario. Jean fue con las demás y se fijó, en seguida, en Ann Hunter.

—¡Eres un ángel guapísimo, Ann! ¡Y las alas parecen de verdad!

Ann dijo que se las había hecho su padre. Había utilizado alambres, convenientemente doblados, y los recubrió con tarlatana. Luego, su madre cosió las plumas.

Cuando las niñas salían del ropero, Will corrió hacia ellas.

—¡Paso libre! —gritó, abriéndose camino a empujones.

—¡Qué chico tan ordinario! —dijo Jean, con desagrado.

Los demás jóvenes actores siguieron a Will. A los pocos momentos volvían a aparecer todos. Will llevaba un traje de antiguo rey, a rayas blancas, rojas, verdes y azules, y en la corona de su cabeza resplandecían piedras de muchos colores.

—Ahora, empezaremos —dijo la señorita Nelson, entregando a Jean varias hojas de papel con la conversación de cada joven artista.

Las vacas y ovejas de cartón ya estaban en su lugar. Entonces, reyes, pastores y ángeles, todos ellos de carne y hueso, aparecieron en escena. Mientras cada uno recitaba su papel, Jean prestaba gran atención.

Avanzó Ann Hunter, con expresión radiante y emocionada. Will se acercó.

De repente, se abalanzó como una furia sobre ángeles y pastores. Los más pequeños corrieron, apartándose de su camino. Ann Hunter quiso retroceder, pero Will le puso la zancadilla y el pobre ángel perdió el equilibrio.

La señorita Nelson corrió a sostener a la niña, pero no llegó a tiempo y Ann cayó de espaldas, aterrizando sobre sus alas. Cuando la maestra le ayudó a levantarse, todos pudieran ver que las hermosas alas habían quedado deformadas y hechas una lástima. A la pobrecilla Ann se le llenaron los ojos de lágrimas.

—No es importante lo que ha ocurrido con tus alas —le tranquilizó la maestra—. Podremos devolverles su forma, torciendo los alambres. Pero Will no debió hacer una cosa así. Pide disculpas a Ann, y continuemos ensayando.

—No pediré disculpas porque no he hecho nada —dijo el chico, desafiante.

—Si no le pides perdón, no te queremos en nuestra obra teatral —declaró la señorita Nelson con firmeza.

Algo cabizbajo, Will fue a quitarse su espléndido traje de colores, que le fue entregado a un niño más bajo, pero con mejores modales que Will, y el ensayo prosiguió.

Se representó la obra entera y, al concluir, la maestra dijo:

—Estoy muy orgullosa de mis actrices y actores.

Era la hora del recreo, y todos corrieron al patio. Los Hollister vieron aparecer a Teddy. Estaba muy nervioso y hablaba sin aliento al explicar cómo se había roto la carretilla de mimbre y de cómo el señor Hollister había adquirido un carro nuevo.

—Salid a la calle que os lo enseñaré.

Todos los Hollister siguieron a Teddy, y en seguida prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo. Aquel carro era mil veces mejor que el primero.

—¡Zambomba! —dijo Pete—. Éste sí que está bien. Puede que, después de todo, Joey Brill no haya hecho más que hacernos un favor.

Holly abrazó al burro.

—Ahora estás mucho más guapísimo —aseguró al animal—. ¿No te sentirás orgulloso cuando vayas a llevar todos los regalos en la Nochebuena?

«Domingo» inclinó la cabeza, como diciendo que sí, y todos rieron alegremente.

Un momento después sonaba el timbre del colegio y todos entraron corriendo. Durante el resto del día, Pete hizo esfuerzos por concentrarse en las lecciones, pero continuamente se distraía, pensando en la investigación que pensaba hacer aquella tarde. En cuanto sonó el timbre, corrió a casa. Teddy le esperaba.

—Le diré a mamá a dónde vamos. Así no se preocupará si nos retrasamos un poco.

Encontró a la señora Hollister en la sala, ayudando a Sue a ponerse su traje de esquiar. Cuando Pete le pidió permiso para salir con Teddy a buscar más pistas, la madre dio su aprobación, pero añadió:

—¿Queréis llevaros a Sue al lago, con vosotros? Ella puede jugar con el trineo, mientras vosotros investigáis.

—Muy bien, mamá.

Sue se agarró de la mano de su hermano mayor y salió con él. Los dos chicos corrieron a lo largo de la orilla, tirando de Sue y del trineo. Cuando se acercaban a la Cala del Pez Rueda, Pete dijo:

—Mirad cómo me divierto.

Arrastró el trineo sobre la nieve, con gran rapidez, y luego dio una veloz vuelta. El trineo giró como un molinete y Sue prorrumpió en grititos de entusiasmo.

—¡«Hácelo» otra vez! —pidió.

Después de jugar con ella un rato, Pete dijo:

—Ahora, ¿jugarás un ratito tú sola, Sue?

Y, para convencerla, Pete explicó a la pequeñita que Teddy y él tenían que buscar pistan, con objeto de encontrar al Papá Noel y el trineo desaparecidos.

—Sí, sí —se avino Sue, y marchó con su trineo hacia un grupo de niños pequeños que jugaban cerca.

—Volveremos en seguida —gritó Pete, cuando su primo y él se encaminaban hacia el lugar en donde habían sido encontradas las huellas del camión. Luego, habló de sus sospechas con Teddy.

—Creo que los hombres que robaron nuestro Papá Noel se llevarían el trineo arrastrándolo sobre el hielo. De ser así, habrá huellas en el lago.

—Pero ¿no crees que la policía ya habría encontrado las huellas? —objetó Teddy.

—Es posible que los ladrones llevasen un rato el trineo en alto para despistar.

Caminando sobre el hielo, directamente en frente de donde las huellas de neumáticos habían sido halladas, los dos primos recorrieron unos treinta metros. Aunque no encontraban nada, siguieron adelante un trecho más. De repente, Pete exclamó:

—¡Mira, Teddy!

Cuando su primo llegó a su lado, Pete señaló dos surcos en el hielo.

—Tiene que haberlos hecho unos fuertes deslizadores de trineo —opinó el mayor de los muchachos—. Vamos a ver adónde llevan.

Pete volvió la cabeza hacia donde se encontraba Sue, entretenida con sus pequeños compañeros. Al mismo tiempo, descubrió el trineo a vela de Dave Meade, que avanzaba hacia ellos, y fue a detenerse junto a los dos primos, en medio de una rociada de polvo de hielo, lanzados por el freno.

—¿Qué hacéis por aquí sin patines? —preguntó Dave.

Pete explicó los motivos y su amigo dijo:

—Subid. Podremos seguir la pista mucho más de prisa en el trineo.

Pete le presentó a su primo y el grupo se puso en camino. El viento hinchó la vela y el trineo se deslizó, veloz, por el Lago de los Pinos. Los surcos se veían ahora con mucha claridad.

—Estamos muy cerca de la Isla Zarzamora —observó Pete—. Puede que haya sido allí a donde los ladrones han llevado nuestro Papá Noel.

Dave detuvo el trineo en la orilla de la isla.

—¡Mirad! —gritó Teddy—. ¡Los surcos siguen viéndose en la isla!

—Vamos a seguirlos —propuso Pete.

Dave dijo que él se quedaría en el trineo, esperando a los dos primos. Pete y Teddy echaron a andar. Ahora podían ver en la nieve, además de los surcos, huellas de pies.

—¡Estamos sobre la pista! —gritó Pete con emoción.