Gull se alineó delante de la sala de equipamiento con los demás aspirantes. Sobre el asfalto rugió el avión que los llevaría a su primer salto, mientras a lo largo de la fila los nervios empezaban a aflorar.
Los instructores comprobaban que todos llevasen el equipo en orden. Gull pensó que estaba de suerte cuando se le acercó Rowan.
—¿Han comprobado tu equipo?
—No.
La joven se arrodilló, y él pudo observar la forma en que su cabello dorado le esculpía la cabeza. Revisó las botas y los estribos y fue ascendiendo por los bolsillos y las correas de ajuste de las perneras. Verificó la fecha de caducidad y las sujeciones del paracaídas de emergencia.
—Hueles a melocotones. Es agradable.
Ella le miró un instante.
—Correa de reserva inferior izquierda sujeta —dijo, continuando con la revisión sin más comentarios—. Correa de reserva inferior derecha sujeta. Concéntrate, Pies Rápidos —añadió, y a continuación siguió adelante con la lista—. Si a uno de los dos se nos escapa un detalle, podrías acabar aplastado contra el suelo. Casco, guantes. ¿Llevas la cuerda de descenso?
—Comprobado.
—Todo en orden.
—¿Y tú?
—Ya me han revisado, gracias. Estás preparado para embarcar.
Rowan pasó al siguiente aspirante.
Gull subió al avión y tomó asiento en el suelo, junto a Dobie.
—¿Quieres tirarte a esa rubia? —preguntó Dobie—. ¿A esa a la que llaman Sueca?
—Un hombre debe tener sus sueños —respondió Gull—. Ya falta menos para que me debas veinte —añadió cuando Libby se agachó para cruzar la puerta.
—Mierda. Pero aún no ha saltado. Ahora mismo te apuesto diez a que se echa atrás.
—Me vendrán muy bien esos diez.
—Bienvenidos a bordo —anunció Rowan—. Por favor, colocad vuestros asientos en posición vertical. El tiempo de vuelo de hoy dependerá de cuántos de vosotros lloréis como bebés una vez que estéis en la puerta. Gibbons será vuestro jefe de saltos. Prestad atención. Mantened la concentración. ¿Estáis listos para saltar?
La respuesta fue una ovación resonante.
—¡Vamos allá!
El avión rodó por la pista, ganó velocidad y levantó el morro. Gull notó una pequeña sacudida en la tripa cuando despegaron. Observó a Rowan; estaba muy atractiva con el mono, levantando la voz por encima de los motores mientras, una vez más, repasaba cada paso del inminente salto.
Gibbons le pasó una nota desde la cabina del piloto.
—Ahí está vuestra zona de aterrizaje —les dijo Rowan, y cada aspirante se acercó a una ventanilla.
Gull estudió la extensión de prado, tan bonito como una fotografía, con los abetos de Douglas, los pinos contorta, el destello de un riachuelo. El objetivo, una vez que saltase al vacío, consistía en aterrizar en el prado y evitar los árboles y el agua. Él sería el dardo, pensó, y quería una diana.
Cuando Gibbons dio la señal, Rowan les indicó a gritos que comprobasen el paracaídas de emergencia. Gibbons agarró los tiradores de la portezuela y la abrió. Un aire frío y perfumado de primavera irrumpió en la avioneta.
—¡Joder! —exclamó Dobie, silbando entre dientes—. Vamos a hacerlo de verdad. Sin sustitutos.
Gibbons sacó la cabeza al exterior y consultó con la cabina del piloto a través de sus auriculares. El avión se ladeó hacia la derecha, dio una sacudida y se estabilizó.
—¡Mirad las cintas! —dijo Rowan—. Sois vosotros.
Las cintas viraron con un chasquido y volaron en círculos por el cielo azul. Luego se hundieron entre los árboles.
Gull calculó su salto mentalmente; tiró de los mandos, teniendo en cuenta la deriva. Lo ajustó de nuevo mientras estudiaba la caída de un segundo juego de cintas.
—¡Sube! —gritó Gibbons al piloto.
Dobie se metió un chicle en la boca antes de ponerse el casco y le ofreció uno a Gull. Detrás de su máscara, los ojos de Dobie se veían tan grandes como planetas.
—Estoy un poco mareado.
—Espera a vomitar cuando estés abajo —le aconsejó Gull.
—Libby, tú saltas la segunda —dijo Rowan mientras se ponía el casco—. Solamente tienes que seguirme hasta abajo, ¿entendido?
—Entendido.
A una señal de Gibbons, Rowan se sentó en la puerta y se preparó para saltar. El avión estalló en gritos de ánimo a Libby; manos enguantadas se entrechocaron mientras ella ocupaba su puesto detrás de Rowan.
Entonces la mano de Gibbons dio una palmada en el hombro de Rowan, y ella se tiró.
Sin poder apartar los ojos de ella, Gull contempló cómo volaba. La campana azul y blanca se elevó a gran velocidad y se abrió de golpe. Era hermosa en aquel suave cielo azul, sobre los verdes y marrones y los destellos del agua.
La ovación le devolvió al avión. Se había perdido el salto de Libby, pero vio cómo se desplegaba su paracaídas; tuvo que cambiar de posición para mantener ambos paracaídas en su campo de visión mientras el avión los dejaba atrás.
—Me parece que me debes diez.
Una sonrisa bailó en los ojos de Dobie.
—Me juego media docena de cervezas a que lo hago mejor que ella. Mejor que tú.
Después de que el avión dibujara un círculo, Gibbons miró a Gull a los ojos durante unos instantes.
—¿Estáis preparados?
—Estamos preparados.
—Enganchaos.
Gull se adelantó y sujetó su cuerda.
—¡A la puerta!
Gull controló la respiración y se situó en la portezuela.
Escuchó las instrucciones del jefe de saltos acerca de la deriva y el viento. El aire le azotaba las piernas. Hizo las últimas comprobaciones mientras el avión volaba en círculo hasta su posición final, y mantuvo los ojos en el horizonte.
—Prepárate —le dijo Gibbons.
Vaya si estaba preparado. Cada chichón, cardenal y ampolla de las últimas semanas le había llevado a ese momento. Cuando notó una palmada en su hombro derecho, saltó enseguida.
Viento y cielo, y la emoción intensa y ansiosa de desafiar a ambos. La velocidad como una droga que corría por su sangre. Lo único que pudo pensar fue: ¡Sí, Dios, sí!, había nacido para aquello. Incluso mientras contaba, mientras balanceaba el cuerpo hasta poder mirar entre sus pies hacia el suelo.
El paracaídas se hinchó y tiró de él. Gull miró a su derecha y luego a su izquierda, y encontró a Dobie. Oyó la risa salvaje y temeraria de su compañero de salto.
—¡A esto me refería!
Gull sonrió y contempló las vistas. ¿Cuánta gente veía aquello, se preguntó, aquella soberbia extensión de bosque y montaña, aquel cielo abierto e interminable? Recorrió con la mirada los encajes de nieve en las cumbres más altas, el verdor que empezaba a cubrir el valle. Pensó, aunque sabía que era improbable, que podía olerlos a ambos, el invierno y la primavera, mientras bajaba flotando entre ellos.
Accionó los mandos utilizando el instinto, su formación y el capricho del viento. Ahora veía a Rowan, cómo el sol hacía brillar su cabello luminoso, incluso su postura: las piernas abiertas y firmes, las manos en las caderas. Mirándolo como él la miraba a ella.
Gull se situó sobre Rowan buscando la alineación. Los bomberos paracaidistas lo llamaban «ponerse sobre el alambre», así que empezó a planear, respirando con regularidad mientras se preparaba para el impacto.
Volvió a echarle una ojeada a Dobie y se dio cuenta de que su compañero pasaría de largo el lugar de aterrizaje. A continuación tocó tierra, se encogió y rodó. Dejó caer el equipo y empezó a recoger el paracaídas.
Oyó que Rowan gritaba y la vio correr hacia los árboles. Todo se congeló, pero luego volvió a cobrar vida cuando oyó que Dobie gritaba una retahíla de improperios.
Sobre sus cabezas, el avión inclinaba las alas e iniciaba otro círculo para que se desplegaran los siguientes saltadores. Gull cogió su equipo y se fue sonriendo al lugar en el que Dobie sacaba el suyo a rastras de entre los árboles.
—Lo tenía todo controlado, y de repente el viento me ha lanzado hacia los árboles. De todas formas, el salto ha sido una pasada. Aunque me he tragado el chicle.
—Estáis en tierra —les dijo Rowan—. No tenéis nada roto. Así que ha ido bastante bien. —Abrió la bolsa de su equipo y sacó unas chocolatinas—. Enhorabuena.
—No hay nada igual —dijo Libby, mirando hacia el cielo con el rostro encendido—. Nada que se parezca a esto.
—Aún no has saltado sobre el fuego. —Rowan se sentó y luego se tumbó en la hierba del prado—. Eso es otro mundo.
Contempló el cielo, esperando que volviese el avión. Gull se dejó caer a su lado y ella le echó una ojeada.
—Has saltado muy bien.
—He apuntado hacia ti. El sol te daba en el pelo —añadió al ver que ella le miraba con el ceño fruncido.
—¡Dios santo, Gull, eres realmente un romántico! ¡Que no te pase nada!
Gull se dio cuenta de que la había puesto nerviosa y se anotó un punto en su marcador personal. Como él no se había tragado el chicle, se guardó la chocolatina para más tarde.
—¿A qué te dedicas cuando no haces esto?
—Trabajo a ratos en el negocio de mi padre, saltando con turistas que quieren emociones, enseñando a personas que desean saltar por afición. También hago algo de entrenamiento personal.
Rowan flexionó el bíceps.
—Seguro que lo haces muy bien.
—Al trabajar como entrenadora personal cobro por mantenerme en forma durante el verano. ¿Y tú?
—Me gano la vida jugando. Fun World. Es como un gran salón recreativo: videojuegos, bolera, autos de choque, Skee-Ball…
—¿Trabajas en un salón recreativo?
—No es trabajo si es divertido —contestó Gull, cruzando los brazos detrás de la cabeza.
—No pareces la clase de tío que se pasa el día tratando con críos y máquinas.
—Me gustan los críos. Son muy valientes y abiertos. Los adultos suelen olvidar cómo ser cualquiera de las dos cosas. —Se encogió de hombros—. Tú te pasas el día tratando de hacer sudar a gente perezosa.
—No todos mis clientes son perezosos. Ninguno lo es cuando acabo con ellos —dijo Rowan, incorporándose—. Aquí llega el siguiente grupo.
Tras el primer salto de práctica, recogieron sus cosas y volvieron a la base. Después de otro rato de preparación física y una clase teórica, se dispusieron a efectuar el segundo salto del día.
Practicaron el salto con todo el equipo, analizaron estrategias de extinción de incendios, estudiaron mapas, ejecutaron incontables abdominales, tracciones y flexiones, corrieron kilómetros y se lanzaron desde diversos aviones. Al final de cuatro semanas brutales, los efectivos se habían reducido a dieciséis. Los que quedaban se alinearon delante de Operaciones mientras se les pasaba lista por última vez como aspirantes.
Cuando llamaron a Libby, Dobie puso un billete de veinte en la mano de Gull.
—La bombero paracaidista Barbie. Hay que reconocer que tiene mérito. Una mujer tan flaca como ella lo aguanta todo, y un tiarrón como McGinty suspendió.
—Nosotros hemos aprobado —le recordó Gull.
—Con un par.
Justo cuando entrechocaban las manos una cascada de agua helada los dejó empapados.
—Os estamos quitando de encima la peste de novatos —gritó alguien.
Y entre silbidos y gritos, los hombres y las mujeres que estaban en la azotea les arrojaron otra cascada de agua con unos cubos.
—Ahora sois de los nuestros —gritó L. B. por encima de las risas y palabrotas, desde su posición fuera del alcance del agua—. Lo mejor que hay. Aseaos y luego meteos en las furgonetas. Nos vamos a la ciudad, chicos y chicas. Tenéis una noche para celebrarlo y beber hasta caer redondos. Mañana empezaréis el día como bomberos paracaidistas, como Zulies.
Cuando Gull escurrió de manera ostentosa su billete de veinte mojado, Dobie se rió tanto que tuvo que sentarse en el suelo.
—Yo pago la primera ronda. Estás invitada, Libby.
—Gracias.
Gull sonrió y se metió el billete mojado en el bolsillo mojado.
—Todo te lo debo a ti.
Ya en el interior, Gull se quitó la ropa chorreante e hizo balance de sus cardenales. La situación no era demasiado mala, y por primera vez en una semana se tomó tiempo para afeitarse. Después de dar con una camisa y unos pantalones limpios, dedicó unos minutos a enviar a casa un breve correo electrónico para hacerle saber a su familia que lo había conseguido.
Gull esperaba que esa noticia provocase reacciones variadas, aunque todos fingirían alegrarse tanto como él. Se metió un puro de celebración en el bolsillo de la pechera antes de salir.
El correo electrónico le había retrasado un poco, así que subió a la última furgoneta y encontró un asiento entre el montón de novatos y veteranos.
—¿Listo para salir de marcha, novato? —le preguntó Trigger.
—Ya hace rato que lo estoy.
—Por cierto, recuerda que no llevamos niñera. Si cuando salgan las furgonetas no vas en ninguna de ellas, te las arreglas por tu cuenta para volver a la base. Si esta noche acabas con una mujer, lo inteligente es hacerlo con una que tenga coche.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Bailas?
—¿Me estás invitando?
Trigger soltó una carcajada.
—Casi eres lo bastante guapo para mí. El local al que vamos tiene pista de baile. Si lo haces bien, bailar con una mujer se parece al juego amoroso.
—¿Hablas por experiencia?
—Así es, joven Jedi. Desde luego que sí.
—Interesante. Y… ¿a Rowan le gusta bailar?
Trigger levantó las cejas.
—A eso lo llamo yo confundir la velocidad con el tocino.
—Es la única que ha despertado mi interés y atención.
—Entonces te auguro un verano muy largo y seco —dijo Trigger, dándole a Gull una palmada en el hombro—. Y permíteme que te diga otra cosa que sé gracias a mi amplia experiencia. Cuando tienes callos sobre callos, y encima de ellos ampollas, hacerse pajas no es demasiado agradable.
—Cinco años en un cuerpo de especialistas —le recordó Gull—. Si el verano resulta ser tan largo y seco, mis manos aguantarán.
—Puede que sí, pero una mujer es mejor.
—Por supuesto, maestro Jedi, por supuesto.
—¿Tienes alguna en casa?
—No. ¿Y tú?
—He tenido dos mujeres. Me casé con una de ellas, pero no salió bien. Matt tiene una. Tienes una mujer en Nebraska, ¿verdad, Matt?
Matt cambió de posición y se volvió para mirar hacia atrás por encima del hombro.
—Annie está en Nebraska.
—Novios desde el instituto —lo informó Trigger—. Luego ella se marchó a la universidad, pero volvieron a estar juntos cuando la chica regresó. Dos mentes y un corazón. Así que Matt no baila; no sé si me entiendes.
—Te entiendo. Está bien tener a alguien —continuó Gull.
—Si no, este mundo de mierda no tiene ningún sentido. —Matt se encogió de hombros—. No tiene sentido hacer lo que hacemos si nadie nos espera cuando hemos acabado.
—Endulza la vida —convino Trigger—, pero algunos tenemos que conformarnos con un baile de vez en cuando. —Se frotó las manos mientras el vehículo entraba en un aparcamiento lleno de camionetas y automóviles—. Y los dedos de mis pies ya siguen el ritmo.
Gull observó el edificio de troncos largo y bajo mientras se apeaba de la furgoneta y contempló por un instante el rótulo parpadeante de neón.
—Get a Rope —leyó—. Coge una cuerda. ¿Va en serio?
—¡Prepárate, vaquero!
Trigger le dio una palmada en el hombro y entró pavoneándose con sus botas de piel de serpiente.
Una nueva experiencia, pensó Gull. Nunca eran demasiadas.
Penetró en el chirrido gangoso y demasiado amplificado de una música country verdaderamente mal interpretada por un cuarteto de tipos de aspecto sucio tras la dudosa protección de una tela metálica. De momento lo único que les lanzaban eran gritos e insultos, pero la noche acababa de empezar.
Aun así, la gente se apiñaba en la pista de baile, taconeando y meneando el trasero. Otros se apoyaban en la larga barra o se apretujaban en sillas desvencijadas ante mesas diminutas donde podían comer nachos empapados en salsa o roer alitas de pollo fritas y cubiertas con una sustancia sospechosa que les daba el color anaranjado de un pastelito de queso. La mayoría optaba por acompañar esa combinación con cerveza servida en jarras de plástico.
Por fortuna las luces eran tenues y, a pesar de la prohibición de fumar, unas nubes de un azul deslustrado empañaban el aire, que olía como a sudor, a fritura y a colillas.
Lo único razonable que podía hacerse, en opinión de Gull, era empezar a beber.
Se dirigió a la barra, se hizo sitio a codazos y pidió una botella de cerveza Bitter Root. Dobie se apretó a su lado y le dio un puñetazo en el brazo.
—¿Por qué pides esa porquería extranjera?
—La hacen en Montana.
Le pasó la botella a Dobie y pidió otra.
—Es bastante buena —dictaminó Dobie después de dar un trago—, pero no es una Budweiser.
—No te falta razón —respondió Gull, divertido, antes de entrechocar su botella con la de Dobie y beber—. Cerveza. La respuesta a tantas preguntas.
—Voy a meterme esta cerveza entre pecho y espalda, y luego sacaré a una de esas mujeres del rebaño y la llevaré a la pista de baile.
Gull dio otro trago y observó al guitarrista de dedos gruesos.
—¿Cómo se baila una mierda como esta?
Dobie entornó los ojos y clavó el dedo en el pecho de Gull.
—¿Tienes algún problema con la música country?
—Si llamas música a esto, debes haberte perforado un tímpano en el último salto. A mí me gusta el bluegrass —añadió—, cuando es bueno.
—¡No me jodas! Tú eres un tipo de ciudad y no tienes ni idea de lo que es el bluegrass.
Gull echó otro trago de cerveza y cantó con una voz fuerte y suave de tenor:
—«I am a man of constant sorrow. I’ve seen trouble all my days»[1].
Esta vez Dobie le dio un puñetazo cariñoso en el pecho.
—Eres una caja de sorpresas, Gulliver. Encima tienes buena voz. Deberías salir ahí y enseñarles a esos pueblerinos cómo se hace.
—Creo que me limitaré a beberme la cerveza.
—Como quieras.
Dobie apuró la cerveza y, con toda naturalidad, soltó un eructo.
—Me voy a por una mujer.
—Que tengas suerte.
—No tiene que ver con la suerte, sino con el estilo.
Gull miró cómo Dobie se acercaba bailoteando a una mesa ocupada por cuatro mujeres y decidió que aquel hombre tenía un estilo propio.
Disfrutando del momento, Gull apoyó un codo en la barra y cruzó los tobillos. Trigger, fiel a su palabra, tenía ya pareja en la pista de baile, y Matt, fiel a su Annie, estaba sentado con Little Bear, un novato llamado Stovic y uno de los pilotos, al que llamaban Stetson porque no se separaba nunca de su querido y ajado sombrero negro.
Y allí estaba Rowan, masticando nachos cubiertos de una salsa naranja, en una mesa con Janis Petrie, Gibbons y Yangtree. Se había puesto una camiseta azul —ajustada y de cuello redondo— que le marcaba los pechos y el tórax. Por primera vez desde que la conocía, llevaba unos pendientes que relucían y se balanceaban colgados de sus orejas cuando se reía sacudiendo la cabeza.
Se fijó en que se había hecho algo en los ojos y en los labios, porque resaltaban más. Cuando Rowan dejó que Cartas tirase de ella y la llevase a bailar, Gull vio que sus vaqueros eran tan ajustados como su camiseta.
Ella lo miró a los ojos mientras Cartas la hacía girar, y luego el corazón de Gull se paró cuando ella le lanzó una amplia sonrisa maliciosa. Gull decidió que, si aquella mujer iba a matarlo, más valía que lo hiciese de cerca. Pidió otra cerveza y se la llevó a la mesa de Rowan.
—¡Eh, carne fresca! —Janis levantó en su honor un nacho empapado en salsa—. ¿Quieres bailar, novato?
—No he tomado bastante cerveza para bailar esto, sea lo que sea.
—Son tan malos que hasta son buenos. —Janis dio unas palmaditas en la silla vacía de Rowan—. Con unas cuantas copas más, serán casi lo bastante buenos para ser malos.
—Deduzco que ya has pasado antes por aquí.
—No eres un auténtico Zulie hasta que sobrevives a una noche en Get a Rope —dijo, echando un vistazo hacia la puerta mientras un grupo de tres hombres entraba pavoneándose—. En todo su esplendor.
—¿Chicos de la zona?
—Creo que no. Todos llevan botas nuevas, y de las caras —respondió mientras se llenaba el vaso con la cerveza de la jarra que había sobre la mesa—. Deben de ser turistas de ciudad que están en algún rancho y que han venido a mezclarse con el populacho.
Se dirigieron hacia la barra, y el que encabezaba el grupo se abrió paso a golpes de hombro. Puso un billete encima del mostrador dando un golpetazo.
—Un whisky y una mujer.
Gull supuso que hablaba con voz deliberadamente alta para que se le oyese por encima del ruido. Los silbidos y las risas de sus amigos le indicaron que no era la primera copa de la noche.
Algunos de los que estaban en la barra se apartaron para dejarle espacio al grupo mientras el camarero les servía las bebidas. El cabecilla se tomó el whisky de un trago, dejó ruidosamente el vaso sobre el mostrador y lo señaló.
—Necesitamos unas hembras.
Siguieron más risas de grupo. Están buscando problemas, concluyó Gull, y como él no los buscaba se volvió a mirar a Rowan, en la pista de baile.
Janis se inclinó hacia él mientras la banda entonaba una penosa versión de When the sun goes down.
—Ro dice que trabajas en un salón recreativo.
—¿Te ha hablado de mí?
—Desde luego. Nos pasamos notas en la sala de estudio cada día. A mí me gustan los salones de juegos. ¿Tenéis un pinball? El pinball se me da de muerte.
—Sí, uno nuevo y uno antiguo.
—¿Antiguo? —repitió ella, entornando sus ojazos castaños—. No tendréis High Speed, ¿verdad?
—Por algo es un clásico.
—¡Me encanta! —exclamó, dando una palmada sobre la mesa—. Cuando era una cría iba a un salón recreativo donde había una máquina vieja y hecha polvo. Era tan buena que llegué a jugar todo un día con la primera ficha. El tío me dio cinco partidas gratis a cambio de mi primer beso de tornillo. —Suspiró y se apoyó en el respaldo—. Eran buenos tiempos.
Siguiendo la mirada de ella hacia la barra, Gull echó un vistazo a tiempo de ver que el bebedor de whisky le daba una palmada en el culo a una camarera que pasaba con una bandeja llena. Cuando la mujer se volvió, el tipo levantó ambas manos y sonrió complacido.
—¡Qué hijo de puta! ¡No puedes ir a ninguna parte sin tropezarte con esos hijos de puta! —dijo Janis.
—Es que son legión.
Gull se movió un poco más cuando Rowan abandonó la pista de baile.
—Ese es mi asiento.
—Te lo estoy guardando —dijo él, dándose unas palmaditas en la rodilla.
Para su sorpresa, ella se dejó caer en su regazo, le cogió la cerveza y dio un trago largo.
—Si pides cerveza local en botella debes de estar montado en el dólar. ¿No bailas, ricachón?
—Podría hacerlo, si tocasen algo que no me destrozase los oídos.
—¿Aún los oyes? Eso puedo arreglarlo. Es hora de tomar unos chupitos.
—Conmigo no cuentes —dijo Gibbons de inmediato—. La última vez que me convenciste me pasé una semana sin sentir los dedos.
—No lo hagas, Gull —le advirtió Yangtree—. La Sueca tiene un buen saque. Lo ha heredado de su viejo.
Rowan volvió la cara hacia Gull y sonrió complacida.
—¡Vaya! ¿Tienes el hígado delicado, especialista?
Él se imaginó que le mordía el grueso labio inferior, solo un pequeño mordisco rápido y fuerte.
—¿Qué clase de chupitos?
—Solo hay un chupito que valga la pena. Te-qui-la —dijo, cantando y dando una palmada sobre la mesa con cada sílaba—. Si tienes huevos.
—Estás sentada encima de ellos, así que deberías saberlo.
Ella echó la cabeza hacia atrás mientras soltaba aquella carcajada de chica sexy de bar.
—Sujétalos un momento. Voy a organizarlo.
Se puso en pie de un salto. Dobie la agarró de la mano y le hizo dar un par de vueltas. Titania y Puck, pensó Gull.
A continuación, Rowan se metió los pulgares en los bolsillos delanteros y se unió a él en una especie de zapateado que arrancó silbidos y aplausos de algunos de los demás bailarines.
La chica apuntó con el dedo a Gull y, maldita sea, el corazón de este volvió a acelerarse. Luego se fue bailando hasta la barra.
—¡Eh, Big Nate! —exclamó Rowan, apoyándose mientras llamaba al encargado del bar—. Necesito una docena de chupitos de tequila, un par de saleros y unos cuantos gajos de lima para chupar.
Le echó una ojeada aburrida al hombre que en ese momento se agarraba la entrepierna y apartó la mirada.
—Puedo llevármelos yo si Molly está ocupada.
El que se agarraba la entrepierna puso un billete de cien dólares encima de la barra, delante de ella.
—Te pago los chupitos y diez minutos fuera.
Rowan miró al camarero y negó suavemente con la cabeza antes de que este pudiese hablar.
Se volvió y miró a los ojos a aquel borracho grosero.
—Supongo que, como no tienes ningún atractivo y la única forma en que puedes conseguir a una mujer es pagándola, crees que todas somos putas.
—Has estado meneando ese culo y esas tetas desde que he entrado. Solo me ofrezco a pagar por lo que has estado anunciando. Pero antes te invitaré a una copa.
En la mesa, Gull pensó «mierda» y empezó a levantarse. Gibbons le puso una mano en el brazo.
—Más vale que no te metas. Confía en mí.
—No me gusta que los borrachos acosen a las mujeres.
Se levantó de golpe, percibió que el ruido había disminuido y oyó claramente que Rowan decía en un tono dulce como el algodón de azúcar:
—Bueno, si antes me invitas a una copa… ¿Es esta tu jarra?
La cogió y, con su estatura, no tuvo ningún problema para vaciarla sobre la cabeza del hombre.
—¡Chúpate esa, tonto del culo!
El hombre se movió muy deprisa para estar borracho como una cuba. Empujó a Rowan contra la barra, le agarró los pechos y se los estrujó.
Pero ella se movió más rápido. Antes de que Gull estuviese a medio camino, Rowan clavó la bota en el empeine del hombre y la rodilla en aquella entrepierna de la que estaba tan orgulloso. A continuación, cuando el borracho se dobló por la mitad, lo dejó sentado en el suelo con el mejor gancho que Gull había visto en su vida.
La joven asestó un puñetazo a uno de sus colegas que había sido lo bastante insensato como para intentar obligarla a volverse de un tirón. Rowan lo agarró por el brazo y lo arrastró hasta situarlo delante de ella. La patada que le dio en el culo lo lanzó contra su amigo, que empezaba a levantarse a duras penas.
Rowan se dio la vuelta rápidamente hacia el tercer hombre del grupo.
—¿Quieres intentarlo?
—No —contestó él, levantando las manos—. No, señora, no quiero.
—Puede que tengas medio cerebro. Utilízalo y saca de aquí a los idiotas de tus amigos antes de que me enfade. Porque cuando me enfado me vuelvo loca.
—Creo que no necesitaba ayuda —comentó Dobie.
—Lo que faltaba. —Gull se puso una mano sobre el corazón y le dio unos golpecitos—. Estoy enamorado.
—Me parece que yo prefiero no enamorarme de una mujer capaz de limpiar el suelo conmigo.
—Si no hay riesgo, no tiene gracia.
Vaciló mientras media docena de Zulies se acercaban a ayudar a los tres hombres a llegar a la puerta. Y a salir por ella.
Rowan se estiró la camiseta con delicadeza.
—¿Y esos chupitos, Big Nate?
—Ahora salen. Invita la casa.
Gull volvió a tomar asiento, esperando a que Rowan llegase con la bandeja.
—¿Estás preparado? —le preguntó ella.
—Ponlos en fila, corazón. ¿Quieres hielo para los nudillos?
Ella flexionó los dedos.
—No les pasa nada. Ha sido como pegarle a Popy Fresco.
—Me han dicho que también se pone de mala uva cuando está borracho.
Ella se echó a reír y luego se dejó caer en la silla que le había acercado Gibbons.
—Veamos qué te pasa a ti cuando estás borracho.