24

Rowan se negó a permitir que la noticia de que Leo Brakeman seguía suelto la desanimara, y en cambio optó por ver la botella medio llena como Gull, por la ausencia de incendios provocados o asesinatos relacionados en casi un mes.

Tal vez la policía nunca le encontrase, nunca resolviese aquellos crímenes. No cambiaba ni cambiaría su vida.

Mientras Gull y ella se marchaban, una dotación de doce paracaidistas saltaba sobre un incendio en Shoshone, por lo que los dos volvieron a estar en la lista de saltos en cuanto regresaron a la base.

Esa era su vida, pensó Rowan mientras deshacía su mochila y reorganizaba su equipo. Entrenarse, prepararse, hacer, y luego asearse para volver a la carga.

Además, si analizaba la situación general, no podía quejarse. A punto de iniciar el mes de agosto, no había sufrido lesiones, había conseguido mantener un peso adecuado al perder menos de cinco kilos y había justificado la confianza que L. B. había depositado en ella demostrando ser una buena jefa de incendio. Y, lo que era más importante, había participado en el salvamento de incontables hectáreas de naturaleza.

Que hubiese conseguido llevar a cabo eso y además hubiese construido lo que, debía reconocerlo, se había convertido en una verdadera relación era un motivo de celebración, no una razón para mostrarse quisquillosa con los aspectos negativos.

Decidió obsequiarse con algo dulce y apetitoso de la cocina.

Encontró a Marg fuera, recolectando hierbas en el ambiente fresco y húmedo.

—Nos hemos traído la lluvia —le dijo Rowan—. Nos ha seguido hasta aquí. No ha parado hasta que hemos sobrevolado Missoula.

—Es la primera vez desde hace semanas que no he tenido que regar el huerto. Aunque la tierra ha absorbido el agua enseguida, así que necesitaremos más. Además, ha atraído a los malditos mosquitos.

Marg trató de darles al levantar la cesta. Se roció las manos con un poco de su protector contra mosquitos casero, se dio unos toques en la cara y perfumó el aire con aroma de eucalipto y poleo.

—Supongo que buscas comida.

—Cualquier cosa que tenga un montón de azúcar.

—Puedo buscarte algo. —Marg ladeó la cabeza—. Pareces en muy buenas condiciones para ser una mujer que se ha pasado varias horas caminando bajo la lluvia.

—Me siento muy bien; creo que ese es el motivo.

—¿No tendrá algo que ver con cierto paracaidista guapo de ojos verdes?

—Bueno, caminaba conmigo. No me ha ido mal.

—Me alegro mucho —dijo Marg, ya dentro, mientras dejaba su cesta de hierbas sobre la encimera—. Me gusta observar los romances. El tuyo, el de tu padre…

—No sé si… ¿El de mi padre?

—Me tropecé con Lucas y su amiga en los fuegos artificiales, y otra vez hace un par de días en el vivero. Ella le estaba ayudando a escoger unas plantas.

—¿Plantas? ¿Estás hablando de mi padre? ¿Lucas Tripp, el hombre más negado para la jardinería?

—El mismo —contestó Marg, cortando un gran pedazo de tarta de chocolate—. Ella le está ayudando a plantar un parterre de flores. Uno pequeño para empezar. Tu padre estaba mirando cenadores.

—¿Cenadores? ¿Te refieres a los…? —Rowan dibujó un arco con las puntas de los dedos—. Venga ya. La habilidad de mi padre para la jardinería empieza y acaba con segar el césped.

—Las cosas cambian —dijo Marg, colocando la tarta y un vaso alto de leche delante de Rowan—. Y así debe ser, o todos nos quedaríamos en el mismo sitio. Me alegro de verle entusiasmado por algo que no se relacione con un paracaídas o un motor. Deberías estar contenta, Rowan, sobre todo porque últimamente la situación no está muy alegre por aquí.

—Es que no sé, eso es todo. ¿Qué tiene de malo quedarse en el mismo sitio si es un buen sitio?

—Hasta en un buen sitio acabas estancándote, sobre todo si estás solo. Cariño, estar solo no es agradable. Cómete la tarta, anda.

—No veo cómo puede mi padre sentirse solo. Siempre está muy ocupado. Tiene muchos amigos.

—Pero a nadie cuando apaga las luces, hasta hace poco. Si no ves que es mucho más feliz desde que conoce a Ella, es que no te fijas.

Rowan miró a su alrededor en busca de una respuesta, y entonces se percató de la cara de Marg cuando la cocinera se volvió para lavar las hierbas en el fregadero. Era evidente que tampoco se había fijado en ella, comprendió Rowan, o habría visto la tristeza.

—¿Qué pasa, Marg?

—Oh, son tiempos duros, y más para algunas personas. Ya sé que seguramente no te importaría que no volviéramos a tener noticias de Leo Brakeman, y no te lo reprocho, pero Irene está muy mal.

—Si vuelve o lo encuentran, seguramente irá a la cárcel. No sé si eso será mejor para ella.

—Siempre es mejor saber. Mientras tanto, ha tenido que buscarse otro empleo, porque con el sueldo de la escuela no tenía suficiente para pagar las facturas. Sobre todo desde que puso su casa como garantía para la fianza. Y con todo ese trabajo no puede ocuparse del bebé.

—¿Acaso su familia no puede ayudarla?

—No lo suficiente, supongo. Es por el dinero, pero también por el tiempo, la energía, los medios. La última vez que la vi, parecía agotada. Está a punto de rendirse, y no sé cuánto tiempo más podrá aguantar.

—Lo siento, Marg. De verdad. Podríamos hacer una colecta. Supongo que no sería más que un apaño temporal, pero la niña es hija de Jim. Todo el mundo haría lo que estuviese en su mano.

—Sinceramente, Ro, no creo que ella aceptase. Para colmo de males, esa mujer está avergonzada hasta el fondo de su alma. Le pesa lo que su marido y su hija hicieron aquí. No creo que pudiese aceptar nuestro dinero. Conozco a Irene desde que éramos pequeñas, y apenas pudo mirarme. Eso me parte el corazón.

Rowan se levantó, cortó otro trozo más pequeño de pastel y se sirvió otro vaso de leche.

—Siéntate y come un poco de pastel. Lo solucionaremos. Siempre hay una forma de solucionar las cosas si te esfuerzas lo suficiente.

—Me gusta pensarlo, pero no sé cuánto tiempo le queda a Irene.

Cuando Ella bajó las escaleras, Irene continuó sentada en el sofá, con los hombros caídos y la mirada fija en el suelo. Ella sonrió de forma desenvuelta.

—Se ha quedado dormida. Te juro que es la niña más bonita y alegre del mundo.

No mencionó el tiempo que se había pasado doblando y guardando la ropa limpia que estaba en la cesta situada junto a la cuna, ni el desorden que había observado en la casa de Irene, por lo general muy ordenada.

—Me hace desear más nietos —prosiguió Ella, decididamente animada—. Voy a preparar té.

—La cocina está hecha un desastre. Ni siquiera sé si tengo té. No he ido a la tienda.

—Iré a ver.

Los platos se amontonaban en el fregadero de la pequeña cocina que Ella siempre había encontrado acogedora y encantadora. Los armarios casi vacíos y la nevera apenas llena necesitaban claramente reabastecerse.

Eso, al menos, podía hacerlo.

Encontró un paquete de bolsitas de té y llenó la tetera. Cuando empezaba a llenar el lavavajillas, entró Irene arrastrando los pies.

—Estoy demasiado cansada incluso para avergonzarme del estado de mi cocina, o para ver cómo te ocupas de mis platos.

—No hay nada de lo que avergonzarse, y ofenderías nuestra amistad si lo hicieras.

—Estaba orgullosa de mi casa, pero en realidad ya no es mía, sino del banco. Ahora es solo un lugar en el que vivir, hasta que deje de serlo.

—No hables así. Superarás todo esto. Lo que ocurre es que estás agotada. ¿Por qué no dejas que me lleve al bebé durante un par de días y así recuperas un poco el aliento? Sabes que me encantaría. Luego podríamos sentarnos y, si me dejaras, podríamos analizar tu situación económica, ver si hay algo…

Se interrumpió cuando al volverse vio que las lágrimas corrían por el rostro de Irene.

—¡Oh, lo siento! ¡Lo siento!

Abandonó los platos y se apresuró a estrechar a Irene en sus brazos.

—No puedo hacerlo, Ella. No puedo. No me quedan fuerzas, ni ánimos.

—Lo que ocurre es que estás muy cansada.

—Sí, estoy cansada. A la niña le están saliendo los dientes, y por las noches, cuando le duelen, me quedo allí echada, deseando que pare. Que se calle, que me dé un poco de paz. Se la dejo a cualquiera que se la quede durante unas horas mientras trabajo, y ni siquiera con el trabajo extra podré pagar la casa si no renuncio a alguna otra cosa.

—Deja que te ayude.

—¿Que me ayudes a qué? ¿A pagar mis facturas, a criar a mi nieta, a cuidar de mi casa? ¿Durante cuánto tiempo, Ella? ¿Hasta que regrese Leo, si es que regresa? ¿Hasta que salga de la cárcel, si va a la cárcel?

Ni siquiera aquellas palabras tan duras tenían vida.

—Quiero ayudarte en lo que necesites para superar todo esto, Irene, sea lo que sea.

—Sé que tienes buena intención, pero no veo cómo voy a superarlo. Quise creerle. Es mi marido, y quise creerle cuando me dijo que no hizo nada.

Sin saber qué decir, Ella guardó silencio mientras Irene recorría la habitación con la mirada.

—Ahora me ha dejado así, me ha dejado sola, y llevándose del cajero automático un dinero que necesito. ¿Qué debo creer ahora?

—Siéntate aquí, a la mesa. El té es poca cosa, pero es algo.

Irene se sentó y miró por la ventana, hacia el jardín en el que antes le encantaba entretenerse. El jardín que su marido había utilizado para escapar, para huir de ella.

—Sé lo que dice la gente, aunque no salga de su boca cuando yo estoy cerca. Leo mató al reverendo Latterly, y si le mató a él, debió de matar a Dolly. A su propia hija.

—La gente dice y piensa muchas cosas duras, Irene.

Los huesos del rostro de Irene sobresalían demasiado bajo una piel que había envejecido una década en solo dos meses.

—Ahora soy como la gente. Puede que no esté preparada para decirlo, pero lo pienso. Recuerdo cómo se peleaban Dolly y él, gritándose, diciendo cosas horribles. Aun así… él la quería. Eso lo sé.

Se quedó mirando el té que Ella le puso delante.

—Tal vez la quisiera demasiado. Tal vez más que yo. Por eso le afectaban más las cosas que ella hacía y decía. Le afectaban más a él que a mí. El amor puede cambiar, ¿verdad? Puede convertirse en algo oscuro en un instante.

—No conozco las respuestas, pero sé que no puedes encontrarlas cuando estás desesperada. Creo que lo mejor para ti ahora es que te concentres en la niña y en ti misma, que hagas lo que debes hacer para crear la mejor vida que puedas para las dos, hasta que tengas esas respuestas.

—Eso es lo que estoy haciendo. Esta mañana antes de irme a trabajar he llamado a la señora Brayner, la otra abuela de Shiloh. Su marido y ella vendrán de Nebraska y se llevarán a Shiloh.

—¡Oh, Irene!

—Es lo mejor para ella —dijo, enjugándose una lágrima—. Esa preciosa niña se merece algo mejor que lo que puedo darle ahora. Es la única inocente en todo esto. Se merece algo mejor que quedarse con amigas y vecinas la mayor parte del día, que estar con una abuela que apenas puede ocuparse de ella cuando está aquí. No estoy segura de cuánto tiempo podré mantener un techo sobre su cabeza, y mucho menos comprarle ropa o pagar al pediatra.

Su voz se quebró, e Irene levantó la taza y bebió un sorbo de té.

—He rezado y he hablado con el reverendo Meece. Es amable, Ella, tal como me dijiste.

—Él y su iglesia podrían ayudarte —empezó Ella, pero Irene negó con la cabeza.

—Sé muy bien que, tal como están las cosas, no puedo darle a Shiloh una buena vida, y no puedo quedármela sabiendo que tiene una familia que está en condiciones de hacerlo. No puedo quedármela preguntándome si su abuelo es el culpable de que no tenga a su madre.

Ella entrelazó sus manos con las de Irene.

—Sé que no es una decisión que hayas tomado a la ligera. Sé cuánto quieres a esa criatura. ¿Hay algo que pueda hacer? Lo que sea.

—No has dicho que sea una decisión equivocada, egoísta o débil. Eso ayuda. —Irene inspiró y bebió un poco más de té—. Creo que son buena gente. Y ella, Kate, se llama Kate, ha dicho que se quedarían en Missoula un par de días, para darle tiempo a Shiloh de acostumbrarse a ellos. Y que juntos conseguiremos que Shiloh nos tenga a todos presentes en su vida. Yo… le he dicho que podían llevarse todo lo que es de la niña, la cuna y lo demás, pero Kate ha dicho que no, que a lo mejor querría quedarme todo eso, y así, cuando lo arreglemos para que Shiloh venga a verme, todo estará preparado para ella.

Ella apretó las manos de Irene con más fuerza al ver que unas lágrimas caían dentro del té.

—Parecen buena gente, ¿verdad?

—Creo que lo son. Estoy contenta. Aun así, siento como si muriese otra parte de mí. No sé cuánto queda.

Su conversación con Marg le dio a Rowan mucho que pensar. Decidió que había llegado el momento de tener una charla seria con su padre. Como quería tener esa charla fuera de la base, se fue al despacho de L. B.

Vio que Matt salía.

—Hola. ¿Está ahí?

—Sí. Acabo de pedirle un par de días al final de la semana —le explicó, con una sonrisa que Rowan había visto pocas veces en su cara desde el accidente de Jim—. Vienen mis padres.

—Eso es fantástico. Vienen a verte a ti y al bebé de Jim.

—Mejor aún. Se llevan a Shiloh a casa.

—¿Han conseguido la custodia? Qué rapidez. No creí que funcionase tan rápido.

—No han acudido a ningún abogado. Estaban hablando de esa posibilidad, pero aún no habían acudido a ninguno. La señora Brakeman ha llamado a mi madre esta mañana y le ha dicho que necesitaba, que quería, que tuviesen a Shiloh.

—¡Oh! —Le quedaba menos tiempo del que creían, pensó Rowan, y sintió una punzada de compasión—. Eso es fantástico para tu familia, Matt. De verdad. Aunque tiene que ser durísimo para la señora Brakeman.

—Sí, y lo siento por ella. Es una buena mujer. Supongo que lo ha demostrado haciendo esto, pensando primero en Shiloh. Pasarán aquí un par de días, ¿sabes?, para que todos tengan la oportunidad de adaptarse. He pensado que yo podía ser útil. Shiloh me conoce, así que eso debería facilitar las cosas. Es como si sustituyese a Jim.

—Supongo que sí. Es muy duro para todo el mundo.

—¿La forma en que huyó Brakeman? —La luz de su rostro se apagó—. Es un cobarde. En mi opinión, ni siquiera merece volver a ver a esa niña. Seguramente la señora Brakeman perderá su casa por culpa de él.

—No está bien que una persona pierda tanto —convino Rowan.

—Podría mudarse a Nebraska si quisiera, y estar más cerca de Shiloh. Debería hacerlo, y espero que lo haga. De todas formas, aquí no le queda nada. Debería seguir adelante y mudarse a Nebraska para que el bebé tenga a sus dos abuelas. Bueno, tengo que ir a llamar a mis padres y hacerles saber que me han dado esos días libres.

La tragedia de una familia era motivo de celebración para otra supuso Rowan cuando Matt se fue a toda prisa. El mundo podía ser un lugar muy inhóspito. Llamó a la puerta de L. B. y asomó la cabeza.

—¿Tienes otro momento para alguien que necesita tiempo libre?

—¡Santo Dios, tal vez deberíamos limitarnos a soplar y mear sobre el próximo incendio!

—Una estrategia nueva e interesante, pero yo solo quiero unas cuantas horas.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo. Quería ir a ver a mi padre.

—De repente todo el mundo tiene reuniones familiares —dijo, encogiéndose de hombros—. Puedes tomarte una noche libre. Tenemos humo en Payette y en Alaska. La zona de Denali está siendo castigada por los rayos. Yellowstone está en la primera fase de otro. Deberías contar con saltar mañana.

—Estaré lista. —Se disponía a marcharse antes de que cambiase de opinión, pero entonces vaciló—. Supongo que Matt te ha dicho por qué quería el tiempo libre.

—Sí —dijo L. B., frotándose los ojos—. Es difícil saber qué pensar. Supongo que en el fondo es lo mejor, pero desde luego es como darle una patada en los dientes a una mujer cuando ya ha recibido un par de tiros en la barriga.

—¿Sigue sin haber noticias de Leo?

—Nada, que yo sepa. Cabrón. Me pone enfermo que haya podido hacer todo eso. Salí de caza con ese hijo de puta, incluso me fui de viaje a Canadá con él y otros tíos una vez.

—¿Les dijiste a los policías todos los sitios a los que sabías que le gustaba ir?

—No me dejé ni uno, y no me remordió la conciencia ni por un momento. Cabrón —repitió con vehemencia—. Irene es una buena persona. No se merece esto. Más vale que te vayas mientras puedas. Si recibimos un aviso de Alaska, saldremos esta noche.

—Ya me he ido.

Al marcharse, Rowan sacó su teléfono móvil y optó por enviar un mensaje de texto con la esperanza de que eso convirtiera sus planes en un hecho consumado.

Tengo un par de horas. Nos vemos en casa. ¡Cocino yo! Quiero hablar contigo.

Ahora tenía que confiar en que su padre tuviese algo en casa que ella pudiese cocinar. Pasó por los barracones, cogió sus llaves y luego cruzó la puerta abierta de la habitación de Gull.

—He pedido unas horas libres para ir a ver a mi padre.

Gull apartó su ordenador portátil.

—De acuerdo.

—Hay algunas cosas que quiero ventilar con él. A solas —dijo, haciendo tintinear las llaves de su coche—. Tenemos incendios potenciales en Yellowstone, Wyoming y Alaska. Podríamos tener que salir antes de la mañana. No tardaré mucho.

—¿Estás esperando para ver si voy a quejarme porque sales de la base sin mí?

—Tal vez me preguntaba si lo harías.

—Yo no soy así. Para tu información, no me importaría cenar contigo y con tu padre alguna vez, quizá cuando se calmen las cosas.

—Tomo nota. Nos vemos cuando vuelva —dijo, haciendo tintinear de nuevo las llaves de su coche—. Oye, acabo de acordarme, a mi coche le queda poca gasolina. ¿Y si me prestas el tuyo?

—Ya sabes dónde están los surtidores de la base.

—Tenía que intentarlo.

Lo convencería de que le dejase conducirlo antes del final de la temporada, se prometió a sí misma mientras se dirigía hacia su Dodge, mucho menos excitante. Solo tenía que idear el plan de ataque adecuado.

En cuanto salió de la base, algo cambió en su interior. Por más que le encantase lo que hacía, se sentía un poco más ligera conduciendo por la carretera. Sola, lejos de la presión, la intensidad, los dramas, incluso la interacción.

Quizá, de momento, sobre todo la interacción. Un poco de tiempo para volver a conectar con Rowan, pensó, y después a su vez para que Rowan volviese a conectar con su padre.

Era consciente de lo contradictorio de esa sensación. Si L. B. hubiese insistido en que se tomase tiempo libre y la hubiese sacado de la lista de saltos, se habría enfrentado a él con uñas y dientes. Pedir que le dejasen la ventana entreabierta era un pequeño regalo para sí misma, y ella elegía el envoltorio y el contenido.

Tal vez aquella cena con su padre le recordase las acampadas que él siempre lograba organizar durante la temporada; cuando ella preparaba la cena en aquella casa que compartían la mitad del año, los dos solos, sentados a la mesa con una comida decente y buena conversación.

Habían pasado demasiadas cosas, y ella no dejaba de darles vueltas. Muchos aspectos de aquel verano se volvían contra ella, recordándole a su madre y todo aquel rencor. Se había librado de gran parte de aquel resentimiento, pero todavía quedaba una capa fina y pegajosa que nunca había podido eliminar.

Le gustaba pensar que esa capa contribuía a hacerla más resistente, más fuerte —y lo creía—, pero había empezado a preguntarse si no se habría endurecido también hasta convertirse en un escudo.

¿La utilizaba como una excusa, como una huida? Si lo hacía, ¿era inteligente, o simplemente estúpido?

Era algo en lo que pensar durante ese poco tiempo a solas, y luego en compañía de la única persona en el mundo que la conocía a fondo y la quería incondicionalmente.

Cuando aparcó delante de la sencilla casa de dos plantas con el amplio porche —el que había ayudado a su padre a construir cuando tenía catorce años—, se quedó sentada mirándola.

El césped de la cuesta se veía quebradizo por el verano seco, incluso en las zonas en las que daba sombra el viejo y gran arce situado en la esquina oriental.

Sin embargo, bordeando ese porche, a ambos lados de los cortos peldaños, unas flores sobresalían de una capa de mantillo de color marrón oscuro. Unas cestas colgaban de unos soportes decorativos fijados en los postes que lo flanqueaban y exhibían una maraña de flores rojas y blancas y parras verdes.

—Lo estoy mirando —dijo Rowan en voz alta mientras se bajaba del coche—, pero sigo sin poder creérmelo.

Recordaba algunos veranos durante su juventud en los que su abuela había llenado macetas y maceteros, e incluso cultivado un pequeño huerto en la parte trasera. Y cómo maldecía a los ciervos y a los conejos por arrasarlos cada temporada.

También recordaba la fama que tenía su padre de matar incluso a las plantas de interior más resistentes. Ahora se había dedicado a plantar. Rowan no sabía qué eran la mitad de aquellas plantas, pero los parterres mostraban notas cálidas y ricas, con muchos rojos intensos y morados y algunos acentos blancos.

Debía admitir que añadían un toque agradable, como también debía admitir que la creatividad de aquella disposición no procedía del cerebro poco dotado para la jardinería de Iron Man Tripp.

Le dio vueltas mientras entraba en la casa.

Allí también se notaba la diferencia.

¿Flores? ¿Desde cuándo tenía su padre flores por toda la casa? Y velas, gruesas columnas blancas que olfateó y que olían ligeramente a vainilla. Además, había una alfombra nueva en el salón, con un estampado de bloques de colores vivos que se extendía sobre un suelo que sin duda había sido abrillantado. Y tenía que reconocer que quedaba muy bien, pero aun así…

Con las manos en las caderas, dio una vuelta por el salón. Se quedó atónita cuando vio unas revistas de papel satinado que se abrían en abanico sobre la vieja mesa de café. Revistas de decoración y jardinería, ¿y desde cuándo su padre tenía…?

Pregunta estúpida, reconoció. Desde Ella.

Recelando de lo que encontraría a continuación, se dirigió hacia la cocina. De camino, asomó la cabeza en el despacho de su padre. Unas persianas de bambú de tonos intensos sustituían las cortinas de color beige.

Recordó que eran unas cortinas bastante feas.

Sin embargo, el baño fue toda una revelación. Ni jabón líquido genérico sobre el lavabo; ni la habitual toalla de color marrón claro en el toallero. En su lugar, un dispensador cromado, liso y brillante lanzó en su mano un chorro de líquido con aroma de limón. Aturdida, se lavó y se secó las manos con una de las esponjosas toallas azul marino colocadas en el toallero junto a unas toallas más pequeñas de color arándano.

Su padre había añadido un cuenco de popurrí —¡popurrí!— y un grabado enmarcado de un prado de alta montaña en una pared recién pintada que hacía juego con las toallas pequeñas.

¡Las paredes del baño de su padre eran de color arándano! Posiblemente, Rowan no podría superar aquello jamás.

Aturdida, continuó hasta la cocina, y allí se quedó parpadeando.

Limpieza y eficacia habían sido siempre las consignas de los Tripp. Al parecer, desde la última vez que ella había pisado aquella cocina se les había añadido la complicación.

Una larga fuente ovalada que a Rowan le pareció de bambú y que nunca había visto contenía un surtido de fruta fresca. Unas hierbas crecían en pequeñas macetas de arcilla roja apoyadas en el alféizar de la ventana, sobre el fregadero. Un botellero de hierro —un botellero lleno, observó— adornaba la parte superior del frigorífico. Su padre había sustituido los cojines gastados de los taburetes situados ante la barra de desayunos por otros que Rowan estaba segurísima de que las revistas de papel satinado de la sala de estar definirían como de color «calabaza».

En la zona de comedor, había dos manteles individuales —otra vez de bambú— ya preparados, y a su lado unas servilletas de tela enrolladas dentro de unos servilleteros. Por si aquello no bastara, un tiesto de margaritas blancas y unas velitas en platos de color ámbar acababan de componer la estampa.

Rowan consideró la posibilidad de subir al piso de arriba, pero decidió que antes necesitaba una copa y algo de tiempo para asimilar tantas emociones nuevas. Algo de tiempo, tal vez un año, pensó al abrir el frigorífico.

Menos mal, había cerveza; eso al menos no había cambiado. Pero qué demonios, ya que su padre tenía una botella abierta de vino blanco, tapada con un elegante tapón, optaría por aquello.

Dio un sorbo y se vio obligada a darle una buena puntuación mientras exploraba las provisiones.

Al ponerse manos a la obra se sintió más en casa y menos como una intrusa; sacó unas pechugas de pollo para que se ablandasen, y peló unas patatas. Tal vez sacudió ligeramente la cabeza al divisar las tumbonas por la ventana de la cocina. Sabía que su padre las pintaba cada dos años, pero nunca hasta entonces de color rojo guindilla.

Cuando le oyó entrar, la cena se estaba cociendo a fuego lento en la sartén grande. Sirvió vino en otra copa.

Al menos su padre tenía el mismo aspecto.

—Huele bien —dijo, antes de abrazarla con fuerza—. La mejor sorpresa del día.

—Yo misma me he llevado unas cuantas. Te he servido esto —dijo ella, ofreciéndole la segunda copa—. Como ahora eres un entendido en vinos…

Él sonrió de oreja a oreja y brindó con ella.

—Este es muy bueno. ¿Tenemos tiempo para sentarnos fuera un rato?

—Sí. Eso estaría bien. Has estado muy ocupado por aquí —comentó ella al salir a la terraza.

—He arreglado un poco las cosas. ¿Qué te parece?

—Los colores son muy vivos.

—Se alejan un poco de mi estilo habitual —dijo Lucas, sentándose en una de las tumbonas subidas de tono y suspirando feliz.

—Papá, has plantado flores. Eso se aleja muchísimo de tu estilo.

—Y aún no las he matado. Tengo una manguera de goteo.

—Perdona, ¿cómo dices?

—He puesto una manguera de goteo. Impide que a las plantas les falte agua.

Vino, mangueras de goteo, paredes de color arándano. ¿Quién era ese hombre?

Pero cuando la miró y apoyó su mano sobre la de ella, Rowan lo vio y lo reconoció.

—¿Qué te preocupa, cariño?

—Muchas cosas. Montones de cosas.

—Cuéntamelas.

Y Rowan hizo precisamente eso.

—Me siento como si no supiera por dónde agarrar las cosas, como si se me escaparan de las manos. Esta mañana creía tenerlo todo controlado, y luego se me ha empezado a ir otra vez. He vuelto a soñar con Jim, y cada vez las pesadillas son peores. De todos modos, con todo lo que está pasando esta temporada, ¿cómo se supone que voy a dejar eso a un lado? Todo lo que hizo Dolly, y lo que le ocurrió luego… Y encima hay que añadir al loco de su padre. La cuestión es que, si él hizo lo que dicen que hizo, si la mató y mató al predicador, si provocó los incendios, ¿por qué me molesta y me disgusta más que huyese y dejase a su mujer tirada? Pero conozco la respuesta —dijo, poniéndose en pie—. Ya conozco la respuesta, y eso es lo que me irrita. Que mi madre nos dejase tirados no define mi vida. Y desde luego, no quiero que me defina a mí. ¡Soy más lista que eso, maldita sea!

—Siempre lo has sido —dijo Lucas cuando ella se volvió a mirarlo.

—Estoy hecha un lío con Gull, así que no estoy segura de pensar con claridad. En realidad, ¿adónde puede llegar eso? ¿Y por qué estoy pensando siquiera en ello? ¿Por qué iba a querer yo que llegase a ninguna parte? Y tú, tú estás plantando flores y bebiendo vino, y tienes un popurrí.

Lucas no tuvo más remedio que sonreír.

—Huele mejor que esos cacharros que se enchufan.

—Tiene bayas y florecitas blancas. No puedo dejar de pensar en que la madre de Dolly entregará la niña a los Brayner porque no puede ocuparse de todo ella sola. Seguramente es lo mejor y lo más correcto, pero me pone enferma y me entristece, cosa que vuelve a irritarme porque sé muy bien que estoy proyectando, y sé muy bien que la situación de esa niña no es la misma que en mi caso. Tal vez mañana salte sobre un fuego en Alaska, y estoy pensando en cojines de color calabaza, en una niña a la que ni siquiera he visto nunca y en un hombre que habla de estar conmigo después de la temporada. ¿Cómo demonios ha ocurrido esto?

Lucas asintió despacio y bebió un sorbo de vino.

—Eso es mucho. Veamos si podemos examinarlo cuidadosamente. No me gusta oír que vuelves a tener esas pesadillas, pero no puedo decir que me sorprenda. La presión de cualquier temporada pasa factura, y esta no ha sido una temporada cualquiera. Seguramente no eres la única que tiene pesadillas.

—No se me había ocurrido.

—¿Has hablado con L. B.?

—De eso no. Añadir mi estrés al suyo no ayudaría a nadie. Por eso te cargo a ti con él.

—Repetiré lo que ya te dije cuando ocurrió. Todos convivimos con los riesgos, y ejercitamos el cuerpo y la mente para minimizarlos. Cuando un paracaidista tiene un momento de distracción, unas veces tiene suerte y otras no. Jim no la tuvo, y eso es una tragedia. Es un duro golpe para su familia, y al igual que sus parientes, la brigada es su familia.

—Nunca había perdido a nadie. Ella no cuenta —dijo, refiriéndose a su madre—. No de la misma forma.

—Ya lo sé. Quieres salvarlo, volver a aquel salto y salvarlo. Y no puedes, cariño. Creo que cuando de verdad lo aceptes, las pesadillas cesarán.

Lucas se levantó y le pasó un brazo por los hombros.

—No sé si de verdad podrás tranquilizarte hasta que se resuelva este asunto con Leo. Se lee en tu cara, así que está en tu cabeza. Dolly trató de echarte la culpa de lo que le sucedió a Jim, pero quizá decirle que estaba embarazada justo antes de un salto contribuyó a su momento de distracción. Luego Leo arremetió contigo por lo de Jim y lo de Dolly, y la policía piensa que fue él quien la mató. Es hora de usar la cabeza, Ro —dijo, besándola en la frente—, y no dejar que las personas realmente responsables sigan culpándote a ti. Sentirlo por Irene Brakeman es humano. En ese sentido, tal vez tú y yo tengamos tendencia a ser un poco más humanos que la mayoría. Ella está allí ahora mismo, ayudándola a superarlo, y yo me siento mejor sabiéndolo.

—Supongo que está bien que la señora Brakeman tenga a alguien.

—Yo tenía a tus abuelos y me apoyé mucho en ellos. Tenía a mis amigos, mi trabajo. Sobre todo te tenía a ti. Cuando alguien se marcha, deja un vacío en ti. Hay personas que lo llenan de un modo u otro, y les va bien así. Otras lo dejan como está, tal vez el tiempo suficiente para que se llene o tal vez demasiado tiempo, y se asoman a él de vez en cuando de forma que no se llenara del todo. Detesto reconocerlo tanto como tú, pero creo que nosotros hemos sido de estas últimas.

—La mayor parte del tiempo ni siquiera pienso en ello.

—Yo tampoco. La mayor parte del tiempo. Pero ahora tienes a ese tipo, que es el primero que te causa problemas, que yo sepa. Lo cual hace que me pregunte si sientes por él algo que habías conseguido evitar hasta ahora. ¿Estás enamorada de él?

—¿Cómo puede contestarse a eso? —quiso saber Rowan—. ¿Cómo puede saberlo nadie? ¿Estás tú enamorado de Ella?

—Sí.

Atónita, Rowan dio un paso atrás.

—¿Así de fácil? ¿Puedes decir simplemente… estoy enamorado?

—Ha llenado el vacío, cariño. No sé cómo explicártelo. Nunca he sabido hablar de estas cosas, y tal vez sea ahí donde he fallado contigo. Pero Ella ha llenado ese vacío que nunca dejé que se llenara del todo, porque si lo hacía, podía haber otro. Pero prefiero correr ese riesgo a no tenerla. Ojalá la conocieses. Ella…

Lucas levantó las manos como si quisiera agarrar algo que estuviese fuera de su alcance.

—Es divertida e inteligente, y dice lo que piensa de una forma sincera pero no hiriente. Es capaz de hacer cualquier cosa. Tendrías que verla en caída libre. Te juro que da gusto mirarla. Podría hacerle sudar la camiseta a Marg en la cocina, y no repitas eso o te llamaré mentirosa. Entiende de vino, de libros y de flores. Tiene su propia caja de herramientas y sabe utilizarlas. Tiene unos hijos fantásticos que a su vez tienen hijos. Te escucha cuando le hablas. Está dispuesta a intentar cualquier cosa. Me hace sentir… Me hace sentir.

Eso era, comprendió Rowan. Si hubiese una imagen en el diccionario para la definición de «enamorado», sería la cara de su padre.

—Voy a buscar la cena. —Rowan se encaminó hacia la puerta; al volverse de nuevo hacia él, vio que la miraba con esa luz atenuada—. ¿Estás pidiéndome más o menos mi bendición?

—Supongo. Más o menos.

—Cualquier persona que te haga feliz y que te haya convencido de librarte de aquellas cortinas tan feas de tu despacho me parece bien. Mientras cenamos puedes hablarme más de ella.

—Ro, eso significa más de lo que puedo expresar.

—No tendrás cojines en forma de corazón sobre la cama, ¿verdad?

—Pues no. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque ese va a ser mi límite. Puedo adaptarme a todo lo demás. ¡Ah, y ninguna de esas cursiladas de ganchillo sobre el papel higiénico de recambio! Eso rompería el trato.

—Tomaré notas.

—Buena idea, porque seguramente tengo unas cuantas más.

Rowan fue hasta la placa de cocción, contenta de que esa luz brillase con intensidad.