Mientras su padre dormía el sueño de los justos agotado en la cama de Ella, Rowan iniciaba su octava hora de batalla. El fuego estaba acorralado y casi bajo control cuando una lluvia de pavesas prendió una cadena de focos secundarios por encima del cortafuegos. Al momento, la cuadrilla se encontró atrapada entre el fuego principal y los focos secundarios que acababan de encenderse.
Como si llegaran del infierno, las brasas desgarraron la neblina, aporreando los cascos y quemando la piel desprotegida. Con un tremendo rugido se prendió fuego un pino ponderosa y llenó de llamas unas nubes de humo que provocaban escozor en los ojos. Catapultado por el viento que el fuego creaba, un carbón encendido voló por encima del cortafuegos que se desintegraba, haciendo de la victoria ya cercana una nueva lucha desesperada.
Entre gritos y órdenes, Rowan escapó corriendo con la mitad de la brigada, acarreando el equipo hacia el nuevo incendio activo.
—La vía de escape está cresta abajo —gritó, sabiendo que si el flanco cambiante abastecía la cabeza quedarían atrapados—. Si tenemos que irnos, abandonad el equipo y corred con todas vuestras fuerzas.
—Vamos a atraparlo. Vamos a acabar con él —le contestó a gritos Cartas con una expresión en la que brillaba la fiebre del dragón.
Sofocaron los focos secundarios a medida que avanzaban, azotando, cavando, serrando.
—Hay un riachuelo a unos cincuenta metros de aquí —dijo Gull, corriendo junto a ella.
—Ya lo sé —dijo Rowan, sorprendida—. Meteremos la bomba en él, pondremos en marcha las mangueras y construiremos un cortafuegos húmedo. Lo ahogaremos.
—Casi habíamos acabado con él.
—Gibbons y los demás sofocarán la cabeza.
Rowan lo miró. Su rostro resplandecía bajo el reflejo del fuego mientras los gritos roncos y las carcajadas salvajes se enredaban con el gruñido animal del fuego.
Rowan sabía que la fiebre del dragón podía propagarse como un virus, para bien o para mal. En ese instante corría incluso por su sangre, porque se acercaba el momento decisivo.
—Si no lo consiguen, Pies Rápidos, agarra el equipo que puedas y acarréalo lo más lejos posible. Tal como corres, deberías poder adelantar al dragón.
—Cuenta con ello.
Trabajaron a una velocidad demoníaca, soltando el equipo para montar la bomba y manejar la manguera, mientras otros abrían rápidamente un cortafuegos.
—¡Que comience la fiesta! —exclamó Rowan, plantándose con firmeza y preparándose mientras agarraba la manguera. Cuando se llenó y soltó su potente chorro, Rowan dio un grito triunfal.
Sus brazos, puestos a prueba por el esfuerzo de muchas horas de duro trabajo físico, vibraron. Pero sus labios se despegaron en una sonrisa salvaje.
—¡Trágate esto!
Le echó una ojeada a Gull y se rió como una lunática.
—Otra ociosa noche de verano. Mira —dijo, señalando con un gesto de la barbilla—. Ya cae. La cabeza se muere. Bonito espectáculo.
El incendio forestal se rindió una hora antes del amanecer. En lugar de recoger y marcharse, la fatigada brigada acampó junto al riachuelo. Las mochilas hicieron las veces de almohadas para unas cabezas que necesitaban al menos echar un par de horas de sueño antes de liquidar el incendio. Rowan no puso objeciones cuando Gull se dejó caer junto a ella, y menos cuando él le ofreció un trago de su cerveza.
—¿De dónde has sacado eso?
—Tengo mis recursos.
Rowan dio un buen trago y se tumbó para contemplar las estrellas que atravesaban la menguante neblina de humo.
Ese momento entre la noche y el día, cuando el tiempo parecía haberse detenido, era lo mejor. La quietud del bosque, la montaña y el cielo. Nadie que no hubiese luchado en una guerra como aquella podía sentir jamás una satisfacción tan intensa al ganarla.
—Una buena noche de trabajo siempre debería ir seguida de una cerveza a la luz de las estrellas —decidió.
—¿Quién es ahora la romántica?
—Es solo porque estoy un poco aturdida por el humo, como una abeja.
—Una vez salí con una apicultora.
—¿En serio?
—Katherine Anne Westfield —dijo él, con un pequeño suspiro al recordar—. Una morena de piernas largas con los ojos como chocolate fundido. Durante algún tiempo me atajó lo suficiente para ayudarla con las colmenas. Pero no resultó.
—Las abejas te picaron.
—Ja. La cuestión era que insistía en que la llamase Katherine Anne. Ni Katherine, ni Kathy, Kate o Kat, ni K. A. Tenía que ser el nombre completo. Acabó siendo demasiado molesto.
—¿Rompiste con una mujer porque su nombre tenía demasiadas sílabas?
—Podrías decirlo así. Además, tengo que reconocer que las abejas también empezaron a darme mal rollo.
—Me gusta escucharlas. Es un sonido que me da sueño. Ha salido Casiopea —dijo cuando apareció la constelación. Luego cerró los ojos y se quedó dormida.
Despertó hecha un ovillo contra él, con la cabeza apoyada en su hombro. Ella no solía acurrucarse, pensó Rowan. Le gustaba tener espacio… y desde luego no lo hacía cuando acampaba con la brigada.
Resultaba incómodo.
Empezó a desenredarse, pero el brazo de Gull la atrajo hacia sí, un poco más cerca.
—Espera un minuto.
—Tenemos que ponernos en marcha.
—Sí, sí. ¿Dónde está mi café, mujer?
—Muy gracioso. —Rowan esbozó una sonrisa—. Apártate.
—Como podrás observar, soy yo quien sigue en el espacio que tiene asignado, tú eres la que se ha deslizado hasta aquí y me ha abrazado. Pero ¿acaso me quejo?
—Supongo que tenía frío.
Gull volvió la cabeza para besarle la coronilla.
—A mí me pareces muy cálida.
—¿Sabes, Gull? Esto no es una acampada romántica en las montañas. Nos espera un duro día de limpieza.
—Que me alegro de aplazar durante un par de minutos más mientras me imagino que vamos a hacer el amor al despertar en nuestra acampada romántica en las montañas. Después, me prepararás café y me freirás unos huevos con beicon, vestida con unos pantalones cortos y una de esas camisetas tan finas. Luego tendré que luchar contra el oso que entrará en el campamento. Como es natural, lo mataré tras una batalla brutal. Después de eso me curarás tiernamente las heridas, y volveremos a hacer el amor.
Ella no se acurrucaba, pensó Rowan, y las muestras de encanto la dejaban fría. Entonces, ¿por qué estaba acurrucada, y por qué estaba encantada?
—Tienes una vida de fantasías muy agitada.
—Nunca salgo de casa sin ellas.
—¿Qué tipo de oso?
—Tiene que ser un oso pardo. Si no, ¿qué sentido tiene?
—Y supongo que llevo tacones de aguja con mis pantalones cortos.
—De nuevo, ¿qué sentido tendría de no ser así?
—Bueno, tanto sexo, cocinar y curarte las heridas me ha despertado el apetito. —Se apartó y se incorporó—. Veinte minutos en un jacuzzi caliente y burbujeante, seguidos de un masaje con piedras calientes. Esa es mi fantasía matinal.
Rowan sacó de su mochila una barrita energética. La devoró mientras lo observaba. Gull se había limpiado parte de la suciedad de la cara, pero aún quedaba mucha, y su pelo parecía haberse utilizado para fregar el suelo del sótano.
A continuación miró hacia otro lado, hacia las montañas y el bosque, iluminado por el brillante sol amarillo. ¿Quién necesitaba fantasías, se dijo, cuando podías despertar allí?
—En marcha, novato —dijo, dándole a Gull una palmadita en la pierna—. No tenemos toda la mañana.
Gull ayudó a abrir parte de la carga que habían lanzado desde el aire para poder preparar un desayuno instantáneo y, lo que era más importante, tomar café. Se agachó junto a Dobie.
—¿Cómo te fue?
—Hijo, fue el día más duro de mi joven vida. —Dobie empapó de tabasco sus huevos fritos con patata y cebolla antes de engullirlos como si estuviesen a punto de prohibirlos—. Y tal vez el mejor. Crees que lo sabes —añadió, agitando el beicon—, pero no lo sabes. No puedes saberlo hasta que lo haces.
—Tu amiga te dio unos cuantos besos.
Dobie se frotó las quemaduras que tenía en la nuca.
—Sí, me dio un par de lametazos. Cuando empezó a llover fuego pensé por un momento que acabaríamos asados, pero volvimos a vencer. Tendrías que haber visto a Trigger. Un trozo de madera salió disparado de un saliente que estaba talando y le alcanzó justo aquí. —Dobie se dio unos golpecitos en un lado de la garganta—. Cuando se lo arrancó le dejó un agujero que parecía de una puñalada con una navaja.
—No me enteré de eso.
—Ocurrió después de que tu cuadrilla se largase hacia el foco secundario de la cresta. Sangre por todas partes. Pero el tío se puso algodón encima, lo sujetó con esparadrapo y la emprendió con otro dedo. Pensé: «Si me aso, será con los mejores».
—Y ahora desayunamos aquí sentados con esta vista.
—Insuperable —dijo Dobie, y cogió otra comida instantánea—. ¿Qué vas a hacer con esa mujer?
Gull no tuvo que preguntar a qué mujer se refería y echó un vistazo en dirección a Rowan.
—Todo lo que pueda.
—Pues más vale que te pongas las pilas, chaval. —Dobie sacudió su botella de tabasco—. El verano no dura siempre.
Gull pensó en ello mientras sudaba trabajando a lo largo de la mañana y durante toda la tarde. Si se hubiesen conocido fuera de allí, donde había tiempo de sobras, al igual que mil posibilidades de salir a cenar o al cine, de dar un largo paseo en coche o de pasar un día en la playa, se habría acercado a Rowan aprovechando cualquier oportunidad. Pero en realidad, uno y otro mundo no tenían demasiado en común.
Tal vez hubiese llegado el momento de acercarse a ella del mismo modo como hacía el trabajo. Los picnics con champán no tenían nada de malo, pero algunas situaciones requerían un enfoque menos… elegante.
Cuando llegó el momento de recoger y marcharse, lo único que Gull quería era volver a sentirse limpio y disfrutar de un auténtico colchón bajo su cuerpo durante ocho horas seguidas.
No era de extrañar, pensó mientras se dejaba caer en el avión, que las mujeres, a pesar de ser maravillosamente atractivas, se situasen tan abajo en su lista de prioridades durante la mayor parte del año.
Apagó su mente y se durmió antes de que el avión despegase.
Con el resto de la tripulación, desembarcó arrastrando los pies, se ocupó de su equipo y colgó su paracaídas. Contempló a Rowan, que enviaba un mensaje de texto mientras se dirigía hacia los barracones. Entró detrás de ella con la intención de irse directamente a su habitación, quitarse la chaqueta y los pantalones de bombero y sacar los pies de las malditas botas que para entonces pesaban como si fuesen de plomo. Todo en él vibraba de fatiga, tensión y una irritación derivada de ambas cosas.
Si estaba hambriento, no era de una mujer, ni de Rowan Tripp en particular. Si estaba cansado era porque, cuando no caía reventado, se pasaba las noches pensando en ella. Así que dejaría de hacerlo. Dejaría de pensar en ella.
Cuando Rowan se metió en su habitación, Gull entró justo detrás de ella.
—¿Qué…?
Gull cerró la puerta, y también su boca, empujándola contra ella. Un beso ardiente y violento, que quemaba por la frustración que había conseguido ignorar durante las últimas semanas. Ahora liberaba ambas cosas. Le importaba un carajo.
Se apartó unos centímetros y clavó su mirada en los ojos de ella.
—Estoy cansado. Estoy cabreado. No sé por qué exactamente, pero me importa un comino.
—Entonces, ¿por qué no te…?
—Calla. Tengo algo que decir. —Aplastó su boca contra la de ella, sujetándole las muñecas—. Esto es estúpido. Soy estúpido, o tal vez eres estúpida. No me importa.
—¿Qué demonios te importa? —quiso saber Rowan.
—Tú, al parecer. Tal vez sea porque eres una auténtica belleza, porque estás buenísima, porque consigues ser lista y valiente al mismo tiempo. Tal vez sea porque estoy cachondo. Podría ser eso. Pero algo ha conectado aquí; ambos lo sabemos.
Como Rowan no le había mandado a la mierda ni le había dado un rodillazo en la ingle, todavía, Gull calculó que tenía una pequeña posibilidad de exponer sus argumentos.
—Así que ha llegado el momento de dejar de jugar, Rowan. Ha llegado el momento de tirar por la ventana esa estúpida norma tuya. Sea lo que sea lo que estamos iniciando, debemos lanzarnos de cabeza. Si solo es un capricho, de acuerdo, nos lo quitaremos de encima y pasaremos a otra cosa. Nadie saldrá perjudicado. Pero no pienso seguir apagando focos secundarios. O estás dentro, o estás fuera. Bueno, ¿cómo quieres hacerlo?
Rowan no esperaba aquel mal humor ni aquella fuerza, lo cual había sido un error por parte de ella, teniendo en cuenta que le había visto enfrentarse a tres hombres con una furia que la había dejado admirada. No esperaba que nada pudiese despertar sus apetitos tras una intervención de treinta y seis horas, pero allí estaba él, mirándola como si no pudiese decidir si quería besarla o estrangularla, y aquellos apetitos no solo estaban despertando, sino vibrando con fuerza.
—¿Que cómo quiero hacerlo?
—Eso mismo.
—¡Bajo el agua! —dijo antes de agarrarle el pelo y atraer su boca de nuevo hacia sí. A continuación Rowan invirtió las posiciones y le empujó a él contra la puerta—. En la ducha, novato —añadió, desabrochándole la chaqueta a toda prisa.
—Qué curioso, eso encabezaba mi lista antes de cabrearme. —Se quitó la chaqueta mientras la obligaba a retroceder hacia el cuarto de baño—. Luego solo he podido pensar en ponerte las manos encima.
Se desabrochó los pantalones.
—Botas —consiguió decir Rowan mientras se tocaban.
Se dejó caer sobre el váter; sus dedos volaban sobre los cordones. Gull se sentó en el suelo para hacer lo mismo.
—Esto no debería ser excitante. Tal vez sea porque estoy cachondo.
—¡Date prisa! —urgió Rowan, que entre risas le arrancó los pantalones y se levantó para quitarse la camiseta y el sujetador.
—Cantemos aleluya —murmuró Gull.
—¡Desnúdate! —le ordenó ella, que contoneó las caderas para quitarse las bragas y abrió el agua de la ducha.
Estás loca, pensó. Era una locura, pero se sentía loca. Otra variante de la del dragón, decidió, y se volvió para atraerle bajo el chorro.
—Estamos muy sucios —comentó, entrelazando los brazos alrededor del cuello de Gull y apretando el cuerpo contra el suyo.
—Y más nos ensuciaremos. Vamos a poner el agua más caliente.
Alargando la mano por detrás de ella, aumentó ligeramente el caudal de agua caliente y luego se concedió el placer de aquellos labios que lo esperaban de muy buena gana.
Bien, qué bien, pensó Rowan, el agua sobre su piel, las manos de él extendiendo la humedad y el calor por su cuerpo. ¿Por qué negar lo que sabía desde la primera mirada que habían cruzado? Desde el principio se habían estado dirigiendo hacia allí, hacia aquello. Rowan le pasó las manos por la espalda, sobre zonas lisas y duras, músculos fuertes, moviendo los dedos instintivamente sobre los nudos creados por horas de esfuerzo brutal.
Gull se quejó mientras Rowan pasaba a los hombros.
La mordió en un lado del cuello, bajó sus dedos por su columna vertebral y luego volvió a subir hasta encontrar puntos de dolor y placer en la base del cuello de Rowan.
—Deja que me ocupe de esto —dijo Rowan antes de echarse champú en la palma, frotarse ligeramente las manos sin dejar de observarlo y deslizar los dedos por su pelo.
Mientras ella frotaba y masajeaba, Gull se llenó las manos con gel de ducha. La ducha se llenó del aroma de melocotones maduros a medida que él iba dibujando círculos, lentos círculos, sobre sus pechos y su vientre.
La fragante espuma goteaba entre sus cuerpos. Gull fue deslizando una mano, que al llegar abajo la acarició con dedos traviesos.
La cabeza de Rowan cayó hacia atrás, y un sonido grave de placer vibró en su garganta. Observando cómo disfrutaba de la sensación, Gull le dio un poco más, un poco más, hasta que las caderas y la respiración de Rowan se sincronizaron.
Aún no, pensó él, aún no, e hizo gemir a Rowan cuando la volvió de cara a la pared mojada.
—Dios santo, Gull…
—Tengo que lavarte la espalda. Me encanta tu espalda. —En los riñones, un tatuaje de un dragón rojo exhalaba una llama dorada. Gull pasó las manos cubiertas de espuma por su cuerpo y las siguió con los labios—. Tienes la piel del color de la leche.
Se recreó con la sutil curva de la nuca de Rowan, expuesta y vulnerable a sus dientes y a su lengua, y cuando el brazo de ella se echó hacia atrás para sujetarlo, Gull deslizó las manos hacia delante y las llenó con sus pechos.
Tan firmes, tan redondos.
Gull le dio la vuelta y sustituyó las manos por la boca.
Rowan no esperaba aquello, no estaba preparada. No lo esperaba en absoluto, pensó mientras su cuerpo se estremecía. El hombre enfadado que la había empujado contra la puerta debería haberla enfurecido. En cambio, la seducía. Ignoraba si sería capaz de soportarlo.
Mientras se alzaban nubes de vapor como si fuesen humo, Gull deslizó su boca cuerpo abajo hasta que tembló cada músculo, hasta que la expectación y la sensación reventaron y se convirtieron en un dolor vibrante en el interior de Rowan.
Entonces Gull utilizó su boca hasta que la inundó el diluvio caliente de la liberación.
Cuando estaba más débil, en ese instante estremecido en que cuerpo y mente se rinden, Gull se metió en ella.
Nada de seducción ahora, nada de manos lentas o una boca traviesa. Gull le agarró las caderas y tomó, tomó y tomó. El anhelo se extendía con furia por todo su ser, incitado por el sonido áspero de carne húmeda golpeando contra carne húmeda, el ritmo palpitante del agua, el movimiento salvaje de las caderas de Rowan, que se entregaba a lo que alimentaban el uno en el otro.
Las cadenas del control se hicieron añicos; se desató la locura.
A través de la neblina de vapor y pasión, Gull contempló cómo sus ojos se cegaban. Aun así la empujó y se empujó, ávido de más, hasta que el placer lo desgarró y lo vació.
Rowan dejó caer la cabeza sobre el hombro de él hasta poder recuperar el aliento. Tardaría un rato, comprendió, ya que en ese momento jadeaba como una anciana.
—Necesito un minuto.
Rowan emitió un sonido para corroborar sus palabras.
—Si tratamos de movernos ahora, acabaremos ahogándonos en el suelo… después de fracturarnos el cráneo.
—Tenemos suerte de no haberlo hecho ya.
—Seguramente. Pero moriríamos limpios y satisfechos. Voy a cerrar el agua. Empieza a hacer frío.
Dio por cierto lo que él le decía, pero el cuerpo de Rowan seguía emanando calor suficiente para derretir un témpano de hielo. Consiguió respirar a fondo por primera vez cuando él le rozó el cabello con los labios. Rowan no sabía sencillamente cómo reaccionar ante la dulzura… después.
—¿Tus piernas aguantan? —le preguntó Gull.
—Están firmes como una roca.
Eso esperaba.
Él la soltó para agarrar unas toallas.
—Es un pecado darte algo para que cubras ese cuerpo.
Antes de que Rowan pudiese coger la toalla, Gull la envolvió con ella y depositó en sus labios un beso cálido y prolongado.
—¿Algún problema? —le preguntó.
—No. ¿Por qué?
Gull le pasó la punta de un dedo entre las cejas.
—Estás frunciendo el ceño.
—Mi cara refleja el humor de mi estómago, que se pregunta por qué sigue vacío —dijo con franqueza—. Estoy muerta de hambre. —Se relajó y sonrió de nuevo—. Entre el incendio y el extra de la ducha, estoy hecha polvo.
—Lo mismo digo. Vámonos a comer.
Rowan pasó junto a él en dirección al dormitorio, pero se volvió un instante.
—Ya lo he dicho antes, pero quiero repetirlo: tienes talento.
—También trabajo bien en posición horizontal.
Se oyó la risa de Rowan mientras sacaba una camiseta y unos vaqueros.
—Creo que vas a tener que demostrarlo.
—¿Ahora o después de comer?
Rowan negó con la cabeza mientras se ponía la ropa.
—Después, desde luego. Me apetece… ¿Te estás vistiendo?
—No pienso volver a ponerme esa porquería apestosa. Necesito que me prestes tu toalla.
Ella recordó el estado de la ropa que ambos se habían quitado.
—Espera un momento. Te traeré ropa.
—¿De verdad?
—Sé dónde está tu cuarto.
Rowan salió de allí y entró tranquilamente en la habitación de Gull.
La tenía ordenada, pensó al abrir un cajón. Incluidos los espacios interiores. Agarró lo que supuso que él necesitaría y dio otro vistazo rápido a su alrededor. Cuando se fijó en la fotografía, se acercó para verla mejor.
Era de Gull, observó, y los demás debían de ser sus tíos y sus primos; estaban todos cogidos del brazo delante de unas puertas grandes de color rojo vivo.
Un grupo con un aspecto estupendo, pensó, y el lenguaje corporal hablaba de afecto y felicidad. Posaban delante del salón recreativo, que, según comprendió por lo que podía ver de él, era mucho mayor de lo que se había imaginado.
—Date prisa y vístete antes de que comience a devorar mi propia mano —le dijo al volver a su habitación y darle la ropa.
—Date prisa y desvístete, date prisa y vístete. Órdenes y más órdenes. Las mujeres dominantes me excitan —dijo, dedicándole una mirada de exagerada pasión.
—Luego veré si puedo encontrar mi látigo y mi cadena.
—Ah, una fantasía nueva por explorar.
—No te olvides de llamarme «ama».
—Si prometes mostrarte tierna. Por cierto, me gusta el tatuaje.
—Un amuleto de la suerte —le dijo ella—. Si llevo al dragón, el dragón no me lleva a mí. ¿Y el tuyo? —Se situó detrás de él para dar unos golpecitos en las letras inscritas encima del omóplato izquierdo—. «Teine», leyó.
—Se pronuncia «tin» y no «tei-ne». Quiere decir «fuego» en irlandés antiguo. Supongo que si llevo el fuego, él no me lleva a mí.
—Solo lo intenta de vez en cuando. ¿Cómo te hiciste eso? —preguntó, indicando con un gesto una cicatriz en las costillas.
—Una pelea de bar en Nueva Orleans.
—No, en serio.
—Bueno, técnicamente fue fuera del bar. Un año estuve allí el martes de Carnaval. ¿Has estado alguna vez?
—No.
—Vale la pena. —El pelo, aún mojado de la ducha, se le rizó junto al cuello de la camisa que se puso—. Estaba en la universidad y fui allí con unos amigos. Después del jolgorio entramos en un bar. Un estúpido se metió con una chica. Parecido al estúpido que te dio la lata a ti, pero este estaba más borracho y tenía más mala uva, y ella no tenía tu estilo.
—Pocas lo tienen —dijo Rowan, sonriendo de oreja a oreja.
—Eso no te lo discuto. Como iba diciendo, cuando le aconsejé que lo dejase y desistiese él puso objeciones. Una cosa llevó a la otra. Al parecer, no debió de gustarle que le estuviese dando una paliza en presencia de testigos, así que sacó una navaja.
La sonrisa de Rowan se convirtió en una mueca de espanto.
—¡Por Dios! ¿Te apuñaló?
—No exactamente. La navaja me rozó las costillas. —Gull se pasó un dedo con descuido por la zona—. No me hizo gran cosa, y yo tuve el placer de romperle la mandíbula. La chica se mostró muy agradecida, así que fue una noche provechosa.
Se ató las zapatillas de deporte.
—Tengo un pasado oscuro y agitado.
—Eres un enigma.
—De acuerdo —dijo, tendiéndole la mano—. ¿Qué me dices si te invito a cenar y a un par de cervezas frías?
—Digo que, dado que tenemos las comidas pagadas, eres un roñica, pero qué demonios.
Más tarde, después de que Gull demostrase que de verdad trabajaba bien en posición horizontal, Rowan le dio un codazo medio dormida.
—Vete a casa.
—Ni hablar —contestó él, limitándose a atraerla hacia sí.
—Gull, ninguno de nosotros es lo que podría llamarse menudo, y esta cama no está precisamente hecha para dos.
Por otra parte, dormir con un tipo no era lo mismo que tener sexo con él.
—Hasta ahora ha funcionado muy bien. Nos las arreglaremos. Además, ya has visto la lista de saltos. Somos el primero y el segundo en saltar. Si recibimos un aviso, lo único que tenemos que hacer es ponernos la ropa que ahora mismo está tirada por el suelo y salir pitando. Eso es eficacia.
—Entonces, ¿siempre duermes con tu compañero de salto en aras de la eficacia?
—Primero lo estoy probando contigo. Quién sabe, si ahorra suficiente tiempo podría volverse obligatorio. Si estamos libres, ¿querrás echar una carrera por la mañana?
Su mano, que subía y bajaba con suavidad por la espalda de Rowan, era agradable, tranquilizadora. De todos modos era tarde, pensó, y por una vez podía hacer una excepción con la norma que consistía en no dejar que nadie se quedase a dormir. Aunque ya había hecho una excepción con el sexo, y ahora…
—¿Vamos a seguir haciendo esto? —se preguntó.
—Está bien, pero vas a tener que darme unos veinte minutos.
—Esta noche no. Creo que hemos cumplido.
—Oh, quieres decir habitualmente. —Le dio una suave palmadita amistosa—. Desde luego.
—Si continuamos, hay una norma.
—Por supuesto, cómo no.
—Si me acuesto con un tío, no me acuesto con otros tíos, y tampoco me acuesto con ese tío si se está tirando a otra. Si alguno de nosotros decide que otra persona es atractiva, no hay problema. Se acaba la relación. Esta es firme. Sin excepciones.
—Es justo. Una pregunta: ¿por qué iba yo a querer a otra persona cuando puedo ducharme contigo?
—Porque la gente suele querer lo que no tiene.
—A mí me gusta lo que tengo. —Le dio un achuchón—. Así que estoy encantado de acatar tu norma sobre este asunto.
—Luego. —Rowan soltó una risita y cerró los ojos—. Eres de lo que no hay, Gulliver.
En este instante, bien arropado con Rowan en la cama, con un búho que ululaba adusto en la noche y con la luna que asomaba por la ventana, Gull pensó que era exactamente quien quería ser y que estaba exactamente donde quería estar.
Se tardaba menos en quemar un cadáver que un bosque. Un asunto más desagradable, pero más rápido. Aun así, no podían evitarse los daños colaterales. Pensándolo bien, ella no pesaba mucho, así que llevarla camino arriba, entre los pinos contorta, no era tan duro como había imaginado.
La pálida luz de la luna contribuía a iluminar el camino —como una señal— y la música de las criaturas nocturnas le tranquilizaba.
La senda se bifurcaba, se empinaba, pero la subida no resultaba tan desagradable en el ambiente fresco y perfumado por los pinos.
Más valía no pensar en lo desagradable, en el horror. Más valía pensar en la luz de la luna, el ambiente fresco y las aves nocturnas.
A lo lejos, un coyote lanzó un grito alto y fuerte. Un sonido salvaje, un sonido hambriento. Quemarla sería humano. Mejor que dejarla a merced de los animales.
Seguramente ya se habían alejado lo suficiente.
La tarea no exigió mucho esfuerzo ni requirió demasiadas herramientas. Solo dar unos hachazos a la maleza y reunir unas ramitas secas, empaparlas y empapar la ropa de ella. Empaparla a ella.
No pensar.
Empaparlo todo con gasolina del bidón de reserva.
Intentar no mirarla a la cara, intentar no pensar en lo que ella había dicho y hecho. En lo que había sucedido. Centrarse en la tarea que se traía entre manos.
Encender el fuego. Sentir el calor. Ver el color y la forma. Oír la crepitación y el chasquido. Luego la ráfaga de aire y llamas a medida que ese fuego empezase a respirar.
Una cosa bella. Deslumbrante, peligrosa, destructiva.
Tan hermosa y feroz, y también personal cuando la provocabas con tus propias manos. Nunca hasta entonces se había dado cuenta, nunca lo había sabido.
El fuego la purificaría. La borraría. La enviaría al infierno. Aquel era su sitio. Los animales no la alcanzarían, no la despedazarían como los perros habían despedazado a Jezabel. Pero se había ganado el infierno.
No más daños, no más amenazas. No más. En el fuego, dejaría de existir.
Al contemplar cómo la devoraba sintió una horrible emoción, un intenso estremecimiento de excitación inesperada. El sabor del poder. Nada de lágrimas, nada de arrepentimiento… ya no.
Esa emoción y la creciente voz del fuego le siguieron senda abajo mientras el humo empezaba a subir hacia la pálida luna.