19

Tras cuarenta y ocho horas de combatir un incendio forestal de ochenta hectáreas en el parque nacional de Beaverhead, que te disparasen unas cuantas balas no tenía mayor importancia. Una vez que acabó de engullir el bocadillo que se había llevado, Rowan trabajó con su equipo, encendiendo cohetes en un desesperado intento de obligar al fuego a retroceder antes de que avanzase por el oeste, hacia el campo de batalla nacional.

La cabeza cambió de dirección tres veces en dos días, rugiendo ante la lluvia de retardante y escupiéndola.

El ataque inicial, un fracaso estrepitoso, pasó a ser un ataque ampliado, prolongado y brutal.

—Gull, Matt, Libby, estáis en los focos secundarios. Cartas, Dobie, vamos a avanzar hacia el oeste y a talar los salientes. Cavar, cortar y ahogar. Lo pararemos aquí.

Nadie habló mientras empujaban, impelían y azotaban el contrafuego hacia el este. El mundo se había llenado de humo, calor y ruido, y cada centímetro de avance suponía una victoria. Ya era hora, pensó Rowan, ya era hora de que su suerte cambiase de una maldita vez.

El saliente que cortaba cayó con un crujido. Rowan se dispuso a dividirlo en troncos más pequeños y menos apetitosos. Entre todos quitarían a paladas y sacarían a rastras de la zona verde las ramas y los trozos de carbón, que apilarían en el área quemada como si fueran huesos.

Matarlo de hambre, pensó Rowan. Seguir matándolo de hambre.

Se enderezó un momento para estirar la espalda.

Vio cómo sucedía, tan rápido que no pudo gritar, y mucho menos saltar hacia delante. Una punta de madera salió despedida del corte que Cartas estaba realizando y se le clavó en la cara.

Rowan dejó caer la sierra y se precipitó hacia el hombre, que perdió pie, aullando de sorpresa y dolor.

—¿Es grave? ¿Es grave? —gritó ella, agarrándolo al ver que vacilaba.

Vio por sí misma la punta incrustada en su mejilla, poco más de un centímetro por debajo del ojo derecho. La sangre le caía hasta la mandíbula.

—¡Joder! —consiguió decir—. ¡Quítamelo!

—Aguanta. Aguanta un poco.

Dobie llegó corriendo.

—¿Qué os…? ¡Santo Dios, Cartas! ¿Cómo demonios te has hecho eso?

—Sujétale las manos —ordenó Rowan mientras rebuscaba en su mochila.

—¿Qué?

—Ponte detrás de él y sujétale las manos. Creo que le va a doler cuando lo saque —dijo, antes de poner una bota a cada lado de las piernas de Cartas y quitarse el guante derecho. Apretó con los dedos los dos centímetros y medio de madera irregular que le sobresalían de la mejilla—. A la de tres. Prepárate. Uno. Dos…

Tiró a la de dos y vio cómo la sangre salía a borbotones y los ojos de Cartas se ponían un poco vidriosos. Sin perder un momento, presionó la herida con el apósito de gasa que había sacado de su mochila.

—Tienes un agujero enorme en la cara —le dijo.

—Has dicho que a la de tres.

—Sí, bueno, he perdido la cuenta. Dobie, sujeta el apósito sin dejar de presionar. Tengo que limpiar la herida.

—No tenemos tiempo —protestó Cartas—. Ponme esparadrapo y ya está. Ya nos preocuparemos de la herida después.

—Dos minutos. Apóyate en Dobie.

Tiró el apósito ensangrentado y vertió agua sobre la herida, esperando sacar las diminutas astillas.

—Y trata de no gritar como una chica —añadió, aplicando una buena dosis de agua oxigenada.

—¡Maldita sea, Ro! ¡Joder!

Despiadada, esperó a que el agua oxigenada sacase burbujeando tierra y madera, y luego echó más agua. Aplicó crema antibiótica en otro apósito, añadió uno más y lo sujetó todo con esparadrapo. Se fijó en que el agujero de la mejilla era del tamaño de una canica.

—Podemos evacuarte hacia el oeste.

—¡Y una mierda, no pienso irme! No es más que una astilla.

—Desde luego. —Dobie levantó el pincho de madera de casi ocho centímetros—. Pero solo si mides quince metros de estatura. Te la he guardado.

—¡Joder! ¡Eso es un misil! Me ha alcanzado un misil de madera en la cara. Esta temporada tengo una suerte de mierda —dijo asqueado, rechazando la mano extendida de Rowan—. Puedo levantarme yo solo.

Se tambaleó un momento y luego se estabilizó.

—Tómate una de las píldoras de ibuprofeno que llevas en la mochila. Si te encuentras en condiciones, quiero que te pongas a buscar focos secundarios. No vas a manejar una sierra, Cartas. No seas imprudente. Ve a buscar focos, o tendré que informar de la herida a Operaciones.

—No pienso dejar este incendio hasta que esté apagado.

—Pues ve a buscar focos. Si ese agujero que tienes en tu fea cara mancha de sangre los apósitos, dile a alguien de tu cuadrilla que te lo cambie.

—Sí, sí —refunfuñó, tocándose el apósito con los dedos—. Cualquiera diría que me he amputado una pierna —murmuró, pero se fue cortafuegos abajo.

Cuando estuvo lo bastante lejos, Rowan sacó su radio y se puso en contacto con Gull.

—Cartas va hacia allí. Ha sufrido una herida leve. Quiero que uno de vosotros venga aquí, y él ocupará el puesto que quede libre.

—Entendido.

—Bien, Dobie, pon en marcha esa sierra. Y ten cuidado con los misiles de madera volantes. No quiero más dramas.

El contrafuego aguantó. Tuvieron que pasar diez horas más, pero al final los partes enviados de la cabeza a la cola indicaron que el fuego estaba contenido.

La puesta de sol incendió el cielo mientras Rowan regresaba al campamento. Le recordó el día en que la contempló junto a Gull. Le recordó las balas y el odio ciego. Se dejó caer en el suelo para comer, deseando poder encontrar esa euforia que siempre surgía en su interior cuando un incendio se rendía.

Yangtree se sentó a su lado.

—Vamos a llenarnos la barriga de comida antes de empezar la limpieza. Operaciones tiene a ocho disponibles para eso. A ti te corresponde decidir, ya que estaba en tu cuadrilla, pero creo que habría que trasladar a Cartas para que le mirasen esa herida como es debido.

—Estoy de acuerdo. Me iré con él. Si pueden enviar a ocho, saquemos a ocho del campamento.

—Yo opino lo mismo. Te lo aseguro, Ro, siempre digo que soy demasiado viejo para esto, pero estoy empezando a decirlo en serio. Puede que le pida un empleo a tu padre cuando llegue el final de la temporada.

—¡Demonios, Cartas es el que tiene el agujero en la cara!

Yangtree miró hacia el oeste, la puesta de sol, la montaña negra.

—Estoy pensando que me gustaría ver cómo es sentarme en mi porche en una noche de verano, tomarme una cerveza, con alguna compañía femenina si puedo conseguirla, y no tener que pensar en el fuego.

—Siempre pensarás en el fuego y, aunque estés sentado en un porche, desearás estar aquí.

Al levantarse, él le dio una palmadita en la rodilla.

—Quizá sea hora de averiguarlo.

Rowan tuvo que amenazar a Cartas para que se marchara. Los bomberos paracaidistas, pensó, trataban las heridas como una cuestión de orgullo o un desafío.

En el vuelo de regreso se le veía enfurruñado.

—Entiendo por qué está de mal humor —comentó Gull al sentarse junto a Rowan—. Pero ¿por qué lo estás tú?

—Puede que sesenta horas en un incendio tengan algo que ver.

—No. Esa es la razón por la que estás hecha polvo y más vulnerable al mal humor, pero no es el motivo del mal humor.

—Una cosa que no entiendo, especialista, es por qué, después de unos pocos meses, crees conocerme tan bien. Y otra es por qué te pasas tanto tiempo psicoanalizando a la gente.

—Las dos cosas son bastante fáciles de entender. La primera es que, aunque solo hayan pasado unos pocos meses, las personas que viven y trabajan juntas, sobre todo en condiciones de tensión, suelen conocerse y comprenderse mutuamente más deprisa que las que no lo hacen. Si a eso le añades que se acuestan, la curva de aprendizaje aumenta. En cuanto a la segunda…

Sacó una bolsa de cacahuetes pelados, le ofreció algunos y, al ver que se limitaba a mirarlo con furia, se encogió de hombros y metió la mano en ella.

—En cuanto a la segunda —repitió—, la gente me interesa, así que me gusta entenderla.

Se puso a masticar cacahuetes. Cualquiera que fuese el humor de Rowan, y cualesquiera que fuesen las razones de este, él no permitía que el suyo empeorara para ponerse a la altura. Su futuro inmediato lo ocupaban una ducha caliente y comida caliente, seguidas de una cama con una mujer cálida dentro.

¿Quién podía pedir más?

—Estás empezando a pensar en lo que nos espera en la base. Toda la mierda por la que no hemos tenido tiempo de preocuparnos. Qué ha pasado mientras luchábamos contra el fuego, si la policía ha acusado a Brakeman y ha encontrado al asesino de Dolly. De lo contrario, ¿ahora qué?

Gull le echó una ojeada a Cartas, que roncaba con la cabeza apoyada en la mochila y con un vendaje nuevo de un blanco impoluto sobre el rostro manchado de hollín.

—Y encima te inquieta el destrozo que se ha hecho Cartas en la cara. No sé de qué habéis hablado Yangtree y tú antes de que nos trasladaran, pero le ha puesto la guinda.

Rowan no dijo nada durante unos momentos.

—Los sabihondos son irritantes —comentó, inclinando la cabeza hacia atrás y cerrando los ojos—. Voy a dormir un poco.

—¡Qué curioso! Yo creo que es reconfortante que alguien te comprenda.

Ella abrió un ojo de un azul transparente y fresco.

—No he dicho que seas un sabihondo.

—Me has pillado.

Gull cerró los ojos también y se quedó dormido.

Rowan se fue directamente a los barracones después de descargar su equipo. Para calmarse, pensó Gull, tanto como para asearse. Tal vez ella lo llamaría «cuidar de ella», y era una lástima, pero pospuso sus planes para buscar a L. B.

Esperó en Operaciones mientras L. B. se coordinaba con el jefe de la cuadrilla de limpieza.

—¿Tienes un minuto?

—Por primera vez en tres días, tengo varios. Salgo un rato —anunció L. B., y luego señaló la puerta con un gesto de la cabeza—. ¿Qué quieres?

—Que me cuentes cómo está la situación aquí, para que pueda pasarle la información a Rowan.

—No sé hasta qué punto me tienen al corriente, pero busquemos un sitio para sentarnos.

Cuando Rowan salió del cuarto de baño envuelta en una toalla, se encontró a un Gull aún sucio sentado en el suelo.

—¿Le pasa algo a tu ducha?

—No lo sé. Aún no me he metido en ella.

—Todavía tengo mucho que hacer, así que tendremos que volver a programar la ración de sexo apasionado de la noche.

—No piensas más que en el sexo, Sueca. Me gusta el sexo, pero hay otras cosas.

Rowan abrió un cajón y cogió unos leggins y una camiseta.

—Te pondré al día —empezó Gull—. Trigger se ha llevado a rastras a Cartas a la enfermería. Es una herida limpia. No hay infección, pero es muy profunda. Se recomienda cirugía plástica, así que a pesar de poner varias excusas, mañana por la mañana irá a la ciudad a visitar a un cirujano. Quiere conservar su cara bonita.

—Eso está bien. —Rowan se enfundó los leggins y la camiseta sin molestarse en ponerse ropa interior, algo que Gull apreciaba fueran cuales fuesen las circunstancias—. Y será divertido tomarle el pelo con la cirugía plástica —añadió, entrando de nuevo en el baño para colgar la toalla—. Deberíamos divertirnos un poco.

—Trigger ya ha propuesto que de paso le succionen la grasa del culo.

—Por algo se empieza.

—Han acusado a Leo Brakeman.

Gull vio que se estremecía, solo un poco, y que luego iba a sentarse a un lado de la cama.

—Vale. Muy bien.

—Está el rifle, están las amenazas previas y la imposibilidad de verificar su paradero en el momento del tiroteo. Ha reconocido que su mujer y él tuvieron una pelea y que salió a dar una vuelta en su furgoneta durante un par de horas. Acababa de volver cuando la policía se presentó en su puerta.

—Su mujer podría haber mentido por él.

—No se lo ha pedido. En parte se ha sabido todo esto por la policía, y en parte a través de Marg. Podría distinguir una parte de la otra, pero como soy un sabihondo me imagino que lo que sabe Marg es tan sólido como lo que sabe la policía.

—Y tienes razón.

—Se pelearon porque él vino aquí y explotó contigo. Por Dolly en general. Creo que la pérdida de un hijo puede tanto unir aún más a los padres como destrozar a la pareja.

—Mi padre tenía un hermano más pequeño. Seguramente también sabes eso, ya que estudiaste a Iron Man.

Gull no dijo nada y dejó que siguiera.

—Murió de alguna infección misteriosa cuando él tenía tres años. Nunca había sido lo que se dice robusto, y, bueno, los médicos no pudieron evitarlo. Supongo que eso unió a mis abuelos. ¿Brakeman lo ha reconocido?

—No. Afirma que estaba dando una vuelta con su furgoneta por las carreteras secundarias, que alguien entró y cogió su rifle. Que alguien está intentando cargarle el muerto. Su mujer ha logrado convencerlo por fin de que se busque a un abogado. Esta mañana han celebrado la vista para la fianza. Ella ha puesto su casa como garantía.

—¡Madre mía!

—Ese hombre no va a volver por aquí, Ro.

—No me refiero a eso. Esa mujer está afrontando más de lo que nadie debería afrontar, y no me parece que nada sea culpa suya. No sé cómo lo soporta.

—Está afrontando aún más de lo que crees. Han identificado a un hombre con el que Dolly se reunió la noche en que murió en un motel situado junto a la Doce. Por lo visto se había reunido allí con él varias veces en los últimos meses. El reverendo Latterly.

—¿Su predicador? Por el amor de… —balbuceó Rowan—. Dolly se iba a la cama con el cura de su madre, mientras afirmaba que había visto la luz del Señor o algo así. Tiene sentido —añadió enseguida—. Ahora tiene sentido. Dios proveerá. Eso fue lo que le dijo a Lynn. Su bebé necesitaba un padre, y Dios proveería.

—No creo que Dios tuviese la idea de proveer a Dolly de un hombre casado que ya tiene tres hijos. Él lo niega, virtuosamente ofendido, y hasta ahora, de todos modos, su mujer lo apoya. La policía está trabajando para refutar sus declaraciones.

—Se reunió con ella la noche en que fue asesinada. Dolly quería un padre para su bebé, y ella siempre insistía mucho cuando quería algo. Insistió, tal vez amenazó con contárselo a su mujer y destruir su reputación ante sus feligreses. Y él la mató.

—Lógico —convino Gull.

—Pero eso no explica por qué no se limitó a dejarla, por qué la llevó al bosque y provocó el incendio. Aunque lo más probable es que fuese la primera vez que mataba a alguien. Seguramente es difícil comportarse de forma racional después de hacer algo así.

—Gull… Si Dolly y él han estado calentando las sábanas todo este tiempo, y ese hombre llevaba años siendo sacerdote de la señora Brakeman, pudo haber entrado en su casa.

Rowan ladeó la cabeza.

—Ya habías pensado en eso —añadió.

—He especulado. Supongo que cenaría allí un par de domingos, que su mujer y él debían de llevar el postre o algo a las comidas que se organizaban al aire libre. Sí, creo que sabía cómo entrar y que tal vez conocía la combinación del armero o podía acceder a ella.

—Sería una forma de lograr que los policías se fijaran en Brakeman, y funcionó. Tal vez de que especulasen. Un hombre violento, un hombre de carácter violento, alguien que ya había echado de casa a su hija una vez, que había tenido discusiones acaloradas con ella. Podría ser.

—Entra dentro de lo posible. Ya no estás de mal humor.

Rowan esbozó una sonrisa complacida.

—Sabihondo. Tal vez volvía a sentirme inútil, un bajón después de tres días en los que he sabido que todo lo que hacía importaba, aportaba algo, era necesario. Pero entonces vuelvo aquí, donde no puedo hacer nada de nada. No puedo estar al mando, así que supongo que ayuda un poco analizarlo todo e imaginar qué haría si pudiese estar al mando. Tal vez ayude analizarlo con alguien que me comprende —dijo con otra sonrisa—. Al menos que comprende algunas partes de mí.

—¿Sabes? Podría pasarme la noche aquí sentado, mirándote. Toda oro y crema, y oliendo como un huerto en verano. Es una forma agradable de adaptarse a la vuelta después de un incendio agotador. Pero ¿qué te parece si me aseo y nos vamos a cenar?

—Me parece estupendo.

—Genial —dijo él, poniéndose en pie—. ¿Puedo utilizar tu ducha?

Ella se echó a reír y señaló con un gesto el cuarto de baño. Como tenía tiempo, decidió llamar al otro hombre que la comprendía.

—Hola, papá.

Ella se volvió cuando Lucas abrió la puerta de la terraza. Se había deslizado al exterior cuando sonó el teléfono móvil de él para darle intimidad y admirar las lucecitas de colores que había colgado de las ramas esbeltas de su sauce llorón.

—¿Va todo bien?

—Sí. Rowan quería ponerme al día.

—¿Hay alguna novedad?

—La verdad es que no.

Mientras se tomaba a sorbos una copa del vino que habían disfrutado con la cena, Lucas le pasaba las puntas de los dedos por el brazo.

A Ella le encantaba su forma de tocarla; a menudo, era una confirmación de que estaba realmente con él.

—Parecía serena, así que me siento mejor. Cuando pasan cosas malas, Ro suele tomárselas muy a pecho. ¿Qué podría haber hecho para evitarlo, o qué debería hacer para arreglarlo?

—No me imagino de dónde le viene eso. ¿Quién se pasa el rato trasteando por aquí? ¿Quién se ha dedicado a arreglar el grifo que goteaba en el lavadero y ese cajón que siempre se atascaba en aquella mesa vieja que compré de segunda mano?

—De algún modo tengo que pagar todas esas cenas que me preparas. Y desayunos —añadió, deslizándole la mano en la cintura.

—Es agradable tener en casa a un hombre mañoso.

—Lo que es agradable es estar en casa contigo —dijo Lucas, pasándole el brazo por la cintura de forma que mirasen juntos hacia el jardín, con sus preciosas lucecitas y sus suaves sombras—. Es agradable estar contigo.

—Soy feliz —le dijo Ella—. Suelo ser una persona feliz, y he aprendido a ser feliz yo sola. Me ha ido bien tener ese tiempo, averiguar un poco más de mí misma, qué podía hacer y de qué podía prescindir. Así soy más feliz contigo.

Le pasó un brazo por la cintura a su vez.

—Antes de que salieras estaba aquí pensando en lo afortunada que soy. Tengo una familia a la que quiero y que me quiere, una profesión de la que estoy orgullosa, esta casa, buenos amigos. Y ahora lo que faltaba. Tú.

Luces centelleantes, pensó, en su jardín y en su corazón. Y mientras tanto su amiga vivía en una terrible oscuridad.

—Antes he hablado con Irene.

—Ahora tiene una terrible carga que soportar.

—He ido a verla, esperaba poder ayudarla, pero… Ni siquiera consigo hacerme a la idea de lo que ha perdido. Ha sufrido la pérdida más terrible que puede experimentar una madre. Y aún puede perder más. Ahora no hay nada seguro, estable ni feliz en su vida. Debe enterrar a su hija, Lucas. Se enfrenta a la posibilidad muy real de que su marido vaya a la cárcel. El hombre al que confiaba su guía espiritual, su fe, la ha traicionado de una forma horrible. Lo único que le queda ahora es su nieta, y cuidar de esa niñita dulce debe causarle a Irene un dolor y una alegría increíbles. Soy afortunada. Y supongo que me parezco lo bastante a Rowan y a ti para desear que hubiese alguna forma de arreglar las cosas. Ojalá supiese qué hacer, decir o ser para ayudar a Irene.

—La estás ayudando a organizar el oficio religioso y estarás allí para apoyarla. Eso contará mucho. ¿Quieres que vaya contigo?

—Desde un punto de vista egoísta, sí. Pero creo que si vinieras se sentiría incómoda.

Lucas asintió con la cabeza, ya que él había pensado lo mismo.

—Si crees que es correcto, puedes decirle que lamento su pérdida, que lamento lo que le está pasando.

—Estaba aquí pensando que era feliz, y ahora por mi culpa estamos tristes los dos.

—Las personas que están juntas tienen que compartir las dos cosas. Quiero… compartir las dos cosas contigo.

Casi, pensó Ella mientras las mariposas revoloteaban en su estómago. Ambos estaban casi preparados para pronunciar las palabras. ¿Había dicho que se sentía afortunada? Tenía una suerte enorme.

—Demos un paseo a la luz de la luna —decidió—. Por el jardín. Podemos acabarnos este vino y hacerlo.

—Siempre tienes las mejores ideas.

Utilizar el teléfono de una mujer muerta para atraer a un hombre a su muerte parecía… justo. Un hombre de Dios debería entender eso, debería aprobar el sentimiento del ojo por ojo. Aunque Latterly no era ningún hombre de Dios, sino un farsante, un mentiroso, un adúltero, un fornicador.

En un sentido muy real Latterly había matado a Dolly. La había tentado, la había incitado a tomar aquel camino, y, si la tentación y la incitación habían provenido de ella, él la había seguido.

Debería haberla aconsejado, asesorado, ayudado a ser una persona decente, una mujer honorable, una buena madre. En cambio había traicionado a su esposa, a su familia, a su Dios y a su Iglesia, por una relación sexual con la hija de una de sus fieles.

Su muerte sería justicia, castigo y santa venganza.

El mensaje había cumplido su cometido, por lo que había sido muy sencillo.

no era yo tienes que venir trae dinero no digas aún no hablar antes necesito saber qué hacer reúnete conmigo a la 1 mañana paso Lolo Centro Atención Visitante cam serv forest 373 puerta 2 URGENTE Puedo ayudarte Dolly

Por supuesto, el hombre que pronto estaría muerto llamó a la mujer muerta. El mensaje recibido cuando la llamada no obtuvo respuesta estaba lleno de conmoción, pánico y exigencias. Bastante fáciles de desviar.

tengo que verte cara a cara explicar luego haré lo que tú digas cuando sepas lo que sé no puedo enviar más mensajes podrían enterarse

Acudiría. Si no lo hacía, habría otro modo.

Planificar un asesinato no era lo mismo que un accidente. ¿Qué sentiría?

El coche llegó con diez minutos de antelación, despacio. Por el camino de servicio.

Fácil después de todo. Muy fácil. ¿Debía haber una conversación antes? ¿Debía saber el hombre muerto por qué estaba muerto? ¿Por qué ardería en el infierno abrasador?

El hombre llamó a Dolly; su voz era un áspero susurro en la completa paz nocturna. Estaba sentado dentro del coche, ante la puerta; la luz de la luna dibujaba su silueta.

La muerte aguardaba con paciencia.

Se bajó del coche. Volvió la cabeza a derecha e izquierda mientras continuaba llamando a Dolly. Mientras continuaba camino arriba.

Sí, era fácil después de todo.

—Ojo por ojo.

Latterly miró hacia donde él estaba; su cara expresó terror cuando la sombra entró en la luz de la luna.

La primera bala le alcanzó en el centro de la frente, un pequeño agujero negro que convirtió el terror en conmoción inexpresiva. La segunda le perforó el corazón, liberando un lento hilo de sangre que relucía negro a la pálida luz.

Fácil. Una mano firme, un corazón justo.

Ni conmoción, ni pena, ni temblor, esta vez no.

Era mucho trecho para arrastrar un cadáver, pero había que hacerlo bien, ¿no? Cualquier cosa que valiese la pena debía hacerse bien. Y el bosque, de noche, encerraba mucha belleza, mucho misterio.

Paz. Sí, durante un breve período, paz.

Todo el esfuerzo pareció merecido en ese momento, cuando el cadáver descansó en el lugar en el que ardería, sobre la pira, ya preparada.

El reverendo Latterly ya no tenía tan buen aspecto, no parecía tan mojigato con la ropa y la carne desgarrada y sucia tras haber sido arrastrado por la senda.

Un chasquido del mechero fue lo único que hizo falta para enviarle al infierno.

Se produjo una fuerte llamarada cuando el fuego engulló el combustible y el oxígeno. Quemando el cuerpo tal como ardería el alma. Volvió la paz mientras el fuego ascendía y se extendía.

¿Qué sentía al asesinar y quemar?

Sentía tranquilidad.