4

Gull observaba los ojos de Rowan mientras ambos tomaban el primer chupito; el tequila le pasó por la lengua y la garganta, y se deslizó, rápido y caliente, hasta el estómago.

Eso, comprendió, era lo que más le atraía de ella. Aquellos ojos azules, claros y serenos, desprendían vida. Ahora brillaba en ellos un destello de desafío y buen humor, y la forma que tenían de clavarse en los suyos hacía que aquel momento fuese muy íntimo… tanto como el tequila caliente que se deslizaba por su organismo.

Adaptando su ritmo al de Rowan, cogió el siguiente vaso de chupito.

Ahí estaba su boca, casi grande, con ese labio inferior grueso… y esa forma tan natural y habitual que tenía de dibujar una sonrisita complacida.

No era de extrañar que ansiara saborearla.

—¿Cómo vas, especialista?

—Voy bien. ¿Y tú, Sueca?

A modo de respuesta, Rowan entrechocó su tercer vaso con el de él antes de que ambos bebieran de un trago y al mismo tiempo. Ella se llevó a la boca el gajo de lima.

—¿Sabes qué es lo que me encanta del tequila?

—¿Qué te encanta del tequila?

—Todo.

Tras una carcajada maliciosa, bebió el cuarto con el mismo entusiasmo temerario que los tres primeros. Juntos, pusieron los vasos vacíos en la mesa dando un golpetazo.

—¿Qué más te encanta? —le preguntó él.

—Humm —reflexionó mientras tomaba el quinto de un trago—. Saltar en paracaídas y la gente que comparte mi locura. —Brindó por ellos y recibió una salva de aplausos y comentarios malsonantes; luego se apoyó en el respaldo un momento con el sexto vaso lleno—. El fuego y dominarlo, mi padre, el rock and roll estruendoso en una noche calurosa de verano y los cachorros. ¿Y tú?

Como ella, Gull se apoyó en el respaldo con su último chupito.

—Podría coincidir con casi todo eso, aunque no conozco a tu padre.

—Tampoco has saltado sobre el fuego todavía.

—Cierto, pero estoy predispuesto a que me guste. Tengo afición por el rock a todo volumen y por los cachorros, pero los sustituiría por sexo salvaje en una noche calurosa de verano y por los perros grandes y babosos.

—Interesante. —Se tomaron el último chupito de un trago, simultáneamente, y recibieron más aplausos—. Habría jurado que te gustaban los gatos.

—No tengo nada contra los gatos, pero un perro grande y baboso siempre necesita a un ser humano.

Los pendientes se balancearon cuando Rowan inclinó la cabeza.

—Te gusta que te necesiten, ¿verdad?

—Supongo que sí.

Ella le señaló con un gesto que quería decir «lo sabía».

—Ahí está de nuevo esa vena romántica.

—Ancha y larga. ¿Quieres que vayamos a disfrutar de sexo salvaje antes de que lleguen las noches calurosas de verano?

Rowan echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Es una oferta muy generosa… pero no —respondió—. A cambio, te reto a otros seis —añadió con una palmada en la mesa.

Que no me pase nada, pensó Gull.

—Como tú quieras —contestó, palpándose el bolsillo—. Creo que me tomaré un breve descanso para fumarme un puro mientras nos los traen.

—Diez minutos de recreo —anunció Rowan—. Eh, Big Nate, ¿y si traes unas patatas bravas para absorber el tequila? Y que sean muy picantes.

La mujer de sus sueños, decidió Gull mientras optaba por salir por la puerta trasera para fumar. Un bombón con cerebro y con un gancho terrible que comía patatas bravas, bebía tequila y se tiraba en paracaídas.

Ahora lo único que tenía que hacer era llevársela a la cama.

Encendió el puro en la fría oscuridad y expulsó el humo hacia un cielo cuajado de estrellas. La noche le parecía insuperable. Una música horrible en un típico antro del oeste, tequila barato, la compañía de personas que compartían sus gustos y de una mujer deslumbrante que atraía su mente y excitaba su cuerpo.

Pensó en su hogar y en los inviernos que le ocupaban y le absorbían casi todo el tiempo. No le importaba; de hecho, le gustaba. Pero si los últimos años le habían enseñado algo, era que necesitaba el calor y el subidón del verano, el trabajo y, sí, el riesgo de enfrentarse con el fuego.

Tal vez solo fuese eso, la combinación de orgullo y placer que sentía por lo que había logrado cuando volvía al hogar, la emoción y la satisfacción de lo que sabía que podía conseguir en aquel lugar, que le permitía, en una fría noche de primavera, sentirse en mitad de la nada y encontrar la perfección.

Deambuló alrededor del edificio, disfrutando del puro y pensando en enfrentarse a Rowan con otros seis chupitos de tequila. La próxima vez, si había una próxima vez, se aseguraría de tener a mano una botella de Patrón Silver. Al menos su estómago lo agradecería.

Divertido, dobló la esquina del edificio. Primero oyó los gruñidos, y luego el desagradable sonido de un puño contra la carne. Avanzó hacia el sonido, escudriñando las zonas oscuras del aparcamiento.

Dos de los hombres a los que Rowan había plantado cara en la barra sujetaban a Dobie, mientras el tercero —el corpulento— se ensañaba con él.

—¡Mierda! —murmuró Gull, que tiró al suelo el puro y echó a correr.

Por encima del zumbido de rabia de sus oídos, Gull oyó gritar a uno de los hombres. El más corpulento dio media vuelta con el rostro lleno de maldad. Gull echó el puño hacia atrás y lo soltó.

No pensó; no tuvo que hacerlo. El instinto tomó el mando cuando los otros dos hombres dejaron caer a Dobie y le atacaron. Se dejó llevar por la locura, por el momento, por los puñetazos, las patadas, los codazos; olió sangre y notó el sabor de la suya propia.

Sintió que algo crujía bajo su puño y oyó una ráfaga de aire expulsado cuando su pie se hundió en la grasa de un estómago. Alguien cayó de rodillas entre arcadas después de que su codo se clavase en una garganta expuesta. Con el rabillo del ojo, Gull vio que Dobie había conseguido ponerse en pie y se acercaba cojeando al hombre arrodillado para asestarle una fuerte patada en las costillas.

Uno de los hombres trató de salir corriendo. Gull lo atrapó y lo arrojó de cabeza contra la grava.

No recordaba con claridad haber derribado al tipo corpulento ni haberse puesto encima de él, pero hicieron falta tres paracaidistas para sacarlo de allí.

—Ya ha recibido lo suyo. Está fuera de combate —dijo la voz de Little Bear, penetrando en aquel zumbido de rabia—. Déjalo, Gull.

—Vale, ya está.

Gull levantó una mano para indicar que había terminado. Cuando lo soltaron, le echó una ojeada a Dobie.

Su amigo estaba sentado en el suelo, rodeado de otros paracaidistas y de algunas mujeres lugareñas. Tenía la cara y la camisa perdidas de sangre, y el ojo derecho cerrado por la hinchazón.

—Te han dejado hecho un cromo, amigo —comentó Gull. Entonces vio la mancha oscura en la pernera derecha del pantalón de Dobie y el charco en el suelo—. ¡Santo Dios! ¿Te han apuñalado?

Antes de que Gull llegase hasta él, Dobie metió dos dedos en el bolsillo y sacó un frasco roto de salsa de tabasco.

—¡En absoluto! Cuando he caído al suelo he aplastado esto. Tengo unos cuantos cortes, eso es todo, y he echado a perder una buena salsa.

—¿Llevas salsa de tabasco en el bolsillo? —preguntó L. B., agachándose para ver mejor a Dobie.

—¿Dónde quieres que la lleve si no?

Sacudiendo la cabeza, Gull se sentó sobre los talones.

—Se la echa a todo.

—Pues claro —dijo Dobie, que corroboró las palabras de Gull sacudiendo el frasco para dejar caer lo poco que quedaba sobre el trasero de uno de los hombres medio inconscientes—. He salido a tomar un poco el aire, y estos tres me han asaltado. Estaban esperándome… o esperándonos a cualquiera de nosotros, creo. Has aparecido en el momento más oportuno —le dijo a Gull—. ¿Sabes kung fu o algo así?

—Algo parecido. Más vale que te cures las heridas.

—¡No, estoy bien!

Llegó Rowan y se agachó delante de Dobie.

—No se habrían metido contigo si no se hubiesen cabreado conmigo. Hazme un favor, ¿vale? Ve a que te curen eso para que no tenga que sentirme culpable —le pidió, inclinándose para darle un beso en la mejilla magullada y ensangrentada—. Te debo una.

—Bueno… si vas a sentirte mejor…

—¿Quieres que llame a la policía? —le preguntó Big Nate.

Dobie observó a los tres hombres y se encogió de hombros.

—Me parece que necesitan una ambulancia —dijo, antes de encogerse de hombros otra vez—. Me da igual que los encierren en la cárcel, que vayan al infierno o que se vuelvan por donde han venido.

—De acuerdo —respondió Big Nate, que se acercó al hombre que estaba sentado con el rostro entre las manos y le dio con la punta de la bota—. ¿Estás en condiciones de conducir? —Al ver que el hombre conseguía asentir con la cabeza, Big Nate volvió a darle con la punta de la bota, esta vez un poco más fuerte—. Vas a subir a tu furgoneta con los cabrones con los que viajas. Vas a conducir y a seguir conduciendo. Si te veo en mi local o en cualquier otro sitio, desearás que haya llamado a la policía. Ahora sal de mi propiedad.

Para acelerar el proceso, varios de los hombres auparon hasta la furgoneta al tipo corpulento, que apenas estaba consciente, y a sus gimientes compañeros, y luego formaron una barrera hasta que el vehículo se alejó.

Gull recibió varias palmadas en el hombro y la espalda e incontables invitaciones a una copa. Fue sensato y las aceptó todas para evitar discusiones mientras observaba cómo Libby, Cartas y Gibbons ayudaban a Dobie a subir a una de las furgonetas.

—¿Quieres que te vea un médico? —le preguntó Little Bear.

—No. He quedado peor otras veces, después de caerme de la cama.

Little Bear y Gull contemplaron la furgoneta.

—Se pondrá bien. Tres hijos de puta no bastan para derribar a un bombero paracaidista.

Le dio a Gull una última palmada en el hombro y luego, cuando la furgoneta salió del aparcamiento, volvió al bar.

Gull se quedó donde estaba, tratando de recobrar la calma. Sabía que estaba allí, en alguna parte, pero por el momento se mostraba esquiva.

—¿Es tuyo?

Al volverse vio a Rowan, que sostenía su puro.

—Sí. Supongo que se me ha caído.

—¡Qué torpe!

Rowan dio varias chupadas hasta que la punta volvió a estar al rojo y después aspiró una calada larga y profunda.

—Es un puro de primera calidad —añadió, ofreciéndoselo—. Sería una lástima desperdiciarlo.

Gull lo cogió y lo observó.

—Ya no aguanto más —decidió.

Volvió a arrojar el puro al suelo. Agarró a Rowan y tiró de ella.

—Ya no aguanto más —repitió antes de estrujar la boca de la joven con la suya.

Un hombre no podía soportar tanta estimulación sin pedir un desahogo.

Ella le plantó ambas manos en el pecho y le dio un empujón.

—¡Eh!

Por un momento, Gull creyó que experimentaría de cerca y en persona su excelente gancho. Luego Rowan calcó su movimiento inicial y tiró de él a su vez.

La boca de Rowan era tal como Gull había imaginado. Caliente, suave y ávida. Acogió la suya con el mismo ardor, como si hubiesen accionado un interruptor en cada uno de ellos. Ella apretó su impresionante cuerpo contra el de él sin vacilaciones, sin contenerse, como un regalo y un desafío, hasta que el aire frío bajo el cielo cuajado de estrellas pareció echar humo.

Gull notó el sabor fuerte y ácido del tequila en la lengua de Rowan, un contraste fascinante con el aroma de melocotones maduros que le impregnaba la piel; sintió el galope duro y regular del corazón de ella, que se adaptaba al ritmo del suyo.

Rowan retrocedió y lo miró a los ojos un instante, antes de apartarse.

—Tienes talento —declaró.

—Lo mismo digo.

Rowan soltó un suspiro.

—Eres una tentación, Gull, no puedo negarlo. Es estúpido negarlo, y yo no soy estúpida.

—Ni mucho menos.

Rowan se lamió los labios como para recuperar el sabor de él.

—La cuestión es que, cuando se trata de sexo, incluso la gente más inteligente puede volverse estúpida. Así que… mejor no.

—Si no quieres, estás en tu derecho, pero yo estoy en el mío si decido seguir intentándolo.

—No puedo reprochártelo —replicó ella, sonriendo; no era su habitual sonrisita complacida, sino algo más cálido—. Peleas como un loco.

—Muchas veces se me va la mano, así que intento evitarlo.

—Es una buena política. ¿Qué te parece si dejamos el tequila para otro día y pedimos un poco de hielo para tu mandíbula?

—Me parece bien.

Mientras volvían, Rowan le lanzó una ojeada.

—¿Cuál era esa técnica que has utilizado con esos capullos?

—Una muy antigua llamada «dar una buena tunda».

Ella se echó a reír y le dio un golpe amistoso con la cadera.

—Impresionante.

—Acuéstate conmigo y te daré clases —propuso él devolviéndole el golpe.

—Tendrás que esforzarte más —comentó ella, riéndose de nuevo.

—Solo estoy calentando motores —replicó Gull, y abrió la puerta de aquel bar demasiado caluroso y con una música pésima.

Al salir, Rowan se subió la cremallera de la chaqueta del chándal. Había pasado un rato en el gimnasio y comprobado la lista de saltos en la pizarra de Operaciones. Estaba en el primer turno y era la cuarta en saltar. Ahora echaría una buena carrera por la pista y tal vez comería un poco. Ya había revisado dos veces su equipo. Si sonaba la sirena, estaría preparada.

Si no…

Si no, pensó mientras saludaba con la mano a uno de los mecánicos, siempre había trabajo, siempre podía entrenar. Pero la cuestión era que estaba preparada, más que preparada, para saltar sobre su primer fuego de la temporada. Mientras caminaba hacia la pista lanzó una ojeada al cielo, claro, inmenso y del azul primaveral más bonito que se pudiese desear.

Debajo, la actividad de la base era la habitual en una mañana de principios de la temporada. Los paracaidistas y el personal de apoyo se mantenían ocupados, lavando vehículos o poniéndolos a punto, o también poniéndose a punto ellos mismos haciendo gimnasia en la zona de entrenamiento. Después del jolgorio nocturno muchos se lo tomaban con calma, pero Rowan quería aire y esfuerzo.

Al mirar hacia la pista, vio que no era la única.

Reconoció a Gull no solo por su cuerpo, sino también por la velocidad. Tiene unos pies rápidos, pensó otra vez. Estaba muy claro que ni los chupitos de tequila ni la pelea del bar habían mermado sus facultades.

Era digno de admiración.

A medida que se acercaba a paso de footing, se fijó en que Gull había conseguido sudar a pesar del aire fresco; una V oscura le bajaba por la camiseta gris descolorida.

Eso también era de admirar. Le gustaban los hombres que se esforzaban, que ponían a prueba sus límites incluso cuando estaban en su propio mundo.

Aunque ya tenía los músculos relajados, se detuvo para hacer estiramientos antes de quitarse la chaqueta y esperó a entrar en la pista para correr junto a él.

—¿Qué haces?

Él levantó dos dedos, ahorrándose las palabras.

—¿Vas a por los cinco mil?

Al ver que él asentía, Rowan se preguntó si Gull sería capaz de mantener aquel ritmo hasta el final.

—Yo también. Adelántate, Rayo, no puedo mantener tu ritmo.

A Rowan le encantaba correr, le gustaba de verdad, pero imaginaba que, de poseer la velocidad de Gull, lo adoraría. Luego olvidó a Gull y sintonizó con su propio cuerpo, con el aire, con el impacto constante de sus zapatillas contra la pista. Dejó que su mente se vaciase para que pudiese volver a llenarse con pensamientos dispersos.

La lista de provisiones para ella, hacer malabarismos para poder dedicar un rato a coser mochilas para el equipo, la boca de Gull. Dobie. Debería telefonear a su padre puesto que estaba de guardia y no podía ir a verle. ¿Por qué Janis se pintaba las uñas de los pies si nadie las veía? Los dientes de Gull rozando su propio labio inferior. Capullos que la tomaban con un tipo bajito.

Gull dando una buena tunda en un aparcamiento oscuro.

El trasero de Gull. Muy bonito.

Seguramente fuese mejor pensar en otra cosa, se dijo al alcanzar los primeros mil quinientos. Pero, demonios, no había nada más interesante. Además, pensar no era hacer.

Lo que necesitaban ella y todos los demás era que sonase la sirena. Entonces estaría demasiado ocupada para fantasear con enredarse con un hombre con el que trabajaba, y mucho menos considerar en serio aquella posibilidad.

Lástima que no le hubiese conocido en invierno, aunque habría sido difícil tropezarse con él, ya que vivía en California. Aun así, podía haber ido allí de vacaciones e ir a parar a su salón recreativo. ¿Se habría sentido igual de impresionada si le hubiese conocido junto a la pista de la bolera o durante una apasionante partida de Mortal Kombat?

Era difícil saberlo.

Estaría igual de guapo, se dijo. Pero ¿habría sentido ella el mismo arrebato si hubiese mirado aquellos ojos verdes mientras él le vendía unas fichas?

¿No se debía aquel estremecimiento, al menos en parte, a que ambos estuviesen allí, al entrenamiento, al sudor, a la expectación, a la satisfacción de saber que solo unos cuantos escogidos podían aprobar y ser lo que eran?

Además, ¿no era esa la razón por la que no tenía ninguna relación romántica ni sexual con otros paracaidistas? ¿Cómo podías confiar en tus sentimientos cuando los impulsaba un subidón de adrenalina? ¿Y qué hacías luego con esos sentimientos si, como solía ocurrir, las cosas se torcían? Seguirías teniendo que trabajar con alguien con quien te habías estado acostando y con quien ya no te acostabas; tendrías que seguir confiándole tu vida. Y uno de los dos, o ambos, estaría bastante cabreado por el cambio.

Era mucho mejor conocer a alguien, aunque te vendiese fichas en un salón recreativo, y tener una agradable y breve relación, sin complicaciones. Y después volver a lo que hacías antes.

Aceleró el ritmo para iniciar los últimos mil quinientos y luego fue aflojando. Rowan levantó las cejas al ver que Gull se situaba junto a ella.

—¿Sigues aquí?

—He hecho tres mil más. Me han sentado bien.

—¿No tienes la mente un poco nublada por el tequila esta mañana?

—Nunca tengo resaca.

—¿Jamás? ¿Cuál es tu secreto? —Al ver que se limitaba a sonreír, Rowan sacudió la cabeza—. Sí, ya sé, si me acuesto contigo me lo contarás. ¿Cómo va la mandíbula y lo demás?

—Va bien.

En realidad, palpitaba como un tambor después de los ocho mil metros, pero sabía que el dolor remitiría.

—Me han dicho que Dobie no quiso ni oír hablar de pasar la noche en observación. L. B. lo ha borrado de la lista de saltos hasta que esté en condiciones.

Gull asintió. Él también había comprobado la lista.

—No tardará mucho. Es un tipo duro.

Rowan aflojó el paso y se paró a hacer estiramientos.

—¿Qué escuchabas? —preguntó, indicando con un gesto el MP3 que Gull llevaba sujeto al brazo.

—Rock estruendoso —dijo él con una sonrisa—. Si quieres, te lo presto la próxima vez que salgas a correr.

—No me gusta escuchar música mientras corro. Me gusta pensar.

—Lo mejor de correr es precisamente no pensar.

Mientras él hacía estiramientos, Rowan echó un vistazo al cuerpo en el que había estado pensando.

—Sí, seguramente tienes razón.

Emprendieron el regreso juntos.

—No he venido hasta aquí porque te haya visto en la pista.

—¡Demonios! Ya me has arruinado el día.

—Pero reconozco que he admirado tu trasero cuando has pasado zumbando.

—Eso es ligeramente más satisfactorio —comentó él—, pero me temo que no acaba de complacer a mi ego.

—Eres un tipo gracioso, Gull. Sueles utilizar palabras pedantes y leer libros pedantes, o eso tengo entendido. En una pelea, eres malvado como una serpiente de cascabel, corres como un guepardo y te pasas el invierno jugando al futbolín.

Gull se inclinó para coger del suelo la chaqueta de Rowan.

—Me gustan las buenas partidas de futbolín.

Mientras se ataba las mangas en torno a la cintura, ella escrutó su rostro.

—Eres difícil de entender.

—Solo si buscas una talla única.

—Tal vez, pero… —Rowan se interrumpió al ver la furgoneta que paraba delante de Operaciones—. ¡Eh! —gritó, agitando los brazos antes de echar a correr.

Gull contempló al hombre alto y robusto que bajaba de la furgoneta. Llevaba una cazadora gastada de cuero y unas botas llenas de marcas. El viento le agitó el cabello plateado y lo apartó de un rostro bronceado de mandíbula cuadrada. El hombre se volvió y abrió los brazos para que Rowan se echase en ellos. Gull habría podido experimentar una punzada de celos, pero reconoció a Lucas «Iron Man» Tripp.

Era bonito, en su opinión, ver a un hombre haciendo girar en el aire a su hija adulta.

—Estaba pensando en ti —le dijo Rowan a su padre—. Iba a llamarte dentro de un rato. Estoy en el segundo turno, así que no he podido pasar a verte.

—Te echaba de menos. Se me ha ocurrido venir un momento a ver cómo iba todo —dijo el hombre, quitándose las gafas de sol y colgándoselas del bolsillo—. Creo que este año tenéis una buena cosecha de novatos.

—Sí. Bueno… —Rowan miró a su alrededor y le hizo un gesto a Gull, que cambió de dirección y se acercó a ellos—. Este es el que batió el récord en los dos mil quinientos. Es un especialista de California.

Rowan mantuvo el brazo en torno a la cintura de su padre mientras Gull caminaba hacia ellos.

—Gulliver Curry, Lucas Tripp.

—Es un auténtico placer, señor Tripp —dijo Gull, tendiéndole la mano.

—No me llames «señor». Enhorabuena por lo del récord de la base y por aprobar.

—Gracias.

Rowan tenía los ojos y las facciones de su padre, observó Gull mientras charlaban. Sin embargo, lo que más le impresionó fue el lenguaje corporal de ambos. Decía, de forma sencilla e incuestionable, que formaban una unidad indivisible.

—Aquí está ese hijo de puta.

Yangtree dejó que la puerta de Operaciones se cerrase a sus espaldas y se adelantó para abrazar a Lucas.

—Hombre, me alegro de verte. ¿Te han dejado venir otra vez este año?

—Demonios. Alguien tiene que poner firmes a estos novatos.

—Cuando te canses de llevar este rebaño de críos, me vendría bien otro instructor.

—¿Para enseñar a niños ricos a saltar desde aviones?

—Y a niñas —añadió Lucas—. Me gano bien la vida.

—Ni subir, ni bajar, ni trabajar veinte horas seguidas… Lo echas de menos todos los días —dijo Yangtree, señalándole.

—Y los domingos el doble. —Tripp le pasó a Rowan una mano por la espalda—. Pero mis rodillas lo agradecen.

—Eso me han dicho.

—Os traeremos un par de mecedoras y tal vez una buena tetera de manzanilla —bromeó Rowan.

Lucas le tiró de la oreja.

—Que sea una cerveza, y entonces cuenta conmigo. Por cierto, me han dicho que anoche todos os tomasteis un montón y os metisteis en un pequeño follón.

—Nos las apañamos solitos —declaró Yangtree, y le guiñó el ojo a Gull—. Te las apañaste tú solito, ¿verdad, matón?

—Un poco de diversión.

—¿Esa breve diversión te hizo ese cardenal que tienes en la mandíbula? —quiso saber Lucas.

Gull se pasó una mano por la parte inferior de la cara.

—Te diría que deberías ver a los otros tipos, pero no sé qué pinta tenían porque se fueron con el rabo entre las piernas.

—Después de chocar contra tus puños. —Lucas indicó con un gesto de la cabeza los nudillos pelados e hinchados de Gull—. ¿Cómo está el hombre con el que la tomaron?

—¿Lo sabes todo? —inquirió Rowan.

—Me mantengo al corriente, cariño —respondió Lucas, dándole un beso en la sien—. Siempre me mantengo al corriente.

—Dobie es un tipo más bien bajito, pero también les dio lo suyo. —Yangtree volvió la cabeza y escupió en el suelo—. Le pegaron a base de bien hasta que llegó el matón aquí presente. Por supuesto, antes tu chica tiró al suelo a dos de ellos.

—Sí, también he oído eso.

—No empecé yo.

—Eso me han dicho. Empezar es estúpido —afirmó Lucas—. Acabar es necesario.

Rowan le miró con los ojos entornados.

—No has venido a ver cómo iba todo. Has venido a ver cómo estaba yo.

—Puede ser. ¿Quieres que nos peleemos por eso?

Sonriendo, Rowan le dio a su padre un puñetazo en el pecho.

Entonces sonó la sirena.

Rowan besó a su padre en la mejilla.

—Nos vemos luego —dijo antes de echar a correr.

Yangtree le dio a Lucas una palmada en el hombro e hizo lo mismo.

—Me alegro de haberte conocido.

Tripp estrechó la mano que le tendía Gull y observó los nudillos.

—Por eso estás fuera de la lista.

—Hoy.

—Mañana será otro día.

—Con eso cuento.

Gull se dirigió hacia la sala de equipamiento. Estaba fuera de la lista de saltos, pero podía echar una mano a los que estaban en ella. Los paracaidistas ya se vestían, sacaban el equipo de los armarios y se ponían los trajes de Kevlar sobre la ropa interior ignífuga. Cuando Gull la vio, Rowan se había dejado caer ya en una de las sillas plegables para calzarse las botas.

Gull fue ayudando con los equipos y el material hasta que consiguió llegar hasta ella.

Le gritó por encima del sonido de los motores y de las voces.

—¿Dónde?

—Tenemos uno en las montañas Bitterroot, cerca de Bass Creek.

Un vuelo lo bastante corto, calculó Gull, para justificar una revisión antes de embarcar. Empezó por las correas de ajuste de las botas y fue subiendo. Ya no se acordaba de sus nudillos ni de su salida temporal de la lista de saltos.

Arrepentirse no tenía sentido.

—Estás preparada —dijo Gull, apretándole el hombro y mirándola a los ojos—. Hazlo bien.

—No sé hacerlo de otro modo.

Miró cómo se marchaba y pensó que incluso el paso torpe y pesado que se veía forzada a llevar por el traje y el equipo resultaba fuerte y atractivo en ella.

Al salir para mirar a los demás, vio que Dobie se acercaba cojeando. A lo lejos, Lucas «Iron Man» Tripp permanecía con las manos en los bolsillos.

—Esos capullos nos han jodido la oportunidad —dijo Dobie, parándose junto a Gull. Resoplaba ligeramente, y su rostro mostraba un repertorio de cardenales; su ojo maltratado era una intensa mezcla de morado y rojo.

—Ya vendrán otras.

—Sí. Mierda. Libby está ahí. Nunca pensé que pillaría uno antes que yo.

Se quedaron juntos mientras el avión rodaba por la pista y luego su morro se alzaba. Al echar un vistazo hacia el lugar en el que se hallaba Lucas, Gull vio que levantaba el rostro hacia el cielo y miraba cómo su hija volaba hacia las llamas.