BUSCANDO UN PAPÁ NOEL

¡Pobre «Domingo»! ¡El burrito estaba tan aturdido que no sabía hacia dónde correr!

Al llegar a la orilla del lago, corrió un trecho horizontalmente, para luego meterse en el patio de los Smith. Todos los niños, menos Joey Brill, corrieron en su búsqueda. Dave Meade tiró de «Domingo» por la cinta roja, pero no consiguió más que desatársela. El burro se alejó de él.

—Por favor, espérate. ¡Espérate! —pidió Pam a voces.

Pero «Domingo» no hizo otra cosa más que levantar la cabeza y siguió corriendo.

—¡Se va hacia la caleta del pez Rueda! —gritó Ricky, sin aliento, pensando, esperanzado, en que alguno de los patinadores fuese capaz de cazar a «Domingo».

Cuando el asustado animal se abrió paso, a bandazos, se encontró ante un grupo de patinadores. Viéndole, ellos empezaron a reír, señalando al burrito. Esto pareció sorprender a «Domingo». Y antes de que hubiera podido decidir qué hacer, Pete llegó corriendo y le agarró por las bridas.

—Vamos, muchacho —dijo Pete, apaciguador—. Nadie va a hacerte daño.

Pronto, todos los niños que le habían perseguido y muchos de los patinadores se reunieron en torno al animal.

Todos empezaron a hacer preguntas y pronunciar alabanzas.

—¡Huy, qué lindo es!

—¿De dónde le habéis sacado?

—¿Cómo se llama?

Algunos de los compañeros de escuela de los Hollister les saludaron desde el deslizante hielo, y uno de los chicos hizo señas a Pete para que llevase allí a «Domingo». Pam, con mucha precaución, condujo al animal por una suave pendiente hasta la orilla del lago, donde un grupo de los más pequeños se calentaba las manos alrededor de una hoguera.

—¡Es un gran burro! —declaró, admirativo, un chico que se llamaba Ken.

—¡A mí no me lo parece! —declaró una voz estridente.

Todos se volvieron para ver a Will Wilson, un amigo de Joey Brill. Will, que era muy alto para su edad, siempre apoyaba a Joey, en contra de los Hollister. Ahora, al aproximarse patinando hizo una mueca.

—Vamos a pinchar el rabo del burro —dijo, tomando a «Domingo» por la cola.

—¡Apártate de él! —ordenó Holly, ceñuda.

—Está bien. Entonces te daré un tirón de las trenzas —dijo el chicarrón.

De todos modos, no se acercó mucho, porque una mirada de Pete le convenció de que era mejor no probar. Se entretuvo patinando y, al intentar describir unas vueltas en forma de ocho, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el hielo. Todos rieron; Ricky más sonoramente que nadie.

Will se levantó, muy colorado, y gritó con ira:

—¡Sigo diciéndoos que vuestro burro es viejo y sarnoso!

—¡Mentira! —protestó Ricky, saliendo en defensa de su burro—. «Domingo» es el mejor asno del país.

—Si tan estupendo es, ¿por qué no sale a patinar?

Holly, levantando muy dignamente la cabeza, gritó:

—¡«Domingo» sabe patinar muy bien!

—¡Ja, ja! Entonces, ¿qué estáis esperando? Dejadle que salga a exhibirse —les retó Will.

—Lo siento, pero no podemos poner patines a «Domingo» —dijo Pam, dando un paso al frente—. Podría caerse.

—Es que tenéis miedo —dijo Will, con retintín.

—Sí. Me da miedo hacer daño a nuestro burro —repuso Pam, muy seria—. No hay que hacer daño a los animales.

—¿Quién dice que 110 se puede hacer daño a un asno mugriento? —dijo el chicazo—. Pues ahora mismo voy a atarle mis patines en las patas delanteras.

Cuando Will se aproximó a «Domingo», Pete avanzó unos pasos y agarró por el brazo al chico.

—¡Aléjate de nuestro burro! —le advirtió.

Una sola mirada convenció al camorrista de que Pete hablaba muy en serio.

—Bien, hombre —replicó Will, esforzándose por reír—. ¿Es que no sabéis aguantar una broma?

En aquel momento, varios niños que estaban cerca prorrumpieron en risillas. Pero no por lo que hacía Will Wilson. Era porque Ricky y Holly habían tomado dos pares de patines y los estaban ajustando a los pies y las manos del pecoso.

—Ricky, ¿para qué haces eso? —exclamó Pam.

—Voy a patinar a cuatro pies, en lugar de «Domingo» —contestó el pequeño, imitando unos rebuznos—: ¡Aaaaiii! ¡Aaaiii!

Ricky se inclinó y apoyó las manos en el suelo, igual que un asno. Mientras los espectadores se contorsionaban de risa, el chiquillo se deslizó repetidamente sobre el hielo, a cuatro pies, hasta acabar dando un resbalón que le hizo quedar tendido en la nieve, sobre su estómago.

—¡Uff! Me alegro de no haber puesto los patines al pobre «Domingo». Ya veis lo que me ha pasado.

Entre Pete y Pam ayudaron al pecoso a levantarse y le desataron los patines de las manos.

—Vamos —dijo Pete—. Ya es hora de volver a casa.

Los niños condujeron a «Domingo» hasta el garaje, le pusieron en el pesebre y le sirvieron avena para comer. Antes de dejarle e irse a casa, Sue hizo bajar la testuz al animal y le cuchicheó en una oreja:

—¿Quieres decirme quién es Y. I. F., ese que puso la nota a mi «Dominguito»?

Aquella noche, mientras cenaban, se habló de la aventura de Ricky con los patines. El señor Hollister rió de buena gana. Luego hizo comentarios sobre las decoraciones de Navidad que tenían en el Centro Comercial.

—Tenemos guirnaldas y cosas parecidas —dijo el padre—, pero aún le falta algo. ¿Podéis sugerir alguna cosa?

—Ya sé lo que te hace falta en la tienda, papá —dijo Pam—. Un gran Papá Noel, un muñeco, claro, con trineo y todo. Podrías ponerlo en lo alto del Centro Comercial.

El señor Hollister se mostró sorprendido.

—Vaya. Me parece una buena idea, hija.

—Podríamos llenar el trineo de juguetes para los niños pobres —apuntó Holly.

El pensamiento de un Papá Noel y su trineo en el tejado del Centro Comercial hizo que todos los niños se sintieran muy contentos. De repente, Pete hizo chasquear los dedos, diciendo:

—Papá, ¿y por qué no vendes con descuento todos los juguetes que la gente compre para los niños pobres?

Pam palmeó alegremente, proponiendo:

—Nosotros podríamos ir a entregarlos el día de Nochebuena.

—Y ser los ayudantes de Papá Noel —exclamó Holly.

—Todas vuestras ideas son magníficas, pero antes debemos encontrar a Papá Noel, su trineo y el reno. Vamos a llamar a Indy Roades, y también hablaremos con Tinker, para ver si ellos saben dónde podemos encontrar todo el equipo.

Tinker era un hombre de edad a quien el señor Hollister había empleado cuando abrió la tienda. Indy Roades también trabajaba en el Centro Comercial. Era un indio procedente de Nuevo Méjico.

—Sí, sí. Dejadme que yo telefonee —pidió Ricky.

—Muy bien.

Ricky corrió al teléfono, marcó el número de Indy y esperó, impaciente. Ricky tenía gran cariño a «Negrito», el perro de Indy. Eran muy buenos amigos los dos, desde que los Hollister desataron una vez un bote que un chico le ató a la cola.

—Hola, Indy —saludó Ricky cuando su amigo contestó al teléfono.

A continuación, el niño explicó lo que los Hollister deseaban hacer en el Centro Comercial, y preguntó a Indy si conocía a alguien que vendiera algún Papá Noel, con trineos y renos.

—Me parece mucho pedir —contestó el indio Creo que no conozco a nadie que venda tales cosas. Pero Tinker ha pasado toda su vida en Shoreham. Podrías llamarle.

Ricky dijo que así lo haría, y colgó. Entonces telefoneó a Tinker. El viejecito se interesó en seguida por aquellos planes.

—Sí. Conozco a alguien que hace cosas de esa clase —contestó—. Vive en Clareton. Se llama Greer. Pero, por estas fechas, suele haber agotado todos los equipos de Papá Noel.

—De todos modos, probaremos —dijo Ricky.

Y después de dar las gracias a Tinker, habló con su familia del señor Greer. Pam buscó, en el anuario telefónico, la sección correspondiente a Clareton. Allí localizó un tal señor Greer, modelista.

—Será mejor que hable yo con él —dijo el señor Hollister, marcando el número que su hija le fue diciendo.

Todos los hermanos esperaron, muy nerviosos, mientras, su padre hablaba con el señor Greer.

—¿Y dice usted que sólo le queda uno?… ¡Sí, sí! Magnífico. Mañana, a primera hora de la tarde… Adiós.

—¡Canastos! —exclamó Ricky, mientras él y sus hermanos atosigaban a preguntas a su padre.

—¿Cómo es de grande ese Papá Noel?

—¿Cuántos renos tiene?

—¿Nos podremos quedar con él para siempre?

El señor Hollister se echó a reír.

—No puedo contestar ni a una sola de vuestras preguntas. Mañana lo sabréis todo. —El padre se volvió a la señora Hollister—. Elaine, ¿te parece bien que salgamos todos mañana por la tarde?

—Estupendo —concordó la señora Hollister. Luego, pasando un brazo por los hombros de Sue y Holly, dijo—. Ya es hora de que se vayan a la cama mis pequeñitas… Y Ricky también.

Era costumbre en casa de los Hollister que Pete y Pam se quedasen levantados un rato más que los otros.

—Vamos a ver si «Domingo» está bien, Pete —propuso Pam.

Encendieron desde la casa la luz del garaje, y salieron. Al momento oyeron fuertes golpes y encontraron a su burro dando coces contra la puerta. Había destrozado por completo el pesebre, hecho de cajas y paja.

—¡Pero, «Domingo»! —exclamó Pam.

—Creo que no le gusta estar aquí —dijo Pete, empezando a ordenarlo todo—. Vamos, hombre, hay que acostumbrarse a las cosas diferentes al rancho —dijo, dirigiéndose al asno.

De repente, Pam tuvo una idea.

—Dolores me dijo que los burros sienten añoranza y soledad. A lo mejor es eso lo que le pasa. ¿Por qué no traemos aquí a «Zip», para que haga compañía a «Domingo»?

—Pero «Zip» es nuestro perro guardián —objetó el chico.

—Es verdad. Entonces, ¿por qué no traemos a «Mimito» y su madre? Y también a los demás gatitos.

La madre de «Mimito» y sus hermanos era la gata «Morro Blanco».

Pam corrió a casa y volvió en seguida con la gata y sus cinco hijitos, para que hiciesen compañía a «Domingo». ¡Qué contento se puso el burro al verles! Muy satisfecho, se tumbó en la paja, junto a «Morro Blanco» y su familia.

Cuando volvían a casa, Pam dijo:

—Tendríamos que escribir al señor Vega para darle las gracias, en nombre de Sue, por habernos enviado a «Domingo».

—Podemos hacerlo ahora mismo —propuso Pete, abriendo la puerta.

Pam ya había escrito otras veces cartas así, para dar las gracias sobre algún regalo. Mientras su hermana se sentaba ante el escritorio, Pete dijo:

—No te olvides de preguntar al señor Vega si él sabe algo sobre la misteriosa nota que encontramos en la cinta de «Domingo».

Pam escribió con esmero una carta muy pulcra, y firmó con los nombres de todos sus hermanos y el suyo. Ya había cerrado el sobre y lo estaba sellando cuando llegó Pete con la chaqueta puesta.

—Iré a echarla al buzón de la esquina —dijo, y salió corriendo de la casa.

Al regresar, unos minutos más tarde, oyó sonar el teléfono. Pam ya acudía a responder.

—Diga —invitó la niña.

Pete se detuvo para saber quién llamaba. Y vio que su hermana se había puesto muy pálida.

—¿Quién es? —preguntó el chico, preocupado.

Pam colgó el auricular y se volvió hacia su hermano, con la cara muy larga.

—¡Pete! —exclamó, casi a punto de echarse a llorar—. ¡No podemos tener a «Domingo»!