27

El avión aterrizó en Missoula poco después de las diez de la mañana. Cuando habían sobrevolado Canadá se habían encontrado con una corriente muy inestable, con granizo volando como balas mientras el avión avanzaba por la montaña rusa de la tormenta.

La mitad de los pasajeros llegaron mareados o completamente enfermos.

Como se había pasado todo el vuelo durmiendo, Rowan calculó que se sentía casi tres cuartas partes humana. Lo bastante humana para darse una ducha interminable y comer como un caballo hambriento.

Al dirigirse a los barracones con Gull, vio a L. B. con Cartas, supervisando la descarga. Sospechó que L. B. había estado librando su propia batalla mientras ellos libraban la suya.

No quería pensar en ninguna de las dos durante un rato.

Ya en su habitación, se dejó caer sentada en la cama y se quitó las botas.

—Quiero montones y montones de sexo.

—Desde luego, eres la mujer de mis sueños.

—Primer asalto, sexo en la ducha, después de quitarnos unas cuantas capas de la tundra de Alaska, y luego un breve y satisfactorio descanso para comer —dijo, desabrochándose el cinturón y dejando caer los pantalones al suelo—. Luego un segundo asalto de sexo del que hace cantar a la cama.

—Siento que una lágrima de gratitud y admiración asoma en mis ojos. No pienses mal de mí.

Dios, aquel hombre excitaba cada centímetro de su cuerpo. Incluso con la barba que llevaba y el pelo apelmazado, hacía sonar las cuerdas de su deseo.

—Y finalmente un polvo rápido solo para poner la guinda antes de empezar a redactar los partes. Tendré que informar a L. B. y buscar un rato para la preparación física diaria, después de lo cual tiene que haber más comida.

—Tiene que haberla.

—Luego creo que llegará el momento para el sexo que relaja antes de la siesta.

—Puedo redactar un programa, para que no se nos escape nada.

—Todo está aquí dentro —replicó ella, dándose unos golpecitos en la sien—. Así que… empecemos la fiesta —añadió mientras entraba desnuda en el cuarto de baño.

Rowan consideró que el primer asalto se había saldado con un K.O. Ahora que se sentía cien por cien humana, y con Gull afeitándose la barba en el cuarto de baño, salió a vestirse.

Cogió la nota que alguien debía de haber metido por debajo de la puerta en los últimos cuarenta minutos.

Reunión informativa completa toda la brigada

Operaciones

A las 13.00 horas

—¡Oh, vaya! Va a haber que aplazar el segundo asalto —dijo, enseñándole la nota a Gull.

—Tal vez tenga algunas respuestas.

—O tal vez tenga solo un montón de preguntas. En cualquier caso, si queremos comer algo antes de la una tendremos que darnos prisa.

—Puede que Marg sepa algo.

—Estoy pensando lo mismo.

Como Marg también lo apreciaba a él, Gull fue con Rowan a la cocina.

Seguramente no era el mejor momento, comprendió al entrar en ella; todo era calor y prisas. Marg, Lynn y la nueva cocinera, Shelley, recordó, daban vueltas, arrastraban, picaban y servían con una simetría creativa que le hizo pensar en un Cirque du Soleil culinario.

—Hola. —Lynn llenó una fuente con pasta italiana—. Shelley, necesitamos más panecillos, y la ensalada de pollo se está acabando.

—¡Ahora voy!

—Cuando vengas trae la sartén de asar —le dijo Marg a Lynn mientras se pasaba un paño por la cara acalorada—. Ya estarán listos para entonces. No sé cómo consiguen tragar tan deprisa. Reunión informativa a la una —masculló, y agitó una cuchara hacia Rowan—. En mitad de todo, de forma que todos asalten este sitio antes del mediodía como fieras hambrientas.

—Podría picar algo —se ofreció Rowan.

—No nos estorbes. Una vez que les saquemos esta segunda ronda de asado, aguantarán un rato.

—Tenías razón —dijo Lynn, volviendo con una sartén casi vacía que llenó con la ayuda de Marg—. Con esto queda todo lleno, salvo el bufet de postres. Shelley y yo podemos ocuparnos de eso.

—Buena chica.

Marg sacó dos platos, puso en ellos los panecillos abiertos, echó asado en la mitad inferior, sirvió la pasta italiana al lado y añadió una ración de calabaza de verano. Luego señaló a Gull.

—Ve a buscar tres cervezas y tráelas a mi mesa. Coge esto.

Empujó uno de los platos hacia Rowan y cogió unos cubiertos. Después de colocar el plato y los cubiertos, se llevó las manos a los riñones.

—Siéntate, Marg.

—Antes tengo que acabar esto. Vamos, come.

—¿Tú no comes?

Marg se limitó a negar con un gesto de la mano.

—Esto es lo que necesito —dijo, cogiendo la cerveza que Gull le tendía—. Tengo el aire acondicionado al máximo, pero cuando estamos en mitad del turno del almuerzo parece Nairobi. Come. Y no te atragantes.

Gull cogió el bocadillo improvisado y le dio el primer bocado. Estaba caliente y fuerte. El cerdo se fundía con la salsa y la combinación creaba algo parecido a un éxtasis especiado.

—Marg, ¿qué haría falta para que vinieras a vivir conmigo?

—Mucho sexo.

—Se me da bien —dijo mientras daba otro bocado, señalando a Rowan para que confirmase sus palabras—. Se me da bien.

—Todos tenemos alguna habilidad —comentó Rowan—. ¿Qué se rumorea, Marg?

—L. B. está hecho una furia, desde luego. No es frecuente ver a ese hombre echando humo. Por eso es bueno en su trabajo. Pero lleva un par de días muy furioso. Ha hecho revisar cada paracaídas, cada mochila, cada traje. Los habría mirado por el microscopio si hubiera podido. Cada pieza del material, cada herramienta, absolutamente todo. Está haciendo revisar los Jeeps, los Rolligon, los aviones.

Dio un trago largo y lento de cerveza, la dejó a un lado y luego sorprendió a Gull con sus conocimientos de yoga adoptando suavemente la postura del perro.

—Dios, ya me encuentro mejor. Hizo venir a Quinniock.

—¿Quiere una investigación policial? —preguntó Rowan.

—Se le ha metido en la cabeza que Leo consiguió hacer esto. Puede que tenga razón. —Movió los pies y ejecutó una flexión hacia delante; mantuvo la postura unos momentos y se enderezó—. Irene le abandona. Ya está haciendo el equipaje. Los Brayner se llevan al bebé mañana, y no creo que ella tarde mucho en seguirles. Se mudará a casa de tu padre durante un par de semanas hasta que resuelva sus asuntos.

—¿Se muda con mi padre?

—No, a la casa. Lucas se la ha ofrecido. Él estará en la de Ella.

—¡Oh!

—No pongas esa cara. Habla con tu padre. Mientras tanto, he oído decir que vigilan a Leo para impedir que se suicide y que él no dice ni una palabra. Quiere que le hagan una prueba con el detector de mentiras. Creo que van a hacérsela hoy o mañana. Eso es todo. Tengo que volver.

Gull esperó un momento y luego cogió un poco de pasta con el tenedor.

—A pesar de todo lo que ha dicho, me juego lo que quieras a que lo único que estás pensando es que tu padre va a irse a vivir con la pelirroja buenorra.

—Cállate. Además, solo le está haciendo un favor a la señora Brakeman.

—Sí, seguro que es todo un sacrificio. ¿Sabes qué estoy pensando?

—No me importa —contestó Rowan, levantando la mirada hacia el techo de forma ostensible.

—Sí que te importa. Estoy pensando que, tal como van las cosas, me mudaré contigo. Vas a tener mucho espacio, y además así podré estar más cerca de Marg y disfrutar de su asado con frecuencia.

—No creo que eso deba tomarse a broma.

—Nena, nunca bromeo con el asado —dijo, antes de chuparse el pulgar para limpiárselo de salsa—. Me pregunto cómo funcionaría un Fun World en Missoula.

Rowan trató de eliminar un poco de tensión pellizcándose el puente de la nariz.

—Se me está quitando el apetito.

—¡Qué lástima! ¿Puedo acabarme tu bocadillo?

Rowan soltó una carcajada.

—¡Maldita sea! Cada vez que debería estar molesta contigo, te las arreglas para librarte. Y la respuesta es no.

Con una sonrisa afectada, se metió en la boca el resto del bocadillo.

—Solo por eso voy a ir a buscar pastel. Y no pienso traerte ni un trozo.

—No tienes tiempo —contestó ella, dando unos golpecitos en su reloj de pulsera—. Reunión informativa.

—Me lo comeré por el camino.

No le trajo pastel, pero cogió para ella un pedazo de tarta de chocolate. Se comieron el postre de camino hacia Operaciones.

Los paracaidistas salían a raudales de la nada, procedentes del área y la pista de entrenamiento, de los barracones, del almacén. Un Cartas adusto con los hombros caídos y las manos metidas en los bolsillos salió de la sala de equipamiento.

Rowan le dio un codazo a Gull en el brazo y cambió de dirección para cruzarse en su camino.

—Parece que te hayan robado la última baraja —comentó.

—¿Crees que no hice mi trabajo, que no presté atención a lo que cargaba?

—Sé que lo hiciste. Siempre lo haces.

—Ese material estaba inspeccionado y comprobado. Tengo los malditos papeles. Comprobé la maldita hoja de seguimiento.

—¿Te están echando la culpa de esto? —quiso saber Rowan.

—Algo así tiene que subir por la cadena de mando, y cuando la mierda sube por la cadena, alguien sale salpicado. ¿Qué se supone que tenemos que hacer? ¿Comprobar cada válvula, boquilla, cordón y correa antes de cargarlo, cuando cada cosa ha sido comprobada antes de volver a utilizarse? ¿Se supone que tenemos que ponerlo todo en marcha antes de meterlo en el maldito avión? ¡Joder! De todas formas no sé por qué me dedico a este maldito trabajo.

Se marchó, y Rowan se lo quedó mirando con un puñado de migas de tarta y glaseado.

—No debería cargárselas. No es culpa de nadie, salvo de quien estropeó el material, sea quien sea.

—Tiene razón al decir que los problemas salpican a los que están en la parte baja de la cadena. Aunque acusen a Brakeman, a cualquiera, Cartas podría llevarse una bronca.

—No está bien. L. B. dará la cara por él. Ya es bastante malo lo que nos ha caído encima para que además uno de nosotros tenga problemas por ello —dijo, mirándose la mano sucia de chocolate—. ¡Mierda!

—Toma —Gull se sacó del bolsillo un par de toallitas húmedas—. Hay problemas que tienen fácil solución.

—Es un paracaidista estupendo —comentó ella, limpiándose el chocolate a manotazos—. El mejor jefe de saltos. Puede ser un pesado con los juegos y los trucos de cartas, pero invierte mucha energía en su trabajo. Más que la mayoría de nosotros.

Gull podía haber señalado que invertir más energía que la mayoría significaba que Cartas tenía fácil acceso a todo el material, y que como jefe de saltos no había saltado sobre el incendio de Alaska.

No tenía sentido decírselo, decidió. El apego de Rowan por Cartas era profundo.

—Verás como no le pasa nada.

Entraron en el edificio, donde la gente pululaba y murmuraba.

Gull vio a Yangtree sentado, frotándose la rodilla, y a Dobie apoyado en una pared, con los ojos cerrados echándose una siesta de pie. Libby jugueteaba con su iPhone mientras Gibbons apoyaba la cadera en un mostrador y tenía la nariz metida en un libro.

Unos tomaban café y otros conversaban apiñados hablando de incendios, deportes o mujeres, es decir, los tres temas principales de conversación, o especulando sobre la inminente reunión informativa. Algunos parecían molidos, sentados en el suelo, con la espalda contra la pared o contra una mesa.

Cada uno de ellos había perdido peso desde el principio de la temporada, y muchos, como Yangtree, tenían las rodillas doloridas. El talón de Aquiles de los bomberos paracaidistas. Distensiones en el hombro, tirones en el tendón de la corva, quemaduras, cardenales. Algunos de los hombres ya habían renunciado a afeitarse y exhibían barbas de diversos estilos.

Todos ellos conocían el verdadero agotamiento, el hambre auténtica, el miedo intenso. Sin embargo, todos ellos se vestirían inmediatamente si sonase la sirena. Algunos combatirían heridos, pero combatirían de todos modos.

Gull nunca había conocido a personas tan obstinadamente resistentes ni tan dispuestas a arriesgar su cuerpo, su mente y su vida, día tras día.

Y aún más, amaban aquel riesgo.

—L. B. no ha empezado —dijo Matt, poniéndose a su lado—. Creía que llegaba tarde.

—Aún no ha empezado. No esperaba verte hasta dentro de un par de días.

—Solo he venido para esto. L. B. nos quería a todos, salvo que estuviésemos en un incendio. ¿Qué se rumorea?

—Que yo sepa, siguen inspeccionando. Han encontrado varias piezas más manipuladas.

—Hijo de puta.

—¿Tus padres han llegado bien? —le preguntó Rowan.

—Sí. Han ido a visitar a Shiloh. Después nos la llevaremos de paseo durante un par de horas, para que se acostumbre a estar con nosotros. Ya se ha encariñado con mi madre.

—¿Cómo está la señora Brakeman?

Matt levantó los hombros y clavó la mirada en la mesa de Operaciones.

—Se está portando muy bien. Se nota que quiere mucho a la niña. —Soltó un pequeño suspiro—. Mi madre y ella han llorado mucho. L. B. se está preparando para empezar.

—Muy bien, silencio —pidió L. B.—. Tengo algunas cosas que decir, así que prestad atención. Todos estáis enterados de los fallos del material en los saltos en Alaska y Wyoming. Quiero deciros que seguimos realizando una inspección completa; no saldrá ningún material o equipo pendiente de aprobación. He avisado a un par de maestros encordadores más para que nos ayuden a inspeccionar, aprobar y plegar cada paracaídas de esta base. No quiero que nadie se preocupe por la seguridad de su equipo.

Hizo una breve pausa.

—Tenemos un buen sistema de comprobaciones en esta base, y nadie se lo salta. Los que trabajáis aquí sabéis que no solo es importante sino absolutamente esencial que cada paracaidista tenga confianza en que el equipo y el material necesario para saltar y trabajar sea seguro, cumpla las normas más exigentes y funcione bien. Eso no ocurrió en estos saltos, y asumo la responsabilidad.

Acalló las protestas con una mirada dura.

—Me he puesto en contacto con las autoridades, así que están enteradas de lo que nos pasa. La policía local y el servicio forestal también están enterados y llevan a cabo sus propias investigaciones.

—¡Saben de sobra que lo hizo Leo Brakeman! —gritó alguien, y todos los demás volvieron a murmurar.

—No debería haber podido hacerlo —rugió L. B. por encima del volumen creciente del parloteo, aplastándolo como el tacón de una bota aplastaría un hormiguero—. No debería haber podido atacarnos tal como hizo. Me parece muy bien que esté en la cárcel, pero aquí vamos a tomarnos la seguridad mucho más en serio. Haremos inspecciones al azar, comprobaciones frecuentes. Si pudiese suspender las visitas lo haría, pero como eso no es posible dos miembros del personal acompañarán a cada grupo. Hasta que las investigaciones y las revisiones finalicen, y sepamos quién lo hizo y cómo lo hizo, no vamos a arriesgarnos.

Se detuvo de nuevo y tomó aliento.

—Y recomiendo a todo el mundo que eche un rollo de cinta aislante en su mochila.

Aquello provocó una carcajada que redujo un poco la tensión.

—Quiero que sepáis que os cubro las espaldas, en la base, en el aire y en un incendio. He colgado una nueva lista de saltos y una rotación de tareas. Si no os gusta, venid a verme a mi despacho para que os dé una patada en el culo. Si alguien tiene preguntas o sugerencias o quiere quejarse en público, ahora es el momento.

—¿Nos pagarán los federales la cinta aislante? —preguntó Dobie, y se ganó un coro de risotadas y aplausos.

Gull le dedicó a su amigo una mirada agradecida. La actitud adecuada, pensó. Chulería, serenidad, mantener la unidad.

Tanto si el sabotaje había sido un trabajo desde dentro como si procedía de fuera, estar unidos equivalía a ser fuertes.

Tenía algunas preguntas, pero no eran de las que podía hacer allí.

—Tengo que hacer algo —le dijo a Rowan por encima del intercambio de comentarios agudos—. Nos vemos luego.

Se fijó en que fruncía el ceño en un gesto de reprobación, pero salió y se fue directamente a su habitación. Allí, cogió su ordenador portátil y se puso a trabajar.

Lo estaba apagando, después de guardar su trabajo con su contraseña, cuando sonó la sirena. No estaba ni en el primer turno ni en el segundo, pero corrió a la sala de equipamiento para ayudar a quienes sí lo estaban. Cargó los equipos en los estantes y puso en la carretilla eléctrica la carga que se lanzaría en paracaídas, ya empaquetada y sujeta con correas.

Escuchó y observó.

Con Rowan y Dobie, contempló cómo se elevaba el avión en la amplia extensión azul del cielo.

—Ha sido una suerte que L. B. haya organizado esa reunión informativa antes del aviso —comentó Rowan, protegiéndose los ojos del sol con la palma de la mano—. El cielo parece un poco feo al este.

—Puede que nosotros no tardemos en saltar también.

Al oír la impaciencia en su voz, Rowan inclinó el cuerpo hacia Dobie.

—Tienes la fiebre del salto. Lo mejor que puedes hacer es irte a la cama para que se te pase.

—Tengo trabajo. Me ocupo de la carga que se lanzará en paracaídas —dijo—. Debo empaquetarla y sujetarla con correas en la sala del supervisor de carga. Tú también, chaval —le dijo a Gull—. A la Sueca le ha tocado el almacén.

—Sí, ya lo he visto, y también que todos los que estuvimos en la intervención de Alaska podíamos tomarnos antes un descanso de dos horas. Pero qué diablos. —Se inclinó para besar a Rowan—. Después volveremos a nuestro programa.

—Cuenta con ello.

—No es justo que tengas a una mujer en la misma base —dijo Dobie mientras Gull y él caminaban juntos hacia la sala del supervisor de carga—. Los demás tenemos que conseguir una, si tenemos suerte en algún bar.

—La vida está llena de injusticias. Si no fuera así, estaría tumbado en una playa de arena blanca con esa mujer, bebiendo cócteles postcoitales.

—«Postcoitales» —se burló Dobie como un crío de doce años—. Eres de lo que no hay, Gull. Eres de lo que no hay, te lo digo yo.

Como no la encontró en su habitación, Gull supuso que había terminado sus obligaciones antes que ella y volvió a su cuarto para continuar con su proyecto.

Se sentó en la cama tras dejar la puerta abierta de forma aparentemente casual, como quien no tiene nada que esconder.

Aunque pasaba gente de vez en cuando, su zona permanecía bastante tranquila.

Como también había dejado abierta la ventana, captaba retazos de las conversaciones de la gente que pasaba por delante. Un pequeño grupo que no estaba en la lista de saltos hacía planes para ir a la ciudad. Alguien murmuró para sí sobre las mujeres cuando ya menguaba la pálida luz de la tarde.

Se tomó un momento para ir a mirar al exterior, y vio que Rowan tenía razón sobre el cielo al este. Las nubes se estaban concentrando y se movían como buques de guerra. Una tormenta a punto de desencadenarse, pensó, dándole vueltas a la posibilidad de salir a correr antes de que empezase. Pero al final decidió esperar a Rowan.

Ella y el primer trueno llegaron al mismo tiempo.

—Caen rayos por todas partes —le dijo mientras se echaba en la cama—. Me he acercado a comprobar el radar. Hay tornados en Dakota del Sur.

Al hablar, Rowan movió el cuello dibujando círculos y se frotó con fuerza la parte posterior del hombro izquierdo.

—Seguramente tendremos que correr en la maldita cinta. No me gusta nada.

Gull presionó con los dedos la zona que ella se frotaba.

—¡Santo Dios, Rowan, aquí tienes hormigón armado!

—Y que lo digas. Hoy no he tenido ocasión de hacer ejercicio. Necesito salir a correr, un poco de yoga… o eso.

Suspiró cuando él cambió de posición y le clavó los dedos en los músculos agarrotados.

—Saldremos a correr cuando pase la tormenta —dijo él—. Usaremos la pista.

Cayó un rayo con un destello, y el viento sacudió las persianas de la ventana. Pero la lluvia no llegó.

—Cuando se calmen las cosas, le pediremos a L. B. una noche libre y cogeremos una suite en un hotel elegante, con bañera de hidromasaje en el cuarto de baño. Nos pasaremos la mitad de la noche en remojo.

—Mmm. —Rowan suspiró, poniéndose en situación—. Servicio de habitaciones con filetes grandes y jugosos, y una cama enorme para jugar en ella. Acostarse con alguien que tiene dinero y ningún reparo en gastarlo tiene sus ventajas.

—Si tienes dinero y reparos en gastarlo, no puedes divertirte mucho.

—Me gusta esa actitud. ¿Estás escribiendo a casa?

—Estoy haciendo otra cosa, y no te va a gustar.

—Si le estás escribiendo a tu mujer embarazada para preguntar por tus dos adorables hijos y tu perrito retozón, tienes razón: no me va a gustar. —Se inclinó hacia él—. Ese es el tono que has utilizado. Como si fueras a decirme algo que me obligase a darte un puñetazo en la cara.

—Mi mujer no está embarazada, y tenemos un gato.

Gull le apretó los hombros por última vez y luego se levantó para ir a cerrar la puerta.

—No cierras porque vayamos a continuar con el programa que hemos previsto esta mañana, ¿verdad?

—No. Se trata de la manipulación, Rowan. No me imagino a Brakeman planeándolo y luego consiguiéndolo, sin dejar de eludir a la policía. No me lo trago.

—Conoce esta zona mejor que la mayoría. Es mecánico y nos guarda rencor. Yo sí me lo trago.

En la superficie, pensó Gull, pero solo había que raspar una capa.

—¿Por qué manipular parte del material? —objetó Gull—. No sabe cómo funcionamos en la base ni en un incendio. No conoce todos los pormenores.

—Su hija trabajó aquí tres temporadas —señaló Rowan—. Tenía un conocimiento práctico de cómo funcionamos, y él ha pasado tiempo en la base.

—Si quería perjudicarnos, hay formas más directas. Tenía armas; podría haberlas utilizado. Claro que podía saber o averiguar dónde está el material —admitió Gull—, y podría haber llegado hasta él. En este período de la temporada, a la mayoría de nosotros no nos despertaría ni el estallido de una bomba. Oiríamos la sirena, del mismo modo que una madre oye a su bebé llorando de noche aunque esté agotada. Estamos sintonizados, pero por lo demás dormimos como troncos. Esto ha sido sutil y artero, algo que podrías hacer si supieses con certeza qué repercusiones tendría un material en mal estado para una brigada que trabaja en un incendio. Porque has estado allí.

Tenía razón, pensó Rowan. Aquello no le gustaba.

—¿Estás diciendo en serio que lo hizo uno de nosotros?

—Lo que digo es que pudo hacerlo uno de nosotros, porque sabemos cómo acceder al material, cómo manipularlo y qué repercusiones tendría en un incendio.

—Eso sería muy estúpido, dado que podrías ser tú mismo quien las sufriera.

—Es cierto. Analicemos primero ese aspecto. ¿Quién no saltó en ninguno de los dos incendios?

En la pantalla, Gull abrió de nuevo el documento en el que había estado trabajando.

—Tienes razón; no me gusta ni pizca. Y para empezar, Yangtree saltó con nosotros.

—Se pasó casi toda la intervención coordinando y sobrevolando la zona.

—Eso es una gilipollez. ¿Y L. B.? ¿En serio?

—No saltó. Cartas trabajó como jefe de saltos, así que no saltó. Tampoco lo hizo ninguno de estos. Son más de veinte, seis de los cuales están fuera de la lista por razones personales o por lesiones.

—Yangtree lleva saltando nada menos que treinta años. ¿Qué? ¿De pronto decide averiguar qué pasaría si manipula el material? Cartas lleva diez años, y L. B. más de una docena. Y…

—Ya sé lo que sientes por ellos. Son amigos… son familia. Yo siento lo mismo.

—En mi mundo la gente no hace una lista de sospechosos con sus amigos y su familia.

—¿Cuántas veces han saboteado el material en tu mundo? —replicó Gull mientras le apoyaba una mano en la rodilla para suavizar sus palabras—. Para ti es peor porque llevas mucho tiempo con ellos. Pero yo me he entrenado con muchos de los nombres de esta lista, y ya sabes que pasar por eso crea un vínculo muy fuerte.

—Ni siquiera sé por qué estás haciendo esto.

—Porque, maldita sea, Rowan, si no fue Brakeman, entonces podemos hacer tantas comprobaciones, revisiones e inspecciones al azar, como queramos, pero… Si quisieras entrar en la sala de equipamiento, la sala del supervisor de carga o cualquier maldito lugar de la base esta noche y estropear algo, ¿podrías?

Ella tardó unos instantes en responder.

—Sí, podría. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a hacerlo ninguno de nosotros?

—Ese es otro asunto. Pero también existe la posibilidad, si es uno de nosotros, de que sea alguien que saltó, alguien que sabía que estaba en los primeros puestos de la lista. Que quería estar allí, formar parte de ello. Nos dedicamos a un trabajo estresante. La gente pierde los nervios, o va demasiado lejos. El bombero que provoca incendios, y luego arriesga su vida y la de su brigada para apagarlos. A veces ocurre.

—Ya sé que ocurre.

Gull pulsó otra tecla y le mostró otra página.

—He dividido a las cuadrillas tal como estaban aquel día.

—Te faltan algunos nombres.

—Creo que podemos eliminarnos a nosotros mismos.

—Dobie no está.

—Llevaba la cinta aislante.

—Sí, eso resultó muy práctico.

—Siempre lleva… De acuerdo, tienes razón.

Aunque le quemaba las tripas y la conciencia, añadió el nombre de Dobie.

—Debería añadirnos a nosotros, porque tú pensaste en la maldita cinta, y yo recordé que él la tenía.

—¿Cuál es nuestro móvil?

—Tal vez quiera asustarte para que dejes el empleo. Así te quedarás en casa y me prepararás una cena caliente cada noche.

—¡Qué valor! Pero lo pregunto en serio. ¿Cuál es el móvil?

—Bien, empecemos con eso. Yangtree. —Volvió otra vez al documento anterior—. Está hablando de dejarlo. Tiene las rodillas fatal. Treinta años, como has dicho. Le ha dedicado a esto más de la mitad de su vida, y ahora sabe que no podrá seguir. Llegan personas más fuertes y jóvenes. Es una putada.

—¡Él no es así! —le soltó en tono visceral, pero se aplacó cuando Gull se limitó a mirarla—. De acuerdo. Esto es horrible, pero de acuerdo.

—En cuanto a Cartas, esta temporada ha tenido muy mala suerte. Lesiones, enfermedades… Eso desgasta. La mujer con la que quería casarse le ha dejado. El verano pasado, cuando era jefe de saltos, murió Jim Brayner.

—Eso no fue…

—Culpa suya. Estoy de acuerdo. Tampoco fue tuya, Rowan, pero tienes pesadillas.

—Vale. Vale. Lo entiendo. Podríamos repasar tus listas y encontrar un móvil plausible para todo el mundo. Pero eso no hace que sea cierto. Y si tu teoría es tan buena, los policías lo habrían pensado.

—¿Qué te hace pensar que no lo han hecho?

Eso la detuvo.

—Me resulta muy desagradable la idea de que estén examinándonos, investigándonos, hurgando en busca de defectos y secretos… De que estén haciendo lo que hacemos nosotros, aunque más…

—Resulta desagradable, pero prefiero recibir una mirada dura que desconocer algo que podría estar aquí mismo, con nosotros.

—Prefiero creer que es Brakeman.

—Yo también.

—Sin embargo, si no lo es —dijo Rowan, antes de que Gull pudiese seguir—, debemos pensar en la seguridad de la unidad. No es L. B.

Él iba a protestar, pero se echó atrás.

—¿Cuál es tu razonamiento?

—Trabajó duro para obtener su cargo, y está muy orgulloso de él. Adora la unidad y valora su reputación. Cualquier cosa que perjudique o amenace eso repercute en él. Podría haber cerrado filas y mantener el asunto de puertas adentro, pero lo ha hecho público. Es quien lo ha sacado a la luz, cuando sabe que podría pagar las consecuencias.

Buenos argumentos, decidió Gull. Todos y cada uno de ellos.

—Estoy de acuerdo.

—Y no es Dobie. En el fondo es un pedazo de pan. Y le encanta lo que hace. Nos quiere a todos. Sobre todo te quiere a ti. Nunca haría nada que supusiera un riesgo para ti.

—Gracias.

—No lo he dicho por ti.

—Lo sé, pero gracias de todos modos —contestó Gull, con las tripas y la conciencia aliviadas.

Rowan miró por la ventana. En el exterior relampagueaba, y los truenos resonaban sobre los picos envueltos en tinieblas.

—El viento empuja la lluvia hacia el sur. No tendremos descanso.

—No tenemos por qué hacer esto ahora. Podemos dejarlo e ir al gimnasio.

—No soy una debilucha. Avancemos. Te diré por qué no es Janis.

Gull le cogió la mano y la dejó desconcertada al llevársela brevemente a los labios.

—Muy bien. Te escucho.