UN BURRO TESTARUDO

Cuando Pam y Holly oyeron que «Domingo» estaba temblando, entraron a toda prisa en el garaje. Sue, entre tanto, corrió a la casa para avisar a su madre.

Pam fue la primera en llegar junto a «Domingo». El burro tenía los ojos tristones, estaba arrebujado sobre la paja y temblaba convulsivamente.

—¡Pobre animalito! —murmuró la compasiva Pam, arrodillándose para rodear con sus brazos al burro—. ¿Estás enfermo?

—A lo mejor tiene dolor de estómago —dijo Holly, acariciando al animal—. Te buscaremos alguna medicina, «Domingo». Oye, Pam, ¿qué medicina deben de tomar los burros?

—No lo sé. Lo mejor será preguntar a un veterinario.

En aquel momento, la señora Hollister entró muy apresurada, con Sue, La señora se inclinó y palpó el hocico de «Domingo». En seguida dio un suspiro de alivio y dijo:

—Por fortuna, no está enfermo. Tiene el hocico frío y húmedo. Todo lo que ocurre es que tiene frío. —Y dando unas palmadas al tembloroso animal, le dijo—: Donde vivías no estabas acostumbrado a las temperaturas bajas, ¿verdad?

—Pues habrá que ponerle mantas —siguió Sue—. Iré a buscar una de mi camita.

—Puede que tengamos alguna vieja en la buhardilla —dijo la señora Hollister.

—Mamá, ¿por qué no le hacemos una mantita para que la lleve puesta? —preguntó Pam.

—¡Excelente idea! —respondió la madre—. Y ya sé de qué la haremos. De una manta vieja de coche.

Y la madre de los Hollister explicó que sus padres habían utilizado aquella manta muchos años atrás, cuando los coches no tenían calefacción. Estaba todavía en buenas condiciones y era de mucho abrigo.

La señora Hollister y sus hijas corrieron a la casa y subieron a la buhardilla. Encontraron la vieja manta guardada en una bolsa antipolilla. Al Sacarla, Pam exclamó:

—¡Es muy bonita! «Domingo» estará muy elegante con esta manta de lana, a cuadros.

Volvieron al piso bajo y quitaron lo que había en la mesa del comedor para poder trabajar encima del tablero. Holly buscó las tijeras y Pam volvió al garaje, con una cinta métrica para tomar medidas a «Domingo». Sin pérdida de tiempo, Pam extendió la cinta desde el cuello al rabo de «Domingo».

—Un metro —dijo—. Y alrededor del cuello, noventa y cinco centímetros. ¡Ah! Falta el contorno del cuerpo. A ver… Un metro y medio.

Pam acarició al burro, diciéndole:

—Pronto estarás abrigado.

Y volvió rápidamente al comedor. La señora Hollister comprobó que la manta tenía el tamaño justo para hacer a «Domingo» una especie de abrigo que le cubriese los flancos y el lomo hasta el rabo.

—Ve a buscar una cinta sólida y dos hebillas —encargó la madre a Holly.

Ambas cosas tenían que ser cosidas a la manta para ajustarla sobre «Domingo», bajo el cuello y en el pecho del animal.

Ya entonces la señora Hollister tenía cortada la manta con la forma conveniente. Pam y Holly se repartieron el trabajo de coser las cintas y las hebillas. De pronto echaron de menos a Sue. Cuando la pequeña no contestó a la llamada de su madre, Pam gritó:

—¡Sue! ¡Pequeñita! ¡Sue, bebé bonito!

Pam sabía que a su hermanita no le gustaba que le llamasen bebé y que, por ello, si estaba en algún sitio desde donde la hubiera oído, contestaría de inmediato, protestando. Pero no contestó nadie.

Holly acudió a la cocina y miró por la ventana.

—La veo yendo al garaje, mamita. Seguramente quiere consolar a «Domingo», mientras le acabamos la manta.

La señora Hollister y las dos hijas mayores continuaron trabajando. Unos minutos después oían pisadas estrepitosas en el porche posterior. Alguien abrió la puerta de la cocina.

¡Clip, clop! ¡Clip, clop!

—¿Qué es ese ruido? —dijo la señora Hollister, atónita, dejando las tijeras sobre la manta, para correr a la cocina, seguida de Pam y Holly. En medio de la cocina estaba, muy orondo, «Domingo». Sue, a su lado, le tenía sujeto por el ronzal.

—¡Oh! —exclamó la señora Hollister—. No debiste hacer esto, Sue. Mira qué suelo; se ha ensuciado todo.

—Es que…, me dolía pensar que el pobre «Domingo» se estaba congelando. Está casi «hielado». Ahora estará cómodo y calentín hasta que le pongamos su abrigo.

Pam y Holly no pudieron contener la risa. Y pronto la señora Hollister reía también. Era muy cómico ver a «Domingo» olfateando el blanco refrigerador.

—A lo mejor tiene hambre —dijo Sue y abrió el refrigerador para sacar una zanahoria—. Anda, mamita, déjale que se quede aquí.

—Muy bien, Sue. Nosotras acabaremos la manta lo más rápidamente posible y tú, entre tanto, vigilas a «Domingo».

Mientras iban al comedor, Pam dijo:

—La manta de «Domingo» deberá llevar su nombre bordado.

—Y más campanillas —añadió Holly.

Retorciéndose una trenza, Holly corrió a su habitación, para regresar con un puñado de cascabeles plateados. Con aguja e hilo las cosió a las esquinas de la manta del burro. ¡Qué alegre tintineo!

De una falda vieja, de paño amarillo, Pam recortó las letras necesarias para poner la palabra «DOMINGO», y las cosió a un lado de la manta. Ya estaba la prenda lista para probársela al burro. Pero cuando la señora Hollister, Pam y Holly entraron en la cocina, oyeron un golpe sordo. ¡Plop! «Domingo» había decidido sentarse.

—¡Levántate! —le ordenó Sue—. Ya tienes el abrigo nuevo, listo para probarlo.

El burro miró a la pequeñita a los ojos, pero ni se movió.

—Mira. Un abrigo nuevo. Vas a estar muy abrigado —dijo Holly—. Vamos, sé un buen burro y ponte de pie.

Pam no dijo nada; desapareció en la despensa y volvió con un terrón de azúcar. Lo sostuvo en alto, ante el hocico de «Domingo». El burro se apresuró a apoderarse del terrón y lo mordió, muy satisfecho, pero no se movió. Las tres niñas probaron a empujarle por detrás y a tirar de él, pero «Domingo» continuó donde estaba.

—Qué desastre —se lamentó la señora Hollister—, ¿cómo lo sacaremos de aquí? Ya es hora de hacer la cena.

Apoyando las manecitas en las caderas y sacudiendo de uno a otro lado la cabeza, Sue dijo:

—Creo que hoy «Domingo» tendrá que cenar con nosotros.

Estaban Pam y Holly riendo por la ocurrencia de su hermana, cuando llegaron Ricky y Pete.

—¡Zambomba, qué barbaridad! —exclamó el hermano mayor.

Y Ricky, arrugando su nariz pecosilla, preguntó:

—¿Cómo se ha metido aquí?

La madre explicó a los chicos que no había manera de que el burro se levantara sobre sus cuatro patas.

—Yo sé una cosa que le hará levantarse —aseguró Ricky.

Dicho esto, el pelirrojo entonó a grandes voces el himno nacional. Pete y las niñas observaron atentamente. Pero el burro no daba muestras de comprender y continuó sentado.

—Vaya —murmuró Ricky, rascándose la cabeza.

—Ya sé lo que dará resultado —dijo entonces Pete, y salió de la casa.

Volvió a los pocos minutos con un gato de automóvil que su padre utilizaba cuando cambiaba los neumáticos de la furgoneta. El chico probó suerte, pero cada vez que intentaba colocar el armatoste debajo de «Domingo» no conseguía más que ver resbalar el gato por el brillante linóleo.

—Bien —dijo la señora Hollister, suspirando—. Creo que tendremos que darnos por vencidos.

No había terminado ella de hablar cuando «Domingo», con gran estrépito, se irguió sobre sus cuatro patas.

—¡Hurra! ¡Hurra! —gritó Ricky.

—Sólo quería gastarnos una broma —sonrió Pam—. Anda, mamá, vamos a probarle su abrigo en seguida.

La manta quedó colocada sobre el lomo del animal y la señora Hollister ajustó las hebillas.

—No diréis que no queda fino y distinguido —bromeó Pam.

—A lo mejor podríamos llevarle a un desfile de modelos de asnos —añadió Holly.

Todos rieron de buena gana, hasta que la señora Hollister dijo:

—A ver si los chicos os encargáis de llevarle al garaje.

—Por aquí —ordenó Ricky, tomando al burro por el ronzal.

«Domingo» le siguió y, a los pocos momentos, volvía a encontrarse en su establo de confección casera. Los chicos le dieron el pienso de la cena y también dejaron carne y leche para «Morro-Blanco» y sus mininos.

Mientras la madre empezaba a hacer la cena, las niñas hicieron limpieza en el comedor. A la hora de llegar el señor Hollister, la estancia había quedado limpia y la mesa estaba puesta.

Sue hizo salir a su padre para enseñarle el abrigo de «Domingo».

—Muy bien —dijo el señor Hollister. Y al entrar en casa añadió—: Mi familia siempre está haciendo cosas buenas para proporcionar felicidad a los demás.

—Todo el mundo tiene que ser feliz, ¿verdad, mami? —preguntó Sue, levantando la vista hacia su madre, que estaba ocupada en hacer un gran filete a la plancha.

—Hoy no sólo habéis hecho feliz a «Domingo», sino también a mí —dijo el señor Hollister, en tono misterioso.

—¿Cómo, papá? —preguntó Pam.

El señor Hollister contestó que la idea de vender juguetes a precio reducido había dado un gran resultado.

—Ya antes de que apareciera el anuncio en el periódico, la gente ha empezado a entrar para comprar regalos a los necesitados. Tengo una gran pila de cajas en el trineo de Papá Noel.

—¡Viva! —gritó Holly, palmoteando—. Pero ¿qué pasará si nieva?

El señor Hollister levantó la tapadera de un humeante cazo donde se cocían frijoles, y olfateó el apetitoso olorcillo.

—¡Huuumm! Sí, hija. Buena ocurrencia. Creo que tendremos que disponer de algo con que cubrir las cosas, por si vuelve a nevar antes de Navidad.

Pete ofreció su poncho de excursión, que estaba en el garaje.

—Vayamos a cubrir con él los regalos esta misma noche —dijo.

El señor Hollister estuvo de acuerdo y, después de cenar, toda la familia se instaló en la furgoneta. Estaban aproximándose a la tienda cuando Ricky gritó:

—¡Canastos, mirad cuánta gente!

Había muchas personas que contemplaban los renos y reían, viendo el hocico encarnado del primer animal y las cabezas que se movían de un lado a otro. El señor Hollister aparcó el vehículo y todos salieron y abrieron las puertas del Centro Comercial. Pete fue a la trastienda a buscar la escalera y, con la ayuda de Ricky y de su padre, la sacó por la puerta trasera.

Ricky sostuvo el poncho, mientras apoyaba la escalera en la pared. De repente, a la brillante claridad que despedían los renos, Pete vio en los ladrillos dos rascaduras verticales, paralelas.

—Mira, papá, qué señales tan curiosas —dijo.

El señor Hollister examinó las marcas.

—Son señales dejadas por una escalera. Pero no apoyamos aquí la escalera la última vez.

—¡Aquí hay algo más! —anunció Ricky—. ¡Mirad qué huellas de pies en el suelo!

Se advertía que alguien, de grandes pies, había probado a apoyar una escalera en aquella pared, pero la escalera debió de resbalarle.

—El que lo hizo debió de asustarse por algo —dijo el señor Hollister.

De repente, a los ojos de Pam asomó una expresión inquieta.

—Papá, ¿crees que alguien habrá intentado subir al tejado, para robar los regalos del trineo? —preguntó.