A Gull le apetecía relacionarse, así que se sentó en la sala común con su libro. De ese modo podía salir de la historia de vez en cuando y sintonizar con las conversaciones, el partido de la televisión y la evolución de una partida de póquer en la que aún no tenía ganas de participar.
También podía dejar que todo aquello zumbase en los bordes de su mente como ruido blanco.
Con la idea de que podían llamarlo en cualquier momento, optó por un ginger ale y una bolsa de patatas fritas para picar a lo largo de los dos siguientes capítulos.
—¿Te asusta perder el cheque del sueldo? —le preguntó Dobie desde la mesa de póquer.
—Me aterra.
—¿Fuera? —Trigger, indignado, se levantó bruscamente de su silla tras una decisión del árbitro—. A ese corredor le quedaba un margen de un kilómetro. ¡Y una mierda, fuera! ¿Has visto eso? —inquirió.
Gull no lo había visto, pero estaba de humor simpático y sociable.
—Por supuesto. Ese árbitro es un inepto.
—Tendrían que sacarle los ojos si no sabe usarlos. ¿Dónde tienes esta noche a la parienta?
Divertido, Gull pasó una página.
—Me ha plantado por otro hombre.
—Mujeres. Son peores que los árbitros. No podemos vivir con ellas ni podemos darles con un ladrillo.
—¡Eh! —protestó Janis, descartándose en la mesa de póquer—. Que tenga tetas no significa que no oiga.
—¡Oh, tú no eres una mujer! Eres un paracaidista.
—Soy un paracaidista con tetas.
—Si no vas a echarlas en el bote —le dijo Cartas—, la apuesta es de cinco en tu contra.
—Valen mucho más de cinco.
Mejor que el ruido blanco, decidió Gull, y probablemente mejor que su libro.
Al otro lado de la sala, Yangtree, con una bolsa de hielo sobre la rodilla, y Sureño jugaban una intensa partida de ajedrez casi en silencio. Con unos auriculares puestos, Libby movía la cabeza adelante y atrás como un metrónomo al ritmo de su MP3 mientras hacía un crucigrama.
Mucha gente sociable a su alrededor, reflexionó Gull. Más o menos la mitad de los paracaidistas de la base estaban reunidos, algunos en grupos, algunos solos, bastantes de ellos echados en el suelo, pegados a la televisión, que emitía el partido entre los Cardinals y los Phillies.
Modo de espera, decidió. Todo el mundo sabía que la sirena podía sonar en cualquier momento, para enviarlos al norte, al este, al sur, al oeste, donde habría mucha camaradería pero poco ocio. Ni un solo instante para insultar a los árbitros o resolver pasatiempos. En lugar de llevarse el bote, tal como hacía Cartas con deleite justo en ese momento, se llevarían por delante rescoldos humeantes y ceniza.
Vio que Trigger levantaba las manos triunfante cuando el corredor marcó, que Yangtree se comía el alfil de Sureño y que Dobie arrojaba unas fichas para subir la apuesta, provocando un gruñido de disgusto por parte de Stovic.
—¿Una palabra de seis letras que significa aburrimiento? —preguntó Libby a la sala.
—«Cortes» —propuso Trigger—. Deberían estar prohibidos.
—Aburrimiento, no aburrido. Además, algunos anuncios son divertidos.
—No lo suficiente.
—«Hastío» —dijo Gull.
—¡Maldita sea, lo sabía!
—Este tío es capaz de soltar un montón de palabras raras —comentó Dobie.
Gull se limitó a sonreír. Desde luego, no sentía hastío. La palabra «satisfacción», pensó, era la que mejor describía su estado actual. Estaría listo para salir cuando llegase el aviso, pero de momento se sentía satisfecho de holgazanear con sus amigos, disfrutando del intercambio de comentarios agudos y divertidos mientras esperaba a que su mujer volviese a casa.
Había encontrado su lugar. No sabía con certeza cuándo se había dado cuenta. Quizá la primera vez que vio a Rowan. Quizá la primera vez que saltó en paracaídas. Quizá aquella noche en el bar, cuando le dio una buena tunda a aquel tipo.
Quizá al contemplar un prado de lupinos silvestres.
No importaba cuándo.
Había disfrutado con su trabajo en el cuerpo de especialistas, y la gente con la que había trabajado le caía bien. Al menos la mayoría. Allí aprendió a combinar paciencia, acción y resistencia, aprendió a amar la lucha, con su violencia, su brutalidad y su ciencia. Sin embargo, lo que había encontrado aquí era más profundo y despertaba en él un amor y una pasión irresistibles.
Sabía que se pondría cómodo en la sala común, escuchando el intercambio de comentarios agudos y divertidos temporada tras temporada, mientras pudiese.
Sabía, pensó al ver entrar a Rowan, que esperaría su regreso a casa cada vez que se marchase.
—Chico, últimamente dejan entrar a todo el mundo en el club de campo —comentó ella, sentándose junto a Gull y metiendo una mano en la bolsa de patatas fritas—. ¿Cómo van?
—Empatados —le dijo Trigger—. Uno a uno, gracias a un árbitro que no ve tres en un burro. Al principio de la quinta entrada.
Rowan cogió el ginger ale de Gull y lo encontró vacío.
—¿Qué, esperabas a que volviera y te trajera otro?
—Me has pillado.
Ella se levantó y fue a buscar una Coca-Cola.
—Te beberás esto y te gustará.
Dio unos tragos y se la pasó a él.
—Gracias. Bueno, ¿cómo está mi parienta?
—¿Qué me has llamado?
—Lo ha dicho él —dijo Gull, delatando a Trigger sin remordimientos.
—Chivato esmirriado de Texas. —Rowan inclinó la cabeza para leer la cubierta del libro que Gull dejaba a un lado—. ¿Ethan Frome? Si has estado leyendo eso me extraña no haberte encontrado en estado de coma.
Gull le devolvió la Coca-Cola.
—Creía que me gustaría más ahora que soy más mayor, más sabio y más erudito, pero me resulta igual de aburrido que cuando tenía veinte años. Si no llegas a volver, me habría muerto de hastío.
—¡Menuda palabreja!
—Era una solución de crucigrama de hace un rato. ¿Cómo está tu padre?
—Está enamorado.
—De la pelirroja buenorra.
Rowan frunció el ceño.
—Me gustaría que no la llamases «pelirroja buenorra».
—Las llamo tal como las veo. ¿Cómo está según tú?
—He tenido que soportar los parterres que ha plantado, las flores, las velas, el popurrí en el baño…
—¡La madre del cordero! Popurrí en el baño. Tenemos que organizar una partida lo antes posible e ir a rescatarlo. Todavía podemos desprogramarlo. No pierdas la esperanza.
Como Gull tenía las piernas estiradas sobre el regazo de Rowan, esta le retorció el dedo gordo. Con fuerza.
—De repente la casa está llena de colores. Es por Ella. Me he dicho a mí misma que era recargado, que ella le había impuesto todas esas cosas recargadas. Pero no lo es. Tiene estilo, con una pizca de encanto. Esa mujer ha aportado color al beige, el hueso y el marrón. Mi padre se siente feliz. Ella le hace feliz. Ha llenado el vacío que él no dejaba que se llenara… Eso es lo que ha dicho. Y me he dado cuenta de una cosa, de que Ella tenía razón aquel día que la vimos en la ciudad. El día del helado. Dijo que, si le hiciese elegir entre ella y yo, ella no tendría ninguna oportunidad. Pero si yo hubiese hecho eso, me parecería tanto a mi madre que me pondría enferma. O ella o yo, no puedes tener las dos cosas.
—Pero tú no eres así.
—No, no lo soy. Tengo que acostumbrarme a la situación, a ella, pero esa mujer ha encendido una luz en él, así que creo que voy a convertirme en su admiradora.
—Eres una chica decente, Sueca.
—Pero si le hace daño, le arrancaré la piel del culo con una cuchilla de afeitar roma.
—Me parece justo.
—Me las pagará con creces. Voy a dar un paseo para bajar el salteado pasable que he preparado y luego me acostaré.
—Espera un momento. ¿Has cocinado?
—Tengo una docena de platos en mi repertorio. Cuatro de ellos son variaciones del clásico bocadillo de queso a la plancha.
—Toda una nueva faceta tuya para explorar mientras caminamos. Quiero mis zapatos.
Gibbons entró cuando Gull echaba la novela de Edith Wharton sobre la mesa por si alguien más quería leerla.
—Más vale que pongáis punto final a esa partida de cartas. Todo el mundo está en alerta. No es oficial, pero parece ser que esta noche saldrán dos equipos hacia Fairbanks, o tal vez directamente hacia el fuego. L. B. está pidiendo algunos detalles. Y parece que Bighorn podría necesitar ayuda mañana.
—Justo cuando mi suerte empezaba a cambiar —se quejó Dobie.
—Así es el juego —le recordó Cartas.
—Si gano otros dos botes, podré comprarme lo que quiera sin tener que tragar humo.
—Todos los que estáis en los dos primeros turnos haríais bien en revisar vuestro equipo mientras podáis —añadió Gibbons.
—Nunca he estado en Alaska —comentó Gull.
—Es toda una experiencia —replicó Rowan, quitándose sus pies de encima del regazo de un empujón.
—Me encantan las experiencias.
Rowan metió más barritas energéticas en su mochila y, tras dudar unos instantes, añadió dos latas de Coca-Cola. Prefería acarrear con el peso que prescindir de ellas. Se quitó la ropa de calle que se había puesto para ir a ver a su padre, y se estaba abrochando el cinturón cuando sonó la sirena.
Junto con los demás, corrió a la sala de equipamiento para ponerse el traje.
En cuanto subió al avión, reivindicó su derecho colocando su equipo y tumbándose con la cabeza sobre el paracaídas. Pensaba dormir durante todo el vuelo.
—¿Cómo es? —preguntó Gull, dándole con la punta de la bota.
—Grande.
—¿En serio? También he oído que es fría y oscura en invierno. ¿Es cierto?
Rowan dejó que la vibración de los motores la adormeciera mientras los demás paracaidistas se instalaban.
—En esta época del año hay mucha luz. Cuando saltas no tienes que preocuparte demasiado por los árboles, sino por el agua. Tienen mucha, y no te conviene aterrizar en ella. Hay mucha agua, mucha tierra, montañas. Pero no mucha gente; eso es una ventaja.
Se movió y encontró una posición más cómoda.
—Los bomberos paracaidistas de Alaska conocen su trabajo. Pero les ha tocado una temporada seca, así que seguramente habrán tenido que trabajar duro y deben de acusar la fatiga de mediados de la temporada.
Abrió los ojos para mirarle.
—Es precioso. La nieve que nunca se funde en esos enormes picos, los lagos y los ríos, el resplandor del sol de medianoche. También tienen mosquitos del tamaño de tu puño y osos grandes como un carro blindado. Pero en el fuego, es más o menos lo mismo. Matar a la bestia; mantenerse con vida. Todo el mundo vuelve.
Cerró los ojos.
—Duerme un poco. Vas a necesitarlo.
Rowan durmió como un tronco. Se despertó rígida como una tabla y agradecida de aterrizar en Fairbanks, cosa que permitió a la brigada estirar las piernas y comer algo, y a los jefes elaborar una estrategia.
Con ciento sesenta hectáreas afectadas y el viento avivando los rebrotes, necesitarían una buena comunicación con el equipo de Alaska. Rowan se las había arreglado para conseguir un refresco, así podría conservar los dos que llevaba en la bolsa, antes de que la dotación comprobase que llevaba el equipo en orden y embarcase.
—Tienes razón —dijo Gull cuando volaron hacia el sudoeste tras despegar de Fairbanks—. Es precioso. Aquí ya casi es medianoche y hay tanta luz como si estuviésemos a media tarde.
—No te distraigas. Perderás concentración. Y el fuego se te comerá vivo.
Gull tuvo que cambiar de posición para tener el primer atisbo del fuego; movió los pies cuando el avión encontró una turbulencia y empezó a avanzar a sacudidas.
—Solo es otra boca del infierno. Estoy concentrado —añadió cuando ella le dedicó una mirada dura.
Gull vio los picos blancos de la montaña a través de las columnas de humo. Denali, el monte sagrado, con la naturaleza ardiendo con fuerza al norte y al este.
Continuó observando y asimilando mientras Rowan se dirigía a la cola del avión para deliberar con Yangtree, y con Cartas, que era el jefe de saltos. Otros paracaidistas ocupaban ahora las ventanillas, contemplando lo que habían ido a combatir.
—Vamos a buscar un claro entre unos abedules, al este. La dotación de Alaska lo utilizó como lugar de aterrizaje. Cartas lanzará unas cintas, a ver cómo vuelan.
—¡Madre mía! ¿Habéis visto eso? —preguntó alguien.
—Parece una explosión —dijo Gull.
—Está muy al oeste del lugar de aterrizaje previsto. ¡Que todo el mundo mantenga la cabeza fría! —exclamó Rowan—. Calmaos, tranquilizaos. No perdáis la concentración.
—¡Comprobad el paracaídas de emergencia! —gritó Cartas, abriendo la puerta.
Gull observó cómo volaban las cintas y se adaptó a la inclinación y a los saltos del avión. El viento arrastró al interior el hedor y la nube de humo, una pequeña muestra de lo que les esperaba.
Rowan se situó en la puerta y le lanzó una última sonrisa. Se propulsó al exterior, seguida de Stovic a los pocos segundos.
Cuando llegó su turno, Gull acompasó su respiración y escuchó a Cartas, que le hablaba de la resistencia del aire. Fijó el claro en su mente y, al recibir la palmada en el hombro, se lanzó fuera del avión.
Maravilloso, se dijo mientras el viento lo azotaba. Los asombrosos picos blancos, el increíble azul intenso en destellos y ondulaciones de agua, el verde del verano, y todo ello en agudo contraste con los malvados negros, rojos y anaranjados del fuego.
El paracaídas se abrió como un globo, convirtiendo la caída en un deslizamiento, y levantó el pulgar en dirección a Gibbons, su compañero de salto.
Encontró una corriente que trató de empujarlo hacia el sur y luchó contra ella, impulsándose a través del humo que lo rodeaba. El aire volvió a atraparlo y tiró de él con fuerza. De nuevo vio aquel precioso azul intenso a través de la neblina. Y pensó: ni hablar, maldita sea, de ningún modo pensaba acabar en el agua después de que Rowan le avisara.
Tiró fuerte de los mandos, y cuando comprendió que no aterrizaría en el lugar previsto, volvió a ajustar.
Entre maldiciones, cruzó volando el bosque de abedules. No cayó en el agua, pero no le faltó mucho, ya que su impulso al aterrizar estuvo a punto de echarlo en ella.
Un poco molesto, recogió su paracaídas mientras Rowan y Yangtree llegaban corriendo.
—Estaba segura de que caerías en el río.
—He tropezado con una corriente.
—Yo también. Casi acabo en el agua. Da las gracias de no estar mojado o cojeando.
—Se me ha desgarrado un poco la campana.
—Normal. ¡Menudo salto! —exclamó ella, sonriendo como antes de saltar al vacío.
Una vez que todos los paracaidistas estuvieron en tierra, Yangtree puso al corriente de la situación a Rowan y a Gibbons mientras los demás recogían la carga que les habían lanzado.
—Creían que podían dominarlo. Disponían de cuarenta paracaidistas trabajando, y durante los dos primeros días pareció que lo tenían controlado. Luego se volvió contra ellos. Una serie de explosiones, varios problemas con el material, un par de bajas…
—El marrón de siempre —resumió Gibbons.
—Exacto. Me coordinaré con el jefe de la división de Alaska y los tipos de la Oficina de Administración de Tierras y el Servicio Forestal. Voy a dar una vuelta en helicóptero para verlo todo mejor, pero de momento esto es lo que hay.
Cogió un palo y dibujó un esbozo de mapa en la tierra.
—Gibbons, llévate a una cuadrilla y empieza a trabajar el flanco izquierdo. Por aquí hay un cortafuegos que han abierto con un buldózer. Es ahí donde te encontrarás con la brigada de Alaska. Aquí tienes una fuente de abastecimiento de agua para las bombas. Sueca, ocúpate del flanco derecho, ponte las pilas, enciende un contrafuego, ahógalo.
—Agárralo por la cola —dijo ella, siguiendo el mapa de tierra—. Mata de hambre a su barriga.
—Demostrémosles lo que saben hacer los Zulies. Lo agarramos bien, lo sacudimos por la cola y subimos hasta la cabeza. —Yangtree comprobó la hora—. Si nos damos prisa, alcanzaremos la cabeza en quince o dieciséis horas.
Agachados en el bosque de abedules, discutieron la estrategia, los detalles y las directrices, mientras en la zona de aterrizaje la brigada desembalaba motosierras, cajas con cohetes, bombas y mangueras.
Gibbons se levantó de un salto y agitó su Pulaski hacia el cielo.
—¡Hagámoslo! —gritó.
—Diez hombres cada uno. —Yangtree dio una palmada como si fuese el capitán de un equipo antes de un gran partido—. Movamos el culo, Zulies.
Y movieron el culo.
Tal como estaba previsto, Rowan y su cuadrilla utilizaron cohetes para encender contrafuegos entre el rabioso flanco derecho y la vía de servicio; serraron salientes y ensancharon la línea de defensa a medida que avanzaban hacia el norte desde el lugar de aterrizaje.
Si el dragón trataba de girar hacia el este para cruzar las carreteras y seguir hasta las fincas y cabañas, pasaría hambre antes de llegar allí. Trabajaron el resto de la noche hasta que se hizo de día, con el flanco chisporroteando y rugiendo, vomitando pavesas que el viento llevaba en arcos hasta la tundra seca.
—Llegó la hora de comer —anunció Rowan—. Voy a cruzar el área quemada, a ver si averiguo dónde está la cuadrilla de Gibbons.
Dobbie sacó de su bolsa un bocadillo aplastado y alzó la mirada hacia las imponentes columnas de humo y llamas.
—Nunca en mi vida había visto un incendio tan grande.
—Es colosal —convino Rowan—, pero ya sabes lo que dicen de Alaska. Todo es más grande. Come algo. Nos queda mucho camino.
No podía darles mucho tiempo de descanso, pensó al alejarse. La elección del momento oportuno era una herramienta tan vital como la Pulaski y la sierra, porque Dobie no se equivocaba. Aquello era muy grande, más grande, concluyó, de lo que esperaban y, tal como ya había calculado por la formación escalonada de su propio cortafuegos, más ancho en el cuerpo.
El olor penetrante de la resina de pino y la brea invadía el aire, agriado por el hedor del humo que se alzaba como cintas grises desde el suelo de turba de un bosque que antes debía de ser inmaculado. Ahora, los árboles mutilados y ennegrecidos yacían como soldados caídos en un campo de batalla.
Rowan no oía el sonido de las sierras ni los gritos humanos a través de la voz del fuego. Gibbons no estaba tan cerca como ella esperaba, y no podía permitirse seguir explorando.
Durante el regreso a paso ligero se comió un plátano y una barrita energética. Cuando se reunió con sus hombres, Gull se le acercó bebiendo Gatorade.
—¿Cuál es la consigna, jefa?
—Le estamos sacudiendo la cola según las órdenes, pero es larguísima. Lo tendremos difícil para cumplir el plazo que ha calculado Yangtree. Nos acercamos a una fuente de abastecimiento de agua. Debe de estar a unos cien metros, y un poco hacia el oeste. Meteremos en ella las mangueras pequeñas, bombearemos y empaparemos el fuego como Dorothy empapó a la Bruja Mala del Este.
Rowan cogió la botella de Gatorade y dio unos tragos.
—Arde con fuerza, Gull. Algún burócrata ha esperado demasiado para pedir el envío de más tropas, y ahora el viento lo está avivando. Si lo aviva lo suficiente, puede situarse detrás de nosotros. Tenemos que mover el culo, llegar al agua y hacer retroceder el fuego con las mangueras.
—Mover el culo es nuestra especialidad.
Aun así, tuvieron que esforzarse al máximo para alcanzar el impetuoso arroyo de montaña, mientras el fuego luchaba por avanzar, mientras lanzaba pavesas como un gamberro de colegio lanza piedras; su rugido era una lluvia constante de pullas y amenazas.
—¡Dobie, Motosierra, apagad esos focos! Libby, Trigger, Sureño, salientes y maleza. Los demás, montad esas bombas, tended la manguera.
Agarró una de las bombas, conectó el tubo del bidón de combustible a la bomba y lo abrió. A toda prisa, chorreando sudor, fijó la válvula de pie, comprobó el obturador y lo apretó con una llave que sacó de su bolsa de herramientas.
Tenemos que hacerlo retroceder aquí, pensó. Debían lograrlo, o se verían obligados a volver atrás y dar un rodeo hacia el este, con lo que cederían cientos de metros y se arriesgarían a dejar que el fuego zigzaguease tras ellos y los alejase aún más de la cabeza, de Gibbons. De la victoria.
Colocó la válvula adaptadora en el lado de descarga de la bomba y empezó a ajustarla a mano. La rodeaba un simple disco como si fuese un desagüe.
—Vamos, vamos.
Volvió a fijarla reprochándose las prisas, pero cuando obtuvo el mismo resultado examinó la válvula de cerca.
—¡Madre mía! ¡Está dañada! Las roscas de la válvula adaptadora están dañadas en esta bomba.
Gull echó un vistazo desde su puesto.
—Aquí tengo el mismo problema.
—La mía está bien —gritó Janis, en la tercera bomba—. Se está cebando.
—Caliéntala, ponla en marcha.
Pero una sola bomba no bastaría, pensó. Sería como usar una maldita bomba manual de mochila.
—¡Estamos jodidos! —exclamó, dando un puñetazo sobre la bomba inútil.
Gull la miró a los ojos.
—No es posible que dos válvulas dañadas acaben en las bombas por accidente.
—Ahora no podemos preocuparnos de eso. Aguantaremos con una mientras podamos y aprovecharemos el tiempo para serrar y excavar un cortafuegos. Volveremos atrás, hasta ese viejo cortafuegos abierto con buldózer que hemos cruzado, y luego retrocederemos hacia el este. ¡Maldita sea, cederemos todo este terreno! No hay tiempo para traer más bombas ni más efectivos. Tal vez si tuviese un maldito rollo de cinta aislante podríamos hacer un apaño.
—Cinta aislante. Espera un momento —dijo Gull, y salió corriendo hacia el lugar en el que Dobie echaba paletadas de tierra sobre un foco secundario que agonizaba.
Rowan se quedó mirándolo atónita cuando volvió con un rollo de cinta aislante.
—Para Dobie es como la salsa tabasco. No sale de casa sin ella.
—Podría funcionar, al menos el tiempo suficiente.
Trabajaron juntos, colocando la válvula defectuosa y ajustándola bien a la descarga con la cinta. Rowan añadió otra capa de seguridad y continuó con la instalación.
—Cruza los dedos —le dijo a Gull, y empezó a accionar el dispositivo cebador—. Se está cebando —masculló cuando el agua salió a chorro por los orificios—. Vamos, en marcha. La cinta aislante cura todas las heridas. No dejes de cruzar los dedos.
Rowan cerró la válvula hacia el dispositivo cebador y la abrió hacia la manguera plegable.
—Va a funcionar —dijo—. Está funcionando —corrigió, y pulsó el interruptor para arrancar y calentar el motor—. ¡Trigger, a la bomba! Pongamos en marcha la otra —le dijo a Gull.
—No pueden ser dos —repitió Gull mientras trabajaban.
—Tienes razón, no pueden ser dos. Alguien la ha fastidiado o lo ha hecho…
—Deliberadamente.
Rowan dejó la palabra en el aire cuando cruzaron la mirada.
—Pongámosla en funcionamiento. Nos ocuparemos de eso cuando salgamos de este lío.
Hicieron retroceder las llamas y defendieron el terreno, tendiendo una línea de agua con mangueras y devolviendo a paladas los rescoldos hasta la misma garganta del fuego. Sin embargo, la satisfacción de Rowan se veía menguada por una rabia contenida. Accidente o mala intención, descuido o sabotaje, había puesto en peligro a su brigada por haber confiado en el material.
Cuando llegó la hora que Yangtree había propuesto para encontrarse, aún estaban casi un kilómetro al sur de la cabeza, con catorce horas de esfuerzo a sus espaldas. Rowan desplegó a la mayor parte de la brigada hacia el norte, envió a dos personas a comprobar el contrafuego y una vez más cruzó el área quemada.
Se tomó tiempo para calmarse y para contactar por radio con Operaciones para informar sobre el material defectuoso y sus progresos. Pero esta vez, cuando cruzó la tierra muerta, oyó el zumbido de las sierras.
Animada, siguió el sonido hasta llegar al cortafuegos de Gibbons.
—¿He llamado a esto «marrón»? —dijo, haciendo una pausa para pasarse el antebrazo por la frente—. ¿Qué es lo que viene después?
—Yo no sé cómo llamarlo, pero hemos tenido todo tipo de tropiezos. Dos de mis bombas tenían las válvulas adaptadoras dañadas.
—Tres de mis motosierras estaban estropeadas. Dos con las bujías de encendido fundidas, una con el cordón de arranque deshilachado, que se ha roto al primer tirón. Hemos tenido que… —Se interrumpió, y su rostro reflejó la conmoción y la sospecha dibujadas en el de ella—. ¿Qué pasa, Ro?
—Habrá que informar de esto, pero ahora tengo que volver con mi brigada. Tal como van las cosas, tendremos suerte si llegamos a la cabeza dentro de tres horas.
—¿A qué distancia hacia el este os encontráis ahora?
—A un poco más de medio kilómetro. Lo estamos debilitando. Hablaremos de esto cuando acampemos. Puede que esta noche lo controlemos, pero no acabaremos con él.
—La brigada va a necesitar descanso. Ya veremos cómo va todo. Ponte en contacto conmigo sobre las diez, si no nos reunimos antes.
—Tendrás noticias mías.
Rowan volvió con sus hombres, siguiendo el sonido de las sierras tal como había hecho con Gibbons. Los encontró serrando cortafuegos a través de un bosquecillo de píceas negras.
Llevaban casi dieciocho horas de lucha activa. Rowan vio el agotamiento, los ojos hundidos, las mandíbulas flojas.
Apoyó una mano en el brazo de Libby y esperó a que la mujer se quitase los auriculares.
—Descanso prolongado. Una hora. Tiempo de echar una siesta. Pásalo.
—Alabado sea Dios.
—Voy de reconocimiento hacia la cabeza, a ver qué nos espera.
—Sea lo que sea, le daré al fuego una patada en el culo, si antes tengo tiempo de echar una siesta.
Le hizo un gesto a Gull.
—Voy a hacer un reconocimiento de la cabeza. Podrías venir conmigo, pero te perderías un paro técnico de una hora.
—Prefiero caminar por la naturaleza con mi mujer.
—Pues vamos.
Atravesaron el bosquecillo de píceas mientras a su alrededor los paracaidistas dejaban caer las herramientas y se tumbaban en el suelo o sobre las rocas.
—Gibbons tenía tres motosierras defectuosas: dos bujías fundidas y un cordón de arranque en malas condiciones.
—Yo diría sin dudar que eso lo convierte oficialmente en un sabotaje.
—Es oficioso hasta la revisión, pero sí, eso es lo que ha sido.
—Cartas era el jefe de saltos. Eso le convierte en el supervisor de carga.
—La palabra clave es «carga» —le recordó ella—. No comprueba cada válvula y cada bujía. Simplemente se asegura de que se cargue todo y se cargue bien.
—Sí, eso es verdad. Cartas me cae bien. No quiero señalar a nadie, pero ¿una cosa como esta? Tiene que ser uno de nosotros.
Rowan no quería ni oírlo.
—Hay mucha gente que ha podido tener acceso al material. Personal de apoyo, mecánicos, pilotos, brigadas de limpieza… No se trata solo de quién demonios lo ha hecho, sino por qué demonios lo ha hecho.
—Otro punto interesante.
Como Rowan se sentía débil, sacó una de sus valiosas latas de Coca-Cola para recibir una inyección de cafeína y azúcar, y la empleó para hacer más apetitosa una barrita energética.
—No nos habríamos quedado atrapados —añadió—. Teníamos tiempo de tomar una vía de escape y llegar a una zona segura. Si no hubiésemos arreglado las mangueras y defendido esa línea, no nos habría pasado nada.
—Pero… —apuntó él.
—Pero si la situación hubiese sido diferente, si nos hubiésemos hallado en un apuro y hubiésemos necesitado las mangueras para salir, algunos de nosotros podríamos haber resultado heridos, o algo peor.
—Así pues, el porqué podría ser: uno, fastidiar, causar problemas. Dos, querer darle al fuego una ventaja. O tres, querer que alguien resulte herido o algo peor.
—No me gusta ninguna de esas opciones —respondió Rowan, pensando que cada una de ellas la ponía enferma—, pero tal como ha ido este verano hasta ahora, me temo que podría ser la tercera. Últimamente, L. B. está ordenando una inspección completa de todo el material, hasta los cierres de las botas.
Rowan se quitó los guantes para frotarse los ojos fatigados.
—No quiero derrochar energía cabreándome —le dijo—, al menos hasta que regresemos. Dios mío, Gull. Mira cómo arde.
Se detuvieron un momento para mirar el muro abrasador.
Rowan ya había luchado en otras ocasiones contra el fuego en más de un frente. Sabía cómo hacerlo.
Pero no había luchado jamás contra dos enemigos en la misma guerra.