26

Ella observó a Lucas a través de la bonita mesa de desayuno que había dispuesto en la terraza. Se había esmerado: tortitas y huevos al plato en su mejor porcelana, frutos rojos variados en unos originales cuencos de vidrio, cócteles de naranja y champán en copas altas y una de sus hortensias Nikko Blue metida en un jarrón de vidrio bajo y cuadrado como centro de mesa.

Le gustaba cuidar los detalles de vez en cuando, y Lucas solía demostrar que lo apreciaba. Incluso por unos cereales fríos y una taza de café solo, pensó Ella, siempre le agradecía las molestias que se había tomado.

Sin embargo, esta mañana apenas hablaba, y se limitaba a juguetear con la comida preparada con tanto esmero.

Ella se preguntó si se arrepentiría de haberse tomado el día libre para estar con ella e ir a curiosear a la galería de anticuarios de Missoula. Había sido idea de ella, se recordó a sí misma, y en realidad, ¿había algún hombre a quien le hiciese gracia la perspectiva de pasarse el día de compras?

—¿Sabes? Estaba pensando que tal vez te apetezca hacer otra cosa hoy —dijo—. Lucas —le llamó, al ver que no reaccionaba.

—¿Cómo dices? —preguntó, levantando la mirada del plato—. Lo siento.

—Si pudieras hacer cualquier cosa, ¿qué querrías hacer hoy?

—Sinceramente, estaría en Alaska con Rowan.

—Estás muy preocupado —dijo, cogiéndole de la mano—. Sé que debes de preocuparte por ella cada vez, pero esta vez parece que lo estás más. ¿Es así?

—He hablado con L. B. mientras preparabas el desayuno. Ha pensado que yo debía saberlo… No, ella está bien. Todos están bien —dijo cuando los dedos de la mujer dieron una sacudida entre los suyos—. Pero el fuego es mayor y más difícil de lo que esperaban. A veces pasa —añadió, encogiéndose de hombros—. Lo que me tiene preocupado es que resulta que saltaron con varias piezas de material y herramientas defectuosas.

—¿No inspeccionan y mantienen en buen estado esa clase de cosas? Eso no debería ocurrir.

—Sí, las revisan y las comprueban. Ella, creen que es posible que alguien haya manipulado esas herramientas.

—¿Quieres decir que…? Dios mío, Lucas, no me extraña que estés preocupado. ¿Y ahora qué?

—Examinarán el material, investigarán, revisarán. L. B. ya ha ordenado una inspección completa de todo lo que hay en la base.

—Eso está bien, pero no ayuda a Rowan ni a los que ya están en el incendio.

—Cuando estás en un incendio, tienes que fiarte de ti mismo, de tu brigada y, por Dios, de tu material. Mi hija podría haber salido muy mal parada.

—Pero ¿está bien? ¿Estás seguro?

—Sí. Trabajaron casi veinticuatro horas antes de acampar. Ahora está durmiendo un poco. Hoy empezarán temprano; tendrán luz. Les han lanzado más material y les envían más paracaidistas y bomberos de élite. Les envían otro avión hidrante y… —Se interrumpió, sonrió un poco y agitó la mano—. Basta de hablar de incendios.

Ella negó con la cabeza.

—No. Cuéntamelo todo. Quiero que puedas contármelo todo.

—Se encontraron con los problemas habituales. Retrasos al pedir más hombres y material, vientos variables y un perímetro totalmente activo. El fuego crea su propia meteorología —continuó. Ella se alegró de ver que hablar le relajaba lo suficiente para coger y cortar una tortita—. Este ha causado una tormenta y no para de saltar la línea cortafuegos. Eso significa que prende focos secundarios, lo cual retrasa la contención. Explosiones, llamas de veinticinco metros en la cabeza.

—¡Oh, Dios mío!

—Es impresionante —dijo Lucas, y Ella se quedó atónita al ver que sonreía.

—Realmente, te gustaría estar allí, ¿verdad? —dijo, señalándolo con los ojos entornados—. Y no solo por Rowan.

—Supongo que nunca desaparece del todo. La realidad es que han hecho muchos progresos. Les espera un día terrible, pero esta noche lo tendrán dominado.

—¿Sabes qué deberías hacer, ya que no puedes volar hasta Alaska y saltar sobre el campamento de Rowan? Deberías ir a la base.

—Allí no me necesitan.

—Puede que te hayas jubilado, pero sigues siendo Iron Man Tripp. Estoy segura de que les vendrían bien tus conocimientos y experiencia. Además, te sentirías más cerca de Rowan y de la acción.

—Teníamos planes para hoy —le recordó él.

—Lucas, ¿es que aún no me conoces?

Él la miró y se llevó su mano a los labios.

—Supongo que sí, y supongo que tú también me conoces a mí.

—Eso me gusta creer.

—Me pregunto qué te parecería… Me gustaría preguntarte si podría mudarme aquí contigo. Si puedo vivir contigo.

El cerebro de Ella tardó unos momentos en procesar las palabras de Lucas.

—¿Tú… quieres que vivamos juntos? ¿Aquí?

—Sé que aquí tienes todo lo que quieres y que solo llevamos unos meses. Tal vez necesites…

—Sí.

—¿Sí?

—Tendré aquí todo lo que quiera cuando estés tú. Así que, sí, desde luego que sí. —Encantada al ver su mirada atónita, se echó a reír—. ¿Cuánto tardarás en hacer el equipaje?

Lucas soltó el aire con fuerza, cogió el cóctel de naranja y champán y dio un buen trago.

—Creía que dirías que no, o que deberíamos esperar un poco.

—Entonces no deberías haberlo preguntado. Ahora estás atrapado.

—Atrapado con una mujer bonita que me conoce y aun así quiere tenerme cerca. Por más que lo intento, no consigo entender qué he hecho bien —dijo, dejando la copa sobre la mesa—. He hecho esto al revés, porque primero debería haber dicho… debería haber dicho que te quiero, Ella. Te quiero.

—Lucas. —Ella se levantó y rodeó la mesa para sentarse en su regazo y cogerle la cara entre las manos—. Te quiero. —Le dio un beso profundo—. Me alegro tanto de que mi hijo quisiera que saltase desde un avión… —Suspiró al apoyar la mejilla contra la de él—. Me alegro tanto…

Cuando Lucas se marchó, Ella cambió sus planes para la jornada. Tenía que hacer sitio para un hombre. Para su hombre. Espacio en los armarios, espacio en los cajones. Espacio para cosas masculinas. La casa que se había hecho completamente suya se convertiría en una mezcla, tomando pedazos de él, matices de él.

Le sorprendía cuánto quería eso, cuánto quería ver qué serían esos matices una vez que se mezclasen.

Necesitaba hacer una lista de lo que tenía que hacer. Lucas querría espacio para un despacho, pensó mientras sacaba un bloc de notas y un bolígrafo, que hizo tamborilear contra la mesa, calculando qué lugar sería mejor.

—¡Oh, quién lo habría dicho!

Riendo, tiró el bolígrafo para bailar por la cocina.

Tenía que llamar a sus hijos y contárselo. Pero esperaría a calmarse un poco, para que no creyesen que estaba atolondrada como una adolescente en la noche del baile de fin de curso.

Pero se sentía así.

Cuando sonó el teléfono fue hasta él todavía bailando, pero se serenó cuando vio el nombre de Irene en la pantalla.

Respiró dos veces antes de coger el aparato.

—Hola.

—Ella, Ella, ¿puedes venir? Es Leo. Ha llamado —dijo Irene, atropelladamente.

—Más despacio —pidió Ella—. ¿Te ha llamado Leo?

—Ha aparecido. Está en la comisaría de policía y quiere hablar conmigo. Le han dejado llamarme, y él ha dicho que no piensa decir nada hasta que hable conmigo. No sé qué hacer.

—No hagas nada. Ahora voy.

Desconectó el teléfono móvil del cargador y cogió el bolso a toda prisa. De camino hacia la puerta, llamó a Lucas.

—Me voy a casa de Irene. Leo ha aparecido.

—¿Dónde? —quiso saber Lucas—. ¿Dónde está?

—La ha llamado desde la comisaría de policía. —Cerró la puerta del coche y se cambió el teléfono de mano para tirar del cinturón de seguridad—. Dice que no piensa hablar con nadie hasta que hable con ella. Voy a acompañarla.

—No te acerques a él, Ella.

—No lo haré, pero no quiero que mi amiga vaya sola. Te llamaré en cuanto vuelva.

Cerró el teléfono y lo echó dentro de su bolso al recorrer marcha atrás el camino de entrada.

Despertar y ver la cordillera de Alaska y Denali levantaba el ánimo. En el campamento, Rowan sintió que la montaña estaba de su parte.

Las cuadrillas habían trabajado hasta el agotamiento y todos tenían cardenales, rasguños y quemaduras que lo demostraban. No habían matado al dragón, aún no, pero sin duda alguna lo habían herido. Y ese día, Rowan tenía un buen presentimiento, ese día le atravesarían el corazón con la espada.

Sabía que los miembros de la cuadrilla estaban destrozados, sin fuerzas, pero habían dormido cuatro horas seguidas y en ese momento se estaban llenando la barriga. Con más material, más hombres, un coche de bomberos adicional y dos buldólzers, creía que podían ir de camino a casa esa misma tarde y dejar para los efectivos de Alaska el trabajo final de extinción y la limpieza.

El sueño, pensó, es la madre del optimismo.

Sacó la radio cuando indicó una llamada.

—Ro en el campamento base, adelante.

—L. B., Operaciones. Tengo aquí a alguien que quiere hablar contigo.

—¿Cómo está mi hija?

—Hola, papá. Estoy bien. Aquí, pensando y mirando una montaña enorme. Ojalá estuvieras aquí. Cambio.

—Entendido. Me alegro de oír tu voz. Me he enterado de que ayer tuvisteis problemas. Cambio.

—Nada que no pudiésemos solucionar con un poco de chicle y cinta aislante. Ayer lo debilitamos —dijo, observando la acumulación de nubes sobre el parque y las volutas de humo que ascendían serpenteando desde las islas de verdor. Vamos a por ti, pensó—. Hoy le daremos una buena tunda. Cambio.

—Recibido, Ro. Hay algo que deberías saber —empezó, y le contó lo de Leo.

Cuando terminó la llamada por radio, Rowan se acercó a Gull y se sentó.

—Menuda vista —comentó él—. Libby está enamorada. Habla de mudarse aquí, de dejarnos plantados por la unidad de Alaska.

—La gente se enamora de la montaña, Gull. Leo ha aparecido esta mañana. Está detenido.

Gull la observó y luego bebió otro sorbo de café.

—Entonces hace un día buenísimo.

—Supongo que sí —dijo ella, suspirando aliviada—. Sí, supongo que sí. Mejorémoslo y matemos a este dragón.

—Me parece bien —respondió él, y se inclinó para besarla.

Irene se sintió profundamente conmovida al entrar en la sala y ver a Leo encadenado a la única mesa. Había perdido peso, y el pelo, más fino y desgreñado, colgaba por encima del cuello del uniforme anaranjado de la prisión. No se había afeitado desde quién sabía cuándo, pensó ella, y la barba, de un gris sorprendente, había crecido en su rostro demacrado.

Parecía descontrolado. Parecía un criminal.

Parecía un extraño.

¿Solo había transcurrido un mes desde que lo vio por última vez?

—Irene.

Su voz se quebró al pronunciar el nombre, y las cadenas crujieron obscenas en sus oídos cuando él extendió los brazos.

Irene tuvo que desviar la mirada unos momentos para recuperar la compostura.

En la habitación parecía faltar el aire y haber demasiada luz. Irene vio el reflejo en el amplio espejo. Vidrio de dos caras, pensó. Veía Ley y orden, y sabía cómo funcionaba.

Sin embargo, el reflejo la dejó atónita. ¿Quién era esa mujer, esa anciana huesuda que llevaba el pelo sin brillo retirado del rostro demacrado?

Soy yo, pensó. Yo también soy una extraña.

No somos quienes éramos, reflexionó. No somos quienes se supone que somos.

¿Estaban observándoles desde el otro lado de aquel cristal? Por supuesto que sí. Estaban observándoles, juzgándoles, condenándoles.

Aquella idea despertó el poco orgullo que le quedaba. La mujer enderezó los hombros, levantó la barbilla y miró a su marido a los ojos. Caminó hasta la mesa y se sentó, pero se negó a coger las manos que él le tendía.

—Me abandonaste.

—Lo siento. Pensé que sería mejor para ti. Tenían intención de arrestarme, Irene, y nada menos que por asesinato. Pensé que, si me iba, estarías mejor y encontrarían al verdadero asesino, de forma que yo pudiese volver.

—¿Adónde fuiste?

—Me marché a las montañas. No dejaba de moverme. Llevaba la radio, y la escuchaba constantemente por si decían que habían detenido a alguien. Pero no ha sido así. Alguien me ha hecho esto, Reenie. Yo…

—¿A ti? ¿A ti, Leo? Estampé mi firma junto a la tuya, poniendo nuestra casa como garantía para la fianza. Te marchaste, y ahora voy a perder mi casa porque ni siquiera con otro trabajo tengo suficiente para cumplir con mis pagos.

Una expresión de dolor que Irene juzgó sincera pasó por el rostro de Leo.

—No pensé en eso hasta después de irme. No pensaba con claridad. Solo pensé que al bebé y a ti os iría mejor si me marchaba. No pensé…

—¿No pensaste que me quedaría sola, sin saber dónde estaba mi marido, ni si estaba vivo o muerto? ¿No pensaste que tenía una niña a la que cuidar, facturas que pagar, preguntas que responder, y todo eso justo después de enterrar a mi hija?

—Nuestra hija, Reenie. —Bajo la barba, sus mejillas se enrojecieron cuando dio un puñetazo en la mesa—. Y creen que maté a mi propia hija. Que le rompí el cuello y luego la quemé como si fuese basura en un cubo. ¿Es eso lo que piensas? ¿Es eso?

—He dejado de pensar, Leo. —Irene oyó su propia voz y le pareció tan apagada como su cabello y su cara—. He tenido que hacerlo, simplemente pasar de un día al siguiente, de una tarea a la siguiente, de una factura a la siguiente. He perdido a mi hija, a mi marido, mi fe. Voy a perder mi casa y a mi nieta.

—He estado viviendo como un animal —empezó él. Luego se detuvo y la miró con los ojos entornados—. ¿De qué estás hablando? No pueden llevarse a Shiloh.

—No sé si pueden o no, pero sé que no puedo criarla como es debido yo sola sin un buen hogar que darle ni el tiempo suficiente. Los Brayner llegarán aquí mañana y se la llevarán a su casa de Nebraska.

—No. —La cara de aquel extraño se encendió de furia—. Irene, no. ¡Maldita sea, escúchame!

—No me hables en ese tono. —La voz de Irene sonó como una bofetada, y Leo echó la cabeza hacia atrás—. Voy a hacer lo correcto para ese bebé, Leo, y esto es lo mejor. Tu opinión no cuenta. Nos abandonaste.

—Haces esto para castigarme.

Irene se apoyó en el respaldo. Qué curioso, comprendió, ya no se sentía tan cansada, tan agotada, tan apenada. No, se sentía más fuerte, más segura, más despejada de lo que se había sentido desde que fueron a decirle que su Dolly había muerto.

—¿Castigarte? Mírate, Leo. Aunque tuviese intención de castigarte, y no la tengo, ya lo has hecho tú solo. Dices que vivías como un animal; bueno, fuiste tú quien lo eligió.

—¡Lo hice por ti!

—Puede que creas eso. Puede que necesites creerlo. No me importa. Hay una niña inocente en medio de todo esto, y ella es lo primero. Y por primera vez en mi vida yo voy a continuación. Por delante de ti, Leo. Por delante de todos los demás.

Algo despertaba en ella. No era rabia, pensó. Estaba harta de la rabia, harta de la desesperación. Tal vez, solo tal vez, lo que despertaba en ella fuese fe, fe en sí misma.

—Voy a hacer lo que tengo que hacer por mí. Tengo que acabar de pensarlo, pero probablemente me marcharé, para estar más cerca de Shiloh. Me llevaré mi mitad de lo que quede una vez que esto acabe, y te dejaré la tuya.

Leo se echó hacia atrás como si ella le hubiese abofeteado.

—¿Vas a dejarme así, ahora que estoy en la cárcel y necesito que mi mujer se ponga de mi lado?

—Necesitas —repitió ella, y negó con la cabeza—. Vas a tener que acostumbrarte a que tus necesidades se sitúen al final. Después de las de Shiloh y después de las mías. Me habría puesto de tu lado, Leo. Habría cumplido con mi obligación de esposa y te habría apoyado, costara lo que costase y durante tanto tiempo como hiciese falta. Pero tú cambiaste eso cuando demostraste que no harías lo mismo por mí.

—Ahora escúchame, Irene. Escúchame. Alguien sacó de mi casa ese rifle, esa arma. Lo hicieron para buscarme la ruina.

—Espero por el bien de tu alma que sea cierto. Pero Dolly y tú convertisteis nuestra casa en un campo de batalla, y a ninguno de vosotros os importaba yo lo suficiente para detener la guerra. Ella me abandonó sin pensárselo dos veces, y cuando la trajimos de vuelta, porque eso es lo que unos padres hacen por una hija, mintió y engañó igual que siempre. Y os peleasteis y os pegasteis, igual que siempre. Conmigo en medio, igual que siempre.

Que Dios me ayude, pensó Irene. Lloraría la muerte de su hija durante el resto de su vida, pero no añoraría la guerra.

—Ahora ella se ha marchado, y me queda tan poca fe que ni siquiera tengo el consuelo de creer que ha sido la voluntad de Dios. No tengo ni eso. Me dejaste sola en la oscuridad cuando más necesitaba una mano fuerte a la que agarrarme. No sé qué has hecho o no has hecho, pero eso sí lo sé. Sé que no puedo confiar en que me des esa mano fuerte, así que debo empezar a confiar en mí. Hace mucho que debí haberlo hecho.

Se puso en pie.

—Deberías llamar a tu abogado. Él es la persona que necesitas ahora.

—Sé que estás disgustada. Sé que estás enfadada conmigo, y supongo que tienes derecho a estarlo. Pero, por favor, no me dejes aquí solo, Irene. Te lo suplico.

Ella intentó, por última vez, encontrar en su interior amor, o al menos compasión. Pero no encontró nada.

—Volveré cuando pueda, y te traeré lo que digan que puedo traerte. Ahora tengo que irme a trabajar. No puedo permitirme tomarme más tiempo libre hoy. Si siento de nuevo deseos de rezar, rezaré por ti.

L. B. llamó a Matt, que volvía de correr.

—¿Has cumplido con tu preparación física diaria?

—Sí. Iba a darme una ducha y a desayunar. ¿Quieres que haga algo?

—Nos vendría bien un poco de ayuda para reaprovisionarnos de equipo y material a medida que se va inspeccionando. La brigada ha regresado de Wyoming mientras estabas fuera.

—He visto el avión en el cielo. L. B., ¿también han tenido problemas?

—Otra bomba en malas condiciones.

—¡Vaya! ¡Mierda!

—Tenemos a los mecánicos repasando cada centímetro de las demás, las sierras, etc. Estamos desembalando todos los paracaídas, y tenemos a los maestros encordadores repasándolos. Iron Man está aquí, así que está ayudándonos en eso.

—¡Santo Dios, L. B.! No irás a creer que alguien ha manipulado los paracaídas ¿verdad?

—¿Estás dispuesto a arriesgarte?

Matt se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo.

—Supongo que no. ¿Quién demonios haría algo así?

—Desde luego, vamos a averiguarlo. Iron Man tenía noticias. Leo Brakeman ha aparecido esta mañana.

—¿Ha vuelto? ¿A Missoula? ¿Está en manos de la policía?

—Exactamente. Me pregunto cuánto tiempo llevaba por aquí.

—Y podría haber hecho esto. Jorobarnos así —comentó Matt, mirando hacia otro lado y negando con la cabeza—, amenazar a Ro, dispararle… Por el amor de Dios. Y ahora manipular el material. Nunca le hemos hecho nada a él ni a nada que fuese suyo. Nunca le hemos perjudicado, aunque él no puede decir lo mismo.

—Ahora mismo, nos estamos ocupando de lo nuestro, así que date esa ducha, come algo y luego preséntate en la sala de equipamiento.

—De acuerdo. Escucha, si me necesitas de nuevo en la lista de saltos…

—De momento te dejaremos fuera.

—Te lo agradezco mucho. Mis padres deberían llegar esta tarde a última hora. Voy a hacerles saber que puede que no disponga de mucho tiempo. No quiero que tengas que poner a alguien en mi puesto con todo lo que se te echa encima. Llámame si me necesitas.

—Entendido —contestó L. B., dándole a Matt una palmada en el hombro.

Se dirigió de nuevo hacia Operaciones. Tenía a veintiún efectivos en Alaska, y no esperaba verles de regreso hasta el día siguiente, en el mejor de los casos. Otro turno acababa de aterrizar, y había un incendio en California en el que podían necesitar a varios Zulies antes de que todo terminase. Las previsiones para los dos días siguientes indicaban condiciones secas.

No pensaba enviar al primer turno sin estar seguro, absolutamente seguro, de que cada correa, cada hebilla, cada maldita cremallera y cada interruptor pasaban la inspección más rigurosa.

Pensó en Jim y sintió un desconsuelo ya familiar. Los accidentes no podían controlarse, pero él podía controlar los que tuviesen un origen humano y lo haría.

Al final de un día muy largo, el oficial Quinniock salió en su coche hacia la base. Quería irse a casa, ver a su mujer y a sus hijos, y cenar con ellos tal como hacían los hombres que no eran policías.

Sobre todo quería terminar con Leo Brakeman.

Aquel hombre era un muro de piedra; no cedía ni un centímetro.

Cada intento que él o DiCicco habían hecho con él —juntos o por separado— obtenía el mismo resultado.

Nada.

Brakeman se limitaba a quedarse allí sentado, con los brazos cruzados, la mirada dura y la mandíbula contraída bajo aquella barba desaliñada de montañés. Había perdido casi cinco kilos, ganado diez años, y seguía diciendo que alguien intentaba cargarle el muerto.

Ahora exigía —a través de su abogado, puesto que había dejado de hablar por completo— someterse al polígrafo. Así que tendrían que pasar por aquella payasada.

Quinniock sospechaba que, si los resultados del polígrafo indicaban que Brakeman era un mentiroso que era incapaz de decir la verdad sobre el tamaño de su propio pene, afirmaría que el polígrafo intentaba cargarle el muerto.

Tenían pruebas circunstanciales de sobra. Tenían el móvil, los medios, la oportunidad y el hecho de que hubiese huido. Lo que no tenían era una confesión.

Pero el fiscal del distrito no quería acusar a Leo Brakeman, antiguo tackle, natural de Missoula, sin antecedentes y con profundos vínculos con la comunidad, del asesinato de su propia hija sin una confesión.

Y como cada una de esas malditas pruebas relacionaba el asesinato de Dolly con el de Latterly, tampoco podían acusarle de eso.

Necesito un descanso, pensó Quinniock. Necesitaba un receso antes de volver al día siguiente a golpearse la cabeza contra la del fiscal del distrito. Pero antes tenía que ver qué demonios quería Michael Little Bear.

Una vez en la base, se fue directamente al despacho de Little Bear.

—¿Busca a L. B.?

Quinniock se detuvo y asintió con la cabeza en dirección al hombre que le llamaba.

—Así es.

—Acaba de irse al almacén. ¿Sabe dónde está?

—Sí, gracias.

Cambió de dirección. Le sorprendió la tranquilidad que se respiraba en la base. No había nadie entrenando fuera o apresurándose de un edificio a otro, aunque había visto a un par de personas recorriendo a toda velocidad una de las vías de servicio en un jeep. Tampoco había nadie haciendo ejercicios de prueba o pasando un rato de diversión, pensó.

Cuando se dirigía al almacén y pasaba frente a lo que llamaban la sala de equipamiento, vio por qué.

Toda la actividad se concentraba allí. Muchos hombres y un puñado de mujeres trabajaban en herramientas, desmontándolas o volviéndolas a montar. Otros cogían material de unos estantes o lo colocaban de nuevo.

¿Inspección rutinaria?, se preguntó. Observó el caos que reinaba en el almacén.

Sobre los mostradores había paracaídas extendidos que estaban siendo plegados de nuevo meticulosamente. Había algunos desplegados colgados en la torre, en espera de ser inspeccionados o ya etiquetados para su reparación o para ser plegados.

Distinguió a Little Bear de pie junto a Lucas Tripp ante uno de los mostradores.

—Iron Man. —Quinniock tendió una mano con sincero placer—. ¿Le han convencido de volver al equipo?

—Solo estoy ayudando un poco. ¿Cómo va todo, oficial?

—He tenido días mejores, y los he tenido peores. ¿Quería hablar conmigo? —le dijo a L. B.

—Sí. ¿Dónde está su compañera?

—Ocupándose de algún asunto. ¿La quería aquí?

—No especialmente. Tengo brigadas en Alaska, y otra acaba de volver esta mañana de Wyoming.

—He oído hablar de los incendios en Alaska, que amenazan el parque de Denali. ¿Cuál es la situación?

—Esperan tenerlo controlado dentro de unas horas. Ha sido un trayecto largo y duro, y mi gente saltó sobre ese incendio con material defectuoso.

—¿Eso es lo que pasa? —preguntó Quinniock, volviendo a recorrer el almacén con la mirada—. ¿Están realizando una inspección del material?

—Lo que pasa es que han manipulado el material. Válvulas dañadas en las bombas, y una de ellas fue a parar a Wyoming. Motosierras con bujías fundidas y un cordón de arranque en malas condiciones.

—No quiero meterme en su terreno, pero da la impresión de que sea un simple desgaste, algo que pasaron por alto en plena temporada, debido a tanta actividad.

El rostro de L. B. se endureció como la piedra.

—No hay nada que se nos pase por alto. El material vuelve de un incendio, se repasa, se revisa y se comprueba antes de utilizarse de nuevo. ¿La misma válvula dañada en tres bombas, y dos en la carga que fue a Denali?

—Sí, quizá es demasiado.

—Desde luego. Estamos inspeccionándolo todo, y ya hemos encontrado otras dos sierras defectuosas y cuatro bombas manuales de mochila con las boquillas atascadas con masilla. No somos descuidados; no podemos permitírnoslo. Nada se nos pasa por alto.

—De acuerdo.

—Tenemos que inspeccionar cada paracaídas, cada manga de viento y cada paracaídas de reserva. Y gracias a Dios ninguno de los que hemos repasado hasta ahora muestra indicios de manipulación. ¿Sabe cuánto se tarda en plegar un solo paracaídas?

—Unos tres cuartos de hora. He visitado la base. De acuerdo —repitió Quinniock, y sacó su bloc de notas—. ¿Tiene una lista de quién comprobó el material?

—Por supuesto que la tengo, y la he repasado. Le daré los nombres, y también los de los mecánicos que hicieron alguna de las reparaciones o limpiezas. La responsabilidad no recae sobre una sola persona.

—¿Alguno de los miembros de su brigada se enfrenta a un estrés superior al habitual?

—Mi gente en Alaska tuvo que apañárselas para reparar las bombas con cinta aislante, maldita sea; de lo contrario habrían perdido el terreno ganado.

Como él también enviaba a hombres al campo de batalla y cargaba con el peso de esas decisiones, Quinniock entendía la rabia contenida. Siguió hablando en tono enérgico:

—¿Ha tenido que sancionar a alguien, que retirar a alguien del servicio activo?

—La respuesta es no en ambos casos. ¿Cree usted que algún miembro de la brigada ha hecho esto? Esta gente no sabe cuándo tendrá que saltar, ni dónde o en qué condiciones. ¿Por qué demonios iba a hacer esto una persona cuando podría ser ella misma la que se encontrase con un cordón de arranque que se le partiese entre las manos, o quien tuviese que arreglárselas con una bomba inútil y con un incendio echándosele encima?

—Su personal de apoyo, sus mecánicos, sus pilotos y demás no saltan.

—Y Leo Brakeman está en su comisaría desde esta mañana. Ya ha disparado contra los míos, y no tiene ningún reparo en provocar incendios. Manipular este material exige saber un poco de mecánica.

—Y él sabe bastante. —Quinniock expulsó el aire con fuerza—. Lo investigaré. Si ha sido él, le prometo que se quedará donde está durante algún tiempo.

—Su mujer le abandona —intervino Lucas.

Había acabado de plegar y etiquetar el paracaídas, y se volvió para dirigirse a Quinniock.

—Les entrega la niña a los Brayner, los abuelos paternos, que vienen de Nebraska. Está haciendo los preparativos para devolver la casa, para vender lo que pueda y sacar algún dinero. Está pensando en mudarse cerca de los Brayner para estar cerca de la niña, ayudar y verla crecer.

—Está bien informado.

—Mi… —¿Un hombre de sesenta años tenía novia?, se preguntó—. La mujer con la que estoy es amiga íntima de Irene.

—Ella Frazier. Como ve, yo también estoy bien informado —añadió Quinniock—. La conocí en el entierro.

—Está ayudando a Irene tanto como puede. Irene le ha dicho a Leo todo esto cuando ha ido a verle esta mañana.

Quinniock se pasó por la cara una mano fatigada.

—Eso explica por qué se ha cerrado en banda.

—Me parece que ya no le queda nada que perder.

—Quiere someterse al polígrafo, aunque podría ser idea del abogado. Sigue con la misma historia, y cuanto más vueltas le damos, más insiste. Si le acusamos de esta manipulación, a lo mejor le afecta. Quiero la información cronológica exacta, cuándo se utilizó y se inspeccionó cada pieza por última vez, quién lo hizo en ambos casos. Antes tengo que hacer una llamada.

Sacó el teléfono móvil, llamó al oficial de guardia y ordenó que vigilasen cuidadosamente a Leo Brakeman, para impedir que se suicidase.