MÁSCARAS CÓMICAS

Empezaban a estar todos verdaderamente asusta dos, pensando en que el señor Hollister podía haber sufrido un accidente, cuando oyeron la bocina de la furgoneta en el camino del jardín.

—¡Ha venido papá! ¡Ha venido papá! —dijo Sue a grititos.

Tanto ella como sus hermanos corrieron a ponerse abrigos y gorros y salieron a recibir al padre. ¡Qué contentos se pusieron al ver que estaba bien!

Y qué escena tan divertida contemplaron, iluminada por el farol de la puerta del garaje… En la parte trasera de la furgoneta iba sentado Papá Noel en su trineo, pero faltaban los renos. Los animales estaban distribuidos a su alrededor, como si hubieran llovido del cielo. Uno de los renos se encontraba dentro del trineo y otro tenía las patas delanteras apoyadas en la ventanilla.

De pie, en el camino, al lado de la camioneta, se encontraba el señor Hollister e Indy Roades.

—Hola —saludó el indio. Y con una risa añadió—. Acabamos de llegar del Polo Norte.

—Ah. ¿Por eso habéis tardado tanto?

—Creímos que no ibais a llegar nunca a casa —dijo Pam—. ¿Ha pasado algo?

—Sí. Algo ha pasado —repuso el señor Hollister—. Entremos en casa que os lo explicaremos.

Sue tomó a Indy de la mano y pidió:

—«Cóntanoslo» tú también.

Indy, más bajo que el señor Hollister, tenía los hombros anchos y atléticos, un rostro agradable y una simpática sonrisa. Mientras los demás se quitaban los abrigos, la señora Hollister preparó para él un cubierto. El indio y el señor Hollister se sentaron a cenar y a explicar el motivo de su retraso.

—Por poco nos quedamos sin Papá Noel. Todo por causa de Herman Tash —dijo el señor Hollister.

Pete abrió los ojos inmensamente.

—¿El dueño de la ferretería que hay en la manzana siguiente al Centro Comercial? —preguntó.

—El mismo —asintió el señor Hollister—. También él quería a Papá Noel y asegura que lo había comprado.

El padre siguió explicando que el señor Tash había encargado un Papá Noel con su correspondiente trineo en la primavera, pero en el mes de septiembre envió una carta al señor Greer, en la que cancelaba el pedido.

—Y ¿luego volvió a cambiar de idea? —se extrañó Pam.

—Eso debió de ocurrir, porque cuando llegamos con la camioneta, el señor Tash estaba discutiendo con el señor Greer. El señor Tash insiste en que nuestro Papá Noel le pertenece.

—Pero no ha podido conseguir nada —intervino Indy—. De modo que acabó por dejar la discusión y marcharse en su coche. Pero iba muy indignado.

Ricky exhaló un sonoro suspiro.

—Espero que nos deje tranquilo a Papá Noel —dijo—. ¿Cuándo lo colocaremos todo en el techo del Centro Comercial, papá?

—Mañana.

—¿Esperarás a que salgamos de la escuela, para que podamos ayudarte? —preguntó Holly.

—Claro que sí. Id directamente desde la escuela a la tienda. Me gustará que me ayudéis.

A la mañana siguiente se levantaron temprano, porque todos los niños tenían cosas que hacer. Los chicos dieron de comer a «Domingo», luego, queriendo gastar una broma, llevaron al animal hasta el porche posterior y le hicieron empinarse y asomar la cabeza por la ventana de la cocina.

—¡Iiiiah! —rebuznó el burro.

Las tres niñas rieron alegremente y Pam dio a «Domingo» un terrón de azúcar.

—Buenos días —le dijo.

Holly acababa de poner el desayuno a «Zip». Pero, a pesar de estar comiendo, el perro levantó el hocico de su plato y dio varios ladridos. «Morro-Blanco», que aguardaba su alimento, empezó a maullar sonoramente. «Domingo» insistió en sus rebuznos:

—¡Iiiiiaaah!

¡Qué alboroto se armó!

—¡Basta! ¡Llevaos el burro al garaje! —tuvo que ordenar la señora Hollister.

Todo volvió a recobrar la calma y, una hora más tarde, los niños salían hacia el colegio. Aquella mañana, la clase de Holly estaba dedicada a estudiar las costumbres de Suiza. La señorita Tucker leyó a los niños un libro ilustrado, sobre el particular.

—El día más feliz de todos es el primero de diciembre, cuando se celebra San Nicolás. San Nicolás es el Santa Claus, o el Papá Noel de otros países. Allí se le llama «Samichlaus». Para festejarlo, los niños desfilan por las calles de su pueblo. A veces, un niño pequeño va vestido de «Samichlaus». El niño viste un traje escarlata, adornado con pieles, una graciosa máscara encarnada y una barba larguísima. Tiene muchos ayudantes y sirvientes. Todos los niños que desfilan lucen las máscaras cómicas.

—¡Qué divertido debe de ser! —comentó Holly.

—Pues aún hay una sorpresa para las niñas —continuó la señorita Tucker—. En compañía de «Samichlaus» va una hermosa doncella que se llama Lucy. Ella entrega regalos a todas las niñas buenas del pueblo.

—¿Y a los chicos no? —preguntó un muchachito que se sentaba detrás de Holly.

—Pues…, no. Bien; ahora haremos el reparto de papeles para nuestra representación. Necesitaremos un niño que represente a «Samichlaus» y una niña para Lucy.

—¡Elíjame a mí, señorita! —gritaron varias niñas, incluida Holly.

La señorita Tucker sonrió y dijo:

—Pondremos papelitos con los nombres de las niñas en un sombrero, y en otro sombrero papeles con los nombres de los chicos.

Las dos niñas que se sentaban más cerca del ropero fueron a buscar sus capotas. Cada alumno escribió su nombre en un trocito de papel blanco. Cuando todos los papeles estuvieron en el sombrero adecuado, la señorita Tucker sacó, primero, el nombre de un muchacho.

—Ned Quinn —anunció.

Ned era un amigo de Ricky.

Los compañeros palmotearon y el elegido, un niño rubio, hizo una reverencia, diciendo, entre risas:

—Os presento a «Samichlaus».

—Ahora —prosiguió la señorita Tucker—, el primer nombre que saque de este sombrero tendrá el papel de Lucy.

Todos quedaron silenciosos. A Holly, debido al nerviosismo, le palpitaba enormemente el corazón. Estaba pensando en lo mucho que le gustaría ser elegida como Lucy.

Lentamente, la señorita Tucker extrajo un papel y lo desdobló.

—¿Quién es? ¿Quién es? —gritaron varias niñas.

—Lucy es… Holly Hollister —anunció la maestra.

—¡Oh, qué Lucy tan bonita va a ser! —declaró Donna Martin, mientras todos los compañeros aplaudían.

—¿Qué haremos ahora, señorita Tucker? —preguntó Donna.

—Prepararemos máscaras.

Donna, la niña de ojos y cabellos castaños y mejillas sonrosadas, se cambió de asiento, para colocarse al lado de Holly, mientras la señorita Tucker iba entregando a todos papel de colores y tijeras. Luego, la maestra plantó el libro sobre su mesa, para que todos los niños pudieran ver cómo eran las máscaras. Pronto el aula se vio invadida del ruidillo de los tijeretazos.

—Mira, Donna. Tengo una muy graciosa —dijo Holly, entre risillas—. ¿Qué tal estoy con ella?

Donna soltó una carcajada.

—Estás igual que una carota de calabaza de la fiesta de Todos los Santos, con la nariz muy aplastada. Y ¿qué te parece la mía?

—Es como un minino triste; como si hubiera estado llorando —contestó Holly, llevándose una mano a la boca para contener la risa.

Ya todos los niños habían concluido sus máscaras. La señorita Tucker les enseñó, entonces, a colocar una tira de goma, de lado a lado, para qué las máscaras quedasen fijas en sus caras.

—Ahora haremos un desfile, como los niños suizos.

Niños y niñas se ajustaron sus cómicas caretas y desfilaron por el aula. A Holly empezó a resbalarle la máscara hasta que le quedaron los ojos tapados y no supo por dónde andaba.

¡Cloc!

Holly se dio un golpazo contra la puerta que acababa de ser abierta por el señor Russell, el director. Del impacto, la niña quedó sentada en el suelo.

—¡Oh, Dios mío! —gritó la señorita Tucker, acercándose a toda prisa.

Ya el señor Russell estaba ayudando a Holly a levantarse, y le expresaba lo mucho que lo sentía.

—¡He… he visto las estrellas! —murmuró la niña.

—¡Pobrecilla! —dijo la maestra, quitándole la máscara y examinando la frente de Holly—. Te va a salir un buen chichón. Ven, que te pondremos agua fría.

La maestra acompañó a Holly a la fuente del vestíbulo y empapó en agua su pañuelo. Holly se lo llevó a la frente y se sintió mucho mejor. Cuando sonó la campana de salida, ya había olvidado por completo el accidente.

Los cuatro hermanos se reunieron para ir a la tienda de su padre. Indy dijo que Papá Noel, su trineo y los renos esperaban para ser subidos al tejado. Cada pieza sería subida por separado, con la polea, y luego se montaría el conjunto.

—¿Todo listo para subir a Papá Noel y lo demás? —preguntó el señor Hollister a Indy.

—Todo listo —contestó Indy.

Indy había ajustado un grueso tablón en el tejado de la tienda que era de una sola planta. En el extremo iba añadida una polea y pendía una cuerda que llegaba a la calle.

—¿Qué podemos hacer nosotros, papá? —preguntó Pete, mientras Indy subía al tejado por una escalera de mano.

El señor Hollister dijo que los niños podían subir detrás de Indy para ayudarle a colocar debidamente el trineo con los renos y Papá Noel. Ricky y Holly fueron los primeros en subir al tejado, cubierto de nieve. Les siguieron Pete y Pam. Había un amplio repecho alrededor del tejado. A pesar de todo, Indy advirtió a los niños que no debían inclinarse demasiado.

—Tendremos cuidado —prometió Pam.

Abajo, en la acera, el señor Hollister se ocupaba de atar los renos a un extremo de la cuerda. Un grupo de curiosos se había arremolinado ya.

—Va a quedar muy bonito —declaró un chiquillo pelirrojo.

—Una magnífica idea —comentó un hombre que salía de la tienda.

Y una señora añadió:

—Ahora sí que estamos en plena Navidad. Ha venido Papá Noel a Shoreham.

Cuando el primer reno quedó bien sujeto a la cuerda, el señor Hollister lo izó hasta el tejado. Indy se inclinó hacia fuera y agarró al reno por una de las patas. Los niños le ayudaron a meterlo y a colocarlo en pie. La operación se repitió hasta que todos los animales de madera estuvieron en el tejado.

Para entonces, el gentío de abajo era tanto que llegaba a la acera de enfrente.

—¡Queremos ver a Papá Noel! —gritó el chico pelirrojo—. ¡Que lo suban ya!

—Papá Noel será el último —repuso el señor Hollister, risueño, mientras ataba el trineo por ambos extremos, para luego subirlo lentamente.

—Ya lo tengo —anunció Indy, cuando él y los niños sujetaron el trineo por un lateral y lo llevaron junto a los renos.

Le llegó el turno a Papá Noel. El señor Hollister ató la cuerda en torno al traje rojo del barbudo hombrecillo y la alegre figura navideña fue izada hasta el tejado, mientras los curiosos aplaudían. Cuando todas las piezas estuvieron en su sitio, Indy las aseguró con alambres para que el viento no las derribara.

—Buen trabajo —dijo Indy a los niños—. Gracias por vuestra ayuda.

Pete estaba ansioso por ver qué aspecto tenía todo desde la calle. Fue el primero en bajar, seguido de los otros.

—Ya lo creo que queda bonito, ¿verdad? —comentó con su padre, complacido de ver cómo había quedado colocado todo.

Pero el señor Hollister no le prestaba atención, porque estaba buscando entre la multitud.

—¿Dónde está Ricky? —preguntó—. ¿No ha bajado con vosotros?

—No me he fijado —dijo Pam, y miró a su alrededor.

Pero Ricky no estaba por ninguna parte.

—Debe de estar todavía en el tejado, papá —dijo Pete. Y tras colocarse ambas manos a los lados de la boca, gritó—: ¡Ricky! ¡Eh, Ricky, baja!

No hubo contestación. Pete subió rápidamente la escalerilla y miró por el tejado. Ricky no estaba allí. Cuando Pete volvió a bajar e informó de lo que pasaba, Pam se asustó mucho.

—Papá —dijo, alarmada—, ¿crees que Ricky puede haberse caído por el otro lado del tejado?