17

Gull estaba sentado en la cama con su ordenador portátil. Había respondido algunos correos electrónicos personales y adjuntado un par de fotos de las montañas y del campamento que había hecho esa mañana. Se había ocupado un poco de su negocio y luego abrió la página del periódico de su ciudad para ojear la sección de deportes.

Sabía que la avioneta había vuelto, y se preguntó cuánto tardaría Rowan en llamar a su puerta.

Lo haría, pensó, aunque solo fuera para proseguir con la pelea en el punto en que la habían dejado. No era de las que esquivaban los problemas, y aunque fuese así le resultaría prácticamente imposible esquivarlo a él mientras trabajasen en la misma base.

Podía esperar.

Por curiosidad, hizo una búsqueda en Google sobre la investigación de incendios forestales provocados, y mientras repasaba los resultados consideró la posibilidad de dirigirse a la sala común o ir a preguntarle a Dobie si le apetecía ir a la ciudad.

Siempre es más fácil esperar cuando estás ocupado, pensó. En ese momento, un artículo despertó su interés. Respondió distraídamente al golpe en la puerta.

—Sí, está abierto.

—Que no hayas cerrado con llave no significa que la puerta esté abierta.

Echó un vistazo. Rowan estaba apoyada en la jamba.

—Ahora está abierta.

Al entrar, dejó la puerta entornada y se inclinó para ver la pantalla del ordenador portátil.

—¿Estás estudiando sobre incendios provocados?

—Específicamente forestales. Me ha parecido que venía al caso. ¿Cómo ha ido la limpieza?

—Habéis dejado aquello hecho un desastre. Me han dicho que las cosas se pusieron peliagudas allí arriba —comentó ella, apartando los ojos de la pantalla para mirarlo a la cara.

—Tuvimos nuestros momentos. Te eché de menos —dijo él con una sonrisa.

—¿Por lo buena que soy o por lo buena que estoy?

—Por todo —contestó él, cerrando el ordenador—. ¿Por qué no salimos a dar una vuelta y vemos la puesta de sol?

—Muy bien.

Cuando salieron, Rowan sacó las gafas de sol del bolsillo.

—Que esté sorprendida y poco entusiasmada porque mi padre salga con una mujer a la que no conozco y de la que no me ha hablado no me convierte en celosa.

—¿Es así como lo llamamos ahora? ¿Sorprendida y poco entusiasmada? Yo lo habría definido como indignada y enfurecida.

—Por la sorpresa —replicó ella en tono cortante.

—De acuerdo —decidió Gull—, dado que al parecer en toda tu vida no habías presenciado un morreo.

—No creo que reaccionase de una manera exagerada. No tanto.

—¿Por qué discutir por los grados?

—No pienso disculparme por decirte que no te metieras donde no te llamaban.

—Así no tengo que mostrarme generoso y aceptar una disculpa inexistente. Pues yo no pienso disculparme por expresar mi opinión sobre tu reacción no tan exagerada.

—Entonces supongo que estamos en paz.

—Más o menos. La puesta de sol es preciosa.

Rowan estaba a su lado, contemplando cómo el sol se hundía hacia los picos del oeste, cómo se ahogaba en el mar de rojo, oro y delicado violeta que generaba.

—No tiene por qué caerme bien, y desde luego no tengo por qué confiar en ella.

—Eres como un perro con un hueso, Rowan.

—Tal vez. Pero es mi hueso.

El silencio, pensó Gull, podía ser tan expresivo como las palabras.

—He oído que el padre de Dolly se metió contigo.

—Eso se ha terminado.

—No creo.

—¿Estás volviendo a meterte donde no te llaman, Gull?

—Si quieres llamarlo así… Un hombre que está en su situación merece compasión, así que quizá tenga un pase por esta vez, pero eso ya ha terminado. Nadie arremete contra mi chica.

—¿Tu chica? Yo no soy tu chica.

—¿Estamos o no estamos juntos aquí contemplando la puesta de sol? ¿Y no es bastante probable que tú y yo acabemos desnudos en la cama juntos esta noche?

—De todas formas…

—¡Déjate de cuentos! —Le agarró la barbilla y la atrajo hacia sí para darle un beso—. Eso te convierte en mi chica.

—¡Joder, Gull! Me provocas picor en la espalda.

Gull se la rascó divertido. Luego le pasó un brazo por los hombros y siguió caminando.

—Bien, después dónde quedamos, ¿en tu habitación o en la mía?

Con la luz más suave, Rowan se quitó las gafas y luego se las colgó de un bolsillo.

—Algunas personas se sienten intimidadas o molestas por cierto nivel de seguridad en uno mismo.

—Tú no.

—No, yo no. Por suerte para ti, me gusta. Vamos a… —Rowan se echó hacia atrás al oír el disparo—. ¡Santo Dios!, ¿eso era…?

El aire salió expulsado de sus pulmones cuando Gull la tiró al suelo y se colocó encima de ella.

—No te levantes —le ordenó, y vio que una bala se hundía en el suelo, a dos metros de distancia—. Agárrate a mí. Vamos a rodar.

En cuanto los brazos de Rowan se abrazaron a su cuerpo, se dio impulso y notó que ella hacía lo mismo, por lo que se desplazaron de forma rápida y poco elegante hasta protegerse detrás de uno de los Jeeps aparcados en la puerta de un hangar.

Se oyó un tercer estallido que impactó contra el metal sobre sus cabezas.

—¿De dónde viene? ¿Lo sabes?

Gull negó con la cabeza, manteniendo su cuerpo sobre el de ella mientras esperaba el siguiente disparo. Pero el silencio persistía a medida que pasaban los segundos, y a continuación los gritos y los pasos precipitados lo hicieron añicos.

—¡Agachaos, por Dios, poneos a cubierto! —exclamó—. Hay un francotirador.

Dobie se lanzó hacia el jeep y se tiró al suelo.

—¿Os han dado? ¿Estáis…? Maldita sea, Gull, estás sangrando.

Rowan se agitó debajo de él.

—¡Apártate! Déjame ver.

—Solo me he rascado con el asfalto. No me han dado. No te levantes.

—Es un rifle. —Dobie se incorporó hasta quedarse agachado—. Sé reconocer un disparo de rifle. Desde aquellos árboles, creo. Es una suerte que dispare tan mal, porque vosotros dos erais un blanco perfecto.

—¡Eh! —gritó Trigger desde el otro extremo del hangar—. ¿Hay alguien herido?

—Estamos bien —respondió Rowan—. No vengas. Puede estar esperando a que alguien salga al descubierto.

—L. B. ha avisado a la policía. De momento quedaos donde estáis.

—Entendido. Agáchate, Gull.

—Te ha hecho un buen placaje —comentó Dobie cuando Gull se apartó—. ¿Sabes? Jugaba al fútbol americano en el instituto. Era quarterback.

—¿Eso es interesante ahora? —murmuró Rowan mientras daba la vuelta a los brazos de Gull para examinar los rasguños ensangrentados que tenía en los codos y en los antebrazos—. Tienes gravilla.

—Me gustaba más el baloncesto —dijo Gull tranquilamente—, pero no tenía estatura para competir. Tenía la velocidad, pero me estanqué en metro ochenta y tres hasta el último curso, en que di un estirón y añadí seis centímetros más. Ahora bien, el béisbol es lo que más me gusta. En mis tiempos tenía un brazo buenísimo.

Tal vez hablar lo distrajese de los rasguños, decidió Rowan, porque debían escocerle mucho.

—Tenía la impresión de que eras la estrella de la pista.

—Es lo que mejor se me da, pero me gustan los deportes, así que hacía un poco de todo. Cuando me gradué, tenía tanta habilidad para el deporte como para decir tacos.

Rowan lo observó a la luz menguante.

—Estamos sentados detrás de este jeep, escondiéndonos de un chiflado con un rifle, ¿y tienes las narices de alardear de tus días de gloria en el instituto?

—Eso ayuda a pasar el rato. Además, tuve unos días de gloria bastante imponentes —dijo, sacudiendo de tierra la mejilla de Rowan—. Estamos bien.

—Si vais a poneros empalagosos no pienso mirar hacia otro lado —dijo Dobie, apoyándose hacia atrás contra el neumático—. Ojalá tuviese una cerveza.

—En cuanto termine este intermedio —le dijo Gull—, pago yo la primera ronda.

—Estaba pensando en ir a la sala común y relajarme con un poco de tele y una cerveza. Acababa de salir, y ¡pum!, ¡pum!

—¿Y has salido al descubierto en vez de volver a entrar? —quiso saber Rowan.

—Tal como os habéis tirado al suelo, no sabía con certeza si os habrían dado a alguno de los dos.

Rowan se inclinó por encima del cuerpo de Gull y besó a Dobie en la boca.

—Gracias.

—Yo no pienso besarte —dijo Gull—. Se ha ido —añadió—. Se ha marchado después del tercer disparo.

—Eso creo —convino Dobie—. Ya ha oscurecido, así que no puede ver ni un pimiento, salvo que tenga infrarrojos.

—Vamos. —Rowan se puso en cuclillas—. Si quiere dispararnos, podría dar la vuelta en la oscuridad y alcanzarnos mientras estamos aquí sentados.

—No le falta razón. No corráis en línea recta. Eso es lo que dicen en las películas —advirtió Gull—. ¿A los barracones?

—A los barracones —convino Dobie.

Antes de que cualquiera de los hombres pudiese reaccionar, Rowan salió disparada como una corredora desde la línea de salida y fue acelerando.

—¡Maldita sea!

Gull corrió tras ella. Habría podido alcanzarla y adelantarla; ambos lo sabían. Pero se mantuvo a su espalda, moviéndose en zigzag cuando ella lo hacía.

—¡Ya llegamos! —exclamó Rowan justo antes de alcanzar la puerta.

—¿En qué demonios pensabas? —Gull la agarró y la obligó a volverse—. ¿Por qué te has marchado así?

—Pensaba que no ibas a hacerme de escudo humano dos veces en un día. Te agradezco la primera, no soy estúpida.

—No puedes decidir por mí.

—Lo mismo digo.

Se gritaban el uno al otro mientras la gente gritaba a su alrededor. Libby soltó un penetrante silbido.

—¡Callaos! ¡Callaos de una vez, joder! ¡Todo el mundo! —exclamó pasándose las manos por el pelo, que goteaba de la ducha de la que había salido precipitadamente—. Gull, estás manchando el suelo de sangre. Que alguien traiga un botiquín y le limpie las heridas. La policía está de camino. Bien, la policía está aquí —rectificó al oír las sirenas—. L. B. quiere a todo el mundo dentro hasta… hasta que sepamos algo.

—Vamos, Gull. —Janis le dio una palmadita en el trasero—. Te haré de enfermera.

—¿Todo el mundo está localizado? —preguntó Rowan.

—Aquí, en la cantina y en Operaciones, todos estamos bien —dijo Yangtree, adelantándose y dándole un abrazo que estuvo a punto de romperle las costillas—. Estaba viendo la tele. Pensé que era el petardeo de un coche. Entonces ha llegado Trig corriendo y ha dicho que alguien estaba disparando y que estabais ahí fuera. ¿Qué cojones pasa, Ro? —preguntó después de soltarla.

—Eso mismo digo yo. ¿Por qué iba alguien a dispararnos?

—La gente está como una cabra —sentenció Dobie, encogiéndose de hombros—. Tal vez sea uno de esos tipos obsesionados con que el gobierno es nuestro enemigo. Por aquí hay muchos de esos.

—Tres disparos no son una gran declaración.

—Lo habría sido si uno de ellos os hubiese dado a ti o a Gull —señaló Trigger.

—Tu padre va a enterarse de esto, Ro —comentó Yangtree—. Llámale ahora antes de que lo haga y dile que estás bien.

—Sí, tienes razón.

Rowan echó un vistazo hacia la habitación de Gull y después se metió en la suya para hacer la llamada.

Apretando los dientes, Gull soportó el escozor mientras Janis limpiaba a conciencia cortes y rasguños.

—¿Qué demonios le pasa a Rowan?

—Dado que la sangre que llevaba encima ha resultado ser sobre todo tuya, no gran cosa. Y ya sé que estás hablando de cómo piensa o actúa, pero tendrás que ser más específico.

—¿Cómo puede alguien entrenado para ser un jugador de equipo, que es un jugador de equipo en el noventa por ciento de su vida, ser todo lo contrario el otro diez?

—En primer lugar, los bomberos paracaidistas trabajan como un equipo, pero sabes de sobra que todos tenemos que pensar, actuar y reaccionar de forma individual. Y, lo que es más importante, en el caso de Rowan se trata de un mecanismo de defensa, de orgullo y de una reticencia instintiva a confiar.

—¿Defensa contra qué?

—Intenta evitar que le hieran el orgullo y que traicionen su confianza. Personalmente, creo que ha llevado muy bien que su madre la abandonara cuando era un bebé, pero no creo que se pueda superar nunca del todo. Voy a tener que usar las pinzas para sacar parte de estos restos. Insúltame si quieres.

—¡Joder! —dijo él, y apretó los dientes—. Confías cada vez que cruzas la puerta. En el jefe de saltos, en el piloto, en ti mismo. Demonios, tienes que confiar en que el destino no va a enviarte un autobús a toda velocidad cada vez que sales de tu casa. Si no puedes dar ese mismo salto con otro ser humano, acabas solo.

—Creo que ella siempre ha supuesto que le pasaría. Nos tiene a nosotros, tiene a su padre, a un montón de gente. Pero ¿una relación de pareja seria y comprometida? No está segura de creer en ellas en general, y mucho menos en su caso.

Un trocito de gravilla cayó en el cuenco con un leve tintineo.

—Hace mucho que trabajo con Ro. En general es optimista. Confía en que ella, o nosotros, depende, encontraremos una forma de hacer este trabajo. Pero en su vida personal es una pesimista que no tiene ningún problema para vivir el momento, porque de todos modos no va a durar.

—Está equivocada.

—Nadie se lo ha demostrado todavía —dijo Janis—. ¿Puedes hacerlo tú? —le preguntó, alzando la mirada.

—Si no me desangro después de esta sádica cura…

—Aún no he empezado. Creo que eres el primer tío que intenta demostrarle que está equivocada, así que no la jorobes. ¡Bueno! —dijo, dejando caer más gravilla en el cuenco—. Creo que ya está. Has perdido mucha piel, Gull —comentó mientras le aplicaba un antiséptico—. Te has machacado los codos, pero podría haber sido mucho peor.

—No es que me queje, pero no dejo de preguntarme por qué no ha sido mucho peor.

Gull echó un vistazo al marco de la puerta al oír que alguien daba unos golpes. Como antes, Rowan estaba apoyada en la jamba, pero ahora llevaba dos cervezas.

—Le he traído una cerveza al paciente.

—Seguramente le vendrá bien —comentó Janis mientras le vendaba el codo derecho—. ¿Se sabe algo?

—La policía ha iluminado los jardines como si fuera Navidad. Si han encontrado algo, aún no lo comparten.

—Bien. Es todo lo que puedo hacer. —Janis recogió el cuenco lleno de gravilla, gasas manchadas de sangre y algodones—. Tómate dos ibuprofenos y llámame por la mañana.

—Gracias, Janis.

Al levantarse, la joven le apretó la pierna.

—Eres un valiente —dijo antes de salir.

Rowan se le acercó y le ofreció una cerveza.

—¿Quieres discutir?

Observándola por encima de la botella, Gull dio un trago largo.

—Sí.

—Parece una pérdida de tiempo, en vista de lo ocurrido, pero está bien. Elige el tema.

—Comencemos por lo más reciente; siempre podremos ir retrocediendo. Has echado a correr sola ahí fuera, al descubierto.

—Habíamos decidido intentar llegar a los barracones, y eso he hecho.

—De nosotros tres, soy el más rápido y el más cualificado para atraer y evadir los disparos, si los hubiera habido.

—He dicho que me gustaba el exceso de seguridad en uno mismo, pero pretender esquivar las balas es llevar las cosas demasiado lejos. Sé cuidar de mí misma, Gull. Lo hago cada día, y voy a seguir haciéndolo.

Gull se consideraba un hombre paciente y razonable, casi siempre. Pero ella acababa de pulsar su último interruptor.

—Que sepas cuidar de ti misma es uno de tus mayores atractivos, idiota. Puedes manejarte en un salto, en un incendio o en general. No hay problema. Pero esto ha sido distinto.

—¿En qué sentido?

—¿Te habían disparado alguna vez?

—No. ¿Y a ti?

—Ha sido la primera vez para los dos, y no cabe duda de que era una situación en la que tendrías que haber confiado en que yo cuidase de ti.

—No quiero que nadie cuide de mí.

—¿Sabes? Eso es una estupidez. Janis acaba de cuidar de mí, y sin embargo, no sé por qué, mi orgullo y mi autoestima se mantienen íntegros e intactos.

—Ponerle unas vendas a alguien no es lo mismo que echársele encima como si fuese una granada que vas a ahogar con tu propio cuerpo para salvar a los que están en las trincheras. Y mírate, Gull, yo apenas tengo un rasguño porque tú te has llevado la mayor parte de ese revolcón en lugar de permitir que yo me quedase con la mía.

—Protejo lo que me importa. Si tienes algún problema con eso, tienes un problema conmigo.

—Protejo lo que me importa —dijo ella, repitiendo sus palabras.

—¿Estabas protegiendo a otro bombero paracaidista o me estabas protegiendo a mí?

—Es que tú eres otro bombero paracaidista.

Gull se le acercó.

—¿Es lo que hago, o lo que soy? Y no intentes decirme «eres lo que haces» porque soy mucho más, y menos, y docenas de otras cosas. Y tú también. Me preocupo por ti, Rowan. Por la persona que ríe como la chica de un salón del viejo Oeste, la persona que reconoce las constelaciones en el cielo nocturno y huele a melocotones. Me preocupo por esa mujer tanto como lo hago por la mujer valiente, inteligente e incansable que arriesga la vida cada vez que suena la sirena.

El recelo nubló los ojos de Rowan.

—No sé qué decir cuando hablas así.

—¿Lo único que ves cuando me miras es a otro paracaidista con el que trabajarás durante la temporada?

—No —contestó Rowan, exhalando un suspiro tembloroso—. No, eso no es todo, pero…

—Párate ahí —dijo él, apoyándole una mano en la nuca—. Haznos un favor a los dos y párate ahí. Eso es suficiente por ahora.

Rowan avanzó hacia él y le rodeó la cintura con fuerza cuando sus labios se encontraron. Sintió que perdía el equilibrio, como si estuviera a punto de precipitarse desde una cornisa. Notó un aleteo bajo el corazón, en la base de la garganta. Lo agarró con más fuerza, queriendo encontrar el calor, el zumbido, una afirmación de que ambos estaban sanos y salvos.

Solamente eso, se dijo. No tenía por qué ser nada más que eso.

—Tener una habitación no siempre es suficiente —dijo Trigger desde el umbral—. A veces hay que cerrar la puerta.

—Adelante —le invitó Gull antes de regresar al beso.

—Lo siento, os reclaman en la sala común.

—¿Quién? —inquirió Rowan, y mordisqueó el labio inferior de Gull.

—El oficial y la guardia forestal. Si no os interesa averiguar quién demonios os ha disparado esta noche, puedo decirles que estáis ocupados.

Gull levantó la cabeza.

—Ahora vamos. —Miró a Rowan. Le pasó las manos por los hombros y luego las bajó por los brazos—. En cuanto a la decisión que antes ha quedado tan groseramente interrumpida, esta noche en mi habitación, porque está más cerca de la sala común.

—No es un mal motivo —comentó Rowan, cogiendo las cervezas y dándole la suya—. Acabemos con esto para poder cerrar la puerta.

DiCicco estaba sentada con Quinniock y L. B. en la sala común. Por lo general, a aquellas horas de la noche la gente estaba despatarrada en los sofás y las butacas viendo la televisión, o reunida en torno a una de las mesas jugando a las cartas. Alguien podría haber calentado una pizza o preparado palomitas en el microondas. Y siempre habría alguien dispuesto a hablar del fuego.

Pero ahora la pantalla de televisión permanecía negra y en silencio; y los sofás, vacíos.

L. B. se levantó de la mesa y se acercó deprisa para pasarles un brazo por los hombros a Gull y a Rowan.

—Estáis bien. Eso es lo que más importa. Lo siguiente es encontrar a ese bastardo.

—¿Se sabe algo? —preguntó Rowan.

—Si pudiésemos tener antes sus declaraciones —empezó DiCicco gesticulando hacia la mesa—, nos ayudaría a hacernos una idea más clara.

—La idea está clara —replicó Rowan—. Alguien nos ha disparado y ha fallado.

—¿Cuando usted redacta un parte de incendio, se limita a decir: «Se ha declarado un incendio y lo hemos apagado»?

—Si pudiésemos empezar desde el principio… —Quinniock levantó las manos para poner paz—. El testigo, Dobie Karstain, dice que ha salido de los barracones sobre las nueve y media. Unos minutos más tarde, les ha visto a ustedes dos caminando juntos entre el área de entrenamiento y la zona de hangares, aproximadamente a treinta metros de los árboles. ¿Es así?

—Más o menos. —Gull tomó la iniciativa, pues le parecía evidente que DiCicco sacaba de quicio a Rowan—. Hemos salido a dar un paseo y a contemplar la puesta de sol.

Se lo explicó paso a paso.

—Dobie ha dicho que parecían disparos de rifle —continuó—, y que procedían de los árboles. Se crió en una zona rural de Kentucky, por lo que me inclino a creer que está en lo cierto. No hemos podido ver a nadie. El primer disparo se ha producido en torno a la puesta de sol. Todo debe de haber durado solo unos diez minutos, aunque se nos ha hecho más largo.

—¿Han tenido ustedes problemas? ¿Han recibido amenazas de alguien?

Al ver que Rowan se limitaba a arquear las cejas, DiCicco inclinó la cabeza.

—Aparte de Leo Brakeman.

—Hemos estado demasiado ocupados para meternos en discusiones con los vecinos o los turistas.

—En realidad, en primavera hubo un incidente con usted, señor Curry, la señorita Tripp y el señor Karstain.

—Debió de ser cuando Rowan recriminó a uno de aquellos tres idiotas su comportamiento hacia ella, y luego ellos satisficieron su orgullo atacando a Dobie cuando salió del bar.

—Y tú les diste una buena paliza —concluyó Rowan—. Eran buenos tiempos.

—Les digo lo mismo de ellos que cuando sufrimos el acto de vandalismo —continuó Gull—. Me cuesta mucho imaginarlos volviendo aquí. Y aún me cuesta más imaginar a uno de ellos vigilándonos desde el bosque y disparándonos cuando hemos salido a dar un paseo. De todas formas nos pasamos el día entrando y saliendo. Juntos o por separado. Es aún más aventurado pensar que aquellos paletos de Illinois hayan vuelto hasta aquí y hayan tenido tanta suerte de encontrarnos a Ro y a mí cuando hemos salido, para que pudiesen hacer prácticas de tiro.

—¿Cómo sabe que son de Illinois? —preguntó DiCicco.

—Porque es lo que decía la matrícula de la furgoneta… e hice algunas averiguaciones tras el asunto de la sala de equipamiento.

—No me lo dijiste.

Gull miró a Rowan, encogiéndose de hombros.

—No me enteré de nada que valiese la pena contarte. El tipo corpulento, el cabecilla, es el dueño de un taller mecánico en Rockford. Es un desgraciado y ha tenido varias denuncias por agresión, aunque nada importante. Las peleas de bar son su especialidad. —Volvió a encogerse de hombros al ver que DiCicco lo miraba—. Internet. Se puede averiguar cualquier cosa si buscas lo suficiente.

—Muy bien. Ustedes dos han iniciado su relación hace poco —dijo DiCicco—. ¿Hay alguien a quien le haya podido molestar? ¿Alguna relación anterior?

—No salgo con mujeres capaces de dispararme —dijo, antes de dedicarle a Rowan una mirada crítica—. Tal vez hasta ahora.

—He disparado a todos mis antiguos amantes, así que tu suerte está echada.

—Solo si llegamos a la parte «antiguo» —le dijo, cubriéndole la mano con la suya—. Ha sido o bien un vecino que nos guarda rencor a uno de nosotros o a ambos al mismo tiempo, o bien a la base en general. O un pirado que quería disparar contra unas instalaciones federales.

—¿Un terrorista?

—Creo que un terrorista habría utilizado más munición —le dijo Gull a DiCicco—. Pero sea como fuere, era un tirador pésimo. Salvo que fuese un tirador excelente y solo intentase asustar e intimidar.

La mirada de Rowan se agudizó.

—No se me había ocurrido.

—Es que yo pienso mucho. No puedo asegurarlo, pero creo que el disparo más cercano ha dado a unos dos metros del lugar en el que nos hemos tirado al suelo. No es una distancia cómoda cuando hay balas de por medio, pero es cierta distancia. Otro ha sonado como si tocase metal, el hangar. Muy por encima de nuestras cabezas. Puede que al final solo sean un par de críos que querían demostrar de qué eran capaces. Los bomberos paracaidistas se creen que molan, vamos a hacer que se meen en los pantalones.

Rowan puso los ojos en blanco.

—Es una teoría —dijo Gull.

Entró un policía de uniforme.

—Oficial.

—Hola, Barry.

—Hola, Ro. Me alegro de que estés bien. Señor, hemos encontrado el arma, o la presunta arma.

—¿Dónde?

—A unos veinte metros, entre los árboles. Un Remington 700 de cerrojo. La edición especial. Estaba tapado con hojas.

—¡Qué estúpido! —masculló Rowan—. ¡Qué estúpido dejarlo allí!

—Todavía es más estúpido si tiene una placa de latón con el nombre en la culata —dijo L. B.—. El pasado otoño salí a cazar con Leo Brakeman, y llevaba un 700 edición especial. Estaba muy orgulloso de él.

Rowan cerró el puño bajo la mano de Gull.

—¡Adiós a las teorías!

Cuando DiCicco y Quinniock salieron a examinar el arma, L. B. fue hasta la cafetera.

—¿Sabes? —dijo Ro—. Le contó todas esas mentiras a su padre, unas mentiras que lo han llevado a venir con un arma e intentar matarme.

—Diría que tienes razón solo a medias. —L. B. suspiró al sentarse con su café—. Las mentiras lo han llevado a venir con un arma, pero, tal como he dicho, he salido de caza con Leo. Le he visto derribar con ese rifle a un ciervo en movimiento, a treinta metros de distancia. Si hubiese querido meterte una bala en el cuerpo, te la habría metido.

—Supongo que entonces era mi día de suerte.

—Algo se ha roto dentro de él. No le estoy disculpando, Ro. No hay excusa para esto. Pero algo se ha roto dentro de él. ¿Qué demonios va a hacer Irene ahora? Su hija asesinada, y su marido probablemente encerrado, una criatura que cuidar… Ni siquiera ha enterrado aún a Dolly, y ahora esto.

—Lo siento por ellos. Por todos ellos.

—Sí, es una situación lamentable. Voy a ver si los policías me dicen qué pasará ahora.

L. B. salió, dejando su café intacto.