6

Rowan durmió mal y le echó toda la culpa a Dolly. Había comprobado el radar, los registros y los mapas antes de irse a dormir. Se habían declarado incendios cerca de Denali, en Alaska, y en las montañas Marble del norte de California. Había considerado, casi esperanzada, la posibilidad de que la convocaran y pasara parte de la noche en un avión de transporte. Pero no sonó ninguna sirena, nadie llamó a su puerta.

En cambio, soñó con Jim por segunda noche consecutiva. Despertó irritada y molesta con su subconsciente por ser tan fácil de manipular.

Se acabó, se prometió con firmeza a sí misma, y decidió empezar el día con una buena carrera para quitarse de encima el mal humor.

Mientras sus músculos se calentaban corriendo los primeros seiscientos metros, Gull se situó a su lado.

Ella le echó una ojeada.

—¿Va a convertirse en una costumbre?

—Ayer fui yo el primero en salir a correr —le recordó—. Me gusta hacer unos cuantos kilómetros a primera hora de la mañana. Me despierta.

Él también le había lanzado un vistazo, y se dio cuenta de que parecía un poco molesta y que tenía ojeras.

—¿Corres por tiempo o por distancia?

—Me limito a correr.

—Entonces diremos que corres por distancia. Me gusta tener un objetivo.

—Ya me he dado cuenta. Creo que haré cinco kilómetros.

Él soltó un bufido.

—Puedes esforzarte más. Siete.

—Seis —dijo ella, solo por llevarle la contraria—. Y no me hables. Cuando corro no me gusta que me distraigan.

Gull puso en marcha el MP3 que llevaba sujeto al brazo y corrió con su música.

Recorrieron a buen paso el primer kilómetro. Rowan era consciente de la presencia de Gull a su lado, del sonido de los pies de ambos chocando contra la pista, al unísono. Y se dio cuenta de que no le importaba. Podía pensar en la música que él estaba escuchando, en cómo habría planeado el resto del día y en la posibilidad de que aquellos planes quedaran en nada si había un incendio.

Tanto Gull como Rowan estaban en el primer turno de la lista de saltos.

Cuando habían corrido el segundo kilómetro Rowan oyó el sonido de un motor sobre sus cabezas y vio uno de los aviones de su padre deslizándose a través del amplio lienzo azul de cielo. Lección de vuelo, supuso; el negocio iba bien. Se estaba preguntando si el instructor sería su padre o uno de sus tres pilotos, cuando vio que el ala derecha se inclinaba hacia abajo dos veces y a continuación lo hacía la izquierda una sola vez.

Su padre.

Con la cara levantada, la muchacha alzó el brazo con los dedos bien estirados para devolverle el saludo.

Ese simple contacto acabó con los restos de su enfado que la carrera y la compañía de Gull no habían conseguido arrastrar.

Entonces su compañero aceleró el ritmo. Rowan aumentó el suyo, sabiendo que él la empujaba, que la ponía a prueba. Pero, por otra parte, en lo que a ella respectaba, la vida sin competición apenas era vida. El creciente ardor en los cuádriceps y en los tendones de la corva se llevó por delante incluso aquellos pequeños restos de su enfado.

Alargó la zancada en el tercer kilómetro. Sus brazos subían y bajaban, sus pulmones trabajaban afanosamente. El sol audaz que, según habían prometido los hombres del tiempo, haría subir las temperaturas hasta los veintiséis grados durante la tarde cubría su piel con una capa de sudor.

Rowan se sentía viva, desafiada, feliz.

Entonces Gull le lanzó una ojeada y un guiño. Y luego la dejó envuelta en una nube de polvo.

Aquel tipo tenía alguna clase de marcha adicional, pensó Rowan una vez que Gull aceleró el paso. Eso era todo. Y cuando la ponía, desaparecía en un abrir y cerrar de ojos.

Allí también aceleró y descubrió que aún le quedaba un poco de gasolina. No la suficiente para alcanzarle —si no se ataba a un cohete—, aunque sí para no quedar en ridículo.

El empujón del último medio kilómetro la dejó un poco mareada y casi sin aliento mientras se limitaba a dejarse caer en la hierba que había junto a la pista.

—Tendrás un calambre. Vamos, Ro, sabes que eso no te conviene.

Él estaba sin aliento; no resoplando como ella, pero sin aliento, y Rowan encontró un poco de satisfacción en ello.

—Solo un minuto —consiguió decir, pero Gull le agarró las manos y tiró de ella hasta ponerla en pie.

—Camina, Ro.

Rowan se puso a caminar hasta que su frecuencia cardíaca bajó a un nivel razonable y se echó en la boca un chorro de agua de la botella que llevaba consigo.

Mirando a Gull, se apoyó en una pierna y estiró los cuádriceps levantando la otra detrás del cuerpo. Gull estaba cubierto de sudor, y estaba realmente atractivo.

—Parece que lleves un motor en esas Nike.

—Pues tú también vas a toda mecha. Y ahora que ya no estás cabreada ni deprimida, ¿era tu padre el que hacía cabriolas en el aire?

—Sí. ¿Por qué dices que estaba cabreada y deprimida?

—Lo llevabas escrito en el rostro. He estudiado a fondo tu cara, y es así como he identificado tu estado de ánimo.

—Me voy al gimnasio.

—Es mejor que antes estires los tendones de las corvas.

La irritación subió por su espalda como un escarabajo.

—¿Quién eres tú, el entrenador de la pista?

—No tiene sentido que te cabrees conmigo porque me he dado cuenta de que estabas cabreada.

—Tal vez no, pero ya que estás aquí…

Aun así, Rowan empezó a estirar los tendones de las corvas.

—Por lo que he oído, tienes motivos para estarlo.

Rowan levantó la cabeza y le dirigió aquella gélida mirada azul.

—Voy a resumirlo —dijo Gull, abriendo la bolsa estanca que había arrojado al borde de la pista para beber agua—. El hermano de Matt y la cocinera rubia se pasaron buena parte de la última temporada enredando las sábanas. Históricamente, dicha cocinera había enredado otras muchas sábanas con mucha destreza y aplomo.

—Aplomo.

—Es una forma delicada de decir que follaba a menudo, bien y sin discriminar demasiado.

—Eso también ha sonado delicado.

—Me educaron bien. Además, Jim también solía ser generoso con sus atenciones.

—Has dado en el clavo.

—Sin embargo —continuó Gull—, mientras enredaban las sábanas y follaban, la cocinera decidió que estaba enamorada de Jim. Eso lo he sabido por Lynn, que se enteró por la rubia. Entonces la rubia rompe el corazón de muchos centrando sus habilidades exclusivamente en Jim, y cerrando los oídos y los ojos al hecho de que él no acabase de corresponderle.

—Podrías escribir un libro.

—Esa idea es desafortunada. Hacia el final de ese largo y cálido verano la cocinera se queda embarazada, cosa que, según los rumores, dado que anteriormente había evitado esa posibilidad, pudo hacer a propósito.

—Seguramente.

Rowan ya lo había pensado, y lo encontraba deprimente.

—Triste —dijo él, sin añadir nada más—. La cocinera afirma que se lo dijo a Jim, quien recibió la noticia con alegría e ilusión. Aunque no le conocí, eso me resulta sospechoso. La parejita hizo enseguida planes de boda, lo que me resulta aún más sospechoso. Luego, de forma aún más triste, Jim murió durante un salto por un error que él mismo cometió, según determinó la investigación posterior, pero la cocinera le echó la culpa a su compañera de salto, que eras tú, e intentó apuñalarla con un cuchillo de cocina.

—No intentó apuñalarme exactamente —dijo Rowan, sin comprender por qué se empeñaba en defender a la lunática de Dolly—. O no tuvo tiempo, porque Marg le arrancó el cuchillo de las manos en cuanto lo cogió.

—Cien puntos para Marg —comentó él, observando su rostro con ojos felinos, serenos y pacientes—. La pena adopta formas diversas, y muchas de ellas son retorcidas y feas. Pero echarte a ti o a cualquier otro la culpa del accidente de Jim es estúpido. Continuar haciéndolo es mezquino y estúpido, además de perjudicial para los propios intereses de Dolly.

Rowan no quería hablar de aquello. ¿Por qué lo estaba haciendo? Comprendió que no podía evitarlo mientras él la observase con atención y hablase con tanta calma.

—¿Cómo sabes que sigue echándome la culpa?

La luz del sol hacía resaltar los tonos dorados del pelo castaño de Gull mientras este bebía más agua.

—Para concluir, la cocinera se marcha y descubre la religión… o eso afirma y tal vez incluso se lo cree. La gracia y la fe no son suficientes para hablar del bebé a la desconsolada familia del padre, hasta que vuelve a la base buscando empleo. Así que el factor religioso es una mentira.

—De acuerdo —reconoció Rowan; no podía evitar hacerlo, porque lo exponía de forma rotunda y tal como lo veía ella—. Uau.

—No he terminado aún. Tú vas a ver a la cocinera y charlas con ella en privado. Aunque, por supuesto, la privacidad escasea bastante por aquí. Durante esa conversación no tan privada, la cocinera empieza a echar humo, a renegar y a acusarte, y luego se marcha enfurecida. Lo cual me lleva a la conclusión de que el descubrimiento de la religión no incluía el descubrimiento del perdón, la caridad o el sentido común.

—¿Cómo has sabido todo eso? Y me refiero a todo.

—Sé escuchar. Por si te interesa, la opinión general en la base es que Dolly ha tenido una hija de Jim, y sobrina de Matt, así que debería contar con cierto apoyo. De hecho, Cartas está recogiendo donativos para los estudios de la niña.

—Sí —respondió Rowan—. Era de esperar que pensara en eso. Es muy propio de él.

—La opinión general también dice que si te causa dolor o dice alguna bobada sobre ti debe recibir un aviso. La segunda vez, nos reuniremos con L. B., se lo expondremos y ella se irá. Tú no tienes ni voz ni voto.

—Yo…

—No —la interrumpió él, con esa simple sílaba serena y absolutamente definitiva—. Todo el mundo prefiere que ella conserve su puesto de trabajo. Pero nadie dejará que lo conserve si causa problemas. Así que aunque tú no estés de acuerdo, los demás son mayoría y te ganan. Más vale que dejes de cabrearte y deprimirte, porque no te servirá de nada.

—Supongo que no estoy de acuerdo porque se trata de mí. Si fuese otra persona, pensaría lo mismo que los demás.

—Lo entiendo.

—Dejando aparte un montón de cosas de las que no me apetece hablar, mi madre murió cuando yo tenía doce años.

—Eso es duro.

—Ellos no estaban juntos, y… ese es el montón de cosas de las que no me apetece hablar. Me crió mi padre, y sus padres se hacían cargo de mí durante la temporada, cuando aún trabajaba aquí. Lo que quiero decir es que sé que no es fácil criar solo a un hijo, aunque se cuente con ayuda y apoyo. Estoy dispuesta a darle una oportunidad.

—Ya tiene una oportunidad, Rowan. Trabaja en la cocina. Dependerá de ella que se quede o no.

Regresaban caminando mientras hablaban. Gull indicó el gimnasio con un gesto.

—¿Echamos unas pesas?

—Sí. ¿Me prestas esto? —preguntó Rowan, dando unos golpecitos en el reproductor de MP3—. Quiero ver cómo es tu lista de reproducción.

—Hacer ejercicio sin música es un sacrificio —respondió él, dándole el aparato—. No lo olvides cuando hagas la lista de las razones para acostarte conmigo.

—Lo pondré en el primer puesto de la lista.

—Estupendo. Pero… ¿qué había antes?

Rowan se echó a reír y entró delante de él.

Una vez que terminó su preparación física diaria y se duchó, se dirigió hacia la cantina para recuperar carbohidratos.

En el comedor, Stovic devoraba huevos con beicon y galletas mientras Cartas, entre bocados de tortita, le decía en broma que se hacía el enfermo para no trabajar. Gull había llegado antes que ella y ya estaba amontonando comida del bufet de desayuno.

Rowan cogió un plato. Dejó caer una tortita en él, colocó encima dos lonchas de beicon y añadió otra tortita y dos lonchas más de beicon que cubrió con una última tortita, encima de la cual echó una buena cucharada de frutos rojos.

—¿Cómo llamas a eso? —le preguntó Gull.

—Mío —respondió ella, llevándoselo a una mesa y dejándose caer en una silla—. ¿Cuál es la palabra, Cartas?

—Dentelaria.

—Esa es buena. Suena a problema geriátrico, pero es una flor, ¿verdad?

—Un arbusto. Medio punto para ti.

—La flor del arbusto o la misma planta también se llama dentelaria —señaló Gull.

Cartas reflexionó.

—Supongo que es verdad. Un punto entero.

—¡Premio! —Rowan echó almíbar sobre sus tortitas con beicon—. ¿Cómo va la pierna, Motosierra?

—Me pican los puntos —dijo. Echó un vistazo a Dobie, que entraba en ese momento, y sonrió de oreja a oreja—. Pero al menos no fue en la cara.

—Al menos no me lo hice yo mismo —replicó Dobie, contemplando lo que ofrecía el bufet—. Si no hubiese perdido esa apuesta, me habría apuntado aunque solo fuese por los desayunos.

Y para demostrarlo, cogió un poco de todo.

—Tu ojo tiene mejor aspecto —le dijo Rowan.

Dobie ya podía abrir los dos, y ella sabía, por el color de los cardenales, que estaba en proceso de curación.

—¿Cómo van las costillas?

—Llenas de colorido, pero no duelen demasiado. L. B. me tiene todo el día trabajando sentado —explicó mientras sacaba un frasco de tabasco y lo agitaba sobre los huevos—. Le he preguntado si hoy podría disponer de un poco de tiempo. Me gustaría ir a ver el negocio de tu padre y mirar cómo bajan esos tipos que pagan por saltar.

—Deberías hacerlo. Mucha gente se lleva el almuerzo. Marg puede prepararte algo.

—Quizá vaya contigo.

Dobie agitó hacia Stovic una salchicha pinchada en su tenedor.

—Tienes una pierna coja.

—El paseo me distraerá del picor.

Seguramente sería así, pensó Rowan, pero más valía prevenir.

—Te daré el número de recepción. Si no puedes llegar hasta allí, enviarán a alguien a buscarte.

Marg entró en la sala y echó una ojeada a la mesa mientras se acercaba a Rowan y dejaba un vaso alto de zumo delante de ella.

—¿Vais a pasaros la mañana entrando y saliendo de aquí, y el resto del día ocupándome la mesa? Lo que necesitáis es un incendio.

—No te lo discuto —dijo Rowan, antes de coger el vaso y probar el zumo—. Zanahorias, porque siempre hay zanahorias, apio, creo, naranjas… y estoy bastante segura de que también lleva mango.

—Muy bien. Ahora bébetelo todo.

—Marg —dijo Dobie—, esta mañana estás más guapa que nunca.

—¿Qué quieres, novato? —preguntó Marg, mirándole intensamente.

—He oído decir que tal vez podrías prepararnos una comida para llevar si mi compañero de hospital y yo nos fuésemos a casa del padre de Rowan para ver el espectáculo.

—Tal vez podría. Dile a Lucas, si le ves, que ya es hora de que venga a hacerme una visita.

—Desde luego que lo haré.

Como disponía de un breve respiro antes de un salto en tándem, Lucas quiso salir cuando se enteró de que un par de novatos de la base estaban allí.

Muchos turistas y gente de la zona se acercaban a contemplar los aviones y a los paracaidistas, y gran parte de ellos completaba la excursión a sus instalaciones con una vista a la base de bomberos paracaidistas. Lucas suponía que aquello era bueno para el negocio.

Había empezado con un avión, un piloto y un instructor a tiempo parcial, y con su madre ocupándose de los teléfonos. Cuando sonaban. Su padre ayudaba con la contabilidad. Por supuesto, en aquellos días solo podía encargarse de aquel negocio fuera de temporada, o cuando no estaba en la lista de saltos.

Pero necesitaba construir algo para su hija, algo sólido.

Y lo había hecho. Estaba orgulloso de ello, de su flota de aviones y de su equipo de veinticinco personas trabajando a tiempo completo. Tenía la satisfacción de saber que algún día, cuando estuviese preparada, Rowan podría apoyarse en lo que él había construido y sentir aquella solidez bajo los pies.

Aun así, había días en que, al contemplar cómo un avión se elevaba en el cielo desde la base, sabiendo que los hombres y mujeres que lo ocupaban volaban hacia el fuego, echaba terriblemente de menos aquel trabajo.

Ahora comprendía lo que era estar en tierra y saber que alguien a quien querías más que a nada en el mundo estaba a punto de arriesgar la vida. Se preguntaba cómo sus padres, su hija e incluso la esposa que había tenido durante tan poco tiempo habían soportado aquella mezcla constante de miedo y resignación.

Pero ese día, de momento, las sirenas permanecían en silencio.

Se detuvo un momento para observar a uno de sus alumnos, un banquero de la ciudad de sesenta y tres años, que bajaba en caída libre desde el Otter. Cuando el paracaídas se desplegó, el público estalló en aplausos.

Zeke llevaba casi cuarenta años siendo el banquero de Lucas, así que lo observó unos momentos más y asintió con la cabeza en señal de aprobación antes de acercarse a la manta en la que estaban tumbados los dos hombres de la base con lo que reconoció como uno de los famosos almuerzos para llevar de Marg.

—Hola, ¿qué tal? —preguntó, poniéndose en cuclillas junto a ellos—. Soy Lucas Tripp, y tú debes de ser Dobie. Me han contado que la otra noche te viste envuelto en una riña en Get a Rope.

—Sí. Suelo estar mucho más guapo —dijo Dobie, tendiéndole la mano—. Este es Motosierra. Se llama así porque le gusta utilizarla para afeitarse las piernas.

—También me contaron eso. Si tiene que ocurrirte algo, más vale que sea al principio de la temporada, antes de que la cosa se anime.

—Tiene usted un negocio muy bonito, señor Tripp —comentó Stovic.

Tanta deferencia hizo que Lucas se sintiese como un viejo decrépito.

—Guárdate el «señor» y el «usted» para mi padre. Nos va bastante bien. Mirad a ese —dijo, señalando a Zeke, que tocaba tierra y rodaba por el suelo—. Pasa de los sesenta. Es director de banco en Missoula. Ocho nietos y dos más en camino. Le conozco desde antes de que nacierais vosotros, y hasta hace un par de meses jamás me comentó que quisiera saltar. Desde que estrenaron la película Ahora o nunca vienen muchos alumnos de cierta edad —les contó Lucas con una sonrisa—. Ahora tengo un salto en tándem. La clienta llegará dentro de un cuarto de hora. Una directora de escuela de cincuenta y siete años. Nunca se sabe quién tiene ganas de volar y las guarda en secreto.

—¿Lo echas de menos? —preguntó Dobie—. Me refiero a saltar sobre el fuego.

—Todos los días. —Lucas se encogió de hombros mientras observaba al banquero, que saludaba con la mano a tres de sus nietos—. Pero los caballos viejos como yo tenemos que dejar sitio a los jóvenes sementales.

—Debes de tener muchas anécdotas de tus tiempos.

Aún me hace más viejo, pensó Lucas, pero sonrió a Stovic.

—Invitadme a un par de cervezas y os las contaré todas, tanto si queréis oírlas como si no.

—Cuando quieras y donde quieras —dijo Dobie.

—Puede que os tome la palabra. Ahora tengo que irme para darle a esa directora la mayor emoción de su vida —dijo Lucas, poniéndose en pie—. Disfrutad de vuestro día libre. No tendréis muchos más.

—No entiendo cómo pudo dejarlo —comentó Dobie—. Creo que yo no podría.

—Aún no has saltado sobre el fuego —señaló Stovic.

—En mi cabeza sí. —Dobie mordió un muslo que Marg había frito hasta dejarlo crujiente—. Y yo no he intentado caparme con una motosierra.

Stovic le dio un puñetazo amistoso en el brazo.

—Tuve las manos de la Sueca en el muslo. Cada uno de los puntos valió la pena.

—Si tratas de llegar más lejos, Gull se encargará de que no solo sean unos cuantos puntos. Tiene los ojos puestos en esa dirección.

—No soy ciego. Pero no puede negarse que esa chica tiene un tacto muy agradable.

Stovic atacó la ensalada de patatas mientras observaba al siguiente paracaidista.

Lucas comprobó sus registros y el avión, y mantuvo una breve conversación con su mecánico y el piloto para el tándem. Aunque la clienta llegase con el tiempo justo, Marcie, la encargada del servicio de atención al cliente, le daría una explicación general y le haría rellenar los formularios necesarios. Como la mujer había encargado el paquete que incluía un DVD, Lucas se aseguró de que el técnico de vídeo estuviese a punto para el viaje.

Cuando entró en el edificio de administración distinguió a Marcie y a la clienta ocupándose del papeleo en una de las mesas. Su primer pensamiento fue un tópico, pero cierto.

Cuando él iba a la escuela no había directoras así.

La mujer era pelirroja, tenía un pelo abundante y unos ojos como sombras del bosque, profundos y verdes. Cuando sonrió por algo que dijo Marcie, aparecieron en sus mejillas unos hoyuelos, y sus labios dibujaron un bonito arco.

Él no era tímido con las mujeres… siempre que no se sintiese atraído por una de ellas. Al acercarse a la mesa, notó que una oleada de calor le subía por la nuca.

—Y aquí está su instructor —anunció Marcie—, el propietario de Zulie Skydiving. Lucas, le decía a la señora Frazier que está a punto de experimentar la mayor emoción de su vida y que cuenta con el mejor experto para acompañarla.

—Bueno… —consiguió decir Lucas mientras el calor se le extendía a la parte superior del cráneo.

—Si voy a vivir una emoción tan intensa, me alegro de saber que será con el mejor experto.

La mujer le tendió una mano delgada y de dedos finos. Lucas la estrechó sin apretar apenas y la soltó enseguida, temeroso de aplastarla.

—Es el regalo que le hizo su hijo por Navidad —añadió Marcie.

—Llámeme Ella, ya que vamos a lanzarnos juntos desde un avión. Me oyó decir que algún día quería probar el paracaidismo y se lo tomó en serio, aunque creo que en aquel momento me había bebido varias copas de vino. —Aquellos labios volvieron a dibujar un arco; y aparecieron los hoyuelos—. Él y su familia están ahí fuera, fisgoneando, como mi hija y la suya. Todos tienen muchas ganas de verme.

—Eso está bien. Eso está muy bien.

—En fin… ¿Cuándo empezamos? —preguntó Ella.

—Le pondremos el traje —la informó Marcie, que a pesar de mostrar su mejor sonrisa lanzó una ojeada perpleja a Lucas—. Mientras lo hacemos, verá un breve vídeo con algunas instrucciones. Luego realizará un pequeño entrenamiento con el jefe y responderá a todas sus preguntas. Eso durará una media hora, así que estará familiarizada con el equipo, se sentirá cómoda y aprenderá a aterrizar.

—Me parece que el aterrizaje es fundamental. No quiero traumatizar a mis nietos —dijo con una mirada vivaracha.

Casada. El cerebro de Lucas volvió a reunirse con el resto de su persona. Con hijos. Con nietos. Saber que estaba casada disminuyó su timidez. Ahora podía limitarse a admirar lo guapa que era, ya que estaba fuera de su alcance.

—No se preocupe por eso —respondió Lucas, por fin capaz de sonreírle—. Recordarán este día como el día en que vieron volar a su abuela. Si ha terminado con el papeleo, le pondremos el traje térmico.

Lucas se puso el suyo mientras Marcie equipaba a la clienta. En general le gustaba hacer tándems con principiantes, calmarles los nervios si los tenían, responder preguntas y darles la mejor experiencia posible y un recuerdo que conservarían el resto de su vida. Esperaba que aquella vez no fuese una excepción.

La clienta parecía estar en forma, lo cual ayudaba. Lucas echó un vistazo a su copia del formulario y comprobó que había adivinado sus datos. Uno sesenta y cinco, 56 kilos. Sin problemas físicos.

Salió a esperarla.

—Me siento una saltadora oficial —comentó ella riéndose, antes de dar una pequeña vuelta con su traje térmico y sus botas de salto.

—Tiene buen aspecto. Sé que Marcie le ha explicado el procedimiento, pero podemos repasarlo otra vez y responderé a todas las preguntas que tenga.

—Marcie ha sido muy meticulosa, y el vídeo era fantástico. El arnés me sujeta a usted, de principio a fin, lo cual es muy importante desde mi punto de vista.

—Es una buena manera de lanzarse por primera vez. Reduce el nerviosismo.

Ella soltó una carcajada.

—Para usted es fácil decirlo. Supongo que está acostumbrado a los gritones.

—No se preocupe por eso. Estoy seguro de que se sentirá demasiado contenta y deslumbrada por la vista para chillar —dijo él, acompañándola a una pequeña área de entrenamiento—. Subiremos hasta unos catorce mil pies. Cuando esté lista, la llevaré de paseo por ese gran cielo. La caída libre es muy rápida, vivificante. Dura más o menos un minuto antes de que se despliegue el paracaídas. Una vez que lo haga, usted flotará y escuchará la clase de silencio que solo conocen los paracaidistas.

—Le encanta esto, ¿verdad?

—Desde luego.

—Hago esto por dos razones. Primero para no decepcionar a mi hijo. Y segundo, y de eso me he dado cuenta cuando venía hacia aquí, para recordarme que antes era valiente. Dígame, señor Tripp…

—Llámeme Lucas.

—Lucas, ¿cuántas personas se acobardan una vez que están ahí arriba?

—¡Ah, hay algunas, claro! Normalmente las identifico antes de que despeguemos. —Le dedicó una sonrisa desenvuelta—. Usted no será una de ellas.

—¿Por qué?

—Porque antes era valiente. Nunca olvidas lo que eres. A veces simplemente lo dejas a un lado durante un tiempo.

Los hoyuelos aparecieron un instante en sus mejillas.

—Tiene razón. En los últimos años he ido aprendiendo esa lección.

Le mostró cómo aterrizar, cómo utilizarle a él, cómo usar su propio cuerpo para tocar tierra con suavidad. Fijó el arnés para que ella se acostumbrase a sentirlo y a tener el cuerpo de él contra el suyo.

El pequeño respingo que Lucas sintió en el vientre se alivió al recordar que estaba casada.

—¿Alguna pregunta? ¿Inquietudes?

—Creo que lo he entendido. Se supone que tengo que relajarme y disfrutar, y espero no pasarme todo el rato chillando y aparecer en el DVD con la boca abierta y los ojos cerrados.

—¡Hola, mamá!

Miraron al grupo que rondaba por el borde del área.

—La familia. ¿Tengo tiempo de presentárselos antes de que lo hagamos?

—Claro.

Lucas se acercó con ella, charló un poco con su hijo, que estaba pálido y nervioso ahora que había llegado el momento, con su hija y con los tres niños, incluido el que le observaba como un búho desde la cadera de su padre.

—¿Estás segura de hacerlo? Porque si…

—Tyler —dijo Ella y se puso de puntillas en sus botas de salto para besar a su hijo en la mejilla—, estoy emocionada y lista. Es el mejor regalo de Navidad de la historia.

—La abuela va a hacer esto.

Un niño de unos cinco años lanzó al aire al paracaidista de juguete que habían comprado en la tienda de artículos de regalo; el muñeco cayó flotando con su paracaídas de color rojo vivo.

—Puedes estar seguro. Mírame.

Después de los abrazos y los besos, se fue con Lucas hacia el Twin Otter que los esperaba.

—No estoy nerviosa. No me pondré nerviosa. No voy a chillar. No voy a vomitar.

—Mire ese cielo. No puede ser más bonito, hasta que esté flotando en él. Este es Chuck. Grabará en vídeo toda su experiencia.

—Chuck —le saludó la mujer, estrechándole la mano—. Sáqueme favorecida, ¿de acuerdo?

—Garantizado. Nadie como Iron Man para hacer un tándem, señora. Suave como la seda.

—De acuerdo —dijo Ella antes de soltar el aire con fuerza—. Hagámoslo, Iron Man.

Se volvió, saludó con la mano a su familia y luego subió a bordo.

Estrechó la mano del piloto, y en opinión de Lucas se mantuvo serena y atenta durante el vuelo. Esperaba más preguntas sobre el avión, el material y su experiencia, pero la mujer se dedicó a actuar para la cámara, decidida a proporcionarle a su familia un recuerdo divertido.

Hizo muecas, fingió desmayarse y sorprendió a Lucas sentándose en su regazo y diciéndoles a sus hijos que se marchaba a las islas Fidji con su instructor de paracaidismo.

—Tendremos que volver a buscar un avión más grande —le dijo él, haciéndola reír.

Cuando alcanzaron la altitud de salto Lucas le guiñó el ojo.

—¿Lista para ponerse el arnés?

Los labios de ella se arquearon nerviosos.

—Vamos a bailar.

Él volvió a repasar el procedimiento con voz tranquilizadora y desenvuelta mientras se enganchaba al cable.

—Cuando abramos la puerta sentirá una ráfaga de aire muy fuerte y oirá el estruendo de los motores. Llevamos micrófono, así que Chuck captará todo lo que digamos para su DVD.

Mientras hablaba notó que a la mujer se le aceleraba la respiración. Cuando se abrió la puerta, notó que se agitaba, que temblaba.

—No saltaremos hasta que no diga «vamos».

—Nadé desnuda en el golfo de México. Puedo hacer esto. Vamos.

—Vamos allá —dijo Lucas, haciéndole una señal con la cabeza a Chuck, que se lanzó primero—. Contemple el cielo, Ella —murmuró, y ambos saltaron juntos.

La mujer no chilló, pero después de un grito ahogado Lucas oyó claramente que exclamaba «¡Me cago en la puta!»; se preguntó si luego querría eliminar aquellas palabras, por los nietos.

Luego Ella se echó a reír y abrió los brazos como si fuesen alas.

—¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío, oh, Dios mío! Lo he hecho. ¡Lucas!

Vibraba contra él, y Lucas reconoció exaltación, no miedo.

El paracaídas se abrió como en un batir de alas, y la veloz caída se convirtió en una agradable sensación de flotar.

—Ha sido demasiado rápido, demasiado rápido. Pero, ¡oh, oh!, tenía razón. Es bonito. Es… religioso.

—Coja los mandos. Puede dirigir un poco el paracaídas.

—Bien, uau. ¡Mira a la abuela, Owen! Soy una paracaidista. ¡Gracias, Tyler! ¡Hola, Melly, hola, Addy, hola, Sam! —saludó, echando la cabeza hacia atrás—. Estoy en el cielo, y es de seda azul.

Se quedó en silencio y luego suspiró.

—Tenía razón en lo del silencio. Tenía razón en todo. Nunca olvidaré esto. ¡Oh, ahí están! Están saludando. Más vale que dirija usted el paracaídas para que pueda devolverles el saludo.

—Tiene una familia estupenda.

—La verdad es que sí. ¡Oh, jolines, oh, uau, ahí está el suelo!

—Confíe en mí. Confíe en usted misma. Relájese.

Lucas la llevó suavemente hasta tierra.

Con gritos de ilusión y entusiasmo, su familia saltaba y agitaba los brazos. Cuando Lucas desprendió el arnés, Ella hizo una reverencia exagerada y lanzó besos.

A continuación, se volvió con el rostro encendido y le dejó de piedra echándole los brazos al cuello y plantándole un beso en la boca.

—Lo habría hecho en el aire si hubiera podido porque, Dios mío, ha sido orgásmico. No sé cómo darle las gracias.

—Creo que acaba de hacerlo.

La mujer se echó a reír e hizo reír a Lucas ejecutando una rápida danza de la victoria.

—He saltado desde un puñetero avión. Mi exmarido dijo que estaba loca, el muy imbécil. Quizá esté loca, porque voy a hacerlo otra vez.

Sin dejar de reír, salió corriendo hacia su familia con los brazos abiertos.

—Exmarido —consiguió susurrar Lucas. Y el calor volvió a subirle por la nuca.