12

La tarde siguiente, con un jugador profesional de golf pegado a su cuerpo, Lucas contempló la base, alborotada bajo sus pies. Después de todo, su hija y él no cenarían juntos esa noche.

La decepción era profunda, y recordó cuántas veces había tenido que cancelar sus planes con ella cuando él hacía sus temporadas. Deseó que volviera sana y salva; deseó que fuese fuerte.

—¡Este es el mejor momento de mi vida! —gritó su cliente.

Aún eres joven, pensó Lucas. Los mejores momentos vienen y se van. Aunque si eres lo bastante afortunado, seguirán viniendo.

Una vez que aterrizaron y acabó con la rutina de las fotografías, las repeticiones a cámara lenta y los agradecimientos, leyó el mensaje de su teléfono.

Siento lo de la cena. Tenemos uno. Ya nos veremos.

—Ya nos veremos —murmuró.

Lucas llamó a la base para obtener información del incendio.

El del día anterior solo había requerido una cuadrilla de cuatro, y habían terminado en diez horas.

Este parecía más difícil.

Un incendio en una caravana cerca de Lee Ridge, un operativo de dieciséis bomberos. Y su hija estaba en ese operativo.

Aunque recordaba bastante bien la zona, consultó su mapa mural. Pinos ponderosa y contorta, reflexionó. Abeto de Douglas. Quizá pudiesen utilizar el arroyo Lee como fuente de abastecimiento de agua o, según la situación, uno de esos bonitos riachuelos más pequeños.

Estudió el mapa, consideró las zonas de aterrizaje y la dificultad de saltar sobre aquellos bosques densos y silenciosos.

A Rowan no le ocurriría nada, quiso convencerse. Él dedicaría un rato al papeleo y luego cenaría cualquier cosa. A continuación se dedicaría a esperar.

Permaneció cinco minutos mirando la pantalla de su ordenador antes de aceptar la derrota. Demasiadas cosas en la cabeza, reconoció.

Pensó en ir hasta la base, utilizar el gimnasio y tal vez conseguir una cena de Marg. Pero se notaría demasiado lo que estaría haciendo. Rondar.

Había sido agradable comer en un restaurante la otra noche, recordó. Beber un poco de vino, disfrutar de una conversación y de una comida caliente. Se había acostumbrado demasiado a comer de cualquier manera cuando Rowan no estaba por allí. Ninguno de los dos se distinguía por ser un gran cocinero, pero se las arreglaban.

Cuando estaba solo acostumbraba a ir al pequeño café situado junto a su tienda de artículos de regalo, si se acordaba antes de la hora de cierre. O se preparaba un bocadillo. Podía calentar en el microondas un plato precocinado; siempre los había en su despensa. Pero nunca se había habituado a sentarse ante uno sin la compañía de algunos compañeros de equipo.

Cuando era paracaidista se había sentido intensamente solo en algunos momentos. Sin embargo, ahora sabía que no había conocido la soledad hasta que las noches se le hicieron interminables en una casa vacía.

Sacó su teléfono móvil. Si se permitía pensar en ello, nunca acabaría. Así que llamó a Ella antes de tener una idea clara de lo que diría o de cómo lo diría.

—¿Diga?

Su voz sonaba muy alegre y despreocupada. A Lucas casi le entró el pánico.

¿Iron Man? ¡Y una mierda!, pensó.

—Ah… Ella, soy Lucas.

—Hola, Lucas.

—Esto… sí, hola.

—¿Cómo estás? —preguntó la mujer al cabo de diez segundos de silencio.

—Bien. Estoy bien. La otra noche lo pasé muy bien.

«¡Santo Dios, Lucas!»

—Yo también. Desde entonces lo he pasado estupendamente pensando en la cena y en ti.

—¿De verdad?

—De verdad. Ahora que has llamado, espero que vayas a pedirme que repitamos.

Lucas sintió que el placer le ascendía desde los dedos de los pies y acababa en una estúpida sonrisa de oreja a oreja. No era tan difícil.

—Me gustaría volver a cenar contigo.

—A mí también me gustaría. ¿Cuándo?

—La verdad es que yo… ¿Esta noche? Ya sé que te aviso con poco tiempo, pero…

—Llamémoslo espontáneo. Me gusta la espontaneidad.

—Me alegro. Es fantástico. Podría recogerte a las siete.

—Podrías. O podemos ser espontáneos los dos. Ven a cenar, Lucas, me apetece cocinar. ¿Te gusta la pasta?

—Desde luego, pero no quiero causarte molestias.

—Nada de remilgos. Será una velada bonita; podríamos cenar en la terraza. He estado trabajando en el jardín, y me darías una oportunidad de enseñártelo.

—Eso suena muy bien.

Una comida casera, una velada en una terraza junto a un jardín. ¿Dos cenas en tres días con una mujer bonita? Sonaba rotundamente genial.

—¿Te explico cómo se llega?

—Ya te encontraré.

—Pues nos vemos sobre las siete. Adiós, Lucas.

—Adiós.

Tenía una cita, pensó Lucas atónito. Una cita oficial.

Dios, confiaba en no estropearla.

Mientras conducía hacia su casa para cambiarse de ropa pensó en Rowan. En aquellos momentos su hija estaría en primera línea, entre el humo y el calor, actuando, tomando decisiones. Cada célula de su cuerpo y de su mente se concentraría en acabar con el fuego y mantenerse con vida.

Pensaba en ella cuando entró en la casa, a pocos minutos de la base. Una vivienda grande, reflexionó. Pero cuando Rowan estaba en casa necesitaba su espacio. Además, los padres de Lucas los visitaban varias veces al año y necesitaban el suyo.

Aun así, durante las largas temporadas sin ellos, el vacío parecía aumentar.

La mantenía ordenada. Todos aquellos años en los que le resultaba imprescindible encontrar al instante lo que buscase habían dejado huella en su vida privada. Y era sencilla.

A su madre le gustaba la complicación, le encantaba tener cosas y más cosas por la casa, que él recogía cuando ella ya se había ido de la casa y guardaba hasta la siguiente vez.

Menos que limpiar.

Hacía lo mismo con los cojines de colores que a ella le gustaba echar por el sofá y las butacas. Le ahorraba tener que tirarlos al suelo cada vez que quería tumbarse.

En su habitación, una sencilla colcha marrón cubría la cama y una silla de color marrón claro ocupaba un rincón. Persianas de madera oscura cubrían las ventanas. Incluso Rowan se desesperaba ante la falta de color y estilo, pero a él le resultaba fácil de limpiar.

En el armario las camisas estaban colgadas ordenadamente, separadas de los pantalones por una serie de estantes para los zapatos que había construido él mismo.

Nada de remilgos, había dicho Ella, pero ¿qué significaba eso exactamente?

Cuando el pánico trató de hacerle cosquillas en la garganta agarró sus prendas de diario: unos pantalones de color caqui y una camisa azul. Después de vestirse volvió a llamar a la base para preguntar cómo evolucionaba el incendio.

Solo podía esperar, pensó, pero esta vez durante unas cuantas horas no esperaría solo.

Como Ella había mencionado su jardín, paró por el camino a comprar flores. Las flores nunca estaban de más, eso lo sabía con certeza.

Introdujo la dirección en el GPS de su furgoneta por si acaso; aunque conocía la zona y la calle.

Se preguntó de qué hablarían. Se preguntó si debería haber comprado vino. No había pensado en el vino. ¿Vino y flores serían demasiado?

De todos modos era demasiado tarde para comprar vino; además, ¿sabría cuál comprar?

Se metió en el camino de entrada y aparcó delante del garaje de una bonita casa de varios pisos, con una fachada de estuco de un audaz tono anaranjado que en opinión de Lucas pegaba con Ella. Había muchas ventanas para contemplar las montañas; flores en el patio, y muchas más formando una explosión de color y formas, erguidas y caídas, en grandes tiestos indios sobre las piedras de la entrada principal cubierta.

En ese momento dudó de si las rosas amarillas que había comprado serían excesivas.

—Las flores nunca están de más —masculló para sí mientras se bajaba de la furgoneta sobre unas piernas un tanto flojas.

Seguramente debería haber ido al café de siempre a buscar una hamburguesa con patatas fritas y comérsela en su despacho. No sabía cómo se hacía aquello. Era demasiado viejo para estar haciendo aquello. Las mujeres nunca habían tenido ningún sentido para él, así que, ¿podía él tener sentido para una mujer?

Se sentía estúpido, torpe y cortado, pero como la retirada no era una opción llamó al timbre.

Ella abrió la puerta. Llevaba el pelo recogido, y su rostro expresaba calidez y afabilidad.

—Veo que me has encontrado. ¡Vaya, qué bonitas! —Cogió las rosas y, como haría toda mujer, metió la cara entre los capullos—. Gracias.

—Me han recordado tu voz.

—¿Mi voz?

—Son bonitas y alegres.

—¡Eso que has dicho es precioso! Entra —dijo, y, cogiéndole de la mano, le atrajo al interior.

El color, y las cosas y más cosas que su madre habría visto con buenos ojos, llenaban la casa. Viva y audaz, suave y llena de texturas, una mezcla de estampados ocupaba toda la zona de estar, donde unas velas llenaban una chimenea de piedra de río.

—Es una casa preciosa.

—A mí me encanta —comentó Ella, contemplando la zona de estar junto a él con una expresión de serena satisfacción—. Es la primera que compro, amueblo y decoro yo sola. Quizá sea demasiado grande, pero mis hijos vienen mucho, así que me gusta disponer de abundante espacio. Vamos a poner las flores en agua.

Era grande, observó Lucas, y muy diáfana, de modo que un espacio parecía invadir el siguiente de manera natural. No sabía gran cosa, más bien nada, sobre decoración, pero la sensación que le producía correspondía a lo que veía. Viva, feliz, relajada.

Casi se le salieron los ojos de las órbitas al ver la cocina. Daba a una zona de comedor por un lado y, por el otro, a un gran espacio de reunión, con otro sofá, butacas y un gran televisor de pantalla plana. Pero la cocina en sí era como las que salen en las revistas, con encimeras de granito, una isla central, electrodomésticos de acero brillante, armarios de madera oscura, muchos de ellos acristalados para mostrar la cristalería y la vajilla. Algunos pequeños electrodomésticos, de aquel mismo acero brillante, descansaban sobre las encimeras.

—Esto sí que es una cocina.

—Eso y la vista me convencieron. Quise la casa en cuanto la vi. —De un botellero de vidrio eligió una botella de vino tinto que colocó sobre la encimera junto a un sacacorchos—. ¿Por qué no abres esto mientras busco un jarrón?

Abrió una puerta, repasó los estantes y seleccionó un jarrón alto de color cobalto. Lucas abrió el vino mientras ella recortaba los tallos bajo el agua corriente en el fregadero de la isla central.

—Me alegro de que hayas llamado. Esta es una forma mucho más agradable de pasar la velada que trabajar en mi doctorado.

—¿Estás trabajando en tu doctorado?

—Casi lo he terminado. —Levantó una mano con los dedos cruzados—. Lo he aplazado demasiado, así que estoy recuperando el tiempo perdido. Copas para vino tinto —le dijo—, segundo estante del armario que está a la derecha del fregadero. Mmm, me encanta cómo quedan estas rosas contra el azul. ¿Cómo te ha ido hoy el trabajo?

—Muy bien. Hemos tenido un grupo numeroso procedente de Canadá y otro de Arizona, además de varios estudiantes. Un día ajetreado. Ayer lo fue aún más. Apenas tuve tiempo de acercarme a la base a ver cómo estaban después de que tuviesen el problema.

—¿Qué problema? —preguntó Ella, levantando la vista de las flores.

—Supongo que no te habrás enterado. Alguien entró en la sala de equipamiento de la base ayer, o en algún momento de la noche, y lo rompió todo.

—¿Quién haría algo tan estúpido?

—Bueno, lo más probable es que fuese Dolly Brakeman. Es una chica de aquí que tenía una… una relación con el paracaidista que murió el verano pasado. Tuvo a su bebé en primavera.

—¡Oh, Señor, conozco muy bien a Irene, su madre! Somos amigas. Trabaja en la escuela. Es una de las cocineras.

Lucas cayó en la cuenta de que en realidad ya sabía que Irene trabajaba en la cocina de la escuela.

—Lo siento, no debería haber dicho nada sobre Dolly.

—Irene es una cosa y Dolly otra; y créeme, lo sé muy bien. —Ella metió un tallo recortado en el jarrón—. Esa chica le ha hecho la vida imposible a Irene. En cualquier caso, lo que le pasó al padre del bebé de Dolly… es una tragedia para ella, pero ¿por qué iba a querer destrozar la base?

—¿Sabes que trabajó allí de cocinera y que la contrataron otra vez?

—Sé que había trabajado en la base. Desde que pasé por casa de Irene para llevarle un regalo al bebé no he vuelto a hablar con ella. Sabía que Leo y ella fueron a… Bozeman, creo que era, para llevárselas a casa al bebé y a ella, así que he estado un tiempo sin pasar por allí. Quería darles a todos un poco de tiempo para adaptarse. No sabía que Dolly había vuelto a trabajar en la base.

—Le dieron una oportunidad. ¿Sabes? Se marchó después del accidente de Jim. Antes de hacerlo, atacó a Rowan.

—¿A tu hija? Irene nunca mencionó… Bueno, hay muchas cosas que no menciona sobre Dolly. ¿Por qué?

—Ro era la compañera de Jim en aquel salto. No tiene ningún sentido, pero fue así como reaccionó Dolly. Y apenas llevaba en la base unos pocos días cuando Ro la sorprendió salpicando su habitación con sangre de cerdo.

—¡Por el amor de Dios!

Cuando Ella se plantó los puños en las caderas, Lucas pensó que daba una imagen de directora inflexible.

Le gustó.

—No había oído nada sobre esto. —Aquellos profundos ojos verdes lanzaron destellos mientras servía el vino—. Mañana llamaré a Irene para ver si necesita… algo. Sé que Dolly es problemática, por decirlo con suavidad, pero Irene creía de verdad que con el bebé, hacer que Dolly fuese a la iglesia, traerla de vuelta a la casa, le haría sentar la cabeza. Es evidente que no.

Sus miradas se encontraron. Los ojos de Ella mostraban solidaridad y también preocupación.

—¿Qué tal lo lleva tu hija?

—¿Ro? Bastante bien. Desde entonces han estado trabajando en reparaciones y fabricación; deben de haber dejado listo material suficiente para atender algunas llamadas. Ayer hicieron una intervención de cuatro bomberos en un abrir y cerrar de ojos.

—Eso está bien. Puede que así tengan tiempo de recuperar el aliento.

—Es poco probable. La sirena ha sonado hoy, más o menos a las cuatro y media.

—¿Rowan está en un incendio? ¿Ahora? Tampoco me he enterado de eso. No he visto las noticias en todo el día. Lucas, debes de estar preocupado.

—No más de lo habitual. Forma parte del trato.

—Ahora me alegro aún más de que hayas llamado.

—Y te haya dejado disgustada y preocupada por Irene.

—Me alegro de haberme enterado de lo que le ocurre. No puedo ayudarla si no lo sé. —Apoyó una mano sobre la de Lucas—. ¿Por qué no sacas a la terraza tu copa y la botella? Ahora mismo voy.

Lucas salió por unas puertas amplias de vidrio a la terraza, que ofrecía vistas de las montañas, de un cielo infinito y del patio, que de nuevo le pareció salido de una revista.

En una zona cuadrada cubierta con el material elástico de colores que solía instalarse en los parques infantiles había un área de juegos para los nietos de Ella. Columpios, escaleras, barras, balancines, incluso una casita con su sombrilla, su mesa diminuta y sus sillas.

Lucas lo encontró tan alegre como la casa y comprendió que Ella había creado allí un hogar no solo para sí misma, sino también para que lo disfrutase su familia.

Pero aun así, las flores acaparaban toda la atención.

Reconoció unas rosas, hasta ahí llegaba, pero el resto creaba unos ríos y unas charcas de unos colores y unas formas que a él le parecieron propios del país de las hadas; todos estaban conectados con estrechos caminos de piedra. Pequeños rincones dejaban espacio para bancos, un cenador cubierto con una parra, una pequeña y burbujeante fuente de cobre.

Mientras Lucas miraba, un turpial gorjeador llegó volando hasta un amplio comedero de pájaros para servirse la cena.

Lucas se volvió cuando Ella salió con una bandeja.

—Ella, esto es increíble. Nunca había visto nada igual fuera del cine.

Sus mejillas encendidas de placer mostraron aquellos hoyuelos.

—Es mi orgullo y mi alegría, y tal vez una pequeña obsesión. A los anteriores propietarios de la casa les encantaba la jardinería, así que partí de una base maravillosa. Con algunos cambios, algunas añadiduras y muchísimo trabajo, me lo he hecho mío.

Colocó la bandeja sobre una mesa entre dos tumbonas de color azul intenso.

—Creía que habías dicho que no te complicarías la vida —dijo Lucas, mirando los elaborados entremeses dispuestos en la bandeja.

—Debo confesarte mi vicio secreto. Me encanta la complicación. —Cogió su copa de vino—. Espero que no te importe.

—Mi madre no crió a un insensato.

Ella se sentó y se inclinó hacia él mientras los carillones de viento recogían la melodía de la brisa estival. El turpial cantó en honor a su cena.

—Me encanta sentarme aquí fuera, sobre todo en este momento del día, o por la mañana temprano.

—A tus nietos les debe encantar jugar aquí fuera.

Bebieron vino, comieron los elaborados entremeses y hablaron de los nietos de Ella, lo cual animó a Lucas a contar algunas anécdotas de la infancia de Rowan.

Lucas no sabía por qué había tenido aquellos instantes de pánico. Estando con aquella mujer se sentía muy cómodo, una vez que habían roto el hielo. Y cada vez que sonreía algo se removía dentro de él. Al cabo de un rato casi dejó de parecerle extraño estar disfrutando de una bonita noche de verano, bebiendo vino y admirando la vista mientras hablaba con soltura con una mujer hermosa.

Prácticamente ya no recordaba cómo había pasado tantas otras noches de verano. Del mismo modo en que su hija estaba pasando la suya en esos momentos.

—Estás pensando en ella. En tu Ro.

—Supongo que no puedo evitarlo. Pero es buena, y está con una unidad muy fiable. Harán bien su trabajo.

—¿Qué debe de estar haciendo ahora?

—¡Oh, depende! —Tantas cosas, pensó Lucas, y todas ellas duras, peligrosas, necesarias—. Podría estar en un cortafuegos. Trazan una posición, tienen en cuenta cómo reacciona el fuego, el viento y demás, y derriban árboles, eliminan maleza.

—Porque son combustible.

—Sí. Tienen un par de fuentes de agua, así que podría estar en la manguera. Sé que antes han descargado fango sobre ella.

—¿Por qué iban a descargar fango sobre Rowan?

Lucas soltó una carcajada larga y divertida.

—Lo siento. Me refería al fuego. «Fango» es el nombre que le damos al retardante que descarga el avión hidrante. Créeme, ningún bombero paracaidista quiere estar debajo.

—Y al fuego lo llamáis «ella» porque los hombres siempre se refieren en femenino a las cosas peligrosas y molestas a las que tienen que enfrentarse.

—Ah…

—Te estoy tomando el pelo. Más o menos. Entra mientras empiezo la cena. Puedes hacerme compañía y hablarme del fango.

—No querrás oír hablar del fango.

—Te equivocas —le dijo Ella mientras recogían la bandeja, las copas y el vino—. Me interesa.

—Es un pringue espeso y rosado, y escuece si te toca la piel.

—¿Por qué rosado? Es como de chicas.

Lucas sonrió mientras Ella sacaba una sartén.

—Le añaden óxido férrico para volverlo rojo, pero cuando cae parece lluvia rosada. El color marca la zona de descarga.

Ella echó en la sartén un poco de aceite de una aceitera y cortó en dados un poco de ajo y unos tomates de pera sin dejar de hacer preguntas y comentarios.

Desde luego parecía interesada, pensó Lucas, pero a él le estaba costando concentrarse. La forma en que Ella se movía, los gestos de sus manos cuando picaban y cortaban, la forma en que sonreía y olía, el sonido del nombre de él cuando salía de sus labios.

Sus labios.

No pretendía hacerlo. Aunque eso era lo que ocurría cuando actuaba antes de pensar. Lucas le estorbaba un poco cuando Ella se apartó de la encimera, y sus cuerpos chocaron y se rozaron. Ella levantó la cara, sonrió y tal vez empezó a hablar, pero entonces…

¿Había una pregunta en sus ojos, o una invitación? No lo sabía, no pensó. Solo actuó. Lucas deslizó las manos sobre los hombros de Ella y apoyó los labios sobre los suyos.

Tan suaves. Tan dulces. Cediendo bajo los suyos mientras las manos de Ella subían por la espalda de Lucas y se entrelazaban allí para mantenerla abrazada a él. Ella se puso de puntillas, y la sensación de su cuerpo deslizándose contra el suyo le hizo arder a fuego lento bajo aquella suavidad.

Le entraron ganas de acurrucarse dentro de ella tal como habría hecho con una manta en una fría noche de invierno.

Lucas abandonó aquellos labios y apoyó la frente en la de Ella.

—Es tu sonrisa —murmuró—. Hace que me sea difícil pensar con claridad.

Ella le puso las manos a ambos lados del rostro y le levantó la cabeza hasta que pudo mirarlo a los ojos. Qué hombre tan dulce, pensó. Qué hombre tan y tan dulce.

—Creo que la cena puede esperar —dijo, apartándose despacio para apagar el fuego. Luego volvió a mirarlo—. ¿Quieres subir conmigo, Lucas?

—Yo…

—Ya no somos unos críos. Ambos tenemos más años a nuestras espaldas que por delante. Cuando tenemos la oportunidad de vivir algo bueno, deberíamos aprovecharla. Así que… —Le tendió la mano—. Sube conmigo.

Lucas tomó su mano y soltó un suspiro tembloroso mientras Ella lo guiaba a través de la casa.

—No es porque me compadezcas, ¿verdad? —preguntó Lucas.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque es muy evidente que quiero… esto.

—Lucas, si no lo quisieras, me compadecería de mí misma. —En su rostro brilló un destello de humor—. Desde que has llamado me he estado preguntando si iríamos a la cama esta noche, y he tenido que hacer media hora de yoga para dejar de estar nerviosa.

—¿Nerviosa? ¿Tú?

—Ya no soy una cría —le recordó mientras lo llevaba a su dormitorio, donde la luz a través de las ventanas resplandecía suavemente—. Los hombres de tu edad suelen mirar a las treintañeras, no a las cincuentonas. Son veinte años de gravedad en mi contra.

—¿Para qué iba a querer yo a alguien lo bastante joven para ser mi hija?

Cuando Ella se echó a reír, Lucas sonrió de oreja a oreja.

—Demonios, solo me haría sentir viejo. Ya me preocupa fastidiar esto. Estoy desentrenado, Ella.

—Yo también estoy bastante anquilosada. Supongo que ya veremos si nos vamos poniendo a punto. Podrías empezar besándome otra vez. Parece que ambos dominamos bastante esa parte.

Lucas la abrazó, y esta vez los brazos de ella le rodearon el cuello. Él notó que volvía a ponerse de puntillas mientras sus labios se fundían en un beso, mientras se separaban para el lento y seductor deslizamiento de lenguas.

Lucas se permitió dejar de pensar, dejar de preocuparse por lo que podía ocurrir y limitarse a actuar. Sus manos le acariciaron la espalda, las caderas y los costados, hasta subir de nuevo para quitarle las horquillas del cabello.

El pelo le cayó sobre las manos y se deslizó a través de sus dedos mientras Ella inclinaba la cabeza hacia atrás para que los labios de él pudiesen encontrar la línea de su garganta.

Los nervios se convirtieron en una mezcla indescriptible de comodidad y excitación. Ella se estremeció cuando Lucas se apartó despacio para desabrocharle la blusa. Del mismo modo que se estremeció él cuando Ella le abrió la camisa.

Ella se quitó las sandalias; Lucas se deshizo de los zapatos.

—De momento…

—Todo bien —terminó él, y volvió a besarla.

Oh, sí, pensó Ella, desde luego Lucas dominaba esa parte.

Ella lo despojó de la camisa y extendió las manos sobre su pecho, duro y en forma por toda una vida de entrenamiento, marcado por las cicatrices de una vida de trabajo. Apoyó los labios en él mientras Lucas le quitaba la blusa y la dejaba caer al suelo. Cuando Lucas tomó sus pechos en sus manos, Ella se olvidó de la gravedad. ¿Cómo podía preocuparse cuando él la miraba como si fuese preciosa, cuando la besaba con tanta paz, con una intensidad tan abrumadora?

Ella le desabrochó el cinturón, encantada de tocar y ser tocada, de recordar todas las cosas que sentía un cuerpo cuando deseaba y era deseado. Los pantalones por los que se había decidido finalmente tras dudar durante veinte minutos después de que él llamase se deslizaron hasta el suelo. A continuación, su corazón se elevó por las nubes cuando Lucas la aupó. Emocionada, dejó caer la cabeza sobre el hombro de él.

—Lucas, llevo toda la vida queriendo que me cojan en brazos. Eres el primero que lo hace.

Él miró sus ojos deslumbrados y se sintió como un rey al llevarla a la cama.

En la penumbra, se tocaron y probaron. Recordaron y descubrieron. Curvas redondeadas, ángulos duros, con todos los puntos de placer por saborear.

Cuando Lucas la llenó ella exhaló su nombre, la música más dulce. Al moverse en su interior, cada golpe largo y lento golpeó su corazón, martillo contra yunque. Ella le respondió, lo incitó; sus dedos se clavaban en las caderas de él para alentarlo.

El rey se convirtió en semental, montando a su hembra.

Cuando Ella gritó, apretándose contra él en el orgasmo, la sangre de Lucas latió triunfante. Y, dejándose arrastrar, llevó ese triunfo hasta más allá del borde.

—¡Vaya, Dios! —dijo Ella al cabo de unos momentos en los que ambos yacieron en silencio, estupefactos y saciados—. Me vienen a la mente todos esos tópicos, como «es igual que montar en bici» o «como el vino, mejora con la edad». Pero me parece que basta decir sencillamente: uau.

Él la atrajo hacia sí, y ella se hizo un ovillo a su lado, con la cabeza sobre su hombro.

—«Uau» lo describe perfectamente. Todo lo que tiene que ver contigo es «uau» para mí.

—Lucas —replicó Ella, volviendo la cara hacia el cuello de él—, te lo juro, me ha dado un vuelco el corazón. Nadie me había dicho jamás ese tipo de cosas.

—Entonces hay muchos hombres estúpidos —comentó Lucas, enroscando el cabello de Ella en torno a su dedo, encantado de poder hacerlo—. Escribiría un poema dedicado a tu pelo, si supiese hacerlo.

Ella se echó a reír y tuvo que parpadear para contener las lágrimas.

—Eres el hombre más dulce del mundo —dijo, incorporándose para darle un beso—. Voy a prepararte la mejor pasta que has comido en tu vida.

—No hace falta que te molestes. Podríamos hacer unos bocadillos o algo así.

—Pasta —dijo ella—, con tomates de pera frescos y albahaca de mi jardín. Vas a necesitar el combustible para más tarde.

Mientras sus ojos lo miraban brillantes, Lucas le dio una palmadita en el trasero desnudo.

—En ese caso, más vale que bajemos y nos pongamos a cocinar.