Demasiado alterada para quedarse sentada, Rowan se levantó, recorrió la habitación, atisbó por la ventana y volvió dibujando un círculo. Gull apoyó los pies en la silla que ella había dejado vacía y decidió beberse el café abandonado de L. B.
—Quiero hacer algo —se quejó Rowan—. No me parece bien estar aquí sentada. ¿Cómo puedes quedarte aquí sentado?
—Estoy haciendo algo.
—Beber café no cuenta.
—Estoy sentado aquí, estoy bebiendo café. Y estoy pensando. Estoy pensando si es el rifle de Brakeman, y si Brakeman ha sido realmente quien lo ha disparado, ¿se ha metido entre los árboles y ha dado por supuesto que al final saldrías y te pondrías a tiro?
—No sé si tenía que ser yo. Está cabreado con todos nosotros; yo solo soy la que se lleva la palma.
—Tal vez. —Gull encontró el café amargo y deseó tener un poco de azúcar para endulzarlo. Sin embargo, no le apetecía levantarse a buscarlo—. Así que Brakeman se mete entre los árboles con su rifle y se queda vigilando la base. Tiene suerte y salimos. Si es tan buen tirador como dicen, ¿por qué ha fallado?
—Porque tiene que ser muy diferente dispararle a un ser humano y dispararle a un ciervo. Nervios. O no ha sido capaz de matarme, o matarnos, y en cambio ha decidido darnos un susto de muerte.
—También es posible. ¿Por qué abandonar el arma, una edición especial que debe de ser cara y que le importaba lo suficiente para ponerle su nombre, bajo un montón de hojas? ¿Por qué dejarla atrás cuando tenía que saber que la policía registraría el lugar?
—Pánico. Impulso. No pensaba con claridad; eso es evidente. Esconderla, escapar, volver a buscarla en otro momento. Y quizá disparar unas cuantas veces más. —Se detuvo y se frotó la nuca para eliminar la tensión mientras observaba a Gull—. Pero tú no crees que Leo Brakeman nos haya disparado.
—Creo que sería interesante saber quién tenía acceso a su arma. Quién podía tener interés en causarle problemas y no lamentar demasiado asustarte a ti al hacerlo. —Dio un sorbo de café—. Pero podría haber sido Brakeman siguiendo un impulso, teniendo suerte, poniéndose nervioso y dejándose llevar por el pánico.
—Cuando lo dices así, resulta difícil creerlo.
Rowan se dejó caer en la silla de L. B. Gull le había abierto la mente a otras alternativas, y se recordó a sí misma que pensar era actuar.
—Supongo que su mujer tendría acceso, pero me cuesta imaginarla haciendo esto —reflexionó en voz alta—. Además, nunca he oído que salga a cazar o practique el tiro al blanco. Es de las que van a la iglesia y venden pasteles con fines benéficos. Aunque es más fácil creer que pudiera entrarle el pánico, porque es más bien discreta, incluso un poco tímida. Si superas el primer paso, es decir, que haya venido realmente aquí con un rifle, lo demás puede ser. Pero quizá sea su coartada —siguió—. Él ha dejado el rifle para poder decir: «¿Creen que sería tan estúpido?». Pero no sé si es tan astuto. La verdad es que no conozco demasiado a esa gente. Nunca hemos tenido mucha relación, ni siquiera cuando Dolly trabajaba aquí. Lo que significa que no sé si alguien le guarda rencor a Brakeman ni si ese alguien sería lo bastante inteligente para utilizarlo como chivo expiatorio. Sería más fácil si se tratara de Brakeman. Entonces todo habría acabado, y ya no habría que preocuparse.
—De todas formas es cosa de la policía. Podemos olvidarnos de ello.
—Eso es pasivo, y la pasividad me está volviendo loca. La primera pregunta es: ¿quién mató a Dolly? ¡Santo Dios, Gull! ¿Y si lo hizo su padre?
—¿Por qué?
—No lo sé —respondió ella, enroscando los pies en torno a las patas de la silla e inclinándose hacia delante—. Digamos que tuvieron una discusión. Digamos que ella vuelve de Florence, si encontró trabajo allí como ella afirmaba, y tiene un pinchazo. Llama a su padre para que vaya a arreglarlo. No me imagino a Dolly con una llave y un gato. Él llega y se pelean por algo. Que ella le deje tanto el bebé a su madre, tal vez incluso que haya tenido a la niña, o simplemente que le haya hecho salir de casa a esas horas de la noche. Las cosas se desmadran. Ella tiene una mala caída y se rompe el cuello. Él se asusta y mete el cuerpo en la furgoneta. Tiene que pensar qué hacer, decide destruir las pruebas… y lo demás llega solo. Conoce la zona y las sendas, y es lo bastante fuerte para llevarla a cuestas.
—Es plausible —decidió Gull—. Tal vez se lo confiesa a su esposa, y ahí viene la segunda parte. Hay otra hipótesis.
—Cuéntamela.
—Has dicho que no conocías demasiado a Dolly, pero tenías una opinión muy clara acerca de ella. Jim murió en agosto del año pasado. Pronto empezará el mes de julio. ¿Es de las que se pasan un año sin un hombre?
Rowan abrió la boca y volvió a cerrarla antes de apoyarse en el respaldo.
—No. ¿Por qué no se me había ocurrido? No, nunca pasaría tanto tiempo sin un hombre. Y todavía está más claro sabiendo que todo ese rollo religioso era falso.
—Puede que el tío con el que estaba viva ahora en Florence. Puede que por eso buscase trabajo allí, o al menos lo dijese. O puede que simplemente se encontrasen en un motel de la Doce o de los alrededores.
—Una pelea de amantes, y él la mata. Si es que hay un «él». Aunque tenía que haberlo, estamos hablando de Dolly. O su padre se enteró y vino todo lo demás. De todas formas, si tenía a un hombre en Florence, ¿por qué volver aquí? ¿Por qué no ir simplemente allí y quedarse con él? Porque está casado —dijo Rowan antes de que Gull pudiese hacer ningún comentario—. Siempre tenía líos con hombres casados.
—Si es así, es más probable que él esté en Missoula. Ella volvió aquí y consiguió trabajo en la base. Querría estar cerca del hombre con el que se acostaba, fuera quien fuese. Digamos que está casado, o que hay alguna otra razón por la que su relación no puede ser de dominio público. Así que te encuentras con él lejos de donde la gente te conoce, lejos de donde te reconocerían.
—Se te da bien.
—Es como un juego. Vas pasando de nivel —dijo él, volviendo a coger su mano—. Salvo que no son personajes; es gente de verdad.
—Aun así te sientes mejor si juegas la partida hasta el final. Y se me ocurre otra cosa: Dolly no era ni de lejos tan lista e inteligente como le gustaba creer. Si se acostaba con alguien, seguro que dejaba caer indirectas. Tal vez a Marg. Más probablemente a Lynn. Iba a la iglesia, así que tal vez hablaba con alguien con quien hizo amistad allí.
—Sería interesante averiguarlo.
—Sí que lo sería —convino Rowan—. ¿Por qué no salimos a ver qué pasa? Necesito moverme.
—Buena idea.
—Creo que a Quinniock le caigo bien. Puede que nos dé un par de pistas.
Cuando salieron vieron a Barry, que se dirigía hacia su coche patrulla.
—Hola, Barry. ¿Está por aquí el oficial Quinniock?
—Él y la agente DiCicco acaban de marcharse. ¿Necesitas algo, Ro?
Ella miró un instante a Gull.
—Me vendría muy bien que me tranquilizaran un poco. Dormiría mejor esta noche.
—Puedo decirte que el arma que hemos encontrado es de Leo Brakeman. El oficial y DiCicco se dirigen a su casa para hablar con él.
—Hablar.
—Ese es el primer paso. He tenido que respaldar a Little Bear cuando les ha dicho que Leo es un excelente tirador. No sé si te hace sentir mejor o no, pero no creo que apuntase hacia ti.
—No me hace sentir peor.
—Se equivocó al echarte la culpa de lo que le pasó a Dolly. Algunas personas son simplemente incapaces de poner su vida en orden.
—Pensaba preguntarle al oficial Quinniock si han averiguado dónde consiguió trabajo. Tal vez la matase alguien a quien conoció o con quien se encontró allí.
Barry vaciló y luego se encogió de hombros.
—No parece que estuviese trabajando. No tienes que preocuparte por nada, Ro.
—Barry —le dijo ella, apoyándole una mano en el brazo—. Vamos. Lo quiera o no, estoy metida en todo esto. ¿Qué hacía volviendo de allí si no tenía trabajo?
—No puedo decirlo con seguridad, y la verdad es que no debería decirlo. —El policía infló las mejillas mientras Rowan lo miraba a los ojos—. Lo único que sé es que el retratista de la policía tiene que trabajar con alguien mañana. Dicen que con una camarera de un motel situado junto a la Doce. Sea quien sea el tipo, si podemos identificarlo el oficial querrá hablar con él.
—Gracias, Barry —dijo ella, dándole un abrazo—. Erin tiene suerte contigo. Dile que te lo he dicho.
—Lo haré. Y no te preocupes. Cuidamos de ti.
Gull se deslizó las manos en los bolsillos mientras Barry subía al coche.
—A él no le has regañado por decir que cuidaba de ti.
—Se supone que los policías cuidan de todo el mundo. Además, Barry tiene un pase. Me estrené con él. Mejor dicho, nos estrenamos juntos, una situación que no recomiendo necesariamente salvo que ambos tengan mucho sentido del humor. Eso fue varios años antes de que él conociese a Erin, su mujer y madre de sus dos hijos.
—Yo me estrené con Becca Rhodes. Tenía un año más que yo y experiencia. Todo fue sobre ruedas.
—¿Conservas la amistad con Becca Rhodes?
—No la he visto desde el instituto.
—¿Lo ves? —dijo Rowan—. El sentido del humor gana. Dolly nunca trabajó en Florence —añadió—. Nuestra pequeña sesión de análisis de posibilidades ha dado en el clavo. Un motel, un hombre, posiblemente un asesino. —Inclinó la cabeza hacia atrás y encontró el cielo—. Me siento menos inútil, menos víctima. Eso cuenta mucho. Hablaré con Lynn en cuanto tenga ocasión, solo para ver si Dolly dejó caer algo.
Hora de aparcar aquel asunto hasta el día siguiente, decidió Gull, y le pasó un brazo por el hombro.
—Señálame una constelación que no sea la Osa Mayor. Hasta yo puedo encontrarla. Casi siempre.
—Muy bien. Entonces localizarás la Osa Menor, allí —dijo ella, cogiéndole la mano y utilizándola para dibujar la conexión de estrellas—. Las estrellas de esta no son muy brillantes, pero si sigues hacia el oeste, conectas los puntos, te diriges hacia el sur y más allá… se enrolla alrededor de la Osa Menor, ¿lo ves? Ahí está. Tienes a Draco. El dragón. Parece adecuado para una pareja de bomberos paracaidistas.
—Sí, ya lo veo. Genial. Ahora que tenemos nuestra constelación, solo nos falta decidir cuál es nuestra canción.
Él aligeraba su carga, pensó Rowan. Sin duda alguna.
—No dices más que bobadas, Gulliver.
—Es que contengo mi intelecto.
—¡Vaya! —Rowan se volvió hacia él y ambos se dieron el capricho de compartir un beso profundo y soñador—. Vámonos a la cama.
—Me has leído la mente.
—¿Han encontrado ya a quien mató a mi hija? —quiso saber Leo en cuanto abrió la puerta.
—Vamos a entrar y a sentarnos —propuso Quinniock.
Mientras se dirigían hacia allí, DiCicco y él habían hablado del enfoque que adoptarían, y, tal como habían acordado, Quinniock tomó la iniciativa.
—Nos gustaría hablar con los dos, señora Brakeman.
Irene Brakeman entrelazó las manos sobre el corazón.
—Es sobre Dolly. Saben quién le hizo daño a Dolly.
—Estamos siguiendo varias líneas de investigación. —DiCicco hablaba en tono cortante. No acababa de ser el esquema policía bueno, policía malo, sino más bien policía frío, policía cálido—. Hay algunos asuntos que tenemos que aclarar con ustedes. Para empezar, señor Brakeman…
Quinniock le puso una mano en el brazo.
—¿Por qué no nos sentamos todos? Ya sé que es tarde, pero les agradeceríamos que nos concediesen algo de tiempo.
—Ya respondimos a muchas preguntas. Les dejamos registrar la habitación de Dolly, sus cosas. —Leo continuaba bloqueando la entrada, los nudillos blancos sobre el tirador de la puerta—. Íbamos a acostarnos. Si no tienen nada nuevo que decirnos, déjennos en paz.
—No habrá paz hasta que sepamos quién le hizo esto a Dolly —declaró Irene con voz aguda y quebrada por la emoción—. Ve a acostarte si quieres —le dijo Irene a su marido con visible indignación—. Yo hablaré con la policía. Sube y amenaza a Dios con el puño, a ver si eso sirve de algo. Pasen, por favor.
La mujer menuda dio un paso adelante y apartó a su corpulento marido, que retrocedió con la cabeza gacha como un niño al que hubiesen reñido.
—Solo estoy cansado, Reenie. Estoy cansadísimo. Y tú te estás quedando en los huesos de tanto atender al bebé y con tantas preocupaciones.
—Dios no nos exige que carguemos con más peso del que podemos llevar, así que cargaremos con esto. ¿Quieren café, té o alguna otra cosa?
—No se preocupe por eso, señora Brakeman. —Quinniock tomó asiento en la sala de estar, en una butaca cubierta de flores azules y rojas—. Ya sé que esto es duro.
—Ni siquiera podemos enterrarla aún. Nos dijeron que ustedes tenían que retenerla un poco más, así que no podemos darle a nuestra hija un entierro cristiano.
—Se la entregaremos en cuanto podamos. Señora Brakeman, la última vez que hablamos, usted dijo que Dolly encontró empleo en Florence, como cocinera.
—Así es —contestó la madre, retorciéndose los dedos entrelazados sobre el regazo. Sus manos eran las de una mujer trabajadora, y solo las adornaba un sencillo anillo de oro—. No le apetecía buscar empleo en Missoula después de lo que pasó en la base. Creo que estaba avergonzada. Estaba avergonzada, Leo —dijo Irene airada, al ver que él se disponía a protestar—. O debería haberlo estado.
—Allí nunca la trataron como es debido —protestó el señor Brakeman.
—Sabes que eso no es cierto —replicó ella, esta vez hablando en voz más baja y tocándole brevemente una mano—. No puedes creer todo lo que ella decía ahora que se ha ido, cuando sabes que casi la mitad de las veces Dolly no decía la verdad. Allí le dieron una oportunidad —le dijo a Quinniock cuando Leo se sumió en un silencio pesaroso—. Y el reverendo Latterly y yo respondíamos de ella. Quedó mal y nos dejó en mal lugar a nosotros. Encontró empleo en Florence —continuó Irene después de dominar sus labios temblorosos—. Nuestra hija era buena cocinera. Desde muy pequeña le gustaba guisar. Podía ser muy trabajadora cuando quería. El horario era duro, sobre todo con el bebé, pero la paga era buena y dijo que podía llegar lejos.
—Cuando hablamos la otra vez, usted no recordaba el nombre del restaurante —apuntó DiCicco.
—Supongo que nunca lo mencionó. —Irene volvió a apretar los labios—. Yo estaba enfadada con ella por lo que le hizo a Rowan Tripp, y muerta de vergüenza. Es terrible pensar que Dolly y yo estábamos enfrentadas cuando murió.
—Tengo que decirles que la agente DiCicco y yo hemos telefoneado o acudido a cada restaurante, fonda y cafetería que hay de aquí a Florence, y Dolly no trabajó en ninguno de esos establecimientos.
—No lo entiendo.
—Dolly no trabajaba en ningún restaurante —les aclaró DiCicco en tono brusco—. No encontró empleo, la noche en que murió no salió de aquí para ir a trabajar.
—¡Y un cuerno! —protestó Leo.
—La noche en que murió, la tarde anterior y la noche antes, Dolly pasó varias horas en una habitación del Big Sky Motel, junto a la carretera Doce.
—Eso es mentira.
—Leo, calla —pidió Irene, entrelazando las manos con más fuerza.
—Varios testigos la han identificado en una fotografía —continuó Quinniock—. Lo siento. No pasó esas horas a solas. Se encontró con un hombre allí, el mismo hombre cada vez. Tenemos un testigo que trabajará con nuestro retratista para obtener su cara.
Con las lágrimas resbalando por su cara, Irene asintió.
—Me lo temía —admitió—. En el fondo sabía que mentía, pero estaba tan disgustada con ella… No me importaba. Adelante, pensé. Adelante, haz lo que quieras, y yo atenderé a este bebé. Luego, después… después de que pasara, borré eso de mi mente. Me sentía como un juez severo, una madre demasiado fría. Sabía que mentía —dijo, volviéndose hacia su marido—. Reconocí todas las señales. Pero no me permití creerlo cuando murió. Fui incapaz de guardar eso dentro.
—¿Tiene alguna idea de con quién se veía?
—Les juro que no. Pero creo que tal vez llevaban ya un tiempo. Reconozco las señales. La manera en que susurraba al teléfono, o cuando decía que solo necesitaba salir a dar una vuelta en coche para despejarse las ideas, o que tenía que hacer unos recados y que por favor cuidase de Shiloh. Y volvía a casa con aquella mirada.
Soltó el aire estremecida.
—No tenía ninguna intención de cambiar —dijo Irene, apoyando la cabeza contra el hombro de Leo, deshecha en lágrimas—. Tal vez no podía.
—¿Por qué tenemos que saber esto? —preguntó Leo—. ¿Por qué tienen que decirnos esto? No nos dejan nada.
—Lo siento, pero Dolly estuvo con ese hombre la noche en que murió. Necesitamos identificarlo e interrogarlo.
—Nos mintió. No sabemos nada. No tenemos nada. Déjennos tranquilos.
—Hay otra cuestión que tenemos que tratar, señor Brakeman —tomó el relevo DiCicco—. Aproximadamente a las nueve y media de esta noche, han disparado contra Rowan Tripp y Gulliver Curry mientras paseaban por la base.
—Eso no tiene nada que ver con nosotros.
—Al contrario, se ha encontrado un rifle Remington 700 edición especial escondido en el bosque que flanquea la base. Tiene una placa de latón con su nombre grabado en la culata.
—¿Me están acusando de tratar de matar a esa mujer? Entran en mi casa, me cuentan que mi hija era una mentirosa y una golfa… ¿y encima dicen que soy un asesino?
—Es su arma, señor Brakeman, y usted amenazó recientemente a la señorita Tripp.
—Mi hija ha sido asesinada, y ella… Mi rifle está en el armero. Hace semanas que no lo saco.
—Si es así, nos gustaría que nos lo enseñase —pidió DiCicco, poniéndose en pie.
—Ahora mismo se lo enseño, y después quiero que salgan de mi casa.
Se levantó de forma brusca y se fue airadamente a la cocina para abrir de un tirón una puerta que conducía a un sótano.
O a la cueva de un hombre, pensó DiCicco al entrar detrás de él. Una colección de cabezas de animales muertos colgaba amenazadora de la pared forrada de madera, sobre un enorme sillón reclinable y un sofá lleno de bultos. La mesa situada ante el sofá mostraba las cicatrices causadas por años de soportar tacones de bota y estaba frente a un enorme televisor de pantalla plana.
Había un frigorífico antiguo, y DiCicco imaginó que contendría bebidas fuertes. También vio una mesa de trabajo para cargar perdigones en cartuchos, un estante que contenía cajas de platos, chalecos y gorras de caza; le sorprendió que hubiera varias fotos familiares enmarcadas, entre ellas una grande de un bebé con la cabeza calva rodeada por una de aquellas diademas elásticas de color rosa.
Una lámpara con forma de balón de fútbol americano, un ordenador y montones de papeles descansaban sobre un escritorio metálico de color gris encajado en un rincón. Una foto colgada encima mostraba a Leo y a varios hombres más junto a lo que a DiCicco le pareció un avión 747, lo cual le recordó que aquel hombre trabajaba en el aeropuerto como mecánico.
Contra la pared lateral había un gran armero de puertas anaranjadas.
Acalorado y resentido, Leo fue al armero con paso decidido, introdujo la combinación y lo abrió de un tirón.
DiCicco no tenía ningún problema con las armas; de hecho, era partidaria de ellas. Pero el pequeño arsenal que había dentro del armero hizo que abriese unos ojos como platos. Rifles, escopetas, armas cortas, de cerrojo, de cañones superpuestos, semiautomáticas, revólveres, visores telescópicos… Todo con el brillo de un arma limpia, lubricada y bien cuidada.
Pero no distinguió el arma en cuestión, y su mano se acercó con disimulo a la que ella llevaba cuando la respiración de Leo Brakeman se volvió jadeante y rápida.
—Tiene una excelente colección de armas de fuego, señor Brakeman, pero al parecer le falta un Remington 700.
—Alguien me lo ha robado.
La mano de DiCicco se cerró sobre la culata del arma cuando el hombre se volvió rápidamente con la cara enrojecida y los puños apretados.
—Alguien ha entrado aquí y me lo ha robado.
—No hay constancia de que haya denunciado ningún robo —intervino Quinniock.
—Porque no lo sabía. Alguien nos está haciendo esto. Tienen que averiguar quién nos está haciendo esto.
—Señor Brakeman, va a tener que acompañarnos.
DiCicco no quería recurrir a la fuerza y esperaba que no fuese necesario, pero se preparó para ello.
—No me sacarán de mi casa.
—Leo —dijo Quinniock con calma—, no lo empeore. Venga sin oponer resistencia y hablaremos de esto. De lo contrario, voy a tener que esposarle y llevármelo por la fuerza.
—Leo —dijo Irene, que ya solo tuvo fuerzas para dejarse caer sobre un peldaño—. Dios mío, Leo.
—No he hecho nada, Irene, te lo juro por Dios. Nunca en mi vida te he mentido, Reenie. No he hecho nada.
—Pues vámonos y hablemos hasta resolver esto —propuso Quinniock, acercándose un paso más y apoyando una mano en el hombro tembloroso de Leo—. Tratemos de llegar hasta el fondo.
—Alguien nos está haciendo esto. Nunca le he disparado a nadie de la base, ni de ningún otro sitio —dijo, antes de apartarse bruscamente de Quinniock—. Saldré por mi propio pie.
—Muy bien, Leo. Eso sería lo mejor.
Caminó hacia los peldaños con paso rígido. Se detuvo y cogió las manos de su mujer.
—Irene, por mi vida, no le he disparado a nadie. Necesito que me creas.
—Te creo.
Pero bajó los ojos al decirlo.
—Cierra bien la casa con llave. Volveré en cuanto aclaremos las cosas.
Rowan se enteró cuando entró en la cocina a la mañana siguiente.
Lynn dejó el recipiente caliente de las tortitas que llevaba y envolvió a Rowan en un abrazo.
—Me alegro de que te encuentres bien. Me alegro de que todo el mundo se encuentre bien.
—Yo también.
—No sé qué pensar. No sé qué decir. —Sacudiendo la cabeza, volvió a coger el recipiente—. Tengo que llevar esto al bufet.
Ante los fogones, Marg cogió el beicon de la parrilla con una espátula y lo dejó escurrir antes de hacerse a un lado para servirle a Rowan un vaso de zumo.
—Bébetelo, te sentará bien —ordenó, y luego le volvió la espalda para sacar del horno una hornada de galletas recién hechas—. Anoche fueron a buscar a Leo Brakeman.
—¿Sabes qué dijo? —preguntó Rowan, tomándose el zumo.
—No sé gran cosa, pero anoche hablaron con él durante mucho rato y está detenido. Sé que dice que no lo hizo. Me siento como Lynn. No sé qué pensar.
—Creo que fue estúpido dejar el rifle. Pero por otra parte, la policía iba a hacer todo lo que sale en CSI, ya que han encontrado al menos una de las balas. Sin embargo, con su puntería y a esa distancia, habría podido meterme las tres en el cuerpo.
—No digas eso.
Al oír que la voz de Marg se quebraba, Rowan se le acercó y le pasó una mano por la espalda.
—No lo hizo, así que puedo venir aquí y beberme un zumo variado de zanahoria, manzana, pera y chirivía.
—Se te han escapado las remolachas.
—Así que era eso. Están mejor en zumo que en un plato.
Marg se apartó para sacar del frigorífico un cartón de huevos.
—Entra a desayunar. Tengo bocas hambrientas que alimentar.
—Quería preguntarte una cosa. Quería preguntaros una cosa —dijo cuando Lynn volvió con otro recipiente vacío—. ¿Dolly se veía con alguien? ¿Dijo algo sobre alguna relación?
—No era tan tonta como para sacar ese tema conmigo —empezó Marg—, porque no paraba de decir que era una viuda desconsolada y que encontraba su consuelo en Dios y en su bebé. Pero dudo que cuando salía al exterior en un descanso y soltaba risitas por el teléfono móvil fuese porque llamaba a una de esas líneas en las que cuentan chistes.
—A mí no me dijo nada directamente —intervino Lynn—, pero comentó un par de veces que tenía mucha suerte de tener un padre para mis hijos y que ella sabía que su bebé también necesitaba uno. Dijo que pasaba mucho tiempo rezando por ello y que tenía fe en que Dios proveería.
Lynn se movió, visiblemente incómoda.
—No me gusta hablar de ella así, pero la cuestión es que lo decía de una forma un poco maliciosa, ¿sabes? Y pensé: está claro, ya tiene puesto el ojo en un candidato. No estuvo demasiado bien por mi parte, pero es lo que pensé.
—¿Se lo contaste a la policía?
—Solo preguntaron si tenía novio, y cosas así. Les dije que no sabía de nadie. No me habría sentido bien si les hubiera dicho que creía que buscaba uno. ¿Crees que debería haberlo hecho?
—Les dijiste lo que sabías. Creo que voy a correr un poco a ver si me entra apetito. —Rowan vio que Lynn se mordía el labio inferior—. La policía tiene el rifle, y tiene a Brakeman. No puedo pasarme la vida aquí dentro. Volveré con más apetito.
Salió al exterior. El escalofrío que recorrió su cuerpo al echar un vistazo hacia los árboles le hizo enderezar la columna vertebral. No podía vivir pensando que llevaba una diana en la espalda. Se puso las gafas de sol, las que Cartas encontró en el lugar donde Gull le había hecho el placaje, y echó a andar hacia la pista.
Consideró la posibilidad de correr por la carretera, pero estaba en la lista de saltos, en el primer turno. Las nubes sobre las montañas confirmaban la previsión del informe matinal. Cumulus overtimus, pensó, sabiendo que la acumulación podía arrojar rayos. Probablemente saltaría sobre el fuego ese día y recuperaría muchas horas extraordinarias.
Más valía quedarse en la base por si acaso.
—Hola. —Gull se situó a su altura a paso ligero—. ¿Corremos?
—Creía que tenías cosas que hacer.
—He dicho que quería café y tal vez algunas calorías. Pero ha sido sobre todo para que tuvieras tiempo de hablar con Marg y Lynn. ¿Cuatro mil quinientos en línea recta?
—Yo… —Detrás de él, Rowan vio que Matt, Cartas y Trigger salían de la cocina y se dirigían hacia ella. La joven entornó los ojos—. ¿Ha entrado Lynn y le ha contado a todo el comedor que me iba hacia la pista?
—¿Tú qué crees?
Luego salieron juntos Dobie, Stovic y Gibbons.
—¿Ha llamado a los marines de paso? No necesito a una pandilla de guardaespaldas.
—Lo que tienes es a una gente que se preocupa por ti. ¿De verdad vas a quejarte de eso?
—No, pero no veo por qué… —Yangtree, Libby y Janis se acercaban procedentes de la zona del gimnasio—. Por el amor de Dios, dentro de un minuto la unidad entera estará aquí fuera.
—No me extrañaría.
—La mitad de vosotros ni siquiera vais equipados para correr —les gritó ella.
Trigger, con vaqueros y botas, fue el primero en alcanzarla.
—No vamos equipados para correr cuando acudimos a un incendio.
Rowan lo miró.
—Buena respuesta.
—Cuando tú corres, todos corremos —le dijo Cartas—. Al menos todos los que no estemos de servicio. Lo hemos votado.
—Yo no he votado. —Rowan apuntó a Gull con el dedo—. ¿Has votado tú?
—He tenido que añadir el mío a los resultados unánimes esta mañana, así que tu voto no sirve de gran cosa.
—Estupendo. Genial. Pues corramos.
Se fue hacia la pista e inició un esprint en cuanto pisó la superficie. Solo para ver quién conseguía no quedarse atrás, aparte de Gull, que avanzaba junto a ella zancada a zancada. Oyó el alboroto y el martilleo de pies tras ella, y luego los pitidos y silbidos cuando Libby se subió la cremallera para adelantar al resto del grupo.
—Ten piedad, Ro —gritó—. Aquí fuera hay ancianos como Yangtree.
—¡A quién llamas anciano!
Yangtree aceleró un poco y se alejó del pelotón en la curva.
—A cojos como Cartas que renquean con sus botas.
Divertida, Ro echó un vistazo por encima del hombro y vio que Cartas levantaba el dedo corazón y que Dobie empezaba a correr hacia atrás para burlarse de él.
Rowan aminoró ligeramente el paso porque el hombre renqueaba un poco, y luego casi se quedó sin aliento de tanto reír cuando Gibbons pasó corriendo junto a ella con Janis subida a los hombros y agitando los brazos en el aire.
—¡Pandilla de lunáticos! —se rió Rowan.
—Sí. La mejor pandilla de lunáticos que conozco —replicó Gull, cuya sonrisa se amplió al ver que Sureño pasaba resoplando junto a ellos con Dobie encima—. ¿Quieres que te lleve?
—Te ahorraré el peso en la espalda. Muéstrales cómo se hace, Pies Rápidos. Lo estás deseando.
Gull le dio una palmada en el culo y salió disparado como una bala entre un coro de gritos de entusiasmo, insultos y silbidos.
Para cuando Rowan completó los cuatro mil quinientos, Gull estaba espatarrado sobre la hierba, apoyado en los codos para contemplar el espectáculo. Muy entretenida, Rowan se quedó con las manos en las caderas, haciendo lo mismo. Hasta que vio que llegaba su padre.
—Me alegro de que no haya venido antes —comentó Rowan—, o también habría salido a la pista.
—Apuesto a que se defiende bien.
—Sí, desde luego.
Rowan echó a andar hacia él, intentando mostrar una sonrisa desenvuelta. Pero la expresión de su padre le dijo que la desenvoltura no funcionaría.
Lucas la agarró y la atrajo con fuerza hacia sí.
—Estoy bien, ya te lo dije.
—No vine anoche a comprobarlo por mí mismo porque me pediste que no lo hiciera, porque me dijiste que tenías que hablar con la policía y que luego necesitabas dormir. —Se apartó un poco y observó su cara con atención—. Pero necesitaba comprobarlo por mí mismo.
—Entonces puedes dejar de preocuparte. La policía tiene a Brakeman. Te envié un mensaje en el que te decía que habían encontrado su arma y que iban a buscarle. Y lo hicieron.
—Quiero verle. Quiero mirarle a los ojos cuando le pregunte si cree que hacerle daño a mi hija le devolverá a la suya. Quiero preguntarle eso antes de darle un buen escarmiento.
—Te agradezco la intención, de verdad, pero no me hizo daño ni va a hacérmelo. Mira a esa pandilla —dijo Rowan, señalando hacia la pista con un gesto—. He salido a correr y cada uno ha salido de su agujero.
—Todos para uno —murmuró—. Tengo que hablar con tu novio.
—No es mi… Papá, no tengo dieciséis años.
—«Novio» es la palabra más fácil para mí. ¿Has desayunado?
—Aún no.
—Ve a desayunar, y yo engatusaré a Marg para que me dé a mí también de comer, cuando acabe de hablar con tu novio.
—Llámale por su nombre. Sería más fácil.
Lucas se limitó a sonreír y a darle un beso en la frente.
—Voy enseguida.
Se dirigió hacia Gull, entrechocó la palma con la de Gibbons y le dio a Yangtree una palmada en la espalda cuando el hombre se inclinó hacia delante para recuperar el aliento.
—Quiero hablar contigo un momento —le dijo a Gull.
—Claro.
Gull se puso en pie. Al ver que Lucas se alejaba del grupo arqueó las cejas, pero le siguió.
—Me he enterado de lo que hiciste por Rowan. Cuidaste de ella.
—Le agradecería que no se lo dijese.
—Ni se me ocurriría, pero te lo digo a ti. Te digo que te estoy agradecido. Ella lo es todo para mí, de verdad. Si alguna vez necesitas algo…
—Señor Tripp.
—Lucas, y tutéame, por favor.
—Lucas, en primer lugar, me imagino que casi todo el mundo habría hecho lo que hice yo; no fue para tanto. Si el instinto de Rowan hubiese saltado primero, ella me habría tirado al suelo y yo habría quedado debajo de ella. Y en segundo lugar, no lo hice para que me debieras un favor.
—Te hiciste polvo los brazos.
—Ya se curarán, y no me mantienen fuera de la lista de saltos, así que no pasa nada.
Lucas asintió con la cabeza y miró hacia los árboles.
—¿Se supone que tengo que preguntar cuáles son tus intenciones acerca de mi hija?
—Dios, espero que no.
—Porque, a mi modo de ver, si solo estuvieras con ella para pasarlo bien, no te jorobaría que yo te dijera que te debía una. Así que voy a hacerte ese favor tanto si quieres como si no. Y aquí está —dijo, mirando de nuevo a Gull a los ojos—. Si vas en serio con ella, no dejes que te aparte de sí. Tendrás que aguantar hasta que confíe en ti. No se abre con facilidad, pero una vez que confía, es constante. Bueno —Lucas estrechó la mano de Gull—, me voy a desayunar con mi hija. ¿Vienes?
—Sí. Enseguida —decidió Gull.
Se quedó a solas un momento, asimilando que Iron Man Tripp acababa de darle su bendición y reflexionando acerca de lo que quería hacer con ella.
Para darle vueltas al asunto, se tomó su tiempo para dirigirse hacia la cantina. Justo cuando llegaba sonó la sirena. Maldiciendo la ocasión perdida de desayunar, Gull giró en redondo y echó a correr hacia la sala de equipamiento.