DOS CAMORRISTAS

Cuando Pete cayó al agua, Pam y Ricky dieron un grito. No sabían lo profundo que pudiera ser el arroyo y temían que el agua cubriese a Pete por encima de la cabeza.

El agua, muy fría, dejó a Pete sin aliento. Por suerte, cuando los pies le tocaron al fondo, el agua no le llegó más que hasta el pecho.

—No os preocupéis —gritó a sus hermanos—. Podré salir fácilmente.

Pete apoyo los codos en el hielo y luchó por salir del agujero. Pero a su alrededor el hielo continuaba resquebrajándose. Dos veces estuvo a punto de salir, pero en ambas ocasiones acabó resbalando. No tardó en estar entumecido de frío; los dientes le castañeteaban.

—Nosotros te ayudaremos —dijo Pam, empezando a inquietarse.

Un momento después aparecía el señor Hollister, que había oído los gritos de sus hijos.

—¡Papá, papá, ayúdanos a sacar a Pete! —pidió Pam.

Su padre corrió al borde del arroyo. Se echó sobre el hielo y se arrastró, centímetro a centímetro, hasta Pete. Por fin sus manos le alcanzaron.

—Agárrate con fuerza —indicó a Pete. Y se volvió a sus otros hijos para añadir—: Sujetadme los pies, no vaya a ser que el hielo se rompa bajo mi peso.

Ricky agarró al señor Hollister por uno de los zapatos y Pam por el otro. Los dos tiraron con fuerza y, con mucha lentitud, arrastraron a su padre hacia la orilla. Él, a su vez, sacó a Pete del agua helada. Hasta que también Pete se encontró sobre el hielo y fue arrastrado hacia la orilla.

Pete temblaba de pies a cabeza cuando se puso en pie.

—¡Uff! Estoy helado.

El señor Hollister dijo que no había que perder ni un minuto.

—Debes llegar en seguida a casa del señor Quist. Procura correr todo el trayecto, Pete, antes de que el agua se te hiele encima.

Todos se pusieron en marcha a buen paso.

—Yo… yo creo que estoy bien. Al principio tenía un pie insensible, pero ahora ya vuelvo a notarlo —jadeó Pete, cuando estaban ya muy cerca de la granja.

La señora Hollister, seguida de Sue y Holly, corrió hacia el empapado Pete. Entre todos contaron apresuradamente lo ocurrido y llegaron con Pete a la casa. La puerta se abrió de par en par y la señora Quist exclamó:

—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido?

Al enterarse del accidente que habían sufrido, se compadeció.

—¡Pobre muchacho! Entra en seguida.

Condujo a Pete hasta la abrigada cocina y le acercó una silla al fogón de leña. En seguida, ella y la señora Hollister se agacharon para quitar a Pete botas y calcetines y le dieron un masaje en pies y manos, hasta que el muchachito reaccionó.

Al poco llegó el señor Quist. Al enterarse de lo ocurrido, dijo a su esposa:

—Ebba, voy a llevarme al chico arriba para que se cambie de ropas.

Pete, con los pantalones pegados a la piel, siguió al granjero al piso alto. Unos momentos después, volvía a bajar cubierto con un albornoz a rayas rojas y blancas, que le llegaba hasta los tobillos y le sobraba por todas partes.

La señora Quist se echó a reír.

—Pareces nuestro «Jul-Nisse», de Navidad, bajando de la buhardilla —dijo.

—¿«Jul-Nisse»? ¿Qué es eso? —preguntó Holly.

—Es algo perteneciente a todos los países escandinavos —explicó la señora Quist—. Papá y yo somos daneses. Aunque llevamos largo tiempo viviendo en los Estados Unidos, todavía recordamos la Navidad tal como se celebra en Dinamarca.

—Cuéntenos algo sobre «Jul-Nisse» —rogó Pam.

La señora Quist se apartó de la frente un mechón de rubio cabello y esperó a que su marido hubiera colgado a secar tras el fogón, las ropas de Pete. Entonces dijo:

—«Jul-Nisse» es tan misterioso como Papá Noel. Sabemos que existe, pero nunca lo hemos visto.

Los niños escucharon, muy interesados, mientras la amable danesa les explicaba que «Jul-Nisse» era un hombrecito pequeño y muy afable, que vivía en un desván. Pero nunca le veía nadie, más que el gato de la familia.

—Siempre que ocurre alguna cosa extraña en una casa, nosotros creemos que lo ha hecho «Jul-Nisse». Pero es un buen hombrecillo. Siempre anda asegurándose de que los animales de las granjas estén bien atendidos.

El señor Quist afirmó con un cabeceo, al tiempo que decía:

—«Jul-Nisse» se ocupa de que estén siempre debidamente abrevados, alimentados y con un buen lugar para dormir.

Su esposa prosiguió con la historia:

—Cada Navidad, los niños de Dinamarca dejan un cuenco de gachas y una jarra de leche en la entrada de sus desvanes. Y a la mañana siguiente, ¿sabéis lo que ha pasado?

—¡Que ya no está! —adivinó Ricky.

—Eso es. Siempre ha desaparecido —respondió, riendo, la señora Quist.

—¿Es que «Jul-Nisse» se lo come? —indagó Holly.

Cuando la señora Quist asintió, Sue se subió a sus rodillas y preguntó:

—Ese «Jul-Nisse» ¿tiene mamá?

—Nunca oí hablar de ella.

—Entonces, ¿quién da de comer al pobrecín los otros días? —preguntó Sue, perpleja—. ¡Debe tener un hambre!…

La señora se encogió de hombros, sonriendo.

—También vosotros debéis tener apetito —dijo, sin responder a la pregunta de Sue—. Sobre todo tú, Pete. ¿Vas entrando en calor?

El muchachito había dejado de temblar y tuvo que admitir que tenía el estómago vacío. La señora Quist fue a la despensa a buscar leche y chocolate. A los pocos minutos, el delicioso aroma de chocolate humeante llenaba la cocina. A cada uno se sirvió una taza rebosante de chocolate. Entonces el señor Quist pasó entre los presentes una bandeja de crujientes pastelillos daneses.

—¡Yamm! ¡Qué ricos! —dijo Ricky, tomando un sorbo de chocolate.

Cuando los Hollister terminaron la merienda, las ropas de Pete ya se habían secado. Subió al piso para vestirse y regresó a los pocos momentos. Todos se pusieron sus gruesos abrigos y dieron las gracias a los amables esposos Quist.

—Cuando vuelvan a buscar su árbol, entren a vernos —dijo el señor Quist.

—Gracias. Lo haremos con mucho gusto —respondió la señora Hollister.

—Adiós —dijo Sue, sacudiendo su manita gordezuela—. Me voy a casa, a buscar a «Jul-Nisse» en mi buhardilla.

Durante el trayecto a casa, los cinco niños se entretuvieron cantando villancicos. Holly, que sostenía el nido de pájaros con mucho cariño en su regazo, para que no se aplastase, añadió un cancioncilla relativa a los pájaros durante el invierno. La niña esperaba, impaciente, el siguiente día, para poder llevar el nido a la escuela.

Por la mañana, después del desayuno, la señora Hollister dijo:

—Hijita, sería mejor que lo metieras en una bolsita.

—Pero mamá, es que quiero enseñar el nido a todos los amigos que encuentre por el camino.

—Está bien. Pero ten mucho cuidado de que no se te caiga. Los nidos de pájaro son tan frágiles…

Los cuatro hermanos mayores salieron juntos hacia la escuela. Sue no era todavía lo bastante crecida para ir, aunque constantemente estaba hablando del parvulario y jugaba mucho al colegio con sus muñecas. Holly y Pam se adelantaron, porque los chicos se detuvieron un momento en el garaje, a dejar algo de alimento a «Domingo».

—Parece que está aburrido —observó Ricky, acariciando al animal—. Yo jugaré contigo cuando salga de la escuela, «Domingo».

Entretanto, Pam y Holly se habían adelantado bastante. De repente, Holly levantó la vista hacia su hermana y preguntó:

—¿Crees que sería «Jul-Nisse» quien puso la nota a «Domingo»?

Pam sonrió y dijo:

—¿Por qué piensas eso?

—Porque el verso decía abajo Y. I. F. Y «Jul-Nisse» empieza con Y, ¿no, Pam?

—No, guapa, empieza con J.

—Vaya… Nunca vamos a averiguar quién puso la nota.

Pam estaba asegurando a su hermana que todo se pondría en claro, con el tiempo, cuando Joey Brill y Will Wilson llegaron corriendo junto a ellas.

—¡Eh! ¿Qué lleváis ahí? —preguntó Joey Brill, viendo el nido.

—¿Conque queriendo ser la mimada de la maestra, por llevarle regalitos? —añadió Will, ceñudo.

Las niñas no contestaron. Joey y Will se acercaron más.

—¿Quieres echar un vistazo, Will? —preguntó Joey, haciendo un guiño a su amigo.

Como por casualidad, Will golpeó el antebrazo de Holly y el nido de pájaro voló por los aires.

—¡Basta! —gritó una voz, llegando por detrás del grupo y Ricky apareció, corriendo.

El pelirrojo llegó a tiempo de coger el nido en el aire, antes de que se golpease contra el suelo. Satisfecho, se lo pasó a su hermana.

—Vaya. Un buen cazador, ¿verdad? —se burló Joey—. Oye, Will, ¿qué te parece si jugamos a pelota con el nido?

—¡No podéis quitármelo! —protestó Holly, apartándose de los chicos.

Cuando el grandullón se aproximaba a su hermana, Pam le apartó de un empujón. Pero el chicazo le devolvió el empellón.

—¡Estate quieto! —ordenó Ricky, golpeando a Joey en el pecho.

—No te hagas el listo —vociferó Joey, empujando al pequeño contra Will.

Will dio otro golpe a Ricky y el pobrecillo pelirrojo fue a parar al suelo.

En aquel momento se oyeron pasos veloces. Joey se volvió y gritó:

—¡Eh, Will, cuidado!

Pero el aviso llegó demasiado tarde. Pete Hollister se abalanzó sobre Will, le hizo caer de espaldas a tierra, y quedó sobre él.

Ricky, muy nervioso, empezó a dar saltos y a gritar:

—Os está bien empleado, Joey, por hacerte pasar por un miembro del Departamento de Higiene y decir que no podíamos tener nuestro burro.

—No fue más que una broma —replicó Joey, sin darse cuenta, de momento, de que estaba haciendo una confesión.

Will acabó poniéndose en pie y, durante unos momentos, él y Joey golpearon a Pete. Hasta que el mayor de los Hollister logró propinar a Joey un directo en la mandíbula. De repente, sonó una sirena y un coche se detuvo junto al bordillo.

—De prisa. ¡Un policía! —gritó uno de los que se habían arremolinado para mirar.

Sin embargo, antes de que nadie tuviera tiempo de alejarse, un joven policía, de aspecto simpático, salió del coche y corrió junto a los belicosos muchachos.

—¡Oficial Cal! —exclamó Pam.

Los Hollister conocían bien a Cal Newberry porque le habían ayudado a resolver un misterio, poco después de su llegada a Shoreham.

—¿Por qué no podéis jugar juntos pacíficamente? —preguntó el policía.

—Está bien; lo haremos —masculló Will.

—Ahora estrechaos las manos —aconsejó Cal.

Los chicos lo hicieron, sin mucho entusiasmo, y Cal estuvo observando, mientras se alejaban y entraban en el patio del colegio.

—Hemos tenido suerte —dijo Holly, al separarse de sus hermanos para entrar en su clase—. Joey ha estado a punto de destrozarme el nido.

La señorita Tucker, la maestra, se mostró encantada con el nido y dijo que lo había hecho un pájaro que se llamaba reyezuelo. Todos los niños lo contemplaban mientras iban dando la lección, relativa al árbol navideño.

—Y ahora, Holly, ¿quieres colocar el nido en la sala de exposición? —pidió la señorita Tucker.

Holly, muy orgullosa, fue a colocarlo en la urna de cristal del cuarto del fondo.

Luego, los niños se reunieron en la sala de juntas. El señor Russell, el director, anunció que la escuela daría una obra teatral el jueves anterior a la Navidad, representando las costumbres de esta festividad en otros países.

—Cada clase representará un país diferente y trabajará por sus propios medios —añadió.

A la clase de Holly se le asignó Suiza. A la de Ricky, Noruega. A Pam y a sus compañeros les correspondió Italia, y a Pete y los suyos los Países Bajos.

De inmediato empezaron a hacerse planes. ¡Qué días tan emocionantes y atareados se presentaban para todos! Y, para colmo, el señor Hollister iba a colocar el trineo y los renos en el Centro Comercial.

Los niños estuvieron esperando a su padre a la hora de la cena, pero el señor Hollister no se presentó. Por fin cenaron. Al concluir, el padre todavía no había llegado.

—¿Crees que ocurrirá algo? —preguntó Pam, muy inquieta, a su madre.